Capítulo 14

Murphy me llevó a casa y se detuvo en el aparcamiento cercano a la residencia reformada de un siglo de antigüedad donde estaba mi piso. Detuvo el motor del coche, que dejó escapar unos cuantos sonidos característicos. Nos quedamos sentados un rato con las ventanillas bajadas. Una fresca brisa procedente del lago entraba en el coche, un alivio tras el incansable calor del día.

Murphy comprobó el espejo retrovisor y luego la calle.

—¿A quién buscabas?

—¿Qué? —dije—. ¿Qué quieres decir?

—Has mirado hacia atrás muchas veces de camino hacia aquí. Me sorprende que no te hayas hecho daño en los hombros con las orejas.

Hice una mueca.

—Oh, eso. Alguien me ha estado siguiendo esta noche.

—¿Y me lo dices ahora?

Me encogí de hombros.

—No tenía sentido preocuparte por nada. Quienquiera que sea ahora no está cerca. —Le describí la silueta del hombre en el coche.

—¿Crees que es el mismo que te echó de la carretera?

—Algo me dice que no —dije—. No se estaba esforzando por evitar que lo viera. Por lo que sé, puede ser un investigador privado reuniendo información sobre mí para la demanda.

—Dios santo —dijo Murphy—. ¿Todavía no ha terminado ese asunto?

Hice una mueca.

—Para ser presentador, Larry Fowler no aguanta ni una. No para de hacerme una tras otra.

—Quizás no debiste haber quemado su estudio y dispararle a su coche.

—¡No fue culpa mía!

—Eso se decidirá en los juzgados —dijo Murphy en tono santurrón—. ¿Tienes abogado?

—Ayudé a un tipo a que encontrara el perro perdido de su hija hace cinco o seis años. Es abogado. Me está echando una mano con el proceso legal, al menos no me está dejando en bancarrota. Pero esto sigue y sigue.

Ninguno de los dos salió del coche.

Cerré los ojos y escuché los sonidos de la noche de verano. Sonaba música en alguna parte. De vez en cuando se oía un motor de coche pasando.

—¿Harry? —preguntó Murph pasado un rato—. ¿Estás bien?

—Hambriento. Algo cansado.

—Parece que te duele —dijo.

—Quizás un poco —dije.

—No me refiero a ese tipo de dolor.

Abrí los ojos y la miré.

—Ah, eso.

—Eso —convino—. Parece que estás sangrando, de algún modo.

—Lo superaré —le dije.

—¿Tiene que ver con el Halloween pasado?

Encogí un solo hombro.

Ella se quedó callada durante un momento. Entonces dijo:

—Hubo mucha confusión durante el apagón y justo después. Encontraron un cuerpo en el Field Museum que había sido devorado por un animal. En el laboratorio dijeron que fue un perro grande. Encontraron también tres tipos de sangre diferentes en el suelo.

—¿De verdad? —pregunté.

—Y en Kent College. Encontraron ocho cadáveres allí. Seis de ellos no tenían señales evidentes que explicaran su muerte. Uno tenía la cabeza partida en dos por un bisturí quirúrgico. El otro tenía una bala del 44 en la nuca.

Asentí.

Se me quedó mirando un rato, ceñuda, esperando que dijera algo. Entonces habló ella, con voz tranquila y llena de certeza.

—Tú los mataste.

Mi memoria reprodujo algunas feas escenas en mi cabeza. Sentí un pellizco en el estómago.

—El tipo sin cabeza no fue cosa mía.

Sus fríos ojos azules permanecieron impasibles y asintió.

—Los mataste. Te está comiendo por dentro.

—No debería. He matado muchas cosas.

—Cierto —dijo Murphy—. Pero esta vez no eran hadas o vampiros o monstruos. Eran personas. Y no estabas en el fragor de la batalla cuando murieron. Elegiste con frialdad.

Por alguna razón no pude levantar la vista. Sin embargo, asentí y suspiré.

—Más o menos.

Esperó a que dijera algo más, pero no lo hice.

—Harry —dijo—. Te estás destrozando por ello. Tienes que hablar con alguien. No tengo por qué ser yo, no tiene que ser ahora mismo, pero tienes que hacerlo. No es una vergüenza sentirse mal por haber matado a alguien, sea cual sea la razón.

Solté una risa corta. Me supo amarga.

—Eres la última persona de la que hubiera esperado oír que no debería sentirme mal por cometer un asesinato.

Se retorció en su asiento, incómoda.

—A mí también me sorprende —dijo—. Pero maldita sea, Harry. ¿Recuerdas cuando disparé al agente Denton?

—Sí.

—Me llevó algún tiempo sobrellevarlo. Bueno, sabía que estaba perdido e iba a matarte si no lo hacía yo primero. Pero me sentí… —Apartó la mirada hacia la ventanilla, hacia la noche de Chicago—. Manchada. Arrancar una vida es… —Tragó saliva—. Y aquella pobre gente a la que los vampiros habían controlado en el refugio. Eso fue incluso peor.

—Aquella gente estaba intentando matarte, Murph. Tuviste que hacerlo. No tuviste elección. Pensaste en ello. Lo sabías cuando apretaste el gatillo.

—¿Crees que tenías alguna otra posibilidad? —preguntó.

Me encogí de hombros y dije:

—Tal vez. Tal vez no. —Tragué saliva—. Lo que cuenta es que no me paré a considerarlo. No dudé. Los quería muertos, simplemente.

Se quedó callada un largo rato.

—¿Y si el Consejo tiene razón sobre mí? —le pregunté a Murphy en voz baja—. ¿Y si me acabo convirtiendo en una especie de monstruo? Un ser capaz de quitar una vida sin pensar en otra cosa que su propio capricho, al que le importa más el fin que los medios, el poder que la razón. ¿Y si aquel solo fue el primer paso?

—¿Crees que es así?

—Yo no…

—Porque si lo piensas, Harry, entonces probablemente es así. Y si decides que no es así, probablemente no lo sea.

—¿El poder del pensamiento positivo? —pregunté.

—No. El libre albedrío —me corrigió—. No puedes cambiar lo que ya ha ocurrido. Pero eliges lo que harás después. Lo que significa que solo cruzas al lado oscuro si eliges hacerlo.

—¿Qué te hace pensar que no voy a hacerlo?

Murphy refunfuñó y extendió una mano para tocarme ligeramente la barbilla con los dedos.

—Porque no soy idiota. Algo que no puedo decir de otras personas de este coche.

Levanté el brazo y apreté sus dedos con mi mano derecha. La suya estaba caliente y tenía el pulso firme.

—Cuidado. Eso es casi un cumplido.

—Eres un hombre decente —dijo Murphy, al tiempo que bajaba la mano sin apartarla de mis dedos—. Dolorosamente inconsciente a veces. Pero tienes un buen corazón, por eso eres tan duro contigo mismo. Estás cansado, hambriento y dolido, y viste a unos tipos malvados hacer algo que no pudiste evitar. Tienes la moral baja, eso es todo.

Sus palabras fueron simples, francas y directas. No había rastro de falsos ánimos ni de lástima indulgente en su tono. Hace tiempo que conozco a Murphy. Estaba seguro de que sentía cada una de sus palabras. Saber que contaba con su apoyo incluso cuando estaba violando las leyes que ella se encargaba de hacer cumplir fue un repentino y enorme alivio.

Lo he dicho antes y lo volveré a decir: Murphy es buena gente.

—Quizás tengas razón —dije—. Demonios, debo dejar de lamentarme y volver al trabajo.

—Empieza por comer y descansar —me aconsejó—. Si no tienes noticias mías antes, es que voy a recogerte por la mañana.

—De acuerdo —dije.

Nos quedamos sentados allí durante un rato, cogidos de la mano.

—¿Karrin? —pregunté.

Me miró. Sus ojos parecían muy grandes, muy azules. No pude sostenerlos demasiado tiempo.

—¿Has pensado alguna vez en… ya sabes, nosotros?

—A veces —admitió.

—Yo también —dije—. Pero… nunca parece ser el momento adecuado, por un motivo u otro.

Sonrió un poco.

—Me he dado cuenta.

—¿Crees que alguna vez lo será?

Me apretó la mano con suavidad y luego la retiró.

—No lo sé. Quizás alguna vez. —Hizo una mueca sin mirarme, y luego añadió—: Cambiaría muchas cosas.

—Sin duda —dije.

—Eres mi amigo, Harry —dijo Murphy—. No importa lo que pase. Alguna vez… no te he tratado bien.

—¿Cómo cuando me esposaste en tu oficina? —dije.

—Por ejemplo.

—¿Y cuando me partiste un diente al arrestarme?

Parpadeó.

—¿Te partí un diente?

—Y cuando…

—Sí, bueno, vale —dijo. Me miró con un rencor amable y las mejillas sonrosadas.

—La cuestión es que debí darme cuenta de que eras uno de los buenos mucho antes de lo que lo hice. Y…

Parpadeé ingenuo y esperé a que lo dijera.

—Y lo siento —masculló—. Idiota.

Le había costado decirlo. Murphy tiene más orgullo del recomendable. Y sí, conozco el proverbio de las casas de cristal y las piedras. Así que no dilaté la situación más tiempo:

—No te me pongas romántica, Murph.

Sonrió un poco y puso los ojos en blanco.

—Si alguna vez acabáramos juntos te mataría en una semana. Ahora ve a descansar. No me sirves de nada en este estado.

Asentí y salí del coche.

—Por la mañana entonces.

—Sobre las ocho —dijo, y arrancó el coche y volvió a la calzada—. ¡Ten cuidado! —gritó mientras se alejaba.

Observé al coche alejarse y suspiré. Mis sentimientos hacia Murphy seguían siendo un complicado embrollo. Quizás debería haberle dicho algo antes. Debí compartir con ella lo que sentía, actuar con mayor decisión, tomar la iniciativa.

Me había dicho que tuviera cuidado.

¿Por qué sentía que en realidad estaba teniendo demasiado cuidado?