Capítulo 13

Las autoridades llegaron y sustituyeron crisis por emergencias. Los paramédicos se apresuraron a llevar a urgencias a la chica herida de gravedad y al joven eviscerado, mientras que los policías que arribaron al lugar hacían lo que les era posible para cuidar a los asistentes heridos hasta que aparecieran otros equipos médicos. Me quedé con la chica herida, sosteniendo su mano. Uno de los paramédicos la examinó brevemente, vio que aunque su dolor era considerable no estaba en peligro inmediato, y me ordenó que me quedara con ella e impidiera que nadie la moviera hasta que llegara el siguiente equipo.

Aquello me venía bien. La idea de levantarme me parecía una tarea de enormes proporciones.

Me quedé sentado con la chica hasta que llegaron más efectivos de la policía. Ella se fue volviendo silenciosa y apática a medida que el miedo desapareció y su cuerpo produjo endorfinas para calmar el dolor. Oí un jadeo y el sonido repentino de unos pies en el suelo. Cuando levanté la vista, Molly pasaba junto a un patrullero y se arrojó junto a la chica.

—¡Rosie! —exclamó con el rostro muy pálido—. ¡Oh, Dios mío!

—Tranquila, tranquila —dije al tiempo que ponía una mano en el hombro a Molly para prevenir que abrazara a la chica herida—. No la muevas.

—Está herida —protestó Molly—. ¿Por qué no la han metido en una ambulancia?

—No se encuentra en peligro inmediato —le dije—. Otras dos personas sí. La ambulancia se las ha llevado primero. Ella irá en la siguiente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Molly.

Sacudí la cabeza.

—Todavía no estoy seguro. No vi mucho. Los atacaron.

La chica en el suelo se agitó de repente y abrió los ojos.

—¿Molly? —dijo.

—Estoy aquí, Rosie —la tranquilizó Molly. Le tocó la mejilla a la chica herida—. Estoy aquí mismo.

—Dios mío —dijo la chica con lágrimas en los ojos—. Él los mató. Él los mató. —Su respiración empezó a acelerarse al rememorar el pánico.

—Shhh —dijo Molly, y le acarició el pelo a su amiga y se lo apartó de la frente como hubiera hecho con una niña asustada—. Ahora estás a salvo. Todo está bien.

—El bebé —dijo Rosie. Apartó su mano de la mía y se la puso sobre el vientre—. ¿Está bien el bebé?

Molly se mordió el labio y me miró.

—¿Está embarazada? —le pregunté.

—De tres meses —confirmó Molly—. Se ha enterado hace poco.

—El bebé —insistió Rosie—. ¿Se encuentra bien el bebé?

—Harán todo lo posible para asegurarse de que los dos estéis bien —dije inmediatamente—. Trata de no preocuparte demasiado.

Rosie cerró los ojos, con las lágrimas todavía resbalando por sus mejillas.

—Muy bien.

—Rosie —preguntó Molly—. ¿Puedes decirme qué pasó?

—No estoy segura —susurró—. Estaba sentada con Ken y Drea. Ya habíamos visto nuestra escena favorita de la película y decidimos irnos. Me agaché para coger el bolso, Drea estaba revisando su maquillaje y entonces las luces se apagaron y ella empezó a gritar… Y luego, cuando fui capaz de ver algo, él estaba allí. —Se estremeció—. Él estaba allí.

—¿Quién? —la presionó Molly.

Los ojos de Rosie se abrieron demasiado, tanto que casi los puso en blanco. Su voz se redujo a un susurro.

—El segador.

Molly frunció el ceño.

—¿Cómo en la película? Una persona disfrazada.

—No, no —dijo Rosie, su temblor aumentaba cada vez que pronunciaba una palabra—. Era él. Era realmente él.

El equipo médico llegó y se dirigió directamente hacia nosotros. En cuanto los vio, Rosie pareció tener otro ataque de pánico, y comenzó a revolverse. Molly se inclinó sobre ella, susurrándole continuamente y tocándole la cabeza hasta que los paramédicos se pusieron a trabajar.

Me aparté. Colocaron a Rosie en una camilla. Cuando le pusieron el brazo en el costado noté en él varias contusiones irregulares, marcas pequeñas y redondas, y los capilares dañados justo bajo la superficie de la piel de la curvatura del brazo.

Molly me miró un segundo con los ojos abiertos de par en par. Luego ayudó a los paramédicos a tapar a Rosie con una manta. Los paramédicos contaron hasta tres y levantaron la camilla, sacaron las ruedas de debajo y rodaron hacia las puertas. La muchacha se movía y se agitaba débilmente mientras lo hacían, dejando escapar pequeños gemidos.

—Está asustada —le dijo Molly a los paramédicos—. Déjenme ir con ella para ayudarla a calmarse.

Los hombres intercambiaron una mirada y luego uno de ellos asintió. Molly dejó escapar un suspiro de alivio y caminó junto a la cabecera de la camilla, donde Rosie podía verla.

—No se preocupe —dijo el otro paramédico—. Volveremos a por usted, señor.

—¿Qué, esto? —pregunté, y agité la mano vagamente delante de mi cabeza—. No, no me lo he hecho aquí. Es una herida anterior. Estoy bien.

El hombre se mostró dubitativo.

—¿Está seguro?

—Sí.

Se llevaron a la muchacha. Me arrastré hasta la pared y apoyé la espalda contra ella. Un minuto después, un hombre con un traje de tweed entró y fue directamente hacia Rawlins. Habló un momento con el oficial, me miró mientras lo hacían y luego se vino directamente hacia mí. Era un hombre de estatura media, cercano a la cincuentena, con quince kilos de sobrepeso, incipiente calvicie y vidriosos ojos azules. Hizo un gesto de cabeza a modo de saludo, agarró una silla y se sentó en ella, mirándome.

—¿Es usted Dresden?

—Casi todos los días —le dije.

—Soy el detective sargento Greene. De homicidios.

—Un trabajo duro —apunté.

—Casi todos los días. —Estuvo de acuerdo—. Bien. Rawlins me ha dicho ahí atrás que usted ha sido testigo ocular de lo sucedido. ¿Es eso correcto?

—En parte —le dije—. Solo vi lo que pasó al final.

—Ajá —dijo. Parpadeó con sus ojos vidriosos y sacó del bolsillo una pluma y una pequeña libreta. Detrás de él, los policías estaban rodeando la zona donde las víctimas habían yacido con un círculo de sillas y cinta adhesiva de escena criminal—. ¿Puede contarme qué pasó?

—Las luces se apagaron —dije—. Cundió el pánico entre la gente. Oímos gritos. Rawlins fue a ayudar y yo lo acompañé.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Qué?

—¿Por qué? —dijo Greene con un tono de voz suave—. Usted es un civil, señor Dresden. Es responsabilidad de Rawlins ayudar a personas en situaciones de emergencia. ¿Por qué no se limitó a salir por la puerta?

—Era una emergencia —le dije—. Quería ayudar.

—Es usted un héroe —dijo Greene—. ¿Se trata de eso?

Me encogí de hombros.

—Estaba allí. La gente necesitaba ayuda. Intenté serlo.

—Claro, claro —dijo Greene, parpadeando—. Entonces, ¿qué hizo usted para ayudar?

—Sostener la luz —dije.

—¿No tenía Rawlins su propia linterna?

—Nunca hay suficientes linternas —respondí.

—Claro —dijo Greene escribiendo algo en la libreta—. Entonces le sostuvo la luz a Rawlins. ¿Después qué?

—Oímos gritos aquí dentro. Entramos. Vi al atacante junto a aquella chica que acaban de llevarse.

—¿Puede describirlo? —preguntó Greene.

—Más de dos metros de alto —dije—. Era como un tanque, ciento cincuenta o ciento sesenta kilos. Máscara de hockey. Hoz.

Greene asintió.

—¿Qué ocurrió?

—Atacó a la chica. Había otras personas detrás de él, ya caídas. Estaba a punto de cortarle el cuello con la hoz. Rawlins le disparó.

—¿Le disparó? —preguntó Greene—. ¿Entonces por qué no tenemos a un tipo muerto yaciendo en el suelo?

—Le disparó —lo arreglé—. No sé si lo alcanzó. El tipo soltó a la chica y atacó a Rawlins con la hoz. Rawlins la bloqueó con la linterna.

—¿Después qué?

—Después golpeé al tipo —dije.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó Greene.

—Usé magia. Lo hice volar nueve metros por el pasillo, a través del proyector y la pantalla de cine.

Greene soltó la pluma sobre la libreta y me miró fijamente.

—Eh —dije—. Usted ha sido el que ha preguntado.

—O quizás se dio la vuelta para salir corriendo —dijo Greene—. Tiró el proyector al suelo y saltó por la pantalla para llegar a la parte trasera de la sala.

—Si eso le hace sentirse mejor… —dije.

Me miró con gesto pétreo.

—¿Y entonces qué? —continuó.

—Entonces desapareció.

—¿Salió corriendo por la puerta?

—No —dije—. Nosotros estábamos casi junto a la puerta. Atravesó la pantalla, golpeó la pared de detrás y puf. Desapareció. No sé cómo.

Greene escribió aquello.

—¿Sabe dónde está Nelson Lenhardt?

Parpadeé.

—No, ¿por qué debería saberlo?

—Al parecer ha atacado salvajemente a una persona en esta convención hoy mismo. Usted ha pagado su fianza de la cárcel. Tal vez sea su amigo.

—En realidad no —dije.

—Entonces parece un poco extraño que soltara dos mil dólares para pagar la fianza de un tipo que no es su amigo.

—Sí.

—¿Por qué lo hizo?

Comencé a sentirme molesto.

—Tenía motivos personales.

—¿De qué índole?

—Personales —repetí.

Greene me miró en silencio con sus vidriosos ojos azules durante un largo minuto.

—No estoy seguro de entender todo esto. Le agradecería que me ayudara. ¿Podría contarme de nuevo lo que pasó? Desde que se apagaron las luces —dijo entonces con paciencia y educación.

Suspiré.

Comenzamos de nuevo.

Cuatro veces más.

Greene no perdió la educación conmigo en ningún momento y su voz tersa y los ojos vidriosos le hacían parecer un oficinista compungido más que un detective. Sin embargo, mis tripas me decían que había un hombre peligroso y con nervios de acero bajo el camuflaje del traje de tweed, y que estaba empeñado en considerarme cómplice de todo aquello, o al menos alguien que sabía más de lo que decía.

Algo que, por otra parte, supongo que era cierto. No obstante, hablar de magia negra, ectoplasma y hombres del saco que desaparecían a voluntad no iba a ayudarme a caerle mejor. Era lo habitual con los polis. Algunos de ellos, como Rawlins, se habían topado con algo extraño en algún punto de sus carreras. No hablaban mucho de ello con nadie; los otros polis se preocupaban cuando uno de sus compañeros empezaba a hablar de monstruos, así que todo tipo de consejos bienintencionados y de evaluaciones psicológicas eran el siguiente paso.

Entonces, si un policía se encontraba cara a cara con un vampiro o un necrófago y sobrevivía a ello, su mera existencia se afianzaba en su memoria. El tiempo tenía su modo de limar aquellas cosas, y es fácil evitar pensar en monstruos terroríficos y en sus más que terribles implicaciones y volver a una rutina diaria. Pasado un tiempo prudencial, muchos policías se convencían a sí mismos de que lo que les pasó fue producto de una exageración de sus mentes, simples malos recuerdos amplificados por la oscuridad y el miedo, y que ya que todo el mundo a su alrededor sabía que los monstruos no existían, lo que habían visto no tenía otro remedio que ser algo normal, explicable.

Sin embargo, en el fragor de la batalla aquellos policías cambian. En el fondo saben que es de verdad, y cuando se topan de nuevo con algo sobrenatural, están dispuestos, al menos el tiempo que dure, a olvidarse de todo excepto de sobrevivir y proteger vidas, incluso si, pensando en retrospectiva, todo aquello no llegara a parecerles más que una locura total. Puede que Rawlins bromeara con que por mi parte «fingiera» ser un mago en medio de una convención de fans, pero cuando todo aquello comenzó, estuvo dispuesto a trabajar conmigo.

Entonces estaba aquella otra clase de policía; tipos como Greene, que nunca habían visto nada remotamente sobrenatural, que cada noche volvían a casas con dos o tres hijos y un perro, que cortaban el césped los sábados, veían Nova y Discovery Channel, estaban subscritos a National Geographic y guardaban cada número ordenadamente en el sótano.

Tipos como él tenían la total certeza de que todo era lógico, todo era explicable y nada existía fuera del prisma de la razón y la lógica. Tipos así tendían a ser muy buenos detectives. Greene era así.

—Muy bien, señor Dresden —dijo el hombre—. Todavía no tengo claros algunos puntos. Entonces, cuando se apagaron las luces, ¿qué hizo?

Me froté los ojos. Me dolía la cabeza, quería dormir.

—Ya se lo he dicho. Cinco veces.

—Lo sé, lo sé —dijo Greene, y me ofreció una pequeña sonrisa—. Pero a veces repetir las cosas puede hacer que se recuerden pequeños detalles. Así que, si no le importa, ¿me dice qué pasó cuando se fue la luz?

Cerré los ojos y luché contra una repentina y acuciante tentación de hacer levitar a Greene hasta el techo y dejarlo allí un rato.

Alguien me tocó el hombro, y al abrir los ojos me encontré a Murphy de pie a mi lado ofreciéndome un vaso de plástico.

—Buenas tardes, Harry.

—Oh, gracias a Dios —murmuré, y cogí el vaso. Café. Le di un sorbo. Caliente y dulce. Gemí de placer—. El ángel de la compasión: Murph.

—Esa soy yo —convino. Llevaba unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta ligera de algodón. Tenía un cerco oscuro alrededor de los ojos y el cabello rubio enmarañado. Alguien debía de haberla sacado de la cama.

—Detective Greene —dijo.

—Teniente —respondió Greene, todo cortesía superficial—. No recuerdo haber llamado a Investigaciones Especiales para pedir ayuda. Quizá alguien le haya dado al marcado rápido de mi teléfono. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un móvil.

Lo miró con gesto intenso durante un momento y luego añadió:

—Oh, un momento. Fallo mío. No la tengo en marcación rápida. Debí caer en algún tipo de estado catatónico cuando no estaba mirando.

—No se preocupe, sargento —dijo Murphy con una dulce sonrisa—. Si averiguo quién lo hizo, se lo diré para que lo coja del cuello de la camisa.

Greene sacudió la cabeza.

—Bastante lío tenemos ya —dijo—. Un payaso disfrazado de un personaje de una peli de terror corta a pedacitos a una panda de fanáticos del género. La prensa se va a lanzar como pirañas sobre esto.

—Sí —asintió Murphy—. Me parece a mí que le va a hacer falta toda la ayuda que pueda encontrar. No querrá fastidiarla delante de tantas cámaras.

La miró contrariado y luego sacudió la cabeza.

—No es usted exactamente famosa por su espíritu cooperativo con sus compañeros oficiales, teniente.

—Hago mi trabajo —dijo Murphy sin pestañear—. Puedo ayudarlo. O puedo encargarme de que la prensa sepa que está negándose a recibir ayuda para cazar a un asesino por una mera rivalidad entre departamentos. Es cosa suya.

Greene la miró fijamente durante otro largo minuto y luego dijo:

—¿Llamar a alguien zorra insoportable y egoísta constituye un delito de acoso sexual?

La sonrisa de Murphy se ensanchó.

—Venga al gimnasio alguna vez y lo discutiremos.

Greene gruñó y se levantó, al tiempo que se guardaba la libreta y la pluma en el bolsillo.

—Dresden, no abandone la ciudad. Puede que necesite hablar otra vez con usted.

—Sería un placer —musité, y le di otro sorbo al café.

Greene le tendió una tarjeta a Murphy.

—Ahí está mi número. Por si acaso quiere cooperar de verdad.

Murphy le dio la suya.

—Ídem.

Greene sacudió la cabeza, hizo una inclinación de cabeza que pretendía ser educada y se alejó para charlar con los oficiales situados cerca de la zona rodeada por la cinta.

—Creo que le gustas —le dije a Murphy.

Refunfuñó.

—Te ha hecho darle muchas vueltas, ¿verdad?

—Durante una hora. —Traté de no sonar demasiado disgustado.

—Es molesto —dijo—. Pero es verdad que funciona. Greene es probablemente el mejor detective de homicidios del Estado. Si tuviera personalidad ya le hubieran hecho capitán.

—No creo que vaya a ser de mucha ayuda en este homicidio en concreto.

Murphy asintió y se sentó en la silla que Greene había dejado vacante.

—Bueno, ¿vas a contarme lo que ha pasado?

—Ni siquiera me he terminado el café —me quejé. Pero se lo conté, empezando desde que le pagué la fianza a Nelson y saltándome el detalle de la visita a casa de Michael. Le hablé del ataque y de cómo Rawlins y yo lo habíamos cortado en seco.

Soltó un breve suspiro.

—Entonces esta cosa debe de haber venido desde el mundo espiritual, ¿verdad? Si lo llenaron de balas, no murió y luego se esfumó en la nada…

—Es una conclusión razonable —dije—. Sin embargo, no me dio tiempo de hacer un examen minucioso. Pudo haber sido cualquier cosa.

—¿Existe alguna posibilidad de que lo hayas matado?

—No le di tan fuerte. Debía de tener algún sistema de autodestrucción.

—Maldita sea —dijo Murphy sin darse cuenta de la referencia. Ya nadie adora los clásicos—. ¿Volverá?

—Cualquier suposición tuya es tan buena como una mía.

—No me basta.

Suspiré y asentí.

—Veré lo que puedo hacer. ¿Cómo está Rawlins?

—En el hospital —informó—. Necesitará un puñado de puntos para ese corte que le hicieron.

Gruñí y me levanté. Me supuso un esfuerzo, me tambaleé un poco, pero en cuanto recuperé el equilibrio, caminé hacia los restos del proyector. Me agaché y cogí la gran carcasa de hojalata donde se guardaba la película. Le di la vuelta y leí la etiqueta.

—Uh —dije.

Murphy se acercó y arrugó la cara al ver la caja.

Suburban Slasher III.

Asentí.

—Esto significa algo.

—¿Aparte de la muerte del cine clásico?

—Fascista cinematográfica —dije—. El tipo tenía el mismo aspecto que el segador.

Murphy me miró atónita.

—El segador —continué—. Vamos, no me digas que nunca has visto al segador. El asesino de las pelis de Suburban Slasher. Es imposible matarlo y trae la muerte a los malvados; lo que al parecer incluye a cualquiera que esté practicando sexo o bebiendo alcohol. Si eso no es cine clásico, no sé qué lo es.

—Supongo que esa me la he perdido —dijo Murphy.

—El segador ha salido en once películas, de momento —respondí.

—Entonces supongo que me he perdido las once —lo arregló Murphy—. ¿Crees que se trata de alguien tratando de imitar al segador?

—Alguien —murmuré con un misterio exagerado—. O algo.

Me miró con sarcasmo.

—¿Cuánto tiempo llevas queriendo decir eso?

—Años —dije—. La oportunidad no se presenta tan a menudo como crees.

Murphy sonrió, pero ambos sabíamos que de manera algo forzada. Las bromas no cambiaban los hechos. Algo había matado a un joven a pocos metros de donde estábamos, y las vidas de al menos dos de los heridos dependían de la habilidad de los doctores que los atendieran.

—Murph —dije—. Hay un cine en esta misma calle. Lo lleva un tipo llamado Clark Pell. ¿Puedes averiguar qué película estaban poniendo este mediodía?

Murphy volvió unas páginas atrás en su libreta y dijo:

—Ya lo hice. Algo llamado Manomartillo.

—Antigua pero buena —dije—. Unos rufianes empujan a un granjero a una vía y el tren le corta las manos por las muñecas. Lo dan por muerto, pero sobrevive, se vuelve loco y se ata unos martillos a los muñones y los va cazando uno a uno.

—Y Clark Pell fue la víctima a la que le dieron la paliza hoy mismo —dijo Murphy—. Una paliza con un instrumento macizo.

—Quizás sea una coincidencia —dije.

Frunció el ceño.

—¿Hay alguien que pueda hacer eso? ¿Convertir a personajes de las películas en seres reales?

—Eso parece —dije.

—¿Cómo los detenemos? —preguntó.

Saqué los horarios de la convención de mi bolsillo y los hojeé.

—La pregunta es: ¿cómo los detenemos antes de mañana por la noche?

—¿Qué pasa mañana por la noche?

—Un maratón de películas —dije sosteniendo en alto la cartelera—. Ponen media docena aquí, otra media docena en el cine de Pell. Y la mayoría de estos monstruos no son tan amigables como Manomartillo y el segador.

—Dios todopoderoso —suspiró Murphy—. ¿Hay alguna posibilidad de que se trate de tipos normales disfrazados?

—Lo dudo. Pero es posible.

Asintió.

—Dejaremos a Greene cubrir ese ángulo entonces. Considérate a sueldo del departamento, Harry. ¿Cuál es el siguiente paso?

—Hablar con las víctimas supervivientes —dije—. Intentaré averiguar cuántas maneras hay de hacer una locura semejante.

Asintió, y luego hizo una mueca.

—Primero duerme un poco, tienes un aspecto horrible.

—Gracias —dije—. Me siento como si estuviera a punto de caerme redondo al suelo.

Asintió.

—Veré si puedo hablar con Pell, si es que está consciente. Dudo que podamos interrogar a los otros antes de mañana. Suponiendo que sobrevivan.

—Correcto —dije—. Volveré aquí mañana para husmear un poco. Con suerte podremos cercar al malo antes de que otra cosa salte de la pantalla de cine.

Ella asintió y se puso en pie. Me ofreció su mano, la tomé y me ayudó a levantarme. Murphy es mucho más fuerte de lo que parece.

—¿Puedes llevarme a casa? —pregunté.

Ya tenía las llaves en la mano.

—¿Tengo pinta de ser tu chófer?

—Gracias, Murph.

Nos dirigimos a la puerta. Normalmente tengo que dar pasos cortos para no dejar atrás a Murphy, pero aquella noche estaba tan cansado que se cambiaron las tornas.

—Harry —dijo—. ¿Qué pasará si no averiguamos a tiempo quién está haciendo esto?

—Los encontraremos —dije.

—¿Pero y si no?

—Entonces lucharemos contra los monstruos.

Murphy respiró hondo y asintió. Salimos afuera, a la cálida noche de verano.

—Eso haremos, maldita sea.