Capítulo 29
—¿Harry? —gritó Thomas. Oí el roce del acero y vi a Thomas blandiendo un viejo sable de la caballería americana sacado de mi guardapolvos. Le lanzó la escopeta al herido Rawlins y se precipitó hacia delante.
Ratón le ganó la carrera. El gran perro bramó y se lanzó contra el espantapájaros obligándolo a soltarme la pierna para arquear el delgado brazo y darle un puñetazo a mi perro.
El fago era fuerte. Golpeó a Ratón en mitad del salto y lo bateó contra la pared de acero corrugado del taller de la Luna Llena como si fuera una pelota de tenis. Se oyó el estruendo del choque y el perro rebotó contra la pared y aterrizó pesadamente sobre un costado, dejando el acero abollado. Se las arregló para ponerse en pie con las patas temblorosas.
Ratón le había dado a Thomas una oportunidad y mi hermano hizo trampolín con un viejo cubo metálico de basura y se elevó cuatro metros en el aire bajando la espada hacia la muñeca del brazo que me estaba estrangulando. Thomas nunca fue débil, sin embargo, estaba recurriendo a sus poderes de vampiro de la Corte Blanca para atacar. La piel le brillaba con un blanco luminoso y sus ojos tenían un metálico tono plateado. El sablazo separó la mano del espantapájaros de su brazo y me hizo caer desde dos metros de alto.
Mientras iba cayendo pensaba que tenía que alejarme de la criatura, y rápido. Logré mantener más o menos el equilibrio cuando impacté contra el suelo y eché a rodar, aprovechando el impulso para empezar a correr. No obstante, surgió un problema.
La maldita mano del fago no había dejado de asfixiarme y no había perdido un ápice de su fuerza. Mi frenética retirada se convirtió en algo parecido a la carrera de un borracho a medida que el aire se me iba acabando y me aferraba a los duros dedos que me aplastaban y me cerraban la tráquea. Caí de rodillas, apoyado sobre una mano. Por el rabillo del ojo vi a Rawlins levantar la escopeta y comenzar a disparar desde el suelo cuando el espantapájaros se dirigió hacia él. Los cartuchos aminoraron la marcha de la criatura, pero no le hicieron daño alguno.
Me ardía la garganta y sabía que me quedaban apenas unos segundos de consciencia. Por pura desesperación, tomé mi bastón y con un gesto mareado lo arrastré formando un círculo completo alrededor de la grava a mis pies. Toqué el círculo con la mano para infundirle poder y sentí el campo de magia envolverme de abajo a arriba como una silenciosa e invisible columna.
El poder del círculo desarraigó la mano cortada del espantapájaros del cuerpo de la criatura y se transformó bruscamente en gelatina transparente al igual que el fago del pasillo del hotel. El ectoplasma salpicó la grava bajo mis pies y me empapó la camisa de aquella sustancia pegajosa.
Respiré hondo, henchido por la euforia y, aunque estaba de rodillas, me volví hacia el espantapájaros y no retrocedí. Mientras el círculo a mi alrededor mantuviera su integridad, no había manera de que los fagos llegaran hasta mí. Debía ganar un poco de tiempo para respirar algo de aire fresco por mis pulmones y poder trabajar en la elaboración de mi próximo ataque.
El espantapájaros dejó escapar un silbido furioso y bajó el tronco que era su brazo hacia Rawlins. El veterano policía lo vio venir y rodó a un lado como si aún fuera joven y ágil, evitando el golpe por poco. Thomas utilizó un viejo tanque metálico de aceite como plataforma para otro salto, esta vez conduciendo sus talones hacia la espalda del espantapájaros, a lo que habría sido la base de la columna vertebral en un ser humano. El impacto envió a la criatura al suelo, pero al aterrizar estiró su larga pierna en dirección a Thomas y golpeó el brazo que sostenía el sable rompiendo el hueso con un chasquido húmedo.
Thomas gritó, sin dejar de luchar, dejando su espada caída en el suelo. El espantapájaros se volvió de nuevo hacia mí con ojos ardientes, con una rabia ajena, y podría jurar que vi reconocimiento en ellos. Su atención fluctuó entre mí y Rawlins, y luego con un silbido parecido a una carcajada fue a por el policía.
Maldita sea. Esperé hasta el último segundo y luego rompí el círculo barriéndolo con el pie. Cogí la espada de Thomas y cargué.
El espantapájaros se volvió hacia mí en el momento en que el círculo se vino abajo, soltando un puñetazo que podría haberme roto el cuello, sin embargo, no esperaba mi carga y antes de que se diera cuenta de mi acción me encontraba ya muy cerca de él. Solté un grito y asesté un sablazo a una de las piernas del espantapájaros, pero era más rápido de lo que pensaba y la hoja del sable apenas rasgó la gruesa, robusta y dura extremidad. El fago dejó escapar un fuerte silbido lo bastante agudo para hacerme daño en los oídos y trató de darme una patada, no obstante, me aparté a un lado justo a tiempo y el golpe que iba destinado a mí tiró varias pilas de neumáticos por el suelo.
Madrigal Raith se levantó de entre los neumáticos caídos a un metro de mí, gritando de miedo. Los ojos del espantapájaros ardieron con unas llamas dolorosamente brillantes cuando lo vio, y se abalanzó sobre él.
—¡A la camioneta! —grité, saltando de nuevo para ponerme al lado de Madrigal—. Necesitamos un vehículo si queremos salir de esta.
Sin siquiera dudarlo un segundo, Madrigal me empujó con una mano para tirarme directamente a los pies del espantapájaros, entre él y el monstruo, mientras se daba la vuelta para huir en dirección contraria. Antes de tocar el suelo, invoqué la energía de mi brazalete escudo y me retorcí para aterrizar sobre el costado derecho al tiempo que levantaba la mano izquierda y el escudo. Si hubiera tardado medio segundo más, el espantapájaros me hubiera pisoteado el cráneo. En su lugar, acertó de pleno en mitad de la esfera de mi escudo de hechicero con tanta fuerza que este envió un destello de luz y calor sobre mí, semejante a un enorme cuenco azul y blanco.
Furioso, el horrible ser cogió un barril vacío y lo lanzó hacia mi escudo. Endurecí mi voluntad cuando lo hizo y revertí la fuerza del lanzamiento para enviar el barril rebotando por la grava; esta vez se acercó más que con el primer golpe. Un segundo después bajó su puño como un martillo y acto seguido encontró una escalera de aluminio plegada entre un montón de basura y trató de golpearme con ella.
Me las arreglé para bloquear los ataques, pero cada uno de ellos se iba acercando más y más a su objetivo. No me atreví a abandonar mi concentración ni un momento, ni siquiera para moverme. La maldita cosa era muy fuerte. No sobreviviría si cometía un error. Un solo golpe de una de sus extremidades o armas improvisadas me mataría. No obstante, si no me alejaba, la criatura rompería la protección del escudo tarde o temprano.
Ratón cargó de nuevo sobre tres de sus patas y soltó un rugido de batalla casi leonino. El espantapájaros lanzó un golpe hacia él, pero el ataque de perro había sido solo una finta y lo evitó al tiempo que se mantenía fuera del alcance del espantapájaros. El monstruo se volvió hacia mí, pero Ratón corrió de nuevo, obligando al fago a abandonar su ataque para que el perro no se le acercara por la espalda.
Me di la vuelta para ponerme fuera del alcance del espantapájaros y recuperé la verticalidad con la espada en la mano derecha y el brillante escudo azul resplandeciendo en la izquierda. Había utilizado una gran cantidad de magia aquella noche y estaba comenzando a sentirlo. Me temblaban las piernas y no estaba seguro de cuánto tiempo más podría aguantar.
Ratón y yo rodeamos al monstruo, uno frente al otro, jugando a ser una manada de lobos acechando a un oso, en este caso el espantapájaros. Amenazábamos por turnos los flancos de la criatura en el momento que esta se volvía hacia el otro. Aguantamos tal vez un minuto, pero era una apuesta perdedora a largo plazo. Ratón se desplazaba sobre tres patas y se estaba cansando rápidamente. Yo no estaba mucho mejor. Cuando uno de los dos se resbalara o se moviera con demasiada lentitud, el espantapájaros lo tiraría al suelo como un palito roto. Un palito húmedo, rojo y blanducho.
Una luz brilló bruscamente a mi espalda, un motor rugió y sonó una bocina. Salté a un lado. La furgoneta alquilada de Madrigal pasó por mi lado a toda velocidad y se estrelló contra el espantapájaros. Propulsó a la criatura por los aires y el monstruo cruzó el aparcamiento hasta el borde de la calle.
Thomas sacó la cabeza por la ventana y gritó:
—¡Entra!
Me apresuré a complacerlo, cogiendo de paso mi bastón con Ratón pisándome los talones. Nos subimos a la camioneta. Encontré a Rawlins inconsciente en la parte posterior. Cerré la puerta lateral. Thomas levantó una nube de grava al girar la camioneta, llegó a la mediana de hormigón entre el montón de grava y la calle y aceleró como un cohete.
Un aullante grito de rabia y frustración partió en dos el aire detrás de nosotros. Miré por la ventana y vi al espantapájaros perseguirnos. Cuando Thomas llegó a una intersección y giró, el espantapájaros acortó por una esquina, saltó con facilidad sobre una cabina de teléfono y se estrelló contra la parte posterior de la camioneta. El estruendo fue horrible y la camioneta se tambaleó, los neumáticos chirriaron y derraparon mientras Thomas luchaba por recuperar el control.
El espantapájaros gritó y golpeó la camioneta de nuevo. El herido Ratón agregó su rugido de batalla al alboroto.
—¡Haz algo! —gritó Thomas.
—¿Cómo qué? —grité—. ¡Es inmune a mi fuego!
Otra crujido aporreó mis oídos, sacudió la camioneta y me hizo caer encima de Rawlins.
—¡Vamos a encontrarnos con tráfico dentro de nada! —exclamó Thomas—. ¡Piensa algo!
Busqué frenético en el interior de la furgoneta, tratando de pensar en algo. Había poca cosa allí: el maletín de Glau, una bolsa de viaje que contenía, presumiblemente, el gel de ducha y el polvo para el olor de pies de Glau, y dos botellas de agua mineral de la cara en sendas botellas de plástico.
Oía los pesados pasos del espantapájaros en el exterior de la camioneta, y un movimiento en el rabillo de mi ojo me hizo girar la vista y encontrarme con sus ojos ardientes y terroríficos mirándome a través de la ventana de la camioneta.
—¡Izquierda! Le aullé a Thomas. La camioneta se sacudió y los neumáticos protestaron. El espantapájaros metió el brazo por la ventanilla lateral y sus largos dedos no me rozaron por un centímetro.
Tenía que hacer algo. El fuego no dañaba a aquella cosa. Podría invocar viento, pero el monstruo era lo suficientemente grande como para resistir cualquier envite, a no ser que le atizara con todo mi poder, algo que en aquel momento, agotado como estaba, no tenía suficiente músculo mágico para hacer. Tendría que ser algo pequeño. Algo limitado. Algo inteligente.
Me quedé mirando el agua embotellada, entonces pensé algo y grité:
—¡Prepárate para hacer un cambio de sentido! —grité.
—¿Qué? —gritó a su vez Thomas.
Cogí las dos botellas y las tiré por la ventana rota.
Desaparecieron, y al mirar por la ventana trasera comprobé que caían detrás de nosotros, todavía unidas por el grueso envoltorio de plástico. Tomé mi vara, apunté a las botellas, e invoqué el más pequeño e intenso foco de calor que conocía liberándolo con un susurro:
—Fuego.
El cristal de la ventana trasera se iluminó y enseguida apareció un agujero del tamaño de un cacahuete. El cristal goteó hacia abajo, fundido. Las botellas explotaron en cuanto su contenido entró en ebullición, en menos de un segundo, salpicando toda aquella zona de la carretera de agua.
—¡Ahora! —grité—. Gira en redondo.
Thomas realizó una maniobra que provocó un aullido de neumáticos y casi me hace caer por la ventana rota. Pasé cerca del espantapájaros cuando la furgoneta viró. El monstruo alargó la mano hacia mí, pero sus garras solo rastrillaron la carrocería de la furgoneta, chillando, arañando la pintura con un sonido chirriante. El monstruo, aunque rápido y muy fuerte, también era alto y desgarbado, y dimos la vuelta más rápido de lo que él podía, lo que nos proporcionó un par de segundos de ventaja.
Agarré mi vara con tanta fuerza que se me pusieron blancos los nudillos. Me esforcé por elaborar una evocación sobre la marcha. No soy muy buen evocador.
Por esa razón uso herramientas como el bastón y la vara para que me ayuden a controlar y enfocar mi energía. La sola idea de tratar de hacer una evocación espontánea era suficiente para que una perla de sudor me apareciera en la frente y traté de recordarme a mí mismo que no se trataba de una nueva evocación. Era solo una muy, muy, muy sesgada aplicación de una vieja.
Me asomé a la ventana rota vara en mano para mirar atrás hasta que los pasos del espantapájaros llegaron al grupo de botellas de plástico vacías junto a un charco poco profundo.
Entonces apreté los dientes, apunté mi vara al cielo y extendí la mano hacia el fuego. En vez de extraer todo el poder de mi interior, eché mano del medio que me rodeaba; de la atmósfera opresiva del aire de verano, del calor del motor de la furgoneta, de Ratón, de Rawlins y del brillante alumbrado público.
Y del agua que había derramado delante del espantapájaros.
—¡Fuego! —grité.
Una llama subió disparada hacia el cielo de Chicago como un géiser y la explosión de repentino calor rompió algunas ventanas en el edificio más cercano. El motor de la camioneta tartamudeó en señal de protesta y la temperatura bajó drásticamente en su interior. Las luces parpadeaban en la calle, el abrupto cambio de temperatura destruía sus frágiles filamentos a medida que mi hechizo chupaba el calor de todo lo que había en cien metros a la redonda.
Y el caro charco de agua se congeló al instante formando un brillante manto de hielo.
Un pie del espantapájaros pisó el hielo y el cuerpo se le deslizó hacia delante. Sus extremidades, demasiado largas, se zarandearon salvajemente y el fago se tambaleó agitando sus torpes miembros. Su velocidad y tamaño iban ahora en su contra. Se deslizó por la carretera como una planta rodante hasta que se dio un duro golpe con una cercana parada de autobuses municipales.
—¡Vamos, vamos! —grité.
Thomas le dio caña al motor para recuperar su potencia y aceleró a todo gas calle arriba. Cuando giró en la siguiente esquina el espantapájaros apenas había comenzado a desenmarañar sus miembros tras el impacto. Thomas no ralentizó la marcha. Giró otro par de veces y luego se metió por una rampa de la autopista.
Miré detrás de nosotros. Nadie nos seguía.
Me hundí en el asiento respirando con dificultad y cerré los ojos.
—¿Harry? —me llamó Thomas con voz preocupada—. ¿Estás bien?
Gruñí. Incluso aquello era un esfuerzo. Me tomó un minuto lograr decir:
—Solo estoy cansado. —Me recuperé de aquella hazaña y añadí—: Madrigal me empujó a los pies de esa cosa y se largó.
Thomas hizo una mueca.
—Siento no haber llegado antes —dijo—. Fui a recoger a Rawlins. Imaginaba que me lo ibas a decir de todos modos.
—Lo hubiera hecho —le dije.
Me miró por el espejo retrovisor con ojos pálidos y preocupados.
—¿Seguro que estás bien?
—Todos seguimos con vida. Es lo que cuenta.
Thomas no dijo nada más hasta que salió de la carretera y empezó a frenar la furgoneta. Mientras, yo me preocupé por el estado de Rawlins. El policía había seguido adelante a pesar del intenso dolor y de toparse con cosas cada vez más extrañas. Tuvo un comportamiento condenadamente heroico, sin duda. Pero incluso los héroes son humanos y los cuerpos humanos tienen límites que no pueden superar. Al final, todo aquello había desbordado a Rawlins. Su respiración era constante y el pie herido se le había hinchado tanto que su propio zapato contenía la hemorragia, pero no creo que una guerra nuclear pudiera haberle despertado.
Apreté los dientes por lo que tenía que hacer a continuación. Coloqué mi deformada mano izquierda en el suelo de la furgoneta, en el ángulo que me había instruido Lasciel, y dejé que mi peso cayera repentinamente sobre ella. Un feo chasquido, más dolor y enseguida la agonía disminuyó un poco. Sufrí una sensación de vértigo; sin embargo, mi mano parecía otra vez humana por golpeada e hinchada que estuviera.
—Entonces —dije después de haber recuperado algo de energía—, eras tú el que me seguía por toda la ciudad.
—No quería ser visto abiertamente contigo —dijo—. Pensé que el Consejo se lo tomaría a mal si se enteraba de que había un vampiro de la Corte Blanca haciendo de guardaespaldas de un centinela.
—Probablemente —dije—. ¿Los seguiste desde el aparcamiento de la convención?
—En realidad no —dijo Thomas—. Lo intenté, pero los perdí. Ratón no. Lo seguí a él. ¿Cómo diablos lo mantuvieron apartado de ti cuando te cogieron?
—Lo atropellaron con esta camioneta —le dije.
Thomas levantó las cejas y miró a Ratón.
—¿En serio? —Negó con la cabeza—. Ratón me llevó a ti. Estaba tratando de averiguar cómo entrar en el taller sin que nos dispararan. Entonces tú hiciste tu jugada.
—Me has robado mi abrigo —le dije.
—Solo lo tomé prestado —me corrigió él.
—Nunca mencionan este tipo de basura cuando hablan de las relaciones entre hermanos.
—No lo llevabas puesto —señaló—. Demonios, ¿crees que voy a entrar en uno de los patentados «anarcogasmos» de Harry Dresden sin toda la protección que pudiera conseguir?
Gruñí.
—Tienes buen aspecto esta noche.
—Siempre tengo buen aspecto —dijo.
—Ya sabes lo que quiero decir —repliqué en voz baja—. Mejor. Más fuerte. Más rápido.
—Como el hombre del millón de dólares —dijo él.
—Deja de hacer bromas, Thomas —le dije en un tono neutral—. Has usado un montón de energía esta noche. Te estás alimentando de nuevo.
Siguió conduciendo, con ojos vigilantes y una expresión vacua.
Me mordí el labio.
—¿Quieres hablar de ello?
No me hizo caso, así que lo tomé como un no.
—¿Cuánto tiempo llevas activo?
Estuve seguro de que me estaba dando evasivas cuando contestó en voz muy baja:
—Desde el pasado Halloween.
Fruncí el ceño.
—Cuando nos cargamos a los nigromantes.
—Sí —dijo—. Hay… mira, hay algo que no te conté sobre aquella noche.
Incliné la cabeza para mirarle los ojos en el espejo retrovisor.
—¿Recuerdas que te dije que la moto de Murphy se había averiado?
Lo recordaba. Asentí con la cabeza.
—No fue la moto —dijo Thomas. Respiró hondo—. Fue la Caza Salvaje. Se tropezaron conmigo mientras estaba tratando de alcanzarte. Aquello ocupó el resto de mi noche.
Arqueé las cejas.
—No tienes que mentir sobre algo como eso, tío. Quiero decir: todos los que no se unen a la Caza se convierten en su presa. Así que no tienes la culpa de que te persiguieran por ahí. —Me rasqué la barbilla. Barba de tres días. Necesitaba un afeitado—. Demonios, tío, deberías estar condenadamente orgulloso. No me cabe duda de que solo cinco o seis personas en la historia han escapado a la Caza.
Guardó silencio durante un minuto y luego dijo:
—No escapé, Harry.
Mis hombros temblaron a causa de la tensión repentina.
—Me uní a ellos —dijo.
—Thomas… —comencé.
Levantó la vista hacia el espejo.
—No quería morir, tío. Y al fin y al cabo soy un depredador. Un asesino. Una parte de mí quería ir con ellos. Parte de mí se lo pasaba bien. No me gusta demasiado esa faceta mía, pero existe.
—Demonios —dije en voz baja.
—No recuerdo mucho de ello —dijo. Se encogió de hombros—. Te defraudé aquella noche. Me defraudé a mí mismo. Así que pensé que tal vez podría ayudarte, ya que me dijiste que tenías un nuevo trabajo.
—Ahora también tienes coche —dije en voz baja.
—Sí.
—Estás ganando dinero y alimentándote de personas.
—Sí.
Fruncí el ceño. No sabía qué decir. Thomas había intentado encajar en el mundo. Trató de conseguir un trabajo honesto. Lo intentó durante más de dos años, pero siempre acababa mal por culpa de qué y quién era. Me estaba empezando a preguntar si había algún lugar en Chicago donde no lo hubieran despedido.
No obstante, ahora conservaba un trabajo, fuera cual fuera, desde hacía un tiempo.
—¿Hay algo que deba saber? —le pregunté.
Negó con la cabeza, un diminuto gesto. Su reticencia me preocupó. A pesar de haber sido humillado repetidas veces, Thomas nunca había tenido problemas para hablar, o más bien quejarse, sobre los varios trabajos que había tratado de mantener. En una o dos ocasiones me había abierto el corazón respecto a sus dificultades para pasar sin la intensa alimentación que le proporcionaba Justine. E incluso así, ahora estaba cerrado en banda.
Un alma menos caritativa hubiera albergado sospechas, habría pensado que probablemente Thomas estaba participando en algo sin duda ilegal e inmoral para ganarse la vida, hubiera insistido en la idea de que, al ser una especie de íncubo, sería una tarea sencilla para él seducir y controlar a cualquier mujer rica de su elección para conseguir sustento y comodidad financiera en un solo paquete.
Menos mal que no soy uno de esos tipos poco caritativos.
Suspiré. Si no iba a hablar, no iba a hablar. Era hora de cambiar de tema.
—Glau —dije en voz baja—. El secuaz de Madrigal. Dijiste que era un jann.
Thomas asintió.
—Vástago de un demonio djinn y un mortal. Trabajaba para el padre de Madrigal. Entonces mi padre dispuso que el padre de Madrigal hiciera paracaidismo sin paracaídas. Glau se quedó con Madrigal después de aquello.
—¿Era peligroso? —pregunté.
Thomas pensó en ello un momento y luego dijo:
—Era meticuloso. No se le pasaba ni un detalle. Podía manejar a un tribunal como una especie de maestro de orquesta. Nunca terminaba con algo hasta que estuviera disecado, etiquetado, documentado y almacenado en algún lugar.
—Pero no era una amenaza en una pelea.
—No tanto como otros. Podía matarte si se lo proponía, pero no mejor que cualquier otra cosa.
—Es curioso, entonces —dije—. El espantapájaros fue a por él en primer lugar.
Thomas me miró arqueando una ceja.
—Piensa en ello —dije—. Se supone que esa cosa es un fobófago, ¿no? Siempre busca la mayor fuente de miedo.
—Claro.
—Glau estaba apenas consciente cuando lo atrapó —dije—. Probablemente Madrigal o yo éramos los que sufríamos una mayor tensión pero fue específicamente a por él.
—¿Crees que alguien lo envió contra Glau?
—Creo que es una conclusión razonable.
Thomas frunció el ceño.
—¿Por qué haría nadie una cosa así?
—Para acallarlo —dije—. Creo que Madrigal debía caer en desgracia por causar estos ataques, a menos a ojos de la comunidad sobrenatural. Tal vez Glau estaba metido en esto. Tal vez Glau lo arregló para que Madrigal estuviese aquí.
—O tal vez el espantapájaros fue tras Glau porque estaba herido y separado del resto de nosotros. Pudo haber sido una coincidencia.
—Es posible —concedí—. Pero mi instinto me dice que no lo ha sido. Glau era su hombre. Lo mataron para cubrir el rastro.
—¿Quién crees que son «ellos»?
—Uhhhhhh. —Me froté la cara, esperando que el estímulo removiera algo de sangre en mi cerebro y diera rienda suelta a algunas ideas.
—No estoy seguro. Me duele la cabeza. Se me están escapando algunos detalles en alguna parte. Debe de haber suficientes para poder juntar las piezas, pero no los veo, maldita sea. —Sacudí la cabeza y me quedé tranquilo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Thomas.
—Al hospital —le dije—. Dejaremos a Rawlins.
—¿Después qué?
—Después recuperamos el rastro de los fagos y veré si puedo averiguar quién los invocó. —Le conté brevemente los acontecimientos de aquella tarde, ya noche—. Si estamos de suerte, lo único que encontraremos será el cadáver de un loco con una expresión de sorpresa en la cara.
—¿Qué pasa si no estamos de suerte? —preguntó.
—Entonces significará que el invocador es endemoniadamente mejor que yo, si es capaz de luchar contra tres de esas cosas y salir indemne. —Me froté un ojo—. Y vamos a tener que eliminarlo antes de que le haga daño a nadie más.
—La diversión nunca termina —dijo Thomas—. Está bien, vamos al hospital.
—Luego da la vuelta a la manzana que rodea el hotel. El hechizo que utilicé para desviar a los fagos dispone de un elemento de seguimiento. La salida del sol lo va a desvelar y desconozco cuánto tiempo se puede tardar en seguir el rastro.
Le di indicaciones a Thomas para llegar al hospital más cercano. Dejó al inconsciente Rawlins en el mostrador de urgencias y regresó un minuto más tarde.
—Están en ello —anunció.
—Vámonos entonces. De lo contrario alguien querrá hacernos preguntas sobre las heridas de bala.
Thomas había pensado en ello antes que yo y la furgoneta ya iba de regreso al hotel.
Preparé el hechizo. No era un trabajo difícil en condiciones normales, pero me sentía como un trapo usado. Necesité tres intentos para ponerlo en marcha y hacerlo funcionar, sin embargo, al final lo logré. Entonces me subí al asiento del pasajero, desde donde pude ver pruebas del paso del fago, un rastro de vapor rizado de color verde pálido en el aire. Le di instrucciones a Thomas. Seguimos el rastro y este nos condujo hacia Wrigley.
En mi cabeza dolorida no había lo que se dijera una gran actividad, pero a los pocos minutos algo empezó a rondarme. Miré ensimismado a mi alrededor, el barrio me sonaba. Seguimos el rastro. El barrio me iba resultando cada vez más familiar. El vapor se hacía más brillante a medida que nos acercábamos.
Dimos la vuelta a una última esquina.
Mi estómago se retorció en un espasmo de horrorosas náuseas.
La estela de vapor verde conducía a una casa blanca de dos pisos, un lugar con encanto al estilo de los típicos hogares de los suburbios aun encontrándose en mitad de la tercera ciudad más grande de América. El césped era verde a pesar del calor. Una cerca blanca. Juguetes infantiles a la vista.
El vapor cruzaba primero la valla. Había tres grandes agujeros separados en ella, donde una enorme fuerza había destrozado la valla hasta hacerla astillas. Unas pesadas huellas horadaban el césped. Paralela al suelo, una imitación de un farol de hierro forjado de estilo antiguo yacía retorcida un metro y medio detrás de la valla. La puerta había sido arrancada de sus goznes y arrojada al patio. La furgoneta aparcada en la entrada estaba aplastada, como si hubiera sido golpeada por una bola de demolición.
No estaba seguro, pero me pareció ver sangre en la puerta.
En el buzón decorativo a un metro de mí, con alegres letras pintadas, ponía: «Los Carpenter».
Oh, Dios.
Oh, Dios.
Oh, Dios.
Había enviado a los fagos a la caza de Molly.