Capítulo 24
Cerré la puerta y me apresuré a preparar el hechizo para el fago. Cada segundo contaba. Solo tendría una oportunidad para distraer a los fagos, así que finalicé los preparativos con una prisa febril.
No ocurrió nada.
El sol se puso, dejándome casi a oscuras, ya que no me había molestado en encender las luces.
Siguió sin ocurrir nada.
Me arrodillé en mi círculo de arena hasta que me dolieron las piernas y luego se me durmieron. Mis rodillas parecían estar fundidas en cemento.
Y siguió sin pasar nada.
—Vamos —me quejé—, que se desencadene ya el infierno.
Desde su lugar junto a la puerta, Ratón dejó escapar un suspiro.
—Oh, calla —le dije. No me atrevía a tomarme un descanso. Si los malos se ponían en movimiento y yo no estaba preparado alguna gente resultaría herida. Así que me quedé allí de rodillas, manteniendo el hechizo preparado en mi mente, incómodo, y maldiciendo por lo bajo, sulfurado. Estúpido invocador. ¿A qué demonios estaba esperando? Cualquier villano medio competente tendría a sus monstruos causando el terror por los pasillos desde hacía horas.
La cola de Ratón golpeó la pared, y un momento después la cerradura de la puerta dio un chasquido y Rawlins la abrió. Iba con vaqueros, una camisa de manga larga que ocultaba los vendajes de su brazo herido y portaba en la mano una de las velas del conjuro. El corpulento oficial negro se agachó a acariciar a Ratón, que olisqueó a Rawlins al estilo de cualquier perro y meneó la cola un poco más.
Rawlins se quedó en el umbral.
—¿Hola? ¿Dresden?
—Aquí —murmuré.
Rawlins buscó a tientas el interruptor de la luz en la pared y lo encendió. Me miró un momento, levantando levemente las cejas.
—Ajá. Esto es algo que no veo todos los días.
Hice una mueca.
—Veo que Murphy te ha encontrado.
—Cualquiera diría que es una detective —dijo Rawlins, sonriendo.
—¿Sabe tu jefe que estás aquí? —pregunté.
—De momento no —contestó—. Pero sospecho que alguien lo notará y se lo dirá en algún momento.
—No se pondrá muy contento —dije.
—Espero poder vivir con ello cuando eso suceda. —Agitó su pequeña vela—. Murphy me ha hecho subir para comprobar si seguías vivo.
—Voy a necesitar cirugía en la rodilla —suspiré—. No esperaba que tardara tanto.
—Ajá —dijo de nuevo Rawlins—. ¿No eres uno de esos adoradores de Satán, verdad?
—No —dije—. Más bien de Pitágoras.
—¿Pi qué?
—El tipo que inventó los triángulos.
—Ah —dijo Rawlins, como si aquello lo explicara todo—. ¿Entonces qué estás haciendo aquí?
Se lo conté, aunque parecía que tenía problemas para aceptar mis palabras. Tal vez era yo el que carecía de credibilidad.
—Sin embargo, esperaba que ya hubiera actuado a estas alturas.
—Los desviados son así de graciosos —convino—. No respetan nada.
Arrugué la cara para pensar. Tenía hambre, sed, estaba cansado, me dolía todo y tenía que usar el baño en su versión larga. Ninguna de esas cosas iba a ser más soportable a medida que avanzara la noche, y necesitaba toda la concentración que pudiera reunir.
—De acuerdo —dije—. Sé inteligente. Tómate un descanso. —Me agaché y rompí el circulo metiendo algo de arena dentro con la mano, dejando que la energía del hechizo se consumiera poco a poco. Al menos ya lo había hecho una vez. Volver a la misma posición no me llevaría tanto tiempo como en la primera ocasión.
Traté de levantarme, pero mis piernas estaban inutilizables. Hice una mueca en dirección a Rawlins.
—¿Me echas una mano? —le rogué.
Dejó la vela y me ayudó. Trastabillé ridículamente un par de segundos, pero logré llegar al baño para hacer lo que tenía que hacer.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Estoy bien. Dile a Murphy que siga preparada.
Rawlins asintió.
—Estaremos abajo. —Hizo una pausa y dijo—: Espero que esto suceda pronto. Hay una especie de concurso de disfraces.
—¿Es grave?
—Hay muchos modelitos con muy poca tela, y alguna de esa gente no debería llevar cosas así.
—Llama a la policía de la moda —dije.
Rawlins asintió, grave.
—Se han pasado.
—¿Me haces un favor? —le pedí—. Lleva a Ratón a dar un paseo. —Saqué un par de billetes de mi bolsillo trasero y se los di a Rawlins—. Tal vez un perrito caliente.
—Claro —convino Rawlins—. Me gustan los perros.
La cola de Ratón golpeó rápidamente la pared.
—Hagas lo que hagas no le des nachos. No me he traído la máscara de gas.
Rawlins asintió.
—Sin problema.
—Mantén los ojos abiertos —dije—. Dile a Murph que estaré de nuevo listo en dos minutos.
Rawlins gruñó un asentimiento y se marchó.
Tenía un arsenal de zumos de frutas en la mochila, además de algo de carne y chocolate. Me acerqué a ella y comencé a devorar las tres cosas al tiempo que andaba de un lado a otro para estirar las piernas. Prepararme para atacar era algo más que una simple tensión física. Sentía la cabeza como envuelta en lana, mis sentidos parecían algo distorsionados; los bordes eran más afilados, las curvas más ambiguas. Aquello contribuía a que la habitación me pareciera una pintura de Escher venida a menos. No podía evitarlo. El uso de la magia era una cuestión principalmente mental y mantener en la mente un hechizo durante tanto tiempo a veces desencadenaba desconcertantes efectos secundarios.
Acabé con la comida lo que tardé en tragarla, reservé algo de bebida por si estaba allí algunas horas más y volví a mi círculo, dispuesto a cerrarlo de nuevo.
Entonces sonó el teléfono de la habitación.
—Déjà vu —le comenté a la habitación vacía. Al ponerme en pie me crujieron las rodillas. Cogí el teléfono.
—Taxidermia Dresden —dije—. Tú la diñas, nosotros te disecamos.
Se produjo un breve silencio sorprendido al otro lado del aparato, y entonces me habló la voz de un joven:
—Eh… ¿es usted Harry Dresden?
Reconocí la voz, era el novio Nelson. Se me irguieron las orejas, metafóricamente.
—Sí, soy yo —dije.
—Soy…
—Sé quién eres —le dije—. ¿Cómo has sabido dónde estoy?
—Sandra —dijo—. Llamé a su móvil. Me dijo que había cogido una habitación.
—Ajá. ¿Por qué me llamas?
—Molly me dijo… dijo que ayudaba a la gente. —Hizo una pausa para respirar, y luego añadió—: Necesito su ayuda. Otra vez.
—¿Por qué? —pregunté. Deja las preguntas abiertas, pensé. No hagas nunca una con una respuesta simple—. ¿Qué está pasando?
—Anoche, durante los ataques. Creo que vi algo.
Suspiré.
—Sí, había algo dando vueltas por aquí —convine—. Si viste algo, eres testigo de un crimen, chico. Tienes que presentarte ante la policía y trabajar con ellos. Son poco razonables con la gente que se pone evasiva cuando le preguntan sobre un asesinato.
—Pero creo que alguna… cosa me estaba siguiendo —dijo. La voz de Nelson tembló de miedo—. Mire, los policías son solo policías, tío. Tienen pistolas. No creo que puedan ayudarme. Espero que usted pueda.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Qué es lo que viste?
—No —dijo—. Por teléfono no. Quiero reunirme con usted. Quiero que me prometa que va a ayudarme. Se lo diré entonces.
De acuerdo. Porque no tenía otra cosa mejor que hacer.
—Mira, chaval…
La voz de Nelson parecía de repente dominada por un terror inenarrable.
—Oh, Dios. No puedo quedarme aquí. Por favor. Por favor.
—Vale, vale —dije intentando mantener el tono de mi voz fuerte y tranquilo. El chico estaba asustado, hasta la última fibra de su ser, estaba de fango hasta las rodillas, medio loco de miedo, era imposible que pensara racionalmente.
—Escúchame. Ten gente cerca, tanta como puedas. Ve a la iglesia de Santa María de los Ángeles. Es campo sagrado, allí estarás a salvo. Pregunta por el padre Forthill. Es un tipo pequeño, casi calvo, con gafas y brillantes ojos azules. Cuéntaselo todo y dile que iré a recogerte en cuanto pueda.
—Sí, de acuerdo, gracias —dijo Nelson con las palabras atropelladas por la histeria. Escuché un breve clic y luego pasos que se alejaban. No había siquiera colgado el teléfono antes de salir corriendo a toda velocidad.
Me mordí el labio. El chico tenía problemas, o al menos estaba convencido de tenerlos. Si era así, eso significaba que había visto algo la noche anterior, algo que alguien consideraba lo bastante importante como para querer quitarlo de en medio; es decir, una maldita prueba que me ayudaría a averiguar qué demonios estaba pasando. Sentí una punzada de ansiedad. Un campo sagrado era un poderoso repelente de las cosas que aparecían en la noche —o en este caso, de las cosas que apuñalaban y destripaban en la noche—, pero no era invulnerable. Si algo con el suficiente poder sobrenatural andaba tras aquel chico, podía entrar por la fuerza en la iglesia si quisiera.
Maldita sea, pero ¿qué opción me quedaba? Si abandonaba mi posición, cualquier nuevo ataque haría que lo de anoche pareciera un agradable paseo por un parque de atracciones. ¿Qué pudo haber visto para que quisieran matarlo? ¿Por qué demonios lo estaban siguiendo? Me sentí como si anduviera a tientas dentro de la casa de alguien, sin saber a ciencia cierta cuál era la decisión correcta, moviéndome inseguro. Si no empezaba pronto a encontrar piezas del puzle y a juntarlas, moriría más gente.
Solo podía estar en un sitio a la vez. Si el chico estaba metido en un verdadero problema estaría tan a salvo en la iglesia con Forthill como en otra parte de la ciudad, excepto en mi apartamento poderosamente blindado. Entretanto, aquí había un puñado de otros chicos que se disponían a ser la cena de los fobófagos. Tenía que actuar donde pudiera hacer un bien mayor. Era una ecuación fría, el cálculo de la supervivencia, pero innegable. Acudiría en ayuda de Nelson cuando acabara de ocuparme del asunto en el hotel.
Me puse otra vez de rodillas, con cuidado, cerré el círculo y comencé a reunir las piezas del hechizo de redirección una vez más.
La vela del conjuro en la mesa de la habitación se encendió de repente con una brillante luz roja. Al mismo tiempo noté un zumbido en el aire, donde los hilos de mi tela de araña se habían topado con el movimiento de una magia poderosa. Mis pensamientos y mi atención fueron a parar a un pasillo trasero del hotel, no muy lejos de las cocinas, al fondo del vestíbulo exterior del gimnasio y otro de los baños del hotel, de donde provenía un zumbido doble.
Cuatro atacantes esta vez. Como mínimo.
Nueve.
Tal vez menos.
Ocho.
Me volqué en el hechizo.
Siete.
Tenía que ser rápido.
Seis.
Tenía que ser perfecto al primer intento.
Cinco.
Si la cagaba alguien pagaría los platos rotos.
Cuatro.
Lo pagaría con sangre.
Tres.
Dos.
Uno.