Capítulo 37
Los muros de hielo negro de Arctis Tor tenían un grosor de veinte metros y cruzar aquella puerta era como internarse en un túnel ferroviario.
Salvo por los huesos.
Cada respiración, cada paso y el roce de cada hueso contra otro se multiplicaban en mil ecos que casi parecían aumentar de volumen en lugar de desaparecer. El montón de huesos ganaba altura y me obligaba a andar sobre ellos como podía. El paso era delicado. Los reflejos luminiscentes de tonos verdes, violetas y ocasionalmente rojos o verdes no lograban iluminar el camino, sino que solo alteraban las sombras de manera sutil, degradando mi percepción de la profundidad. Comencé a sentirme algo mareado.
Si uno de los traedores apareciera desde el otro extremo del túnel y me atacara, las cosas se pondrían feas enseguida, sobre todo teniendo en cuenta lo poco efectiva que había sido mi magia contra ellos y cómo habían disminuido los huesos mi ritmo. Aquello daba algo de miedo. Me era difícil controlarme para no acabar lanzándome hacia delante impulsado por el pavor. Mantuve un ritmo constante y me negué a permitir que el miedo me controlara.
Llevaba un par de años escondiendo mis pensamientos de Lasciel. Maldita fuera mi estampa si le concediera a una banda de monstruos asesinos de las hadas la oportunidad de acercarse a mis emociones.
Miré a mi espalda. Charity estaba teniendo problemas para desenvolverse en la extraña tarea de avanzar entre los huesos a la vez que vestía la armadura y sostenía aquel gran martillo de guerra; sin embargo, lo iba consiguiendo a base de concentración y determinación. Tras ella, a Murphy parecía costarle bastante menos. Thomas se abría camino detrás de ambas, con la gracia de una pantera en un árbol. Salimos al patio. El interior de la fortaleza era desolador, frío y precioso en cuanto a su simple simetría. Las habitaciones y cámaras o no llegaron a construirse nunca o estaban dentro de sus muros y sus entradas escondidas. Unas escaleras conducían a las almenas sobre los muros. El patio era simple, liso, de hielo negro, y en su centro se alzaba una única torre redonda rematada en un parapeto almenado que dominaba los muros y el terreno de debajo.
El patio también albergaba un aura de tranquilidad y calma, como si no fuera un lugar indicado para seres vivos, móviles y cambiantes. El aullido del viento, fuera y sobre nuestras cabezas, no llegaba al suelo. Era tan silencioso como la tumba de un bibliotecario y cada paso sonaba claramente en el hielo. Los ecos rebotaban aquí y allá en el patio, portando de alguna forma un tono de desaprobación y amenaza en ellos.
Los huesos se derramaban como una ola de mar desde la puerta, disminuyendo de densidad a los pocos metros. Tras la puerta solo había montones dispersos. Thomas se acercó a uno y metió su sable desenvainado. La hoja tocó una calavera demasiado grande para caber en un barril de aceite, demasiado pesada y gruesa para parecer completamente humana.
—¿Qué demonios era esto? —preguntó Thomas en voz baja.
—Un troll, probablemente —dije—. Uno grande, tal vez de cuatro metros de alto. —Miré a mi alrededor. Otra media docena de calaveras yacía en la colección de restos. Otras seis habían caído muy cerca unas de otras, en la base de la torre.
—Dame un segundo. Quiero saber lo que estamos viendo antes de seguir adelante.
Charity parecía a punto de discutir, pero en lugar de hacerlo tomó posición a unos pocos metros, mirando hacia un lado. Thomas y Murphy se dispersaron, cada uno vigilando en una dirección.
Había trozos de hielo negro mezclados con los huesos de los trolls caídos y aquel conjunto bien podría ser un puzle de armaduras y armas. Cada fragmento poseía restos de grabados de oro y plata y diminutas joyas azules. Artesanía de las hadas. Y de la buena.
—Hay trece. Los trolls eran de Mab —murmuré—. Vi a algunos de ellos vestidos así hace un par de años.
—¿Cuánto tiempo llevan muertos? —preguntó Murphy.
Gruñí y me agaché. Extendí mi mano izquierda sobre los huesos y cerré los ojos para centrar mi atención en aguzar mis sentidos, tanto mundanos como mágicos. Muy vagamente, pude sentir la intensa peste de la bestia. Solo había visto a un par de los trolls grandes de cerca, por eso sabía que podía olerse a aquellos feos bastardos a un kilómetro de distancia. Era un olor a podrido, no a carne pasada. Y también olía a azufre.
Sentí también temblores en el aire sobre el lugar: los residuos psíquicos de la muerte violenta del troll. Había una sensación de excitación, rabia y luego un terror extraño y rara vez sentido antes por la criatura, seguido de una sucesión de imágenes congeladas de muerte violenta, confusión, pánico y una agonía ardiente.
Por puro reflejo, mi mano se encogió para apartarse de la fantasmal sensación, y durante un momento los recuerdos de mis quemaduras adquirieron una forma tangible. Siseé como una serpiente y me apreté la mano contra el estómago, deseando que el demasiado real espectro de dolor se marchara.
—¿Harry? —me llamó Murphy.
¿Qué demonios? La impresión dejada por la muerte era tan intensa, tan grave, que me había quedado con parte de los recuerdos del troll. Nunca me había pasado antes. Claro está que nunca había intentado recoger vibraciones en el Más Allá. Tenía sentido que la sustancia del propio mundo espiritual dejara una impresión espiritual más clara.
—¿Harry? —repitió Murphy con más empeño.
—Estoy bien —dije con los dientes apretados. La impronta había sido más clara que nada que hubiera sentido en el mundo real. De ser en Chicago hubiera pensado que tenía unos pocos segundos de antigüedad. Aquí…
—No sé de cuándo son —dije—. Mis tripas me dicen que de no hace mucho, pero no puedo estar seguro.
—Deben de tener semanas —dijo Thomas—. Los huesos tardan ese tiempo en quedarse tan limpios.
—Todo es relativo —dije—. El tiempo puede pasar a diferentes escalas en el reino de las hadas. Estos huesos podrían haber caído hace mil años, según el reloj local. O hace veinte minutos.
Thomas dijo algo por lo bajo y meneó la cabeza.
—¿Qué los mató, Harry? —preguntó Murphy.
—Fuego. Ardieron hasta morir —dije en voz baja—. Hasta los huesos.
—¿Puedes hacer tú eso? —preguntó Thomas.
Sacudí la cabeza.
—No puedo hacer un fuego tan caliente. En el corazón de Invierno no. —Ni siquiera con fuego infernal, y allí yacían desperdigados los restos de al menos un millar de criaturas. Había asado a un puñado de vampiros, y tal vez a algunas de sus víctimas junto a ellos, pero ni siquiera aquel infierno era comparable en su décima parte a lo que sufrieron los defensores caídos de Arctis Tor.
—¿Entonces quién lo hizo? —preguntó Charity.
No tenía una respuesta para aquello. Me levanté y toqué con la punta de mi bastón una calavera pequeña.
—Los pequeños eran trasgos —dije—. Soldados de a pie. —Volteé un fémur de troll con el bastón. Una enorme espada, también de ese mismo hielo negro, yacía destrozada debajo—. Estos trolls eran su guardia personal. —Hice un gesto hacia la puerta—. Tal vez cubrían su retirada de la torre. Algunos de ellos cayeron por el camino. Los otros aguantaron en la base de la torre. Perecieron allí.
Caminé en círculos para comprobar el hechizo de seguimiento y lo triangulé de nuevo.
—Molly está en la torre —murmuré.
—¿Cómo entramos? —preguntó Murphy.
Contemplé la alta pared lisa.
—Eh… —dije.
Charity giró la cabeza y señaló la torre con ella.
—Mire detrás de esos trolls. Si estaban cubriendo una retirada, debían de estar cerca de la entrada.
—Tal vez —dije. Me acerqué a la torre y miré preocupado el hielo negro. Recorrí la superficie con la mano derecha para buscar grietas o una puerta oculta, activando mis sentidos para descubrir cualquier magia que pudiera esconder una puerta. De repente, me dio la impresión de que el hielo negro y los colores palpitantes del interior estaban vivos de alguna manera, que eran conscientes de mi presencia. Y no les gustaba en absoluto. Capté la sensación de un odio ajeno, frío y paciente. Aparte de eso no logré nada que no fuera congelarme los dedos.
—Nada por aquí —dije golpeando con los nudillos el lado de la torre y logrando el rebote sordo del sonido de un objeto muy sólido—. Tal vez los trolls solo querían combatir teniendo algo sólido a sus espaldas. Puede que tenga que rodearlo entero para buscar una…
Sin previo aviso, el hielo de la torre se dividió, apareció un arco de entrada y la pared que lo había escondido cayó hacia dentro. El interior de la torre era todo sombras y luces que cambiaban lentamente y hacían poco para proporcionar algo de iluminación. Dentro no había nada, salvo unas escaleras en espiral que subían sinuosas en el sentido contrario al de las agujas del reloj.
Contemplé la puerta arqueada y luego mis dedos helados.
—La próxima vez llamaré y ya está.
—Vamos —dijo Charity. Se cambió de hombro el martillo, ahora lo llevaba como en un desfile militar, con el agarre paralelo a la columna y la pesada cabeza preparada para descender—. Tenemos que apresurarnos.
Thomas y Murphy se volvieron para unirse a nosotros en la puerta.
Una vaga y confusa sensación de familiaridad dio paso a una furiosa advertencia de mis instintos. Los traedores eran maestros de la sorpresa. Como el traedor Bucky que saltó sobre nosotros cuando abrimos las puertas del cine, sabían posicionarse para atacar a sus enemigos cuando estos concentraran su atención en cualquier clase de distracción.
La puerta que se acababa de abrir de repente era una de esas distracciones.
Los montones de huesos del patio comenzaron a agitarse y los traedores se precipitaron hacia nosotros desde debajo de ellos. No eran ni tres ni cuatro, había docenas.
Aquí en el reino de las hadas los traedores no eran monstruos de película. Su verdadera forma era vagamente humanoide, de paso vacilante, tan negra como las sombras de la medianoche salvo por unos fantasmales ojos blancos. Vi otras figuras a su alrededor. Una se parecía a otro de aquellos monstruos alienígenas, translúcida y vaga. Había un bípedo similar a un lobo y un hombre enorme con la cabeza de un jabalí. Pero el ungüento que me había puesto sobre los ojos revelaba lo que aquellas ilusiones eran realmente y me mostraba a la cosa detrás de la máscara.
Mi magia tenía un promedio de bateo arriesgado contra aquellas criaturas, pero aún podía hacer otra cosa que no fuera lanzar energía directamente a los enemigos. Fuego infernal acudió a mi llamada, y las runas de mi bastón se iluminaron tan brillantemente como una bengala de magnesio. Su llama iluminó el patio oscurecido por la noche sin dañar ropa ni carne. Mi voluntad y el fuego infernal rugieron a través de mí como un torrente cuando volteé mi bastón formando un círculo sobre mi cabeza.
—¡Veritas cyclis! —grité.
Los vientos huracanados tronaron en el silencioso patio como si hubiera arrancado un techo invisible. Se reunieron en mi bastón giratorio, aleteando con la compañía de un rayo del mismo color que las runas ardientes del bastón. Grité y arrojé los vientos, no a los traedores que venían hacia nosotros, sino a los miles de huesos que se extendían entre ellos y yo.
El viento los levantó con un aullido. Un ciclón repentino de huesos rotos y armaduras resquebrajadas giró en un remolino. Los primeros traedores no pudieron evitar sumergirse en la nube y el tornado osificado los destrozó, machacando a todos los que no eran cortados por los bordes y puntas de hueso y fragmentos rotos de hielo. Los traedores de detrás patinaron hasta detenerse, dejando escapar un sorprendentemente fuerte coro de silbidos y de sonidos llenos de rabia.
Thomas gritó y oí unos sonoros pasos. Otro traedor más grande que los anteriores llegó desde el otro lado del muro de la torre. La imagen fantasmal del segador giraba a su alrededor. Un momento más tarde otro igual de grande nos atacó desde la dirección opuesta, este bajo la débil imagen de Manomartillo, una figura de negro casi obscenamente musculada con pesados mazos que sobresalían de los extremos de sus mangas.
—¡A la torre! —grité.
El segador llegó hasta Thomas y levantó un brazo de brillantes garras negras, su verdadera forma superponiéndose a la ilusión de la característica guadaña del segador. Thomas recibió las garras del segador con su sable, pero en vez del sonido de acero contra acero se produjo un destello de luz verde y blanca y el traedor aulló de dolor cuando la hoja separó las garras limpiamente de su apéndice.
Thomas se agachó, girando las caderas y los hombros en un poderoso movimiento uno-dos. La hoja del sable cortó y quemó una equis en el abdomen del traedor. La criatura rugió de dolor y un fuego líquido verde y blanco brotó de la herida. El traedor extendió el otro brazo con tal velocidad que cogió a Thomas por sorpresa. Aunque esquivó la mayor parte de la potencia del golpe, este lo lanzó contra un lateral de la torre.
Oí un disparo detrás de mí, luego otro.
—¡Maldita sea! —gruñó Murphy. Me volví a tiempo para ver su melena revolotear en el aire de un lado a otro justo cuando Manomartillo le lanzó su brazo acabado en mazo. El golpe se estrelló en el suelo del patio con un impacto tan fuerte como un disparo de rifle. Murphy danzó para acercarse al traedor, dentro del alcance de sus torpes manos. Bajó una hacia ella. Al principio pensé que Murphy estaba apartando la mano, pero luego se agarró al traedor y acompañó el movimiento añadiendo su propio peso y fuerza a la del traedor y reorientó la fuerza del golpe para que el monstruo se aplastara su propio pie. El traedor rugió de dolor y perdió el equilibrio. Murphy lo empujó hacia atrás y este cayó. Saltó sobre él y marchó hacia la entrada de la torre mientras yo tiraba de Thomas para meterlo también dentro.
Oí un grito horrible procedente de las escaleras.
Molly.
Charity soltó un grito similar y subió como un cohete.
—¡No! —exclamé—. ¡Charity, espera!
El camino de entrada se ensombreció cuando un traedor intentó entrar. Murphy, con la espalda apoyada en la pared junto a la puerta, levantó la daga de combate que había cogido de la caja de Charity. En cuanto la nariz de la criatura cruzó la puerta giró en semicírculo y con todo el poder de sus piernas, caderas, espalda y hombros metió la daga hasta la empuñadura en uno de los ojos blancos de la cosa.
El traedor se volvió loco de dolor. Se golpeó contra el umbral de la puerta al tiempo que el fuego salía de la herida y se tambaleó adelante y atrás hasta que Thomas se lo encontró, alzó una bota y le dio una fuerte patada que envió al hada mortalmente herida de vuelta al patio.
—¡Vamos! —gritó. Otro enemigo comenzaba a acercarse y Thomas hizo uso de su espada. Sus mandobles provocaron más heridas hirvientes en el traedor, la sangre saltaba como aceite de una sartén cuando el monstruo tocaba el frío hierro de la hoja. Thomas evitó un golpe de su enemigo y volvió a atacar con una mueca, alejando a la cosa de la puerta.
—¡Vamos! —volvió a gritar—. ¡Yo aguanto la puerta!
Algo parecido a una serpiente se lanzó como un latigazo al tobillo de Thomas y tiró de su pie. Lo agarré para evitar que lo arrastrara.
—¡Murph!
Murphy entró en escena, apuntó su pistola hacia la puerta y descerrajó varios disparos. Un traedor gritó de dolor y de repente la pierna de Thomas volvió a quedar libre. Lo arrastré dentro hasta que logró ponerse de pie.
—Nosotros aguantaremos la puerta —dijo Murphy en tono perentorio—. ¡Traed a la chica!
Molly volvió a gritar.
Las botas de Charity sonaban invisibles en las escaleras encima de mí.
Escupí una maldición y corrí tras ella.