Capítulo 15
Mi reloj despertador del ratón Mickey sonó a las siete y traqueteó testarudo hasta que me desenrollé de entre las sábanas, me levanté y lo apagué. Me dolía todo y tenía el cuerpo agarrotado, pero la abrumadora sensación de cansancio se había esfumado y ya que estaba de pie me puse en movimiento.
Me metí en la ducha e intenté no saltar demasiado cuando el primer chorro de agua helada me cayó encima. Tenía algo de práctica. Nunca había tenido un calentador de agua que me durara más de una semana sin darme problemas y ese es el tipo de cosas que no quieres dejar al azar cuando el calentador es de gas. Así que mis duchas eran siempre frías o gélidas. Teniendo en cuenta mi vida amorosa y los encantos inhumanos de los seres con los que a veces me enfrentaba, casi era mejor así.
Sin embargo, cuando tenía contusiones o heridas y los músculos doloridos, deseaba tener una ducha abrasadora como todo el mundo.
De repente el agua pasó de estar congelada a hirviendo. Fue una sorpresa. Dejé escapar un gritito y bailé alrededor de la ducha hasta que pude redirigir el cabezal para que no me abrasara. Tras la sorpresa inicial del cambio de temperatura, metí la cabeza debajo del chorro durante un momento y dejé escapar un largo gemido.
—Maldita sea, te dije que dejaras de hacer esto —refunfuñé.
La voz de Lasciel era apenas un murmullo bajo el sonido del agua. Sentí unos dedos fantasmagóricos que se hundían en los tensos músculos de la base de mi cuello, aliviando el dolor.
—Deberías usar la técnica que te enseñé el otoño pasado para evitar tales incomodidades.
—No lo necesito —dije tratando de sonar gruñón; sin embargo, el agua caliente y los dedos que me masajeaban, por ilusorios que fueran, eran simplemente deliciosos—. Estaré bien.
—Tu incomodidad es la mía, mi anfitrión —dijo, y suspiré—. Literalmente, ya que mis percepciones solo pasan a través de ti.
—Esto no es real —dije en voz baja—. El agua no está caliente. Nadie me está masajeando el cuello. Es una ilusión que has montado en mis sentidos.
—¿Acaso no te relaja? —preguntó su voz incorpórea—. ¿No te alivia la tensión?
—Sí —suspiré.
—¿Qué tiene de malo entonces? Es lo suficientemente real.
Agité una mano como si quisiera espantar una mosca molesta de mi cuello, y el tacto de aquellos firmes y fuertes dedos desapareció.
—Venga —dije—. Las manos fuera. No quiero empezar mi día con un combate de energía psíquica, pero si me obligas lo haré.
—Como desees —dijo la voz, y la sensación de su presencia se desvaneció. A aquello siguió una pausa—. Mi anfitrión, percibo que no haces mención alguna del agua caliente.
Gruñí y murmuré algo por lo bajo, metí la cabeza durante unos cuantos segundos en el agua aparentemente hirviendo.
—¿Te enteraste de lo que pasó anoche? —dije luego.
—Ciertamente —respondió el ángel caído.
—¿Cuál es tu lectura?
Se produjo un momento de pensativo silencio.
—Esa Karrin cree que una cierta distancia entre vosotros dos es una necesidad profesional —respondió Lasciel—. No obstante, considera que el tiempo y las circunstancias podrían algún día convertir ese hecho en algo irrelevante.
Suspiré.
—No —dije—. Eso no. Rayos y centellas, no quiero consejos amorosos de un maldito ser demoníaco. Me refería a las cosas que atacaron a la gente en la convención.
—Ah —dijo Lasciel, sin rastro de ofensa en su tono—. Fue obviamente el ataque de un depredador espiritual.
Le dijo la sartén al cazo, pensé. Coloqué uno de mis tensos hombros bajo el agua caliente.
—Si eso es cierto, los ataques no han sido meros actos violentos —razoné—. Lo que explica lo que vi en el baño donde fue atacado el viejo. El propósito del que lo hizo era causar miedo. Causar dolor. Con la intención de luego devorar… ¿el qué? ¿La energía psíquica que generaran las víctimas?
—Es una descripción algo simple —consideró—, pero teniendo en cuenta lo que se puede esperar de un mortal, es aceptable.
—¿Qué pasa, ahora no toleras a los mortales?
—Ni ahora ni nunca —contestó—. No pretendo insultar, pero deberías saber que tu habilidad para comprender el entorno está fuertemente definida por tu creencia en ciertas ilusiones. Tiempo. Verdad. Amor. Esa clase de cosas. No es culpa tuya, por supuesto. Sin embargo, te impone límites a la hora de percibir y entender algunos asuntos.
—Soy un simple ser humano —dije—. Ilumíname.
—Para ello, tendrías que desligarte de la mortalidad.
Parpadeé.
—¿Tendría que morir? —dije.
Suspiró.
—De nuevo tu comprensión es solo parcial. Pero, por pura cuestión de síntesis, digamos que sí. Deberías dejar de vivir.
—Entonces, no te molestes en iluminarme —espeté—. Ya tengo demasiados pretendidos profesores. —Me enjuagué y me eché champú para oler a Irish Spring—. Así que los supervivientes de los ataques padecerán las secuelas de las heridas espirituales, ¿verdad?
—Siempre que mi teoría sea correcta —respondió la voz de Lasciel—. Si de verdad tienen dañado el espíritu, sería concluyente.
Me estremecí. Este tipo de daño se manifiesta de varias maneras y ninguna de ellas era agradable. He visto a hombres desencajados por la locura a causa de un ataque espiritual. Murphy se vio afectada por un ataque semejante y pasó años aprendiendo a sobrellevar los terrores nocturnos que engendró en ella hasta que las heridas espirituales y psicológicas acabaron por sanar. Había visto a gente que tras sufrir un torbellino psíquico por parte de los vampiros de la Corte Negra terminaron convirtiéndose en cuerpos prácticamente desprovistos de mente que se limitaban a obedecer órdenes. También a otros de la misma calaña que se habían tornado máquinas psicóticas de matar al servicio de sus maestros.
Lo peor de todo es que la única manera posible de percibir tales cosas era usando la vista. Lo que significaba que todas las psiques machacadas con las que me había topado permanecían frescas y claras en mi recuerdo. Para siempre.
La balda superior de mi estante de trofeos se estaba llenando de recuerdos horrendos.
El agua, que en realidad estaba fría, caía sobre mí a la temperatura perfecta; era un lujo pequeño pero repentinamente significativo.
—Márchate —le ordené a Lasciel—. Déjame el agua caliente. Solo por esta vez.
—Como desees —respondió la voz del ángel caído con una educada satisfacción en el tono. La sensación de su presencia se desvaneció por completo.
Me quedé en la ducha hasta que se me arrugaron los dedos. O, para ser exactos, hasta que los de mi mano derecha se arrugaron. La piel quemada de mi mano izquierda ya llevaba un tiempo arrugada y marchita. Al momento de cerrar el agua, la sensación de frío regresó, y temblé violentamente cuando me quité la toalla de encima para vestirme.
Me ocupé de las varias necesidades de Ratón y Míster, cogí unas cuantas galletas del frigorífico para desayunar y abrí una lata de Coca-Cola. Tras pensarlo un momento, bajé al laboratorio y cogí la calavera de Bob del estante.
Unas tenues luces anaranjadas se encendieron en los huecos.
—Eh —murmuró Bob soñoliento—. ¿Adónde vamos?
—A investigar —dije. Subí cargando con la calavera y la metí en mi mochila de nailon—. Puede que te necesite hoy, pero va a haber gente normal cerca así que mantén la boca cerrada a no ser que abra la mochila.
—De acuerdo —dijo Bob bostezando, y las luces en los huecos de los ojos de la calavera se apagaron.
Me coloqué mi arsenal mágico: el brazalete escudo, el anillo de energía y mi amuleto pentáculo de plata. Me metí la recién tallada vara en el bolsillo lateral de la mochila, dejando el mango fuera, junto a mi oreja derecha, para poder sacarla rápido. Cogí el bastón y miré mi guardapolvos de cuero, que colgaba del perchero de la puerta. Estaba provisto de una capa de encantamientos para protegerme contra todo tipo de colmillos, garras, balas y ese tipo de cosas, por tanto prácticamente se lo podía considerar una cota de malla.
Pero como a la mayoría de las cotas de malla, le faltaba el sistema de aire acondicionado, y si la llevaba con estas temperaturas veraniegas, probablemente moriría de un golpe de calor antes de que alguien tuviera la oportunidad de morderme, desgarrarme o dispararme. Demonios, incluso los vaqueros azules me resultarían pesados mucho antes del mediodía. El abrigo se quedó en su gancho.
Aquello me inquietó un poco. Estoy acostumbrado a él, y los encantamientos entretejidos en el cuero me han salvado la vida en alguna ocasión. Me sentía vulnerable ante la idea de enfrentarme a algún tipo de conflicto sobrenatural sin su protección. Entonces cogí la correa de Ratón, que meneó la cola para demostrarme su aprobación, y se la puse en el collar.
—Hoy te vienes conmigo —le dije—. Necesito a alguien que me cubra las espaldas. Y tal vez para que después me ayude a comerme un perrito caliente.
La cola de Ratón se meneó más si cabe ante la mención de los perritos. Soltó un suspiro, restregó la cabeza por mi cadera en un gesto de afecto y ambos salimos al encuentro de Murphy.
Aparcó y miró a Ratón con cautela cuando abrí la puerta de atrás y el perro saltó al asiento trasero. El coche se balanceó adelante y atrás por su peso y se hundió un poco.
—Esto es allanamiento.
Ratón meneó la cola y le dedicó a Murphy una vacua sonrisa perruna al tiempo que ladeaba la cabeza interrogante. Era fácil para mi imaginación subtitular la mirada: ¿Allanamiento? ¿Eso qué es?
—Listillo —le murmuré al perro, y me senté en el asiento del copiloto.
—No te preocupes, Murph. Ambos realizamos un trabajo exhaustivo para controlar el asunto de las funciones corporales en cuanto me di cuenta de lo grande que se iba a poner. Irá bien. —Lancé una intensa mirada hacia el asiento trasero—. ¿Verdad?
Ratón siguió sonriendo de la misma manera y volvió a ladear la cabeza. Fruncí el ceño. Se echó hacia delante para frotarme el hombro con el hocico y se acomodó en el asiento trasero.
Murphy suspiró.
—Si fuera cualquier otro perro, lo metería en el maletero.
—Es verdad —dije—. Tienes un problema con los perros.
—Tengo un problema con los perros grandes —me corrigió Murphy—. Solo con los grandes.
—Ratón no es grande. Tiene problemas de compresión.
Me miró con las cejas enarcadas al tiempo que arrancaba.
—Tú también cabrías en el maletero, Harry. —Entonces me miró e hizo una mueca—. Tienes los labios azules.
—Una ducha larga —dije.
Me dedicó una sonrisa pícara.
—¿Querías mantener la mente ocupada? Me lo tomaré como un cumplido hacia mi atractivo sexual.
Gruñí y cambié de tema.
—¿Alguna noticia del hospital?
La sonrisa de Murphy se desvaneció y fijó los ojos en la carretera. Asintió sin mirarme, su rostro imposible de leer.
—Malas noticias, ¿verdad?
—El joven que se llevaron los paramédicos murió. La chica que estaba en el suelo cuando entraste va a sobrevivir, pero está en shock. Catatónica. No centra los ojos en nada. Se queda tendida y nada más.
—Sí —dije en voz baja—. Eso me lo esperaba. ¿Y la otra chica? ¿Rosie?
—Sus heridas eran graves pero no suponían un riesgo para su vida. Cerraron los cortes y colocaron los huesos en su lugar, pero cuando se enteraron de que estaba embarazada la dejaron en observación en el hospital. Parece que va a salir adelante sin perder el bebé. Está despierta y habla.
—Algo es algo —dije—. ¿Y Pell?
—Sigue en la uci. Es una persona anciana, las heridas eran severas. Creen que seguirá bien mientras no se presenten complicaciones. Está aturdido, pero consciente.
—Uci —dijo—. ¿Hay alguna posibilidad de que podamos hablar con él en otro lado?
—Los médicos suelen ser bastante tiquismiquis respecto a que alguien en situación crítica salga a dar un paseo a las máquinas expendedoras —ironizó.
Gruñí.
—Tendrás que hacerlo sola entonces. No me arriesgaré a entrar allí con todo ese equipamiento médico cerca.
—¿Ni siquiera unos minutos? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
—No tengo ningún control cuando se trata de romper cosas. —Hice una pausa y añadí—: Bueno, no exactamente. Podría hacer volar por los aires la planta entera, si quisiera hacerlo, pero no hay mucho que pueda hacer para evitar que las máquinas se rompan. Existe la posibilidad de que no pase nada si me quedo solo un rato. Sin embargo, a veces las cosas se vuelven locas en cuanto entro. No puedo arriesgarme habiendo gente cuya vida depende de las máquinas.
Murphy me miró con una ceja arqueada y asintió, comprensiva.
—Quizás te pueda poner en un teléfono con altavoz o algo así.
—O algo así. —Me froté los ojos—. Creo que se avecina un día duro.