Capítulo 26

Al recuperar la conciencia tenía un terrible dolor de cabeza, y mi estómago hizo el amago de escapárseme por la boca. Su intento de fuga fue bloqueado por una especie de náusea, la boca me sabía a metal y mi mandíbula estaba abierta de manera incómoda. La venda en mi rostro suponía casi un alivio para mi dolor de cabeza. Estaba bastante seguro de que cualquier luz que me diera en el rostro me aumentaría horrores el dolor.

Mi nariz estaba repleta de olores. Aceite de motor, vapores de gasolina, polvo y algo metálico y familiar que no acertaba a recordar aunque me resultaba reconocible.

Estaba postrado en una superficie dura y fría, cemento supongo. Tenía los brazos sobre la cabeza y las muñecas atadas a algo frío que me aguijoneaba en sus múltiples pequeños puntos. Unas esposas de espino. Su función, al igual que la de la mordaza y la venda, era evitar que usara mi magia. Si trataba de comenzar a enfocar mi voluntad, me morderían y me detendrían. No sabía de dónde provenía la maldita cosa, pero Crane no era el primer malo que tenía unas. Quizás las vendían por ahí.

Una vez oí a alguien decir que las inventó un lunático de dos mil años llamado Nicodemus; otros aseguraban que las fabricaban las hadas. Personalmente, yo creía que lo más probable es que fueran una creación de la Corte Roja, material para su guerra contra el Consejo. Supondría una ventaja para ellos asegurarse de que mucha gente dispusiera de un artilugio cuya única utilidad es neutralizar los poderes de un mago.

Demonios, si yo perteneciera a la Corte Roja, repartiría aquellas cosas como caramelos entre mis colegas. Era una idea aterradora, y por más de una razón.

Estaba metido en problemas, hasta las cejas, pero mis náuseas eran tan severas que me hicieron falta unos minutos para que comenzara a importarme. Vamos, Harry. No estás luchando para solucionar esto. Usa la cabeza.

Para empezar, seguía con vida, y aquello me venía a decir una cosa a las claras: si Crane me hubiera querido muerto había tenido tiempo de sobra para hacer los honores. No se hubiera tenido ni que preocupar de la maldición mortal que un mago era capaz de lanzar a sus enemigos de camino a la otra vida. Los magos inconscientes no pueden lanzar maldiciones. Estaba respirando, lo que significaba…

Tragué saliva. Lo que significaba que tenía otros planes para mí. No parecía una perspectiva muy prometedora para empezar a pensar con claridad.

Traté de decir el nombre de Rawlins, pero algo retenía mi lengua.

—Ooii. —Eso fue lo que sonó.

—Aquí —respondió Rawlins, su tono muy tranquilo—. ¿Cómo estás?

—Eaea satae eouu.

—Me tienen esposado a una pared con mis propias esposas —dijo—. Y me han quitado las llaves. No puedo llegar hasta ti, tío. Lo siento.

—Oee aaooo.

—¿Dónde? ¿Dónde estamos? —preguntó.

Asentí.

—Ji.

—Parece un viejo taller de coches —respondió—. Abandonado. Paredes de metal. Ventanas pintadas. Puertas cerradas con cadenas. Muchas telarañas.

—¿Euau?

—¿Si hay luz? Una vieja lámpara grande.

—¿Aie i?

—¿Si hay alguien aquí? —preguntó Rawlins.

—Ji.

—Un tipo pequeño con labios de pez. No me dice nada, ni siquiera cuando se lo pido por favor. Está sentado a un metro de ti haciendo de perro guardián.

La rabia regresó a mí con todas sus fuerzas y mi cabeza latió con mayor intensidad. Glau. Glau iba conduciendo la furgoneta. Glau había matado a mi perro. Sin hacer un esfuerzo consciente, intenté usar mi magia, quería fuego suficiente para cremar al pequeño sapo. Los grilletes se convirtieron en una fría agonía que borró cualquier cosa parecida al pensamiento de mi cabeza.

Apreté los dientes contra la mordaza y me obligué a relajar mi voluntad. No podía dejar que mis impulsos me controlaran, sino nunca saldría de esta. Llegaría el momento en el que no tendría que tragarme mis emociones, pero ese momento no había llegado aún.

Espera, le prometí a mi rabia. Ahora tengo que pensar para escapar de mis captores.

Y en cuanto lo hiciera, Glau iba a tener un mal día.

Relajé mi voluntad y el dolor de los grilletes se fue difuminando. Paciencia, Harry, paciencia.

Una puerta se abrió emitiendo un chirrido y se oyó ruido de pasos aproximándose.

—Estás despierto por lo que veo, Dresden. Tu cabeza debe de ser tan dura como todo el mundo dice —murmuró Crane un momento después—. Señor Glau, si me hace el favor.

Alguien tocó la capucha sobre mi cabeza y la retiró junto a la mordaza de tal modo que comprobé que ambas cosas eran una sola pieza. Encantador. La mordaza se agarraba a mi lengua con dos pequeñas tenazas. Escupí el sabor metálico de mi boca junto a algo de sangre. La capucha y la mordaza me habían abierto las encías por un par de sitios.

Estaba tumbado, mirando un techo de metal corrugado; al echar un vistazo a mi alrededor, me encontré con un tenue y feo taller abandonado. La molesta sensación de familiaridad aumentó. Las únicas puertas hacia fuera estaban cerradas con una cadena y cerrojos desde dentro, y no se veía ninguna llave.

Crane estaba de pie a mi lado, mirándome desde las alturas, sonriendo, tan alto, moreno y atractivo como le daba la gana. Mis ojos fueron a parar a Rawlins. El policía negro estaba apoyado contra la pared, de pie, con una muñeca enganchada a un anillo de metal en un soporte de acero. Una herida lo bastante grave como para destacar sobre su piel oscura le cubría enteramente una mejilla. Rawlins parecía tranquilo, ausente, sin miedo. Tuve la casi completa seguridad de que se sentía asustado, pero si estaba fingiendo lo hacía muy bien.

—Crane —dije—, ¿qué quieres?

Sonrió malicioso.

—Construir el futuro —contestó—. Las redes son muy importantes en mi negocio.

—Déjate de monsergas y habla —dije con un tono seco.

La sonrisa desapareció.

—Ten la sabiduría de no enfadarme, mago. No estás en posición de exigir nada.

—Si quisieras matarme, ya lo habrías hecho.

Crane se echó a reír, compungido.

—Supongo que eso es verdad. Iba a acabar contigo y tirarte al lago, pero imagina mi sorpresa cuando hice unas llamadas y resultó que eras…

—¿Infame? —sugerí—. ¿Duro? ¿Un buen bailarín?

Crane me enseñó los dientes.

—Comercializable. Para ser un joven insignificante te las has arreglado muy bien para irritar a mucha gente.

Un leve escalofrío me recorrió el cuerpo. Logré que no se me notara en la cara.

A pesar de todo, los ojos de Crane resplandecieron.

—Ah. Sí. Miedo. —Respiró hondo, su sonrisa ahora petulante—. Al menos eres lo bastante inteligente para saber cuándo estás indefenso. Según mi experiencia, la mayoría de los magos son algo cobardes a la hora de la verdad.

Sentí el impulso de una respuesta acalorada, pero de nuevo dejé mi rabia a un lado… temporalmente.

Crane estaba tratando de apretar las teclas adecuadas. Solo podría conseguirlo si yo se lo permitía. Me enfrenté a sus ojos oscuros y dejé que una de las esquinas de mi boca se torciera en una sonrisa.

—Según mi experiencia —respondí sin apartar la mirada—, las personas que me han subestimado lo han acabado lamentando.

No tenía intención de caer en una visión del alma con Crane, pero tenía poco que perder. En el peor de los casos me proporcionaría un valioso análisis de su carácter.

Crane se apartó primero. Se dio la vuelta para alejarse de mí, fingiendo haber recibido una llamada en su teléfono móvil; ya tenía uno nuevo. Se quedó de pie entre las sombras al otro lado de la habitación.

Escupí más regusto a metal de mi boca y deseé poder beberme un vaso de agua. Glau se sentaba en una silla cercana, observándome. El hombrecillo tenía una pistola en su regazo, a mano, lista para la acción. Un maletín descansaba en el suelo a su lado.

—Tú —dije. Glau me miró con una expresión ilegible—. Has matado a mi perro —dije—. Ve haciendo testamento.

Algo feo se asomó a sus ojos.

—Una amenaza vana. No verás la luz del amanecer.

—Más te vale que no sea así —dije—. Porque si caigo, ya sé para quién irá mi hechizo de muerte.

Los labios de Glau se pegaron a sus dientes, y juro por Dios que estaban afilados; no como los colmillos de un vampiro o un necrófago, sino triángulos sólidos y serrados como los de un tiburón. Se levantó, la pistola temblorosa en su mano.

—¡Glau! —espetó Crane.

Glau se quedó quieto un segundo, y luego se relajó y dejó que la mano de la pistola le cayera a un lado del cuerpo.

El director se guardó el teléfono en el bolsillo y se abalanzó sobre mí.

—Mantén la boca cerrada, mago.

—¿O qué? —pregunté—. ¿Me matarás? Por lo que veo no es eso lo peor que me puede pasar.

—Cierto —murmuró Crane. Sacó una pequeña pistola del bolsillo y sin apenas parpadear disparó a Rawlins en el pie.

El corpulento policía se sacudió contra las esposas que lo mantenían de pie. Su rostro se contorsionó por la sorpresa del dolor y cayó. Las esposas, arrastradas por la cadena al nivel de los hombros, presionaron cruelmente las muñecas. Rawlins barrió el suelo con las piernas y soltó una retahíla de maldiciones.

Crane miró a Rawlins un momento, sonrió, y luego apuntó la pistola a la cabeza del policía.

—¡No! —grité.

—Depende totalmente de ti, mago, que un hijo pierda a su padre. Pórtate bien. —Sonrió de nuevo—. Todos seremos más felices.

De nuevo la rabia amenazó con ahogar todo pensamiento racional de mi cabeza. Amenazarme a mí era una cosa. Amenazar a otro para conseguir algo de mí es otra bien distinta. Estoy cansado de ver sufrir a personas decentes. Estoy harto de verlas morir.

Paciencia, Harry. Calma. Racionalidad. Iba a tener que disuadir a Crane de su táctica con extrema violencia, a modo de advertencia a posibles comadrejas futuras. Pero todavía no. Que siguiera hablando.

—¿Me entiendes? —dijo Crane.

Moví la mandíbula a modo de asentimiento.

Sonrió con suficiencia.

—Quiero oírte decirlo.

Apreté la mandíbula y dije:

—Lo entiendo.

—Me alegro mucho de que tengamos esta charla —dijo. Se produjo un sonido bajo, un zumbido, el tono de llamada casi silencioso del móvil, supongo, y volvió a apartarse de mí al tiempo que se lo sacaba del bolsillo y se lo llevaba a la oreja.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —le pregunté a Rawlins.

—Una hora —musitó—. Hora y media.

Asentí.

—¿Estás bien?

Soltó un gruñido de dolor.

—Se me han abierto los puntos del brazo —farfulló—. El pie no lo sé, no lo siento. No parece que esté sangrando mucho.

—Aguanta —dije—. Saldremos de esta.

Los grimosos labios de Glau formaron una pequeña sonrisa, aunque no nos miró a ninguno de los dos.

—Oye —dijo Rawlins—. Si puedes irte deberías hacerlo. Una vez que consiga lo que quiere va a matarme de todas formas. No te quedes por mí.

—Estás coartando mis ínfulas de héroe —le dije—. Detente de inmediato o te demandaré.

Rawlins trató de sonreír y se recostó contra la pared para no apoyar el peso en el pie herido. La zona inferior de la manga derecha de su camisa estaba empapada de sangre.

Crane regresó un momento después, sonriendo satisfecho.

—Empieza a buscar más paraísos fiscales, Glau. Esto va a ir bien.

—¿Sí? —pregunté—. ¿Entonces quién va a apoquinar por un Harry Dresden usado?

Crane me mostró toda su dentadura.

—Estoy haciendo una subasta en estos momentos. Una bastante enérgica.

—¿Sí? —pregunté—. ¿Quién va ganando?

Su sonrisa se ensanchó.

—La viuda de Paolo Ortega, la duquesa Arianna de la Corte Roja.

De repente me entró frío por todo el cuerpo.

La Corte Roja me capturó una vez. Estuve retenido en la oscuridad por un grupo de seseantes y monstruosas criaturas.

Me hicieron cosas.

No pude hacer nada al respecto.

Todavía tengo pesadillas que me lo recuerdan. Tal vez no todas las noches, pero a menudo. Bastante a menudo.

Crane cerró los ojos y respiró hondo con gesto de satisfacción.

—Se pondrá muy creativa a la hora de vengar la ruina de su esposo. No te culpo por sentirte aterrorizado. ¿Quién no lo estaría?

—Eh —le dije, apurando mis opciones—. Llama al Consejo Blanco. En el peor de los casos se encargarán ellos de la subasta.

Crane se echó a reír.

—Ya lo he hecho —dijo.

Se encendió una llama de esperanza dentro de mí. Si el Consejo sabía que estaba en problemas tal vez fueran capaces de hacer algo. Podrían estar ya de camino. Tenía que distraer a Crane, mantenerlo ocupado.

—¿Sí? ¿Qué te dijeron?

Su sonrisa se ensanchó.

—Que la incuestionable política del Consejo Blanco es la de no negociar con terroristas.

Mi esperanza era ya cadáver.

Su teléfono zumbó de nuevo. Se apartó y habló en voz baja, a espaldas de nosotros. Pasado un momento chasqueó los dedos y dijo:

—Glau, entra en el ordenador. La subasta se cierra en cinco minutos y siempre hay prisa en el último segundo. Tenemos que verificar una cuenta. —Volvió su atención al teléfono—. No, inaceptable. Solo cuentas numeradas. No confío en esa gente de PayPal.

—¡Eh! —protesté—. ¿Me estás vendiendo por eBay?

Crane me guiñó un ojo.

—¿Irónico, verdad? Aunque confieso que me sorprendes. ¿Cómo sabes lo que es?

—Sé leer —repliqué.

—Ahh —dijo—. Glau. Ordenador.

Este asintió.

—No deberían quedarse sin vigilancia —opinó el sapo.

—Los veo desde aquí —respondió Crane con irritación en la voz—. Muévete.

A tenor de su expresión, estaba claro que Glau no estaba de acuerdo con Crane, pero hizo lo que le decía.

Me relamí los labios, esforzándome por cavilar una solución a pesar del dolor de cabeza y la ansiedad y el nudo causado en mi estómago por la desesperación. Tenía que haber una manera de salir de esta. Siempre la había. Había encontrado maneras de salir de otros apuros peores.

Claro que entonces tenía la magia a mi disposición. Malditos grilletes. Mientras tuvieran mi poder constreñido nunca podría liberar a Rawlins ni a mí mismo.

Entonces, idiota, pensé para mí, deshazte de los grilletes. Líbrate de ellos. Haz algo. Es tu única oportunidad.

—¿Cómo? —murmuré en alto—. No sé nada sobre ellos.

Rawlins me miró. Hice una mueca, agité la cabeza en su dirección y cerré los ojos. Anulé mis distracciones y torné mi atención hacia dentro. Era fácil imaginar un lugar vacío, simple, una planta iluminada desde arriba por una única luz que brillaba sin origen aparente. Me imaginé debajo de ella.

—Lasciel —dijo en voz baja la imagen de mí mismo—. Requiero consejo.

Se apareció de inmediato, entrando en el círculo de luz. Ostentaba su forma más familiar, la funcional túnica blanca, la alta y adorable figura, pero su pelo dorado aparecía ahora como un manto castaño rojizo hasta la cintura. Hizo una profunda reverencia y murmuró:

—Estoy aquí, mi anfitrión.

—Te has cambiado el pelo —dije.

Su boca flirteó con una sonrisa.

—Hay demasiadas rubias en tu vida, mi anfitrión. Temí ser una más entre ellas.

Suspiré.

—Los grilletes —dije—. ¿Los conoces?

Hizo otra reverencia.

—Ciertamente, mi anfitrión. Son de antigua creación, forjados por los herreros troll de la Corte Unseelie y empleados contra aquellos con tus talentos desde hace más de mil años.

Parpadeé.

—¿Las hadas hicieron esto?

Fui vagamente consciente de que, debido a la sorpresa, dije aquellas palabras en voz alta. Cerré con fuerza mis mandíbulas físicas y me centré en la imagen de mí mismo. Me pregunté vagamente hasta qué punto se me iba a fastidiar el cerebro por intentar controlar mi realidad interna al mismo tiempo que la externa y amenazante realidad en la cual Rawlins y yo estábamos metidos en un terrible problema. Demonios, por lo que sabía, era enteramente posible que ya se me hubiera ido la cabeza. No es que nadie aparte de mí hubiera visto nunca a Lasciel. Tal vez, además de existir solo en mi cabeza, solo era cosa de mi imaginación, una especie de sueño.

Pensé durante un minuto en abandonar el negocio de la magia y dedicarme a una carrera que me permitiera esconderme entre las rocas, hablando profesionalmente, sin llamar la atención.

—No hace falta que intentes mantener tu yo interior separado del físico —dijo Lasciel en un tono razonable—. Estaré encantada de aconsejarte desde fuera, por decirlo de alguna forma.

—Oh, no —dije manteniendo la conversación para mis adentros—. Ya tengo bastantes problemas para añadir una alucinación a la mezcla.

—Como desees —respondió Lasciel—. Entiendo que estás buscando una manera de liberarte de los grilletes de espino.

—Es obvio, ¿se puede hacer?

—Todo es posible —me aseguró Lasciel—. Aunque algunas cosas son muy poco probables.

—¿Cómo? —dije interrogante—. No es el momento de ponerse tímida conmigo. Si muero tú te vienes conmigo.

—Soy consciente de ello —respondió arqueando una ceja—. Son obra de las hadas, mi anfitrión. Busca algo que sea la perdición de aquellos que la hicieron.

—El hierro —dije enseguida, asintiendo—. Y la luz del sol. Los trolls no soportan esas dos cosas. —Abrí mis ojos físicos y miré alrededor del interior del garaje—. La luz del sol no llegará a la ciudad hasta dentro de unas horas, pero tenemos mucho hierro. Rawlins tiene una mano libre. Si le consigo una herramienta quizás pueda desgajar un eslabón de la cadena. Entonces podría romper las esposas o algo.

—Tiene su lógica —apuntó el ángel caído—. Dado que no eres libre para conseguir una herramienta, dársela a Rawlins es problemático.

—Sí, pero…

—Además —continuó—, estás exhausto y es razonable pensar que Crane terminará pronto sus negociaciones y te entregará a uno de tus enemigos. No tienes tiempo suficiente para recuperar las fuerzas.

—Supongo…

Continuó hablando en el tono firme de una maestra de escuela dirigiéndose a un niño testarudo:

—En el pasado has expresado tu frustración y tus dudas respecto a que tu control de las fuerzas físicas fuera lo bastante preciso para romper las esposas sin romper también a la persona que las llevara puestas.

Suspiré.

—Cierto, pero…

—La única salida de este lugar está cerrada con una cadena y no tienes la llave.

—No es…

—Y finalmente… —concluyó—, a no ser que lo olvides, estás siendo vigilado por al menos un ser sobrenatural que no se va a quedar embobado viendo cómo intentas escapar.

Le lancé una mirada fulminante.

—¿Nunca te ha dicho nadie que tienes una actitud muy negativa?

Arqueó una ceja, una invitación a continuar con aquel pensamiento.

Me mordió el labio y até dos nuevos cabos en mi cabeza pensante.

—Lo cual no sirve de demasiada ayuda. No obstante, tu culo está tan rodeado de cocodrilos como el mío y quieres ayudarme. Así que… —El estómago me dio un pequeño vuelco—. Puedes ofrecerme otra opción.

Sonrió, contenta.

—Muy bien.

—No la quiero.

—¿Cómo es eso?

—Porque es un maldito ángel caído el que la ofrece, por eso. Eres veneno, señora. No te creas que no lo sé.

Alzó una mano de largos dedos hacia mí, con la palma hacia fuera.

—Solo pido que me escuches. Si lo que te ofrezco no es de tu agrado, por supuesto apoyaré tus esfuerzos para elaborar un plan alternativo.

Cambié la mirada fulminante a una asesina. Ella me miraba a mí con total calma.

Maldita sea. La mejor manera de no hacer algo estúpidamente autodestructivo era evitar la tentación de hacerlo. Por ejemplo, es mucho más fácil evitar deseos amorosos inapropiados si uno sale corriendo de la habitación cada vez que entra una chica guapa. Suena a tontería, lo sé, pero el mismo principio se puede aplicar a todo lo demás.

Si dejaba que me hablara, Lasciel propondría algo tranquilo, prudente, razonable y efectivo. Requeriría de un pequeño precio por mi parte, en el mejor de los casos convertirme en un poco más dependiente de su consejo y ayuda. Pasara lo que pasara, ganaría un poco más de influencia sobre mí.

Otro pequeño paso en el camino hasta el infierno. Lasciel era inmortal. Podía permitirse tener paciencia, yo no podía permitirme ceder ante la tentación.

Todo se resumía en que si no la escuchaba y no salía de aquel embrollo, la sangre de Rawlins estaría en mis manos. Y quien fuera que anduviera detrás de la carnicería de la convención seguiría con la escalada de asesinatos. Moriría más gente.

Ah, y yo acabaría teniendo unas vacaciones al estilo Torquemada junto al enemigo con más dinero y más velocidad en su conexión a internet.

Cuando un concepto como aquel era lo último que considerar, uno sabe que la cosa está muy mal.

Lasciel me observaba con pacientes ojos azules.

—De acuerdo —dije—. Te escucho.