Capítulo 41
El padre Forthill nos recibió como siempre solía: con calidez, compasión y comida. Thomas se iba a quedar fuera de la iglesia, pero agarré el frontal de su cota de malla y lo arrastré conmigo al interior sin ceremonia alguna. Se podría haber soltado, por supuesto, así que al no hacerlo tuve claro que en realidad no le importaba demasiado venir. Gruñó y me pegó sin mucha convicción; no obstante, hizo un cauto movimiento de cabeza cuando le presenté a Forthill. Después de aquello, mi hermano entró en el vestíbulo y comenzó su rutina de discreción.
Los Carpenter estaban dormidos como troncos cuando llegamos, pero el ruido hizo que uno de ellos se agitara y el pequeño Harry abrió los ojos, parpadeó somnoliento y luego soltó un chillido de deleite cuando vio a su madre. El sonido despertó a los otros chicos y todos asaltaron a Charity y Molly con gritos de felicidad, abrazos y besos.
Observé la reunión desde una silla al otro lado de la sala y di varias cabezadas hasta que Forthill regresó con comida. No había sillas suficientes para todo el mundo y Charity acabó sentada en el suelo con la espalda pegada a la pared, tragando sándwiches mientras todos sus hijos trataban de permanecer a poca distancia para ser acariciados.
Me atiborré sin prejuicios. El uso de la magia, la excitación y aquella escalada final en mitad del frío habían dejado mi estómago al borde de la implosión.
—Comida de supervivencia —murmuré—. No hay nada mejor.
Murphy, apoyada en la pared a mi lado, asintió.
—Tienes toda la razón. —Se limpió los labios y miró su reloj. Se metió el resto del sándwich en la boca y luego comenzó a reconfigurar su reloj mientras masticaba.
—Hemos estado fuera veinticuatro horas exactas. ¿Hemos hecho una especie de viaje en el tiempo? —preguntó.
—Oh, dios mío, no —dije—. Esa es una de las cosas de la lista de «cosas que no se hacen». Es una de las siete leyes de la magia.
—Tal vez —dijo—. Pero digas lo que digas se nos ha ido un día entero. Eso es viajar en el tiempo.
—La gente realiza ese tipo de viajes en el tiempo muy a menudo —aseguré—. Nos saltamos la cola, sencillamente.
Terminó de reajustar la fecha del reloj e hizo una mueca.
—Lo mismo es.
La miré con el ceño fruncido.
—¿Estás bien?
Miró a los niños y a su madre.
—Las voy a pasar canutas para explicar dónde he estado las últimas veinticuatro horas. No es que pueda decirle a mi jefe que he estado viajando en el tiempo.
—Sí, no se lo tragaría. Dile que invadiste el reino de las hadas para rescatar a una joven de un castillo infestado de monstruos.
—Por supuesto —dijo—. ¿Por qué no habré pensado en eso?
Gruñí.
—¿Esto te va a causar problemas?
Se encogió de hombros.
—Disciplina interdepartamental, probablemente. No pueden acusarme de nada criminal, así que nada de cárcel.
Parpadeé.
—¿Cárcel?
—Estaba a cargo de todo, ¿recuerdas? —continuó Murphy—. Al venir a ayudarte ya estaba descuidando la investigación. Añade un día adicional y…
—Demonios —suspiré—. No me había dado cuenta.
Se volvió a encoger de hombros.
—¿Cómo de grave va a ser? —pregunté.
Frunció el ceño.
—Depende de muchas cosas. Sobre todo de lo que Greene y Rick tengan que decir y de cómo lo digan. También de lo que declaren otros polis que estuvieron allí. Un par de esos tipos son gilipollas de los gordos. Les alegrará meterme en problemas.
—Como Rudolph —dije.
—Como Rudolph.
Puse mi mejor acento de Brooklyn.
—¿Quieres que le dé una buena tunda?
Me dedicó una rápida y fugaz sonrisa.
—Deja que lo consulte con la almohada.
Asentí.
—Pero en serio. Si hay algo que pueda hacer…
—Mantente al margen un tiempo. No es que te quieran mucho en el departamento. A alguna gente no le agrada que siga contratándote y que no puedan impedírmelo, pero se da la circunstancia de que el noventa por cien de los casos en los que te involucras acaban resueltos…
—¿Mi efectividad es irrelevante? Pensaba que hoy en día para ser poli había que tener una carrera o algo.
Gruñó.
—Me encanta mi trabajo —dijo—. Pero a veces parece que hay que tener un alto coeficiente de estupidez.
Asentí para darle la razón.
—¿Qué van a hacer?
—Esta será mi primera cagada oficial —continuó—. Si la manejo bien, no creo que me despidan.
—¿Pero? —pregunté.
Se apartó el pelo de los ojos.
—Me atiborrarán a consejeros y evaluaciones psicológicas.
Traté de imaginarme a Murph en el diván de un terapeuta.
Casi se me sale el cerebro por las orejas.
—Intentarán todos los trucos posibles para convencerme de que me vaya —continuó—. Y cuando vean que no lo hago, me bajarán de nivel. Perderé mi puesto en Investigaciones Especiales.
Un peso me cayó en el estómago.
—Murph… —comencé.
Trató de sonreír pero no lo logró. Parecía enferma y tensa.
—No es culpa de nadie, Harry. Es la naturaleza de la bestia. Tenía que hacerse, y lo haría de nuevo. Puedo vivir con eso.
Su tono era calmado, relajado, pero estaba demasiado cansada para sonar auténtico. La época de Murphy al mando bien podría haber sido compleja, frustrante y fea, pero le pertenecía. Había luchado por su rango, se había dejado la piel para conseguirlo y sin embargo, al final acabó expulsada de Investigaciones Especiales. Solo que en lugar de aceptar que la mandaran a una Siberia departamental, trabajó incluso más duro para devolvérsela a la gente que la había mandado allí.
—No es justo —gruñí.
—¿El qué? —me preguntó.
—Bah. Un día de estos iré al centro e invocaré una plaga de cucarachas o algo parecido. Solo para ver a esos tipos salir del edificio gritando.
Esta vez su sonrisa se prolongó un poco más.
—Eso no me ayudaría.
—¿Estás de broma? Podríamos sentarnos en la calle a hacer fotos cuando fueran saliendo. Nos moriríamos de risa.
—¿Y eso en qué ayuda?
—La risa es buena para ti —dijo—. Nueve de cada diez comediantes recomiendan la risa en caso de intensa estupidez.
Soltó una carcajada baja y cansada.
—Le consultaré a mi almohada eso también. —Se apartó de la pared al tiempo que se sacaba las llaves del bolsillo—. Tengo una cita con mi asesor de imagen —dijo—. ¿Quieres que te lleve a casa?
Sacudí la cabeza.
—Tengo que hacer algunas cosas primero. Gracias de todas formas.
Asintió y se dio la vuelta para irse. Entonces se detuvo.
—Harry —dijo en voz baja.
—¿Sí?
—Lo que dije en el ascensor.
Tragué saliva.
—¿Sí?
—No pretendía que sonara tan duro. Eres un buen hombre. Estoy orgullosa de cojones de poder llamarte mi amigo, pero me importas demasiado para mentirte o darte esperanzas.
—No es culpa de nadie —dije—. Tenías que ser honesta conmigo. Puedo vivir con ello.
Una esquina de su boca se torció en media sonrisa.
—Para qué están los amigos.
Sentí un cambio en el tono cuando hizo la pregunta, una muy leve interrogación.
Me levanté y le puse la mano en el hombro.
—Soy tu amigo. Eso no va a cambiar, Karrin. Nunca.
Asintió parpadeando varias veces y durante un momento posó su mano sobre la mía. Entonces se volvió para irse. Justo entonces, Thomas sacó la cabeza desde el pasillo.
—Harry, Karrin, ¿os vais?
—Yo sí —dijo ella.
Thomas me miró.
—Ajá. ¿Te importa llevarme?
Agitó las llaves.
—Claro —dijo.
—Gracias. —Me hizo un gesto con la cabeza—. Gracias por otra experiencia de campo, Harry. Algo sosa en realidad. Tal vez la próxima vez debamos llevar café o algo así para evitar bostezar hasta morir.
—Lárgate antes de que te patee ese culo de quejica —dije.
Thomas me respondió con una sonrisa burlona y se marchó con Murphy.
Me comí el resto de mi sándwich, siendo vagamente consciente de que había llegado a uno de esos raros momentos mentales en los que uno se siente demasiado cansado para irse a dormir. Al otro lado de la habitación, Charity y sus hijos se habían quedado dormidos alrededor de su posición en el suelo, apoyados todos en su madre como si fuera una almohada viviente. Charity parecía exhausta, como es natural. Noté arrugas en su rostro en las que no había reparado antes.
Tratar con ella bien podía ser un dolor de cabeza, pero era una tía con agallas. Sus hijos tenían suerte de tener a una madre como ella. Muchas madres dicen que morirían por sus hijos. Charity se había ofrecido a hacer exactamente aquello.
Miré a los chicos un momento, la mayoría rostros demasiado jóvenes relajados en mitad del sueño. Niños cuyo mundo se había fundado sobre la base de algo tan sólido como el amor de Charity, que serían capaces de hacer casi cualquier cosa. Entre ella y su marido criarían a una generación entera de hombres o mujeres con la misma clase de poder, autosuficiencia y coraje.
Por norma general soy pesimista respecto a la condición humana, pero pensar en la contribución que los chicos Carpenter podrían hacer al mundo era el tipo de cosa que me llenaba de esperanza casi sin darme cuenta.
Claro está que alguien debió de mirar al pequeño Lucifer y pensó en el tremendo potencial que tenía.
En el momento que aquel inquietante pensamiento surcó mi cabeza, Molly se zafó del brazo de su madre, apartó la pierna con suavidad de debajo de la oreja de un hermano pequeño y se salió de la durmiente camada. Se dirigía en silencio hacia la salida cuando levantó la vista y me vio observándola. Se detuvo en mitad de un paso.
—Estás despierto —susurró.
—Estoy demasiado cansado para dormir —dije—. ¿Adónde vas?
Se frotó las manos en la falda rota y evitó mi mirada.
—Yo… después de lo que les he hecho pasar. Pensé que sería mejor si…
—¿Si te ibas? —pregunté.
Se encogió de hombros y no levantó la mirada.
—No va a salir bien, no puedo quedarme en casa.
—¿Por qué no? —pregunté.
Sacudió la cabeza con un gesto de cansancio.
—Porque no. Ya no. —Salió de la habitación pasando por mi lado.
Moví la mano derecha con rapidez para cogerla de la muñeca y el contacto de piel contra piel desencadenó una temblorosa y palpitante aura de poder por mi brazo. El poder de un practicante del arte de la magia. Molly había evitado el contacto directo conmigo hasta aquel momento, aunque nunca llegué a tener razones para pensar que lo estaba haciendo.
Se quedó quieta y me miró fijamente cuando sintió la presencia de un poder similar en mi mano.
—No puedes quedarte por la magia. Eso es lo que quieres decir realmente.
Tragó saliva.
—¿Cómo… cómo lo sabes?
—Soy un mago, pequeña. Concédeme algo de crédito.
Cruzó los brazos bajo sus pechos y encorvó los hombros.
—Debería irme…
Me puse en pie.
—Sí, deberías. Tenemos que hablar.
Se mordió el labio y me miró.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tienes que tomar algunas duras decisiones, Molly. Posees el poder. Ahora tienes que decidir si quieres usarlo. O si quieres que te use él a ti. —Le hice un gesto con la mano para que me acompañara y salí, lentamente. No íbamos a ninguna parte. Lo que era importante era el paseo. Mantuvo mi paso. Su lenguaje corporal era cerrado y defensivo.
—¿Cuándo comenzó? —le pregunté.
Se mordió el labio. No dijo nada.
Tal vez tendría que poner un poco de mi parte si quería recibir algo de la suya.
—Siempre es así para gente como nosotros. Algo ocurre la primera vez que aparece la magia, como quien no quiere la cosa. En general es algo pequeño y tonto. Mi primera vez. —Sonreí—. Oh, vaya, hacía tiempo que no pensaba en ello. —Me perdí un momento en mis recuerdos—. Fue tal vez dos semanas antes de que Justin me adoptara —dije—. Estaba en el colegio y era pequeño. Todo codos y orejas. Todavía no había pegado el estirón, era primavera y estábamos haciendo unas olimpiadas en el cole, una excursión, ya sabes. Yo competía en salto de longitud. —Sonreí—. Quería ganar. Había perdido todas las demás pruebas ante un par de tipos a los que les gustaba meterse conmigo, así que corrí por el asfalto y salté tanto como fui capaz, sin parar de gritar. —Sacudí la cabeza—. Debí de hacer bastante el ridículo. Sin embargo, al gritar y saltar al mismo tiempo, algo de mi poder salió al exterior y me lanzó tres metros más allá de lo que hubiera sido capaz de conseguir en circunstancias normales. Aterricé mal, claro, me doblé la muñeca. Pero gané un pequeño lazo azul. Todavía lo tengo en casa.
Molly me miró con el leve halo de una sonrisa.
—No puedo imaginarte siendo más bajito que los demás niños.
—Todos somos pequeños alguna vez —dije.
—¿También eras tímido?
—No tanto como debería haberlo sido. Tenía problemas cuando les contestaba con demasiado ímpetu a los chicos mayores. Y a los profesores. Y a cualquiera que tratara de intimidarme, fuera o no por mi propio bien.
Soltó una pequeña sonrisa.
—Eso me lo creo.
—¿Y tú? —pregunté amablemente.
Negó con la cabeza.
—Lo mío también es una tontería. Iba andando un día a casa de vuelta del colegio, hace un par de años, y estaba lloviendo así que corrí dentro al llegar. Era día de recados y pensé que mamá no estaría.
—Ah —dije—. Déjame adivinar. Ibas vestida como la señorita Gótica en vez de con la ropa que tu madre te vio salir.
Se le sonrojaron las mejillas.
—Sí, solo que mi madre no había ido a hacer los recados. La abuela había cogido prestada la furgoneta para llevar a los pequeños a que les cortaran el pelo porque mamá estaba enferma. Yo estaba en la sala de estar y no me había cambiado. Lo único que quería es que me tragara la tierra para que no me viera.
—¿Qué sucedió?
Molly se encogió de hombros.
—Cerré los ojos. Mamá entró. Se sentó en el sofá, puso la tele y no dijo ni una palabra. Abrí los ojos y estaba allí sentada, a un metro de distancia, y no me había visto. Salí de allí con mucha calma y ella no me miró en ningún momento. Bueno, al principio pensé que se había vuelto loca o estaba negándose a aceptar lo que veía o algo parecido. Pero no me había visto de verdad. Así que me metí en mi cuarto, me cambié de ropa y no se enteró de nada.
Levanté las cejas, impresionado.
—Uau. ¿De verdad?
—Sí. —Me miró—. ¿Por qué?
—Tu primera vez e invocaste un velo por puro instinto. Es algo impresionante, pequeña. Tienes un don.
Arrugó la frente.
—¿De verdad?
—Sin duda. Yo soy un mago del Consejo Blanco y no puedo crear un velo fiable.
—¿No puedes? ¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—¿Por qué algunas personas son magníficos cantantes sin dar lecciones de canto y otros no pueden ni entonar dos notas seguidas? Es algo que no tengo. Tú sí… —Sacudí la cabeza—. Es impresionante. Es un talento poco común.
Frunció el ceño al oír aquello y se quedó pensativa.
—Oh.
—Apuesto a que tuviste un dolor de cabeza de mil demonios después de aquello.
Asintió.
—En realidad sí. Como cuando te duele la cabeza al tomarte un helado, solo que durante dos horas. ¿Cómo lo sabías?
—Es una típica respuesta sensorial a una energía mal canalizada —dije—. A todos los que hacemos magia nos pasa tarde o temprano.
—No he leído nada parecido.
—¿Eso hiciste luego? ¿Te diste cuenta de que podías convertirte en la chica invisible y te pusiste a leer libros?
Se quedó callada un momento y pensé que estaba a punto de volver a cerrarse en banda. Pero entonces, en voz baja, dijo:
—Sí, bueno, sabía lo dura que mi madre sería conmigo si era… si mostraba interés en ese tipo de cosas. Así que leí libros. Algunos de la biblioteca y un par que compré en Barnes and Noble.
—Barnes and Noble —suspiré sacudiendo la cabeza—. ¿No acudiste a ninguna de las tiendas de ocultismo locales?
—Entonces no —dijo—. Pero… traté de conocer gente, ¿sabes? Wiccanos, psíquicos y gente así. Entonces conocí a Nelson en una escuela de artes marciales. Había oído que el profesor sabía del tema, aunque no creo que fuera así. Algunos de los amigos de Nelson estaban también metidos en temas de magia, o al menos eso pensaban ellos. Nunca vi a ninguno hacer nada.
Gruñí.
—¿Qué te contó toda esa gente sobre la magia?
—Más bien me podrías preguntar qué no me contaron —dijo—. Todo el mundo tiene un concepto diferente de la magia.
—Ajá —dije—. Sí.
—Y no es que pudiera estar dando vueltas por ahí todo el tiempo, entre el instituto, cuidar de los pequeños y con mi madre vigilando. Así que eso hice. Sobre todo leí libros. Y practiqué, ¿sabes? Intenté cosas pequeñas. Pequeños hechizos como encender velas y cosas así. Casi nada de lo que intenté funcionó.
—La magia no es fácil —dije—. Ni siquiera para alguien con un poderoso talento natural. Hace falta un montón de práctica, como para todo. —Caminé unos pocos pasos sin decir nada—. Háblame del hechizo que usaste con Rosie y Nelson.
Se quedó quieta sin mirar a ninguna parte, pálida.
—Tuve que hacerlo —dijo.
—Continúa.
Se palpaba la desolación en sus bellas facciones.
—Rosie… ya había tenido un aborto espontáneo porque no paraba de colocarse. Cuando perdió al bebé se empezó a meter cosas fuertes. Heroína. Le supliqué que fuera a rehabilitación, pero ella… supongo que ya estaba perdida. Sin embargo, pensé que podría ayudarla. Con magia. Como tú ayudas a la gente.
Vaya. No dejé que la consternación se me notara en la cara y le hice un gesto para que continuara.
—Y un día de la semana pasada estuve hablando con Sandra Marling. Me contó que habían descubierto que la presencia de una poderosa fuente de miedo puede hacer un bypass en todo tipo de barreras psicológicas, en cosas como por ejemplo las adicciones. Que el miedo puede dar una lección fiable y rápida. No tenía mucho tiempo. Tenía que hacerlo para salvar al bebé de Rosie.
Gruñí.
—¿Por qué también a Nelson?
—Estaba… estaba tomando demasiado. Él y Rosie se reforzaban el uno al otro. Y no estaba segura de lo que pasaría, así que probé el hechizo con él antes que con ella.
—¿Lo probaste en Nelson? —pregunté—. ¿Y luego le hiciste lo mismo a Rosie?
Asintió.
—Tenía que asustarlos para que se alejaran de las drogas. Les mandé a los dos una pesadilla.
—Rayos y centellas —murmuré—. ¿Una pesadilla?
La voz de Molly se tornó defensiva.
—Tenía que hacer algo. No podía quedarme sentada de brazos cruzados.
—¿Tienes idea del daño que les has causado? —pregunté.
—¿Daño? —dijo aparentemente desconcertada—. Estaban bien.
—No estaban bien —dije con calma—. Además, el mismo hechizo debería haber tenido el mismo resultado en ambos. Actuó de manera diferente en Nelson que en Rosie. —Y entonces até cabos de nuevo y dije—: Ah. Ahora lo entiendo.
Ella no me miró.
—Nelson era el padre —dije.
Se encogió de hombros. Una lágrima le resbaló por la mejilla.
—Es probable que ni siquiera supieran lo que estaban haciendo cuando ocurrió. Los dos estaban solo… —Sacudió la cabeza y guardó silencio.
—Eso explica por qué tu hechizo afectó mucho más a Nelson.
—No lo entiendo. Yo no le hice daño.
—No creo que lo hicieras a propósito. —Agité una mano, con la palma hacia arriba—. La magia proviene de muchos lugares, pero en especial de las emociones. Influencian casi cualquier cosa que haces. Estabas enfadada con Nelson cuando hiciste el hechizo. Lo contaminaste por completo con tu rabia.
—Yo no les hice daño —replicó testaruda—. Les salvé la vida.
—No creo que te des cuenta de las consecuencias —dije.
Se giró hacia mí.
—¡No les hice daño! —exclamó.
El aire se llenó de repente de tensión; una energía vaga y desenfocada se centró en la chica. Había suficiente para desencadenar algo desafortunado y estaba claro que la chica no estaba ni mucho menos en control de su poder. Sacudí la cabeza y agité la mano en un semicírculo en el aire, con las palmas hacia fuera, y simplemente extraje la energía generada por las emociones y la eché al suelo antes de que alguien resultara herido.
Un cosquilleo de una intensidad sorprendente me recorrió el brazo. Su talento no era escaso. Comencé a preparar una reprimenda por su descuido, pero la aborté antes de la primera palabra. En primer lugar, porque ni ella misma sabía lo que había hecho. No es que fuera inocente, pero no tenía toda la culpa. En segundo lugar, acababa de escapar de una situación de pesadilla en manos de malvados seres de las hadas. Es probable que no hubiera podido controlar sus emociones ni aunque hubiese querido.
Me miró sorprendida cuando la energía que había reunido desapareció. La rabia y el dolor en su semblante y en su expresión se transformaron en incertidumbre.
—No les hice daño —dijo con un hilo de voz—. Los salvé.
—Molly, tienes que ser consciente de los hechos. Sé que estás cansada y asustada, pero eso no cambia nada de lo que les hiciste. Jodiste sus mentes. Usaste la magia para esclavizar su voluntad y el hecho de que pretendieras hacer una buena obra no cambia nada en absoluto. En alguna parte dentro de ellos saben lo que les hiciste, en su subconsciente.
»Tratarán de luchar. De recuperar el control de sus propias decisiones. Y esa pelea va a hacer pedazos sus psiques.
Más lágrimas cayeron de sus ojos.
—Pe… pero…
Continué, manteniendo siempre mi voz estable.
—Rosie estaba mejor. Es posible que se recupere en unos cuantos años. No obstante, es probable que Nelson haya perdido la razón. Puede que no regrese nunca. Y además, al hacerles esto a ellos, tu cabeza se ha trastocado. No tanto como a Rosie o a Nelson, pero también te has hecho daño. A partir de ahora será más difícil para ti controlar tus impulsos y tu magia. Con lo cual es probable que en algún momento pierdas el control y hagas daño a alguien más. Es un círculo vicioso. Lo he visto en otras ocasiones.
Molly sacudió la cabeza una y otra vez.
—No. No, no, no.
—Aquí viene otra verdad —dije—. El Consejo Blanco tiene siete leyes de la magia. Meterse en las cabezas de la gente rompe una. Cuando el Consejo averigüe lo que has hecho te someterán a juicio y te ejecutarán. El juicio, la sentencia y la ejecución se desarrollarán en el espacio de una hora.
Guardó silencio, mirándome, llorando.
—¿Juicio? —susurró.
—Hace un par de días vi cómo ejecutaban a un chico que había roto la misma ley.
No pareció recuperarse del estado de shock. Sus ojos empañados de lágrimas no miraban a ningún punto concreto.
—Pero… yo no lo sabía.
—No importa —dije.
—Nunca pretendí hacerle daño a nadie.
—No importa.
Rompió a llorar como una histérica y se agarró el estómago con las manos.
—Pero… no es justo.
—¿Y qué lo es? —dije en voz baja—. Tengo otra dura verdad para ti. Soy un centinela del Consejo, Molly. Es mi trabajo llevarte ante ellos.
Se limitaba a mirarme. Parecía rota por el dolor, indefensa, sola. Que Dios me ayudara, se parecía a la niña pequeña que conocí en casa de Michael años atrás. Tuve que recordarme a mí mismo que existía una parte oscura de la chica detrás de aquellos ojos azules. Tanto la rabia ciega como la negación pertenecían a las partes de su mente que se torcieron cuando torció a sus amigos.
Deseé no haber visto destellos de aquel otro lado suyo, no quería seguir la cadena de acontecimientos que derivaba de aquello. Molly había roto las leyes de la magia. Había causado un incalculable daño a otros. Su psique dañada podría derrumbarse en cualquier momento y volverla loca.
Todo aquello significaba que era peligrosa.
Tanto como una bomba de relojería.
A las leyes no les importaba que su intención fuera buena. Se había convertido en la clase de persona para las que se crearon las leyes y su sentencia.
Pero cuando la ley no protege a aquellos que gobierna es necesario que alguien tome las riendas; en este caso, yo. Existía la posibilidad de que pudiera salvarle la vida. No es que fuera muy grande, pero era la mejor oportunidad de la que iba a disponer. Eso asumiendo, claro, que no hubiera perdido la cabeza del todo ya.
Solo conocía un modo seguro de averiguarlo.
Me detuve en el pasillo oscuro y me volví hacia ella.
—Molly, ¿sabes lo que es la visión del alma?
—Es… leí en un libro que es cuando miras a alguien directamente a los ojos. Entonces ves cómo es realmente.
—Algo así —convine—. ¿Lo has hecho alguna vez?
Negó con la cabeza.
—El libro decía que podía ser peligroso.
—Puede serlo —confirmé—. Aunque es probable que no por las razones que piensas. Molly, cuando ves a alguien de esa forma no se esconde la verdad de cómo eres. Lo ves todo, lo bueno y lo malo. Sin grandes detalles, en términos generales, pero te haces una idea de qué clase de persona es. Y dura para siempre. Lo que has visto permanece en tu cabeza, punto final. Cuando tú les miras, ellos te ven a ti del mismo modo.
Asintió.
—¿Por qué lo preguntas?
—Me gustaría verte, si estás dispuesta a permitirlo.
—¿Por qué?
Sonreí un poco, aunque mi reflejo en una de las ventanas que pasamos parecía triste.
—Porque quiero ayudarte.
Se dio la vuelta como si fuera a salir corriendo, pero se quedó donde estaba. Su falda rota susurró.
—No lo entiendo.
—No voy a hacerte daño, pequeña. Solo necesito que confíes en mí durante un rato.
Asintió, mordiéndose el labio.
—De acuerdo. ¿Qué hago?
Me quedé quieto delante de ella. Molly hizo lo mismo.
—Puede que te sientas algo extraña, pero no va a durar tanto como parece.
—De acuerdo —dijo con aquel tono de niña perdida en la voz.
La miré a los ojos.
Por un segundo pensé que no había pasado nada. Y entonces, de repente, me di cuenta de que la visión del alma estaba en marcha y que me mostraba a Molly de pie frente a mí tal y como era. Al mirar al pasillo detrás de la chica me di cuenta de que las ventanas de la iglesia mostraban media docena de reflejos diferentes.
Uno de ellos era una versión demacrada de Molly, parecía muerta de hambre o consumida por las drogas, y en sus ojos brillaba un desagradable destello de locura. Otra Molly era alegre y reía sin parar, rodeada de niños, algo mayor y con unos sanos kilos de más. Una tercera aparecía frente a mí con una capa gris de centinela, aunque la cicatriz de una quemadura, casi una marca, manchaba la redondez de su mejilla izquierda. Otra Molly era igual a la actual, aunque más segura de sí misma, con un brillo alegre en los ojos. Otro reflejo la mostraba trabajando en un escritorio.
Pero el último…
El último reflejo de Molly no era aquella misma chica. Bueno, por fuera se parecía a Molly; sin embargo, los ojos no mentían. Eran fríos como los de un reptil, vacíos. Iba toda vestida de negro, incluido un collar, y se había teñido el pelo del mismo color para ir a juego. Aunque se parecía a Molly, a un ser humano, no era ni lo uno ni lo otro. Se había convertido en algo enteramente diferente, en algo muy, muy malvado.
Posibilidades. Barajaba diversas posibilidades. Estaba claro que la oscuridad se hallaba muy presente en la chica, pero todavía no la había dominado. En todas las imágenes potenciales Molly era una persona con poder, cierto que de diferentes clases, pero era fuerte en todas ellas. Su destino era acabar poseyendo un poder propio que usaría para el bien o para el mal, dependiendo de las decisiones que adoptara.
Lo que necesitaba era un guía. Alguien que le explicara de qué iba aquello, que le suministrara las herramientas que necesitaría para lidiar con su recién hallado poder y todo lo que conllevaba. Sí, aquel resto de oscuridad todavía ardía en su interior, pero yo no era precisamente el mejor indicado para criticarla por eso. Sí, tenía potencial para torcerse. A lo bestia.
Igual que todos.
Pensé en Charity y Michael, los padres de Molly, su familia. Su fuerza había sido forjada y fundada en la de ellos. Ambos consideraban el uso de la magia algo cuanto menos sospechoso, y si bien no inherentemente malo, sí peligroso. Su oposición al poder que Molly había manifestado podría volver la fuerza que le habían dado a su hija contra ella misma. Si creía o llegaba a creer que su poder era maligno, aquello podría precipitarla con mayor rapidez al sendero de la izquierda.
Sabía de sobra que Michael y Charity cuidaban bien de su hija.
Sin embargo, no podían ayudarla.
No obstante, una cosa era cierta y me transmitía una gran sensación de seguridad. Molly no se había manchado aún de manera indeleble. Su futuro no estaba escrito todavía.
Merecía la pena luchar por él.
Finalicé la visión y las varias imágenes en las ventanas de detrás de Molly desaparecieron. La chica temblaba como un cervatillo asustado, mirándome con los ojos muy abiertos.
—Dios mío —susurró—. No sabía que…
—Tranquila —le dije—. Siéntate hasta que todo deje de dar vueltas.
La ayudé a sentarse en el suelo con la espalda apoyada en la pared y me coloqué a su lado. Me froté un punto que había comenzado a temblar entre mis cejas.
—¿Qué has visto? —susurró.
—Que básicamente eres una buena persona —le dije—. Que tienes mucho potencial. Y que estás en peligro.
—¿Peligro?
—El poder es como el dinero, pequeña. No es fácil manejarlo bien y una vez que empiezas a conseguirlo, nunca tienes bastante. Creo que estás en peligro porque has hecho un par de malas elecciones. Has usado tu poder de maneras que no deberías. Sigue así y acabarás trabajando para el lado oscuro.
Subió las rodillas hasta el mentón y se abrazó las piernas.
—¿Has… has conseguido lo que necesitabas?
—Sí —dije—. Tienes que tomar un par de decisiones, Molly. Para empezar, si vas a entregarte al Consejo.
Se balanceó nerviosa hacia delante y atrás.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa?
—Porque van a encontrarte tarde o temprano. Si eso ocurre, si creen que tratas de evitarlos, te matarán sin pensárselo dos veces. Pero si estás dispuesta a cooperar y asumir lo que has hecho y alguien intercede por ti, el Consejo podría renunciar a la pena de muerte.
—¿No vas a entregarme a ellos de todas maneras?
—No —dije—. Estamos hablando de elecciones, Molly. Esta es tuya. Respetaré lo que quieras hacer.
Frunció el ceño.
—¿Tendrás problemas con esa gente por esto?
Me encogí de hombros.
—No estoy seguro. Podrían matarme por estar asociado con un mago malvado.
Levantó las cejas.
—¿De verdad?
—No andan precisamente sobrados de tolerancia, perdón y amor espiritual —le dije—. Casi aprietan el gatillo contra mí un par de veces. Son gente peligrosa.
Se estremeció.
—¿Te arriesgarías a eso por mí?
—Sí.
Rumió la idea, hosca.
—¿Y si me entregara?
—Entonces explicaríamos lo que ha pasado, intercedería por ti. Si el Consejo lo acepta me haría responsable de tu entrenamiento y del uso de tu magia.
Parpadeó.
—¿Quieres decir que… sería tu aprendiz?
—Pues sí —dije—. Pero tienes que entender algo. Significa que aceptarías mi liderazgo. Si te digo que hagas algo, lo haces. Sin preguntas, sin retrasos. Lo que puedo enseñarte no es un maldito juego. Es el poder de la vida y la muerte, y no hay espacio para nadie que no trabaje duro para controlarlo. Si vienes al Consejo conmigo, estás aceptando esos términos. ¿Lo pillas?
Tembló de pies a cabeza y asintió.
—Lo siguiente es que decidas qué quieres hacer con tu poder.
—¿Cuáles son mis opciones? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
—Tienes potencial para llegar a ser parte del Consejo Blanco en su momento, si es lo que quieres. O puedes buscar algo que vaya acorde con tus talentos. He oído hablar de un par de magos que han hecho una enorme cantidad de dinero gracias a sus habilidades. O, ¡demonios!, tal vez cuando aprendas a controlarlos los puedes dejar de lado, dejar que se desvanezcan. —Como hizo tu madre.
—No podría hacer eso último —dijo.
Gruñí.
—Piensa en ello, pequeña. Si te unes ahora a los magos, acabarás en mitad de una guerra. A los tipos malos no les importará que seas joven o no estés entrenada.
Se mordió el labio.
—Debería hablar con mis padres, ¿verdad?
Solté aire lentamente.
—Si quieres, deberías hacerlo. Sin embargo, debes darte cuenta de que esta elección es solamente tuya. No puedes tolerar que nadie la tome por ti.
Permaneció callada un largo rato. Entonces, en voz muy baja, me preguntó:
—¿De verdad crees que yo… que yo podría unirme al lado oscuro?
—Sí —afirmé—. Hay un montón de cosas ahí fuera que estarían contentas de ayudarte a conseguirlo. Por eso quiero echarte una mano, para alejarte de ellas hasta que sepas hacerlo tú misma.
—Pero… —Levantó la cara—. No quiero ser mala.
—Nadie quiere —dije—. La mayoría de la gente mala en el mundo real no sabe que lo es. No aparece una señal de neón delante de ti diciéndote que estás a punto de condenarte. Se te cuela dentro cuando no estás mirando.
—Pero los del Consejo… ¿verán eso, verdad? Que no quiero ser como los malos.
—No te puedo garantizar que se lo crean. E incluso si lo hacen, puede que decidan ejecutarte de todas maneras.
Se quedó sentada muy quieta. Escuché su respiración.
—Si voy al Consejo… ¿pueden venir mis padres conmigo?
—No.
Tragó saliva.
—¿Y tú?
—Sí.
Me miró de nuevo a los ojos, esta vez sin temor a que comenzara una sesión de visión del alma. Aquel barco había zarpado. Las mejillas manchadas de lágrimas brillaron y se curvaron en una pequeña sonrisa que no escondía el miedo detrás de ellas.
Coloqué mi mano sobre las suyas.
—Te prometo algo, Molly. No tengo intención de que te hagan daño. Punto. La única manera que tendrán de ponerte una mano encima será por encima de mi cadáver. —Algo que no sería muy difícil para el Consejo, pero no había necesidad de mencionarle aquello a la chica. Ya había pasado bastante miedo por hoy—. Creo que acudir a ellos en mi compañía es la mejor opción que tienes —continué—. Si decides que es eso lo que quieres, nos sentaremos con tus padres para decírselo. La idea no les apasionará, pero no es decisión suya. Es tuya. Tiene que serlo, o no significará nada.
Asintió y cerró los ojos un momento. Pobre chica. Parecía tan joven. Estaba casi seguro de que yo no había sido nunca tan joven.
Entonces respiró hondo, temblorosa, y lo decidió:
—Quiero ir al Consejo.