Capítulo 23

Era la típica habitación de mis experiencias anteriores en hoteles: limpia, sencilla y vacía. Me aseguré de que las persianas estaban echadas y empujé la pequeña mesa redonda contra una pared para tener espacio libre en el centro de la habitación. Solté mi mochila en la cama.

—¿Necesitas algo? —preguntó Murphy. Estaba de pie en el umbral de la puerta. No quería entrar.

—Creo que lo tengo todo. Necesito tranquilidad para prepararlo. —No había necesidad para no darle a Murphy una vía de escape a la incomodidad causada por la conversación de un momento antes—. Hay algo por lo que siento curiosidad. Tal vez puedas comprobarlo.

—El cine de Pell —supuso Murphy. Percibí el alivio en su voz.

—Sí. Tal vez puedas pasarte por allí y ver qué se cuece.

Frunció el ceño.

—¿Crees que podría haber algo?

—No sé lo bastante para creer nada todavía, pero es posible —dije—. Si algo te da mala espina no te quedes por allí, te largas y punto.

—No te preocupes —dijo—. Esa era mi intención. —Se dio la vuelta para irse—. No voy a tardar mucho. Te llamo en media hora, ¿de acuerdo?

—Claro —dije. Ninguno de los dos dijo en voz alta lo que estábamos pensando: que si no me llamaba probablemente significaría que estaba muerta, muriéndose o algo peor—. Media hora.

Asintió y se marchó, cerrando la puerta tras de sí. Ratón se acercó a la puerta, la husmeó un momento, dio tres vueltas sobre sí mismo y se tumbó en el suelo a dormir. Lo miré con expresión de fastidio y abrí la mochila. No podía hacer un círculo de tiza en aquel tipo de moqueta. Tendría que usar el viejo truco de la arena fina y blanca. A las camareras de planta les costaría limpiarlo, pero la vida puede ser dura a veces. Saqué una botella de cristal que contenía una arena especial y la puse en la mesa, junto al bloque principal de plastilina y la calavera de Bob.

Las luces naranjas se encendieron en los huecos de sus ojos.

—¿Puedo hablar ya?

—Sí —dije—. ¿Has estado escuchando?

—Sí —dijo Bob deprimido—. No vas a mojar nunca. —Miré a la calavera con odio—. No digo nada —continuó a la defensiva—. No es culpa mía, Harry. Es probable que pudieras tirártela si no te lo tomaras tan jodidamente en serio.

—El tema. Cámbialo —sugerí en un tono seco—. Ahora estamos trabajando.

—De acuerdo —dijo Bob—. Entonces estás planeando un conjuro estándar de protección usando una telaraña para cubrir todo el edificio.

—Sí —le confirmé.

—No va a servir de mucho —dijo Bob—. Quiero decir que cuando algo se manifieste y active la telaraña será porque ya esté en el mundo real. Mientras bajas corriendo por las escaleras hará pedazos a cualquiera que ande cerca.

—No es perfecto —dije—. Pero es lo único que tengo, a no ser que se te ocurra una idea mejor.

—Lo malo de contar con siglos de experiencia y conocimiento a mi disposición es que no me sirven de nada a menos que sepa contra qué quieres que te ayude a luchar —dijo Bob—. De momento, lo único que sabes es que tienes un fobófago intruso.

—¿No es lo bastante específico?

—¡No! —dijo Bob—. Se me ocurren doscientas clases diferentes de fobófagos, así sin pensar, y se me ocurrirían otras doscientas más si me parara a considerarlo.

—¿Tantas que puedan hacer lo que hizo esta cosa, adquirir una forma sólida y atacar?

Bob me miró como si fuera un idiota.

—Lo creas o no, la vieja rutina de adquirir la forma del peor miedo de la víctima es el movimiento más básico en el manual del fobófago.

—Oh. De acuerdo. —Negué con la cabeza—. No obstante, estamos en territorio abierto. No hay ningún umbral de donde se pueda colgar algo más pesado que una telaraña. Al menos si hago esto, tal vez pueda colocarme lo bastante deprisa en posición para intervenir directamente cuando la cosa se presente.

—Cosas —me corrigió Bob—. Plural. Los fagos son como hormigas. Primero se presenta uno, luego dos y al final cien.

Solté aire por la boca.

—Mierda —dije—. Quizás podamos aproximarnos a esto desde otro ángulo. ¿Hay alguna forma de redireccionarlos mientras estén cruzando, de hacerles más difícil la entrada?

Las luces de los ojos de Bob titilaron.

—Tal vez. Tal vez, sí. Podrías levantar un velo sobre el hotel, pero desde el otro lado.

—Vaya —dije—. ¿Me estás diciendo que puedo esconder el hotel de los fagos pero solo desde el Más Allá?

—Eso digo, sí —dijo Bob—. Incluso entonces, sería un riesgo calculado.

—¿Y eso?

—Todo depende de cómo lleguen aquí —dijo Bob—. Quiero decir, si son fagos que han encontrado aquí su particular coto de caza, un velo no va a detenerlos. Puede que los aminore, pero no los detendrá.

—Asumamos que no es una coincidencia —dije.

—De acuerdo. Asumiendo tal cosa, la siguiente variable es averiguar si han sido invocados o enviados.

Fruncí el ceño.

—¿Existe alguien con bastante poder para enviar a tales cosas desde el otro lado? No creía que eso siguiera pasando. De ahí la popularidad de los invocadores mortales.

—Oh, se puede hacer —me aseguró Bob—. Simplemente se requiere un endiablado montón de energía para abrir el camino al mundo mortal desde el otro lado.

Instalé un gesto preocupado en mi rostro.

—¿De cuánto poder estamos hablando?

—De uno grande —me aseguró Bob—. Del nivel del rey duende, de un arcángel o de uno de los viejos dioses.

Se me hizo un nudo en el estómago.

—O de una reina de las hadas.

—Oh, claro, supongo. —Se puso ceñudo—. ¿Crees que es trabajo de las hadas?

—Algo va mal en el mundo de las hadas —dije—. Peor de lo normal, quiero decir.

Bob tragó saliva, o al menos hizo un sonido similar.

—Eh, ¿no vamos a ir a visitar a las hadas ni nada parecido, verdad?

—No si puedo evitarlo —dije—. Si llegara el caso, no te llevaría conmigo, descuida.

—Ah —suspiró aliviado—. Bien.

—Un día de estos vas a tener que contarme qué le hiciste a Mab para que tenga tanto interés en matarte.

—Sí, claro —dijo Bob, con ese tono que uno usa cuando está barriendo hacia debajo de la alfombra—. Pero deberíamos considerar también la tercera posibilidad.

—Un invocador —dije—. Teniendo en cuenta que alguien me lanzó un conjuro la última vez que apareció el fago, puede que sea la posibilidad más plausible de las tres.

—Pienso lo mismo —dijo Bob—. En tal caso, tienes un problema.

Gruñí y comencé a desembalar velas, cerillas y mi vieja navaja del ejército.

—¿Por qué?

—Sin un umbral donde construir no puedes montar una defensa adecuada. E incluso si cruzas al Más Allá e invocas un velo para evitar que los fagos lleguen desde el otro lado…

—Su invocador los va a atraer hasta aquí —terminé, siguiendo el razonamiento—. Es como… bueno, podría recubrir la zona de niebla, pero si tienen a alguien a este lado los fagos cuentan con un faro que pueden seguir para llegar al hotel.

—Claro —convino Bob—. Y el invocador abre la puerta desde este lado y entran.

Fruncí el ceño.

—Entonces lo importante es encontrar al invocador —dije.

—No puedes hacer tal cosa hasta que no invoque a algo —me informó Bob.

—Demonios —me quejé—, tiene que haber una forma de evitarlo.

—No existe ninguna en particular —dijo Bob—. Lo siento, jefe. Hasta que no sepas más no puedes hacer otra cosa que no sea reaccionar a los acontecimientos.

Gruñí.

—Maldita sea. Entonces es la telaraña o nada. Al menos así tendré la posibilidad de identificar al invocador. —Al bajo, bajo coste de que los fagos le dieran una paliza a alguien o lo mataran. A no ser que…

—Bob —continué, madurando la idea—, ¿y si no intentara esconder el hotel ni evitar que esas cosas vengan? ¿Y si… eh… les pusiera una pequeña trampa a los fagos en la entrada?

Los ojos de Bob centellearon más aún.

—Oooooooh. La clásica doctrina del Consejo Blanco. Cuando los fagos entren, los conducirás directamente al tipo que los invocó. Le darás una dosis de su propia medicina.

—Por el culo —confirmé.

—Esa es la imagen —dijo Bob—. Un supositorio para el invocador.

—¿Se puede hacer, verdad?

—Claro —dijo Bob—. Cuentas con todo lo necesario para hacerlo. Sabes que los fagos buscan el miedo y que probablemente usen el poder del invocador como faro. Tu telaraña te dirá que algo se cuece. Conjuras una gran bola de fuego, la apuntas al faro hacia el que se dirigen los fagos y ¡a volar por los aires!

—Será como colgarle un filete al cuello y echarlo a los leones —dije sonriendo.

—Ave César —confirmó Bob—. Los fagos irán a por él.

—Y en cuanto esté fuera de juego conjuraré un velo sobre el hotel. No más asistentes a la convención resultarán heridos y el malo recibe una dosis letal de ironía dramática.

—¡Los buenos ganan! —clamó Bob—. O al menos tú. ¿Sigues siendo un buen tipo, verdad? Ya sabes lo confuso que es para mí todo ese concepto del bien y el mal.

—Estoy pensando que estaría bien cambiarlo por «ellos» y «nosotros» para simplificártelo —dije—. Me gusta el plan. Así que tiene que haber algo que se nos escapa.

—Cierto —admitió Bob—. Va a ser un poco problemático respecto a los tiempos. No percibirás la presencia del faro hasta que los fagos entren desde el Más Allá y adopten forma material. Si para entonces no los has redireccionado, ya será demasiado tarde.

Asentí, pensativo.

—¿Eso cuánto me da? ¿Veinte segundos?

—Solo si son tímidos —dijo Bob—. Es probable que diez. Quizás incluso menos.

—Maldita sea, es muy poco margen. —Consideré otro problema—. No solo eso, sino que estaré disparando a ciegas. No hay manera de saber contra quién estoy mandando a los fagos. ¿Y si está en mitad de una multitud?

—Va a invocar seres malvados del inframundo para causar terror y muerte en el populacho —apuntó Bob paciente—. Partiendo de ahí, no se va a colocar entre la multitud.

—Bien apuntado. Seguro que lo hará desde un lugar privado y tranquilo. —Sacudí la cabeza—. En cualquier caso, sería mucho más feliz si esto dependiera menos del azar, pero no veo otro modo de evitar que esas cosas le hagan daño a alguien.

—Hasta que no tengamos más información no hay otra cosa que se pueda hacer, jefe.

Gruñí.

—Entonces será mejor que ponga en funcionamiento la telaraña.

La medalla identificativa de Ratón tintineó contra el collar y miré hacia atrás. El perro había levantado la cabeza del suelo para mirar hacia la puerta. Un segundo más tarde, alguien llamó con los nudillos.

Ratón no gruñó, y su cola golpeó la pared varias veces antes de que yo llegara a la puerta, lo cual me indicaba que todo iba bien.

—Ha sido rápido —dije abriendo la puerta—. Pensé que ibas a tardar media hora, Murph.

Molly estaba de pie en el umbral con una mochila a los hombros. Parecía pocha, del mismo modo que solían estarlo mis plantas cuando era lo bastante optimista para seguir comprando una nueva al morir la anterior. El pelo rosa y azul le colgaba lánguido sobre la cara y tenía las mejillas manchadas de restos de lágrimas de rímel. Estaba ajada, exhausta, confusa y sola.

—Hola —dijo. Su voz era poco más que un suspiro.

—Eh —le dije—. Pensé que estabas esperando a tu madre.

—Lo estaba —dijo—. Y sigo esperando… pero estoy hecha un desastre. —Se señaló a sí misma agitando la mano sin querer ni tocarse—. Quería asearme un poco, pero no me dejan usar el baño de la habitación de Nelson. Tenía la esperanza de que me dejaras el tuyo. Será un minuto.

Hubiera sido más fácil darle una patada a un cachorrillo que rechazar a aquella chica.

—Claro —dije—. Pero no hagas ruido, ¿de acuerdo?

Molly me siguió al interior de la habitación, deteniéndose para rascarle las orejas a Ratón. Me miró a mí y luego al suelo y los objetos que había sacado.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.

—Magia —dije—. ¿Qué te parece que estoy haciendo?

Sonrió un poco.

—Oh. De acuerdo.

Señalé mis materiales con un gesto.

—Voy a intentar prevenir que otro ataque cause heridos.

—¿Puedes hacer eso? —me preguntó.

—Tal vez —dije—. O eso espero.

—No me lo puedo creer… Quiero decir que… sabía que había cosas ahí fuera, pero mis amigos… Rosie. —Su labio inferior tembló y los ojos se le llenaron de lágrimas que no llegaron a caer.

No había mucho que pudiera decir para consolarla.

—Voy a tratar de evitar que vuelva a pasar —dije con calma—. Siento no haber actuado con rapidez la primera vez.

Bajó de nuevo la vista y asintió sin decir nada. Tragó saliva varias veces.

—Escucha —le dije en voz baja—. Esto es algo serio. Tienes que hablar sobre ello. Y no conmigo —añadí cuando alzó la vista—. Con tu madre.

Molly negó con la cabeza.

—Ella no…

—Molly —suspiré—. La vida puede ser corta. Y cruel. Ya viste lo que pasó anoche. ¿Tienes una ligera idea de las cosas con las que tu padre tiene que lidiar todo el tiempo?

No respondió.

Seguí hablando en voz baja.

—Hasta los caballeros mueren, Molly. Shiro murió. Podría pasarle también a Michael.

Levantó la cabeza con brusquedad, mirándome sorprendida.

—¿Cómo te hace sentir eso? —pregunté.

Se mordió el labio.

—Asustada.

—A tu madre también le asusta. Le asusta mucho. Sobrevive a ese miedo aferrándose con fuerza a la gente que tiene a su alrededor. A veces con demasiada fuerza. Por eso tienes la sensación de que todavía pretende tratarte como a una niña pequeña. Probablemente sea así. Pero no es porque sea una controladora obsesiva, sino porque os quiere a todos mucho, a ti, a tu padre, a su familia, y tiene miedo de que algo malo pueda sucederos. Está desesperada por hacer todo lo que pueda para manteneros a salvo.

Molly no levantó la vista ni respondió.

—La vida es corta —continué—. Demasiado corta para malgastarla en discusiones estúpidas. No estoy diciendo que tu madre sea perfecta, porque Dios sabe que no lo es. Pero por todos los santos, Molly, tienes el tipo de familia por el que gente como yo mataría. Crees que siempre van a estar ahí, pero podría ser que no. La vida no te ofrece muchas garantías.

Dejé que aquello cuajara, y luego añadí:

—Le prometí a tu padre que te pediría que hablaras con ella. Le dije que intentaría que las dos arreglarais las cosas.

Me miró llorando en silencio. El maquillaje oscuro siguió recorriendo sus mejillas.

—¿Vas a sentarte con ella, Molly? ¿Hablaréis?

Suspiró temblorosa y dijo:

—No sé si va a ser bueno. Nos hemos dicho tantas cosas…

—No puedo forzarte a hacerlo. Nadie puede excepto tú misma.

Inspiró aire por la nariz.

—No va salir nada bueno.

—No espero milagros. Solo intenta hablar con ella. Por favor.

Respiró hondo y asintió, una sola vez.

—Gracias —dije.

Trató de sonreír y se quedó parada en la puerta del baño un momento.

—¿Molly? —pregunté—. ¿Estás bien?

Asintió, pero no se movió.

Me puse ceñudo.

—¿Hay algo que quieras decirme?

Me miró un momento.

—No —dijo sacudiendo la cabeza—. No, no es nada, de verdad. Gracias. No tardaré mucho. —Entró en el baño, cerró la puerta y echó el pestillo. El agua de la ducha corrió un momento después.

—Vaya —dijo Bob desde detrás de mí, insertando un tono lascivo en la palabra—. No sabía que te gustaran tan… frescas, Harry.

Lo miré con resentimiento.

—¿Qué?

—¿Has visto el cuerpo que tiene? Una jaca magnífica. Una rubia nórdica jovencita toda llena de piercings y vestida de negro, lo que significa que al menos le va alguna guarrada. Y toda tierna y emocional y vulnerable además. Se está quitando la ropa aquí mismo, en el baño de tu habitación.

—¿Alguna guarrada? No… mira, no pienses que… —espeté—. No, Bob. No. Por todos los santos. Tiene diecisiete años.

—Entonces muévete rápido —dijo Bob—. Antes de que empiece a marchitarse. Saborea la perfección mientras puedes, es lo que siempre digo.

—¡Bob!

—¿Qué? —dijo.

—Las cosas no son así.

—Ahora no —dijo Bob—. Pero si te metes en esa ducha con ella harás realidad tu propia película erótica de canal de pago.

Me pasé el dedo por el puente de la nariz.

—Demonios. Esa idea es una equivocación, Bob. Es… una equivocación.

—Harry, hasta un pardillo sabe que no es una coincidencia cuando una chica se presenta en la habitación de hotel de un hombre. Sabes que lo que realmente quiere es…

—Bob —espeté para cortarle—. Incluso si lo quisiera, que no es el caso, no va a pasar nada con la chica. Estoy intentando trabajar. No me estás ayudando.

—Detestaría alterar tu intento más reciente de cortejar a la muerte y la agonía —dijo poniéndose poético—. Deberías dejarme en otra parte, donde no pueda distraerte. En la repisa del baño, por ejemplo.

En lugar de eso abrí bruscamente uno de los cajones vacíos del armario y metí la calavera dentro. Bob escupió algunas amortiguadas maldiciones en griego clásico, algo sobre ovejas y erupciones en la piel.

Al mirarme en el espejo sobre la mesa me topé con el reflejo de Lasciel en lugar del mío. Era una imagen angelical, adorable y serena.

—El pequeño pervertido tiene parte de razón, mi anfitrión —dijo.

Puse un dedo en el espejo.

—Bob es mi pequeño pervertido y el único que puede insultarle soy yo. Ahora vete.

—Ah —dijo Lasciel y la imagen se fue desvaneciendo, sustituida por mi propio reflejo.

—Es fascinante, sin embargo —añadió justo antes de desaparecer—, que su novio Nelson tenga un parecido físico asombroso contigo.

Entonces se fue de verdad. Maldita sea. Estúpidos demonios. Siempre tienen que dar la puntilla.

Y lo que es peor: tenía cierta razón. Miré hacia la puerta del baño y repasé mentalmente los acontecimientos del último día y mis interacciones con la chica antes de eso. Siempre fui alguien a quien su padre respetaba y su madre no aprobaba. Aparecía de tarde en tarde en su casa con aquel gran abrigo negro y el aspecto desaliñado de un tipo peligroso, y ella era joven e impresionable. Demonios, si uno se paraba a pensarlo, bastaba con la desaprobación de Charity para hacerme parecer interesante a ojos de aquella adolescente rebelde.

Llegué reticente a la conclusión de que era posible que Molly tuviera ciertas ideas en la cabeza. Explicarían muy bien los recientes silencios extraños y las pausas dramáticas. Yo siempre le había gustado, y no era descabellado pensar que aquello hubiera desembocado en algo más profundo. Sería un completo bastardo si hiciera cualquier cosa para alentarla, incluso sin querer. Podría ser también que Bob y Lasciel estuvieran equivocados y en realidad no sucediera nada de esto, pero las pasiones de juventud, sus atracciones y deseos, eran como un campo de minas que si se tomaban a la ligera suponían un peligro.

Por muy buena percha que tuviera, Molly era todavía una niña a todos los efectos importantes. La guinda del pastel es que era la hija de mi amigo. La chica lo estaba pasando mal, lo cual me afectaba, quería ayudarla. No obstante, debía ser consciente de que mi simpatía podría ser malinterpretada. La cría tenía problemas y necesitaba de alguien que la ayudara a levantarse, no que la confundiera todavía más.

Salía vapor por debajo de la puerta del baño. Se estaba dando una ducha caliente de verdad. No una ilusoria.

Sacudí la cabeza y volví mi atención a la telaraña detectora.

En la escala de hechizos este estaba entre los grandes, pero no por ello era complicado. Había creado una versión a gran escala y a largo plazo de aquello mismo en mi vecindario, con el fin de detectar a cualquier presencia mística que merodeara por los alrededores de mi apartamento. Quería lo mismo para el hotel; sin embargo, no tenía que molestarme en mantenerlo activo mucho tiempo. Un amanecer, dos a lo sumo, bastarían para debilitar el hechizo, pero, con un poco de suerte, ya no lo necesitaría para entonces.

Dejé la plastilina a mano, cogí tres velas provistas de sus propios candeleros de madera, eché la arena formando un círculo a mi alrededor y empecé a reunir mi poder creando imágenes mentales de la telaraña de energía que necesitaba tejer entre los puntos del hotel donde había colocado los trozos de plastilina. No tardé demasiado en tenerlo preparado. Cualquiera con habilidades básicas y la suficiente voluntad sería capaz de hacer algo como esto, o al menos en una escala menor. Tejer una red en un edificio entero suponía levantar mucho peso, mágicamente hablando, pero no era complicado. Quince minutos después, consolidé las imágenes de los patrones energéticos en mi mente y susurré:

Magius, orbius, spiritus oculus.

Al decir aquellas palabras vertí mi voluntad y mi magia en ellas. Mi cuerpo se encendió con un fogonazo, un torrente de energía recorrió mis miembros, descendió hacia el pedazo de plastilina y revoloteó en espiral alrededor de las tres velas que serían las llamas del conjuro. La energía del hechizo centelleó y provocó una pequeña sucesión de vagos parpadeos parecidos a destellos de electricidad estática que encendieron las velas con pequeñas llamas nacidas de su poder. Rompí el círculo de arena sin dejar de decir las palabras y la energía floreció en el hotel tal como había imaginado. Unos lazos invisibles se entrelazaron de manera instantánea, igual que pedazos de hielo que se solidificaran en un mero suspiro, extendiendo uniones invisibles por todo el interior del hotel.

Cuando terminé el hechizo me falló un poco el equilibrio y el drenaje energético me dejó sumido en una fatiga temporal. Me senté con la cabeza gacha, respirando aceleradamente durante unos momentos.

—Uau —dijo Murphy, no muy impresionada. Al levantar la vista me la encontré cerrando la puerta—. ¿Qué has hecho?

Hice un círculo en el aire con la mano.

—Si las malas energías se presentan en el hotel, el hechizo lo detectará. —Hice un gesto hacia las tres velas—. Coge una. Si ves que se enciende, significa que llega algo.

Murphy frunció el ceño, pero asintió.

—¿Con cuánto tiempo de margen nos advierten?

—No mucho —dije—. Un par de minutos, tal vez menos. Tal vez mucho menos.

—Tres velas —dijo—. Una para ti, otra para mí y…

—He pensado que deberíamos ver si Rawlins quiere una.

—¿Está aquí? —dijo Murphy.

—Tengo un pálpito —dije—. Me pareció del tipo de persona que no deja las cosas a medias.

—También es un tipo de persona que ha resultado herido. No es probable que le den un servicio activo aquí.

—Tampoco lo era en el hospital —apunté.

—Cierto —reconoció Murphy.

Contuve un poco el aliento y pregunté:

—¿Algo en el cine de Pell?

Murphy asintió y cruzó la habitación para coger dos de las velas.

—Nada. El local estaba cerrado con cadenas en la puerta delantera y con llave en la trasera. Ponía en un cartel que permanecería cerrado hasta nueva orden.

Gruñí.

—Lo lógico es que Pell no lo cerrara, al fin y al cabo la convención le deja unos ingresos considerables… aunque esté en una cama de hospital. Demonios, especialmente si está en una cama de hospital.

—Puede que no tenga nadie a quien confiárselo.

—¿Y si sí tiene a alguien de confianza para cerrarlo? —dije—. No tiene sentido. Seguro que Pell no tuvo ocasión de cerrarlo después del ataque.

Murphy arrugó la frente, pero no se mostró en desacuerdo conmigo.

—He tratado de llamarle para preguntárselo, pero la enfermera me dijo que estaba dormido.

Me pasé los dedos por el pelo, cavilando sobre la situación.

—Esto se va poniendo curioso —mascullé—. Nos estamos saltando algo.

—¿Qué? —preguntó Murphy.

—Otro jugador —dije—. Alguien a quien no hemos visto aún.

Murphy emitió un sonido, igualmente pensativa.

—Tal vez. Pero imaginar a perpetradores invisibles o conspiraciones escondidas se acerca bastante a la paranoia.

—Entonces quizás no sea otro sospechoso —elucubré—. Tal vez se trate de otro motivo.

—¿Qué? —preguntó, aunque pude ver los mecanismos girando en su cabeza mientras seguía la cadena lógica de la idea.

—Estos ataques de fagos parecen muy simples a primera vista. Como… no sé, los ataques de un tiburón. Algo hambriento se presenta para comer y luego se va. Son las típicas apariciones de la naturaleza. O mejor dicho, las típicas apariciones de lo sobrenatural.

—Pero no son casuales —dijo Murphy—. Alguien está enviando a estos seres a un lugar específico. Alguien que trató de detenerte usando magia cuando te enfrentaste a uno de los fagos.

—Lo que saca a colación la pregunta obvia… —comencé.

Murphy asintió y finalizó el pensamiento.

—¿Por qué lo hace?

Coloqué la mano izquierda a un lado de mi cuerpo.

—Mira aquí. —Entonces hice un corto movimiento en el aire con la mano.

—Es una distracción —dijo Murphy—. ¿Pero de qué?

—Algo peor que unos depredadores homicidas, metamorfos y sobrenaturales —musité—. Algo que querríamos detener con más empeño si cabe.

—¿El qué?

Sacudí la cabeza y me encogí de hombros.

—No lo sé. Al menos todavía no.

Murphy hizo una mueca.

—Te dejo a ti la labor de lograr que la paranoia suene plausible.

—Solo será una paranoia si estoy equivocado —dije.

Murphy miró hacia atrás y se estremeció un poco.

—Sí. —Volvió su atención hacia mí, se puso derecha y respiró hondo para tranquilizarse—. De acuerdo. ¿Qué jugada hacemos ahora? Supongo que tienes algo en mente aparte de un minuto o dos de advertencia.

—Sí —dije.

—¿Qué? —preguntó.

—La cosa se pone técnica —dije.

—Trataré de llevar el ritmo —afirmó.

Asentí.

—Siempre que algo del mundo espiritual quiere cruzar al mundo mortal tiene que hacer varias cosas para atravesar la frontera. Debe existir un punto de origen, un punto de destino y bastante energía para abrir un sendero. Entonces tiene que cruzar, invocar ectoplasma del Más Allá e infundirle energía para otorgarle un cuerpo físico.

—¿A qué te refieres cuando hablas de puntos de origen y destino?

—Enlaces —le dije—. Como los puntos de referencia. En general, la criatura a la que estás llamando puede servir de punto de origen. Quienquiera que abra el camino para pasar es generalmente el destino.

—¿Puede alguien ser un destino? —preguntó.

—No —dije—. No puedes invocar a nada que no… —Fruncí el ceño, buscando las palabras—. No puedes invocar a algo que no tenga algún tipo de reflejo dentro de ti, una especie de punto de referencia para el ser espiritual. Si quieres seres malvados, crueles y hambrientos, debe haber crueldad y hambre en tu interior.

Asintió.

—¿Siempre se tiene que abrir el sendero desde este lado?

—En general sí —dije—. Requiere un esfuerzo supremo hacerlo desde el otro.

Asintió.

—Continúa.

Le conté mi plan para rebelar a los fagos contra su invocador.

—Me gusta —dijo—. Es buena idea usar sus propios monstruos contra ellos… pero ¿qué labor me deja eso a mí?

—Concédeme tiempo —dije—. Habrá un momento, cuando crucen la frontera, en el que el fago o fagos serán vulnerables. Si logras ver a uno y distraerlo, dispondré de un poco más de tiempo para apuntarlos a todos hacia su invocador. También es posible que mi hechizo no funcione. Si se tuerce, al menos estarás lo bastante cerca para quitar a la gente de en medio. Al menos servirá de algo.

Murphy comenzó a hablar, luego hizo una pausa y se dio la vuelta.

—Harry, ¿hay alguien en la ducha? —me preguntó.

—Ah, sí —dije frotándome la nuca.

Enarcó una ceja y esperó una explicación que no le di. Quizás era mi forma de vengarme tras su brutal honestidad en el ascensor.

—De acuerdo entonces —dijo, y se llevó las velas—. Voy a bajar a buscar a Rawlins. Si no, usaré a uno de mis chicos de Investigaciones Especiales.

—Suena bien —dije.

Murphy se marchó y yo comencé a planear mi hechizo de redirección. No me llevó mucho tiempo.

Ratón levantó la cabeza de repente y un segundo después alguien llamó a la puerta. Me acerqué a abrir.

Charity estaba al otro lado, ataviada con unos vaqueros, una camiseta sin mangas y una ligera blusa azul de algodón. El estrés se percibía en sus rasgos, en los hombros echados hacia delante por la inconsciente tensión. Al verme, su gesto se tornó remoto y neutral, muy controlado.

—Hola, señor Dresden.

Es probable que fuera el saludo más amigable que podía esperar de ella.

—¿Qué tal? —dije.

A su lado había un hombre mayor un poco más bajo de lo normal. El poco pelo gris que le quedaba lo llevaba cortado con cuidado. Tenía los ojos del mismo color que los huevos de petirrojo, gafas, una constitución saludable e iba vestido con pantalones de traje y una camisa negra. El cuadrado blanco de su cuello de clérigo destacaba sobre la camisa. Sonrió al verme y me ofreció su mano.

Se la estreché con una sonrisa que no tuve necesidad de fingir.

—Padre Forthill. ¿Qué está haciendo aquí?

—Hola, Harry —dijo amigable—. Prestando algo de apoyo moral, básicamente.

—Es mi abogado —añadió Charity.

Parpadeé.

—¿En serio?

—En serio —dijo Forthill sonriendo—. Hice la carrera antes de tomar los votos. A veces he echado una mano a mis parroquianos y en la diócesis. También hago trabajos pro bono de vez en cuando.

—Es abogado —dije—. Y sacerdote. No es compatible.

La barriga de Forthill tembló al compás de su risa.

—Oxímoron.

—Eh, ¿le he insultado yo? —Sonreí—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Se supone que Molly nos estaba esperando abajo —dijo Charity—. Sin embargo, no la hemos encontrado. ¿Sabe dónde está?

El universo conspiró contra mí. Si Charity hubiera hecho aquella pregunta diez segundos antes no hubiera pasado nada. No obstante, en aquel mismo momento se abrió la puerta del baño y Molly apareció entre una nube de vapor. Tenía una adorable toalla enrollada en el pelo y sostenía otra sobre su torso. Siendo las toallas de hotel como son y el torso de Molly como era, la toalla no llegaba a envolverla del todo y apenas guardaba la modestia.

—Harry —dijo—, me he dejado el bolso en… —Se calló de repente, mirando a Charity.

—Esto no es lo que parece —farfullé girándome hacia Charity.

Sus ojos eran como el hielo, pura rabia. Un viejo axioma de Kipling respecto a que la hembra de la especie era más mortal que el macho pasó por mi mente justo cuando Charity le presentó mi barbilla a su puño derecho.

Una luz resplandeció detrás de mis ojos y me encontré tumbado en el suelo mientras el techo me daba vueltas.

—¡Madre! —dijo Molly sorprendida.

Al mirar hacia arriba vi a Forthill agarrar con una mano firme a Charity para evitar que siguiera dándome golpes. Miró al sacerdote como una salvaje, pero los dedos del viejo se hundieron en su bíceps hasta que finalmente asintió y dio un pequeño paso de vuelta al pasillo.

—Vístete —le dijo a Molly con una implacable autoridad en su tono—. Nos vamos.

La chica parecía que iba a derrumbarse allí mismo. Cogió el bolso, entró en el baño y se vistió en menos de un minuto.

—No ha pasado nada —murmuré. Lo que sonó fue algo parecido a esto: «Noapanaa»

—Es posible que no pueda apartarle de mi marido —dijo Charity, su tono frío, su dicción precisa—. Pero si se acerca a alguno de mis hijos de nuevo, lo mataré. Gracias por llamar.

Se marchó, y la cansada Molly la siguió.

—No ha pasado nada —le dije de nuevo a Forthill. Esta vez mis palabras sí se parecieron al lenguaje humano.

Suspiró, mirando a la pareja alejarse.

—Te creo —dijo, me brindó una sonrisa que era una parte diversión y cuatro disculpa y las siguió.

A Murphy no le había dado tiempo de llegar a los ascensores antes de que Charity y Forthill se presentaran en mi puerta. Apareció en el umbral, miró dentro y luego en la dirección por la que Charity y compañía se habían ido.

—Oh —dijo—, ¿estás bien?

—Supongo —suspiré.

Hizo una mueca con la boca, pero no llegó a sonreír o reírse de mí.

—Sabes que esto era de esperar.

—No te rías de mí —dije—. Duele.

—Te han dado más fuerte —dijo sin rastro de pena—. Y te sirve de lección por dejar entrar a una chica en tu habitación de hotel. Ahora levántate. Estaré abajo.

Ella también se marchó.

Ratón se acercó y comenzó a acariciarme pacientemente la barbilla con el hocico y a darme besos húmedos de perro en el moratón que sentía que se me estaba formando ya en la zona.

—Las mujeres me confunden —le dije.

Ratón se sentó con la mandíbula abierta a modo de sonrisa perruna. Gemí, me puse en pie y me dispuse a preparar el hechizo de redirección al tiempo que en el exterior de mi ventana el sol se apresuraba hacia su encuentro con el horizonte de occidente.