Capítulo 47

Pasado un rato y tras una mucho menos intensa ronda de preguntas y respuestas, Molly fue declarada oficialmente mi aprendiz; se le otorgaba clemencia bajo el destino de Damocles. El destino de Damocles era el equivalente a la libertad condicional para los magos. Si Molly abusaba de su magia o se acercaba lo más mínimo a violar cualquiera de las leyes de la magia, sería ejecutada de inmediato. Y yo también.

Yo había vivido ya con esa amenaza. Podía volver a hacerlo.

Ya había oscurecido cuando el cónclave finalizó y todo el mundo comenzó a desfilar. Al haber sido yo el mago que lo convocó, era mi trabajo asegurarme de la seguridad de su partida y de los detalles de última hora.

Desde proporcionar comida y suministros médicos a las llegadas inesperadas hasta coordinar con Ramírez nuestros movimientos para asegurarnos de que nuestras idas y venidas no eran observadas. No tuve ocasión de hablar con nadie sobre asuntos personales, sin embargo, sabía que la lucha estaba lejos de haber terminado. Tanto los magos, a estas alturas endurecidos ya por el combate, como los talentos del Consejo de Veteranos hacían falta en otro lugar. Se marcharon sin apenas detenerse a comer y beber.

Una vez la tarea hubo terminado, dejé el almacén y me eché sobre la pared para que el aire fresco del verano me envolviera.

Había salvado a la chica de los malos. Y lo mejor de todo, también de los buenos. Iba a tener que chuparme muchas horas extra por ello, pero de momento estaba contento de que hubiera acabado.

Me la había jugado mucho al intentar volver la voluntad colectiva del Consejo contra el merlín. No debería haberlo hecho así. El merlín era un político. Si me hubiera mostrado dispuesto a ceder un poco, es probable que hubiera acabado por llegar a algún tipo de acuerdo conmigo. Un acuerdo humillante y nada ventajoso para mí, pero seguro que algo se le hubiera ocurrido.

En lugar de eso, me había ganado el apoyo moral del Consejo allí presente aquella noche y lo había blandido como una espada contra él, sesgando sus opciones y tratando de obligarle a aceptar mi voluntad. Había ejercido el poder sobre él de un modo que nadie nunca se había atrevido. Había dado un golpe a su autoridad, me había declarado un enemigo de la administración. El merlín no podía ignorar de ninguna manera aquel desafío por parte de un niñato moralmente sospechoso como yo. Su obligación era derribarme. Si quería evitar tal cosa, tendría que permanecer con los ojos bien abiertos y el ingenio aguzado para continuar haciendo lo posible por protegerme de él.

En resumen, tendría que convertirme en un político.

No obstante, en lugar de quejarme por ello me eché a reír. Después de todo lo ocurrido, podía haber sido mucho, mucho peor. Molly volvería a casa sana y salva. Los traedores asesinos habían sido despachados. Los vampiros habían sufrido su primera derrota significativa desde el estallido de la guerra fría.

Tras los acontecimientos de aquel día, el siguiente no me asustaba y confiaba en que se desarrollara sin incidentes mientras descansaba, comía y finiquitaba los últimos detalles de aquel dichoso asunto.

Molly y Michael me esperaban fuera. Cuando él cubrió la retirada de Luccio por las regiones cercanas del Más Allá había regresado a Chicago sin tener que pagar la gasolina; sin embargo, su camioneta seguía en Mitad de la Nada, Oregón. Tendrían que hacer que se la mandaran u organizar un largo viaje junto a un compañero. Sea como fuere, aquella noche necesitaba que lo llevaran a casa y me tocó a mí.

El suelo del Escarabajo casi rozó la grava cuando los tres nos subimos y me alejé del almacén conduciendo con cuidado. Molly parloteó un par de minutos sobre una amalgama confusa de temas y luego se sumió en un repentino silencio.

Michael miró por encima del hombro.

—Se ha dormido —me informó en voz baja.

—Ha tenido un día muy ajetreado —dije.

Suspiró.

—Cuéntame lo que ha pasado.

Se lo conté todo, salvo las partes de Lasciel, y tampoco mencioné el talento mágico perdido de Charity. Durante un segundo creí escuchar una risa fantasmal y divertida procedente de un lugar cercano. Optimista, la aparté de mi imaginación fatigada.

Michael sacudió la cabeza.

—¿Cómo sabías que iba a regresar?

—Oh, no lo sabía —dije—. Imaginé que te habían enviado a tu última misión con el fin de que hicieras algo por tu pequeña, así que le pedí a Forthill que te dijera que regresaras pronto y que si estabas con algún miembro del Consejo lo trajeras contigo. ¿Te llegó ese mensaje?

Asintió.

—En el campamento de Luccio en Colorado. Habíamos rechazado un ataque de los vampiros y nos estábamos preparando para movernos. Si no hubiera recibido el mensaje, los hubiera seguido en su camino hacia el Más Allá.

—¿Qué ocurrió?

—Nos atacaron unos demonios —dijo Michael—. Bastantes, a decir verdad.

—¿De qué tipo?

—Oh. Garras. Tentáculos. Ya sabes, lo de siempre.

Gruñí.

—No. Me refiero a que si eran intrusos.

—Ahora que lo dices Ebenezar mencionó algo sobre intrusos, sí. Al parecer su magia encontraba dificultades para lidiar con ellos.

Sacudí la cabeza.

—Me alegro de que los ayudaras.

—Dadas las circunstancias, yo también. —Frunció los labios, pensativo—. Dabas por sentado que Él me envió a asistir al Consejo Blanco para que luego mostraran clemencia por mi hija.

Me encogí de hombros.

—O era eso o que el destinado a cuidar de ella fuera yo, lo cual significaba que no era imposible que lo consiguiera. Así que decidí confiar en el merlín.

Michael parpadeó y me miró fijamente.

—Si no malinterpreto lo que dices, me acabas de decir que diste un salto de fe.

—No, di tu salto de fe, por proximidad. —Sacudí la cabeza—. Mira, Michael. He tratado de apartarme del camino de Dios todo lo que he podido. No espero que Él me mande una partida de rescate cuando esté metido en problemas.

—Harry, sé que no eres un hombre que vaya a la iglesia, pero has de saber que Dios ayuda a la gente que no es perfecta.

—Claro —dije, y no pude esconder la sorna en mi voz—. Por eso, el mundo es un lugar tan feliz y ordenado.

Michael suspiró.

—Harry, Dios nos protege del daño, y en parte esa es la tarea que yo y mis hermanos de armas tenemos encomendada. Sin embargo, se involucra mucho menos en protegernos de las consecuencias de nuestras decisiones.

—Conozco la teoría —dije—. Dios solo interviene cuando aparece una maldad sobrenatural, ¿verdad?

—En realidad eso es simplificarlo demasiado y…

—Ahórramelo —dije—. Demonios, Michael, el año pasado uno de esos bastardos denarios estuvo aquí. Quintus Cassius. ¿Lo recuerdas? Cuando yacía en el suelo aguardando a que el tipo tratara de sacarme las tripas pensé que sería un buen momento para que apareciera alguien como tú. Ya sabes, se trataba de un caballero Denario… y pensé para mis adentros, eh, sería un gran momento para que uno de los caballeros de la Cruz se presentara, ¿no? —Sacudí la cabeza—. No funciona de esa manera.

—¿Adónde quieres llegar? —preguntó.

—El cielo no me está guardando, Michael. Pero tú eres diferente a mí. Me imaginé que Dios cuidaría de ti y los tuyos, al menos por cortesía profesional. Ya había visto cómo arreglaba cosas para ti en el pasado. Así que mis acciones no fueron una cuestión de fe sino una sencilla deducción a partir de las posibilidades.

Negó con la cabeza, sin estar de acuerdo conmigo pero sin querer tampoco insistir.

—¿Y Charity?

—Está bien —le aseguré—. Los chicos también. Deberían estar ya de vuelta en casa.

—¿Y Charity y Molly?

—Reconciliadas. Bueno, al menos se tratan bien y se abrazan.

Sus cejas se dispararon hacia arriba y luego la boca se le curvó en una ancha sonrisa.

—Gloria a Dios. No estaba seguro de que tal cosa volviera a pasar.

Me afilé las uñas en la camisa.

—A veces me sorprendo a mí mismo.

Michael me sonrió, luego miró hacia el asiento trasero y frunció el ceño.

—Mi Molly. Magia. ¿No es algo que se hereda?

—En general —dije—. Pero no tiene porqué serlo. Alguna gente nace con ello. No entendemos realmente cómo ni por qué.

Sacudió la cabeza.

—¿Cómo pude no darme cuenta de lo que le estaba pasando?

—No lo sé. Pero si lo averiguas, asegúrate de contárselo a Charity. Ella me hizo la misma pregunta.

—Supongo que somos ciegos ante lo que está más cerca de nosotros —dijo.

—La naturaleza humana —convine.

—¿Molly está en peligro? —me preguntó buscando franqueza.

Fruncí el ceño y pensé en ello.

—Un poco. Tiene poder. Y ha abusado de él. Va a estar tentada de volver a hacerlo cuando se tope con problemas que parezcan imposibles de resolver. No solo eso, aprender a controlar su fuerza también puede ser complicado en sí mismo. Pero es inteligente y tiene agallas. Si su profesor no comete ningún error estúpido, creo que estará bien.

—Sin embargo, si no va todo bien —dijo Michael—, si abusa de nuevo de su poder…

—La clemencia queda revocada. La ejecutarán.

—Y a ti —dijo Michael con suavidad.

Me encogí de hombros.

—Siempre he vivido con esa carga sobre los hombros. Por lo que respecta al Consejo, soy responsable de ella hasta que se convierta en una maga con pleno dominio de sus poderes o deje sus talentos a un lado.

—Ningún hombre ha recibido jamás tanto amor —dijo en voz baja—. Nada de lo que diga sería suficiente. Es mi hija, Harry. Gracias.

Sentí que se me encendían las mejillas.

—Sí, sí. Mira, no le des mucha importancia. Esto no va a ser agradable para nadie.

Soltó una breve carcajada.

—Y su aprendizaje, ¿en qué consistirá?

—Lecciones. Todos los días al principio, hasta que esté seguro de que controla su poder. Tendremos que practicar lejos de cualquier cosa inflamable. Árboles, casas, mascotas, esa clase de cosas.

—¿Cuánto tiempo tendrás que trabajar con ella?

—Hasta que terminemos —dije, agitando una mano vaga—. No lo sé todavía. Nunca he estado a este lado del aprendizaje.

Asintió dando por buena la respuesta.

—Muy bien. —Guardamos silencio unos momentos. Entonces dijo—: ¿Recuerdas la discusión profesional que quería tener contigo?

—Sí, dispara.

Fidelacchius —dijo Michael—. Me preguntaba si habías encontrado candidatos para ser su nuevo dueño.

—No —dije hosco—. ¿Crees que debería buscar uno?

—Es difícil de decir. Pero con solo dos de nosotros en acción, Sanya y yo estamos trabajando horas extra.

Me rasqué el mentón.

—Shiro me dijo que reconocería al portador. No ha sido así. Al menos de momento.

—Me preocupa que este asunto requiera de algo más que simple paciencia —suspiró Michael—. He consultado los registros. No es la primera vez que alguien del Consejo Blanco ha sido exhortado a ser custodio de una de las espadas.

Arqueé las cejas y lo miré.

—¿En serio?

—Asintió.

—¿Yo y quién?

—Merlín.

Gruñí.

—¿Estás seguro? Porque el merlín es un capullo. Hasta tú pensarías lo mismo, créeme.

—No, Harry —dijo Michael en un tono paciente—. No el merlín del Consejo. Merlín. El original.

Me quedé allí con la boca abierta durante un minuto.

—Uau. —Sacudí la cabeza—. ¿Crees que tal vez debería buscar una roca grande o algo? ¿Clavar la espada en ella y dejarla en el césped de la Casa Blanca?

Michael se santiguó.

—Cielos, no. Tengo un… —Arrugó la nariz—. Un instinto.

—¿Igual que cuando te mandan a una misión de Dios?

—No. Me refiero a la clásica corazonada. Creo que tal vez deberías investigar la historia de cómo se decidió al poseedor de Amoracchius en aquella ocasión.

La espada descansaba ahora en una vaina atada al pecho de Michael, a salvo, con la punta entre las botas del caballero.

—Uau. Quieres decir… esa espada de ahí. Tu espada es… —No acabé la frase.

—Es probable —dijo, asintiendo—. Aunque los registros de la Iglesia están fragmentados, nos las hemos arreglado para averiguar que las otras dos espadas han sido sustituidas a lo largo de los años. Esta no.

—Eso resulta interesante —murmuré—. Es interesante porque… vaya, sí, es muy interesante.

Michael me sonrió y asintió.

—Es un misterio intrigante, ¿verdad?

—¿Sabes qué? —dije—. Me van los misterios. —Me mordí el labio un minuto y dije—: Espero que no tengas prisa. Te habrás dado cuenta de que el Consejo está teniendo un año ocupado. Tendré tiempo tarde o temprano, pero por ahora…

Me encogí de hombros.

—Lo sé. —Permaneció callado un instante, antes de volver a hablar—: No creo que tenga la espada conmigo mucho tiempo más. —Su voz sonó muy suave.

Cuando los caballeros de la Espada se retiraban, lo hacían con los pies por delante y dentro de una caja.

—¿Michael? —pregunté—. ¿Te mandaron un… un informe de la oficina? —Evité decir «igual que a Shiro».

—No. Instinto —dijo, y me sonrió—. Aunque supongo que puede tratarse del comienzo de mi crisis de la mediana edad. No tengo pensado cambiar la manera en la que vivo mi vida y desde luego no tengo intención de una jubilación anticipada.

—Bien —dije, aunque me sonó más sombrío de lo que pretendía.

—¿Te importa si te hago una pregunta personal? —dijo Michael.

—Estoy demasiado ocupado para responder preguntas retóricas.

Sonrió durante un segundo y asintió. Luego arrugó los labios y se tomó su tiempo para elegir las palabras.

—Harry, me has estado evitando durante un tiempo. Y pareces… bueno, de alguna manera más austero de lo que te he visto antes.

—No te estaba evitando, no exactamente —dije.

Me miró con ojos calmados y firmes.

—De acuerdo —admití—. Sí. Pero he estado evitando a casi todo el mundo. No te lo tomes como algo personal.

—¿Es por algo que he hecho? ¿O tal vez alguien de mi familia?

—Basta de retórica. Sabes que no es eso.

Asintió.

—Entonces tal vez es algo que has hecho tú. Tal vez algo de lo que deberías hablar con un amigo.

El sello del ángel caído en mi palma izquierda palpitó. Comencé a decir que no, pero me detuve. Conduje otro par de manzanas. Debería decírselo. De verdad. Michael era mi amigo. Merecía mi confianza y mi respeto. Merecía saberlo.

Pero no podía.

Entonces mi boca comenzó a moverse y descubrí que lo que más me importunaba no tenía nada que ver con monedas o ángeles caídos.

—El Halloween pasado maté a dos personas —comencé.

Respiró honda y lentamente y asintió, a la escucha.

—Uno de ellos fue Cassius. Una vez que lo tuve a mi merced obligué a Ratón a romperle el cuello. Otro era un nigromante llamado habitacadáveres. Le disparé en la nuca. —Tragué saliva—. Los asesiné. Nunca había matado, tío… así no. A sangre fría. —Conduje un poco más—. Tengo pesadillas.

Le oí suspirar.

—He estado metido en esto desde antes que tú. Sé algo de lo que sientes ahora. —Su voz sonaba apática. Dolorida.

No le respondí.

—Sientes que nada va a volver a ir bien de nuevo —dijo—. Lo recuerdas todo perfectamente y ese recuerdo no te deja en paz. Es como si fueras andando con una piedra molesta en los zapatos. Te sientes manchado.

Estúpidas farolas que se empañan solas… Parpadeé mucho y permanecí en calma. De todas maneras el conducto de mi garganta era ahora demasiado estrecho para dejarme hablar.

—Sé cómo es esto —continuó—. No hay manera de hacerlo desaparecer. Pero mejora con el tiempo y la distancia. —Me estudió durante un momento—. Si tuvieras que hacerlo de nuevo, ¿lo harías?

—Les daría el doble de fuerte —dije de inmediato.

—Entonces lo que hiciste fue una necesidad, Harry. Puede que sea doloroso. Puede que te persiga. Pero al final, mientras hicieras lo que creías correcto, podrás vivir contigo mismo.

—¿Sí? —pregunté mordiéndome el labio inferior.

—Lo prometo —dijo.

Lo miré de soslayo.

—¿No crees… no piensas mal de mí sabiendo que soy un asesino?

—No estoy en posición de juzgar lo que has hecho. Lamento que se perdieran esas vidas, que sus poseedores no encontraran la redención. Me preocupa el dolor que te inflige el recordarlo. Pero ni por un instante pienso que eligieras quitar una vida humana a menos que no tuvieras otro remedio.

—¿En serio?

—Confío en ti —dijo Michael en un tono calmado—. Jamás hubiera dejado a mi familia bajo tu protección si no fuera así. Eres un buen hombre, Harry.

Solté el aire contenido y mis hombros se relajaron.

—Bueno. —Y entonces, antes de que mi cerebro se interpusiera, añadí—: Cogí uno de los Denarios Negros, Michael. Lasciel.

Mi corazón se saltó varios latidos cuando hice aquella confesión.

Esperé sorpresa, horror, enfado, tal vez algo de desprecio.

En lugar de todo aquello, Michael se limitó a asentir.

—Lo sé.

Parpadeé.

—¿Qué?

—Lo sé —repitió.

—Lo sabes. ¿Lo sabías?

—Sí. Estaba tirando la basura cuando pasó el coche de Nicodemus. Lo vi todo. Vi como protegías a mi hijo menor.

Me mordí el labio.

—Y… bueno, ¿no vas a azotarme y arrastrarme a la suite privada del manicomio de los denarios perdidos, verdad?

—No seas ridículo —dijo Michael—. Recuerda que los caballeros de la Cruz no fueron fundados para destruir a los denarios. Se nos fundó para salvarlos de los caídos. Es por lo tanto mi deber ayudarte en todo lo que pueda. Puedo ayudarte a deshacerte de la moneda si es eso lo que quieres. Sin embargo, es mejor si eliges hacerlo tú mismo.

—En realidad no necesito deshacerme de ella —dije—. No la he sacado. La enterré. Nunca la he usado.

Michael parecía sorprendido.

—¿No? Eso son buenas noticias. Aunque imagino que la sombra del caído sigue intentando persuadirte para que lo hagas, ¿verdad?

Esta vez la carcajada mental fue algo más clara. Pensé con todas mis fuerzas en la palabra «cállate» y la envié en dirección a Lasciel.

—Lo intenta —dije.

—Recuerda que Lasciel es una estafadora —dijo en voz baja—. Tiene miles de años de práctica. Conoce a la gente. Sabe decirte mentiras que quieres creer que son verdad. Pero existe para un solo propósito, el de corromper las voluntades y creencias de la raza humana. Nunca olvides eso.

Me estremecí.

—Sí.

—¿Puedo preguntarte qué te ha dicho? —Hizo una pausa y entrecerró los ojos—. No, espera. Déjame suponer. Se aparece ante ti como una atractiva joven. Te ofrece conocimiento, ¿verdad? Los beneficios de su experiencia.

—Sí. —Hice una pausa y añadí—. Y fuego infernal. Cuando hace falta, me asiste para que mis hechizos tengan más fuerza. Intento no usarlo demasiado.

Michael sacudió la cabeza.

—No la llaman Lasciel la Tentadora por nada. Te conoce. Sabe qué ofrecerte y cómo ofrecértelo.

—Tienes mucha razón. —Hice otra pausa, luego añadí—: A veces me asusta.

—Tienes que deshacerte de la moneda —dijo con amable urgencia.

—Me encantaría —dije—. ¿Cómo?

—Renuncia a la moneda por tu propia voluntad. Y aparta a un lado tu poder. Si lo haces, la sombra de Lasciel se empequeñecerá con él y se marchitará.

—¿Qué quieres decir con que aparte a un lado mi poder?

—Deja a un lado tu magia —dijo—. Renuncia a ella. Para siempre.

—Y una mierda.

Hizo una mueca y apartó la vista.

El resto del trayecto hasta su casa se desarrolló en silencio. Cuando llegamos, le dije a Michael:

—Las cosas de Molly están en mi casa. Me gustaría llevarla para que las recoja. Tengo que hablar con ella, esta noche, mientras todo está fresco. La traeré de vuelta en un par de horas como máximo.

Michael miró con preocupación a su hija dormida, pero asintió.

—Muy bien. —Salió y cerró la puerta, acto seguido se apoyó sobre la ventanilla y dijo—: ¿Puedo pedirte dos cosas?

—Dispara.

Lanzó una mirada hacia su casa y dijo:

—¿Has considerado la posibilidad de que la misión más reciente a la que me envió el Señor no tuviera el fin de proteger a mi hija? ¿Qué no era Su intención usarte a ti para protegerla?

—¿Adónde quieres llegar?

—Solo a que es enteramente posible, Harry Dresden, que todo este asunto, de principio a fin, haya sido orquestado para protegerte a ti, que cuando fui a ayudar a Luccio y sus alumnos no liberé a Molly, sino que evité que te enfrentaras al Consejo. Que su situación como nueva aprendiz tuya tiene menos que ver con protegerla a ella que con protegerte a ti.

—¿Eh? —repliqué confundido.

Miró a su hija.

—Los niños tienen su propia clase de poder. Cuando les estás enseñando, protegiéndolos, eres más de lo que pensabas que podrías llegar a ser. Más comprensivo, más paciente, más capaz, más sabio. Tal vez esta niña adoptada por tu poder haga eso mismo por ti. Quizás sea lo que está destinada a hacer.

—Si el Señor estuviera tan interesado en ayudarme, ¿cómo es que no mandó a nadie para salvarme de Cassius, uno de los matones personales de Nick? A mí me parece una situación propicia para un rescate. —Michael se encogió de hombros y abrió la boca para hablar—. Y no me digas nada de sendas misteriosas. —Cerró la boca y sonrió—. Es algo muy confuso —admití.

—¿El qué?

—La vida. Te veré en un par de horas. —Me ofreció su mano. La estreché.

—No conozco otra manera de acabar con la influencia de Lasciel, pero eso no significa que no exista alguna. Si vas a cambiar de opinión respecto a la moneda, Harry, si quieres deshacerte de ella, te prometo que estaré allí para ayudarte.

—Gracias —dije, y lo decía en serio.

Su expresión se tornó sobria entonces.

—Y si caes en la tentación. Si te unes al caído o eres atrapado por su voluntad… —Tocó la empuñadura de su espada y su rostro se volvió de granito sólido por mor de la determinación que le confería el Viejo Testamento. Aquello dejaba el fanatismo de Morgan a la altura del betún—. Si cambias, también estaré allí. —El miedo me golpeó como una ola helada. Mierda.

Tragué saliva, y mis manos temblaron en el volante del Escarabajo. No había rastro de amenaza en la voz o el rostro de Michael. Simplemente estaba enunciando un hecho.

La marca en la palma de mi mano ardía y por primera vez pensé seriamente que tal vez confiaba demasiado en mi habilidad para tratar con Lasciel. ¿Y si Michael tenía razón? ¿Y si la cagaba y acababa como aquel pobre bastardo de Rasmussen, un asesino en serie potenciado por un demonio?

—Si eso ocurre —dije, y mi voz era un susurro seco—, te quiero allí.

Vi en sus ojos que aquella idea le gustaba tan poco como a mí; no obstante, era incapaz de hacer otra cosa que no fuera ser totalmente honesto conmigo. Era mi amigo y estaba preocupado. Si se veía obligado a hacerme daño, lo destrozaría.

Tal vez aquellas palabras eran su propia manera inconsciente de rogarme que me deshiciera de la moneda. No podía hacerse a un lado y no hacer nada cuando las cosas iban mal, incluso si aquello significaba que tenía que matar a un amigo.

Yo respetaba aquello y lo entendía, ya que yo tampoco podía hacerlo. No podía echarme a un lado, abandonar mi magia y renunciar a mi responsabilidad de usarla para hacer el bien.

Aunque me acabara matando.

La vida puede ser algo confuso. A veces parece que mientras más viejo me hago, más confuso estoy. Voy hacia atrás como los cangrejos. Creía que era al revés, que debería volverme más sabio. En lugar de eso me sigo topando con mi relativa insignificancia en el gran plan del universo. Es confusa la vida, sí.

Pero gana por goleada a la alternativa.

Regresé a mi casa. Dejé dormir a la chica hasta que llegamos y entonces le toqué el hombro con una mano. Se despertó enseguida, parpadeando confusa y cansada.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En mi casa —dije—. Tenemos que hablar.

Parpadeó varias veces más y luego asintió.

—¿Por qué?

—Porque debes comprender algo. Vamos.

Salimos del coche. La llevé a los escalones que conducían a la entrada de mi casa y dije:

—Ponte a mi lado. —Lo hizo. Tomé su mano izquierda y le dije—: Extiende los dedos y cierra los ojos. Ahora concéntrate. Veamos qué eres capaz de sentir.

Arrugó la cara.

—Hum —dijo, balanceándose adelante y atrás inquieta—. ¿Hay… presión? Oh, tal vez un zumbido. Como postes de electricidad.

—Te estás acercando —dije, y le solté la muñeca—. Lo que sientes son algunas de las energías que he usado para proteger mi apartamento. Si tratas de entrar sin anularlas, te llevarías una descarga eléctrica tan fuerte que dejaría poco más de ti que una mancha de tizne en el suelo.

Me miró parpadeando, luego dio un respingo y apartó la mano bruscamente.

—Te daré un amuleto para que puedas pasar hasta que esté seguro de que eres capaz de desactivar los conjuros y volverlos a activar. Pero esta noche no trates de abrir la puerta. Ni para entrar ni para salir. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo.

Entramos. Mi servicio de limpieza había venido. Molly había dejado una mochila con ropa y otras cosas tirada en uno de los sofás de mi apartamento. Ahora la bolsa estaba cerrada y parecía sospechosamente poco abultada. Estoy seguro de que el servicio de limpieza había doblado y organizado la mochila de tal manera que todo cupiera sin apretujones.

Molly echó un vistazo a su alrededor, sorprendida.

—¿Cómo entra tu doncella?

—No sé a lo que te refieres —dije, porque no se puede hablar de los criados de las hadas sin que se vayan para no volver. Señalé el sillón junto a su mochila y dije—: Siéntate.

Lo hizo, aunque noté que el tono perentorio no la inquietó.

Me senté en una silla frente al sofá. Al tiempo que lo hacía, Míster salió del dormitorio y enseguida se enrolló en una de las piernas de Molly, ronroneando y saludando.

—De acuerdo, pequeña —dije—. Hemos sobrevivido. Mis planes para cubrir esta contingencia eran limitados.

Me miró confusa.

—¿Qué?

—No creía que fuera a sacar esto adelante. ¿Entrar en una capital de las hadas? ¿Imponerme al Consejo de Veteranos? ¿Todos aquellos monstruos de película? ¿Tu madre? Demonios, me sorprende que haya sobrevivido a todo eso y encima te haya salvado.

—Pe… pero… —Frunció el ceño—. Nunca pareció que… quiero decir, parecía que lo tenías todo bajo control. Parecías muy seguro de lo que iba a ocurrir.

—La regla número uno del negocio de la magia —dije—. No dejes que noten que estás sudando. La gente espera de nosotros que lo sepamos todo. A veces es una gran ventaja. No la cagues dando la impresión de que estás tan confuso como el resto de la gente. Es malo para tu imagen.

Me sonrió un poco.

—Ya veo —dijo. Bajó la mano para acariciar a Míster y murmuró—: Debo de tener un aspecto terrible.

—Ha sido un día duro —dije—. Mira. Tenemos que hablar sobre dónde vas a vivir. Tengo entendido que has decidido romper lo tuyo con Nelson. Lo pillé cuando le pagamos la fianza.

Asintió.

—Bien. Es inapropiado que te quedes con él entonces. Eso sin contar con que va a necesitar tiempo para recuperarse.

—No puedo quedarme en casa —dijo en voz baja—. Después de todo lo que ha pasado… y mi madre nunca entenderá el asunto de la magia. Cree que todo lo referente a ella es malo. Si estoy allí, voy a confundir y asustar a los pequeños jawas. Mamá y yo discutiremos todo el tiempo.

Gruñí.

—Tienes que quedarte en otro sitio. Lo decidiremos lo antes posible.

—De acuerdo —dije.

—Lo siguiente que has de saber es que de momento no tienes ninguna margen de error —dije—. En pocas palabras: no se te permite ninguno. No puedes decir «ups». La primera vez que la cagues y te sumerjas un poco más en los malos hábitos nos matas a los dos. Voy a ser duro contigo algunas veces, Molly. Tengo que serlo. Es por mi supervivencia y la tuya. ¿Lo pillas?

—Sí —dijo.

Gruñí, me levanté y entré en mi diminuto dormitorio. Rebusqué en el armario y encontré una vieja túnica marrón de aprendiz que uno de los nuevos centinelas había dejado en mi casa tras una de las reuniones locales. La saqué y se la di a Molly.

—Guarda esto donde tengas acceso a ella. Me acompañarás en las reuniones del Consejo, es tu atuendo formal. —Fruncí el ceño y me froté la cabeza—. Dios, necesito una aspirina. ¿Tienes hambre?

Molly negó con la cabeza.

—Pero estoy hecha un desastre. ¿Te importa si me lavo un poco?

La miré y suspiré.

—No. Hazlo y te quitas eso de la cabeza. —Me levanté y fui a la cocina al tiempo que murmuraba un pequeño hechizo y varias velas se encendían a mi paso, incluida una cerca de la chica. Molly cogió la túnica, la vela y la mochila y desapareció dentro de mi habitación.

Miré la fresquera. Las hadas solían traer algo de comida para proveer la fresquera y la despensa cuando venían a limpiar, pero sus ideas de lo que constituía una dieta sana eran a veces extrañas. Una vez abrí la despensa y solo encontré cajas y cajas de cereales azucarados. Estuve a punto de contraer diabetes y Thomas, que nunca llegó a estar seguro de dónde provenía la comida, declaró que me había convertido en un adicto a ellos.

En general no eran tan extremistas, aunque mis criados solían hacer demasiado hincapié en las pizzas congeladas y, con un fervor casi religioso, mantenían la fresquera bien provista de hielo para que no se estropearan. Cuando calculaba que les tocaba venir dejaba a veces una pizza casi intacta para ellos y continuaba así con mi desvergonzada política de soborno para conservar los favores de la gente pequeña.

Estaba demasiado cansado para ponerme a cocinar, y de todas maneras no iba a cogerle el sabor a nada, así que metí varias salchichas entre dos piezas de pan junto a un par de hojas de lechuga, y lo engullí.

Saqué algo de hielo y lo metí en una jarra que acto seguido llené de agua. Cogí un vaso y vertí en él agua helada. Entonces yo, mi vaso y mi jarra nos acercamos relajadamente a la chimenea. Solté la jarra en la repisa, encendí el fuego con un hechizo de ignición que no me supuso esfuerzo alguno y esperé lo inevitable mientras daba sorbos al agua fría y miraba al fuego. Míster me hacía compañía desde lo alto de una estantería de libros.

Molly tardó un rato en terminar, si bien menos de lo que yo esperaba. Al final, la puerta del dormitorio se abrió y la chica apareció en ella.

Se había duchado. Su pelo color algodón de azúcar le caía lacio por los hombros. Se había quitado el maquillaje, pero había puntos rosas sobre sus mejillas que poco tenían que ver con la cosmética. Los varios piercings a la vista brillaron con un tono naranja causado por el fuego de la chimenea. Estaba descalza. Y llevaba la túnica marrón. Arqueé una ceja y esperé.

Se sonrojó más si cabe y entonces caminó hacia mí con lentitud, hasta que estuvo a pocos centímetros de donde me sentaba.

No le ofrecí nada a lo que aferrarse. Ninguna expresión. Ni una palabra. Solo silencio.

—Tú me viste —susurró—. Y yo te vi a ti.

—Así funciona —confirmé con voz tranquila y neutral. Ella se estremeció.

—Vi la clase de hombre que eres. Amable. Gentil. —Sus ojos se encontraron con los míos—. Solitario. Y… —Se ruborizó un tono más—. Y hambriento. Nadie te ha tocado en mucho tiempo.

Levantó una mano y la puso en mi pecho. Sus dedos eran muy cálidos y una ondulante sensación puramente biológica pasó por mi tonto cerebro y me recorrió como una ola de placer… y necesidad. Miré la mano pálida de Molly. Su palma surcó mi pecho sin tocarme apenas, un lento y concentrado círculo. Me sentí disgustado conmigo mismo por mi reacción. Demonios, conocía a aquella chica desde antes de que tuviera que preocuparse de usar productos de higiene femenina.

Me las arreglé para evitar que mi ejército de hormonas comenzara a gemir y jadear, pero mi voz se volvió dos tonos más ronca.

—También es cierto.

Me miró de nuevo, con los ojos muy abiertos, lo bastante profundos y azules como para que me ahogara en ellos.

—Me has salvado la vida —continuó, y sentí como su voz temblaba—. Me vas a enseñar todo lo que sabes. Yo… —Se relamió los labios y movió los hombros. La túnica marrón se deslizó por ellos hasta el suelo.

El tatuaje que empezaba en su cuello le bajaba hasta su pezón perforado. Tenía otras tachuelas y aros en lugares donde yo albergaba sospechas de su presencia aunque hasta aquel momento no las había confirmado. Se estremeció y respiró más deprisa. La luz de la chimenea jugueteaba con sus contornos.

Las había visto mejores que ella. No obstante, aquellas otras utilizaron su apariencia para conseguir algo de mí y la diferencia se basaba sobre todo en términos de presentación. Molly no contaba con mucha experiencia mostrándose a un hombre o sacando partido a su coquetería. Debería haber adoptado una postura diferente: arqueado la espalda, contoneado las caderas u ostentado una expresión de sensual interés para incitarme a ir tras ella. Si lo hubiera hecho así, sería la viva imagen de la diosa patrona de la juventud corrupta.

No obstante, lo que tenía ante mí era a una chica insegura, asustada y demasiado ingenua —o quizás honesta— para parecer otra cosa que una niña sincera, confiada y aterrada. Era real, frágil y preciosa. Mis emociones se unieron a mis glándulas y se agruparon, gritando que lo que necesitaba era aceptación y que lo más amable que podía hacer por ella era darle un abrazo y decirle que todo iba a ir bien… y que si después pasaba algo, ¿quién me iba a culpar?

Yo mismo. Así que la miré sin cambiar de expresión.

—Quiero aprender de ti —dijo—. Quiero hacer todo lo que pueda para ayudarte. Para agradecerte. Quiero que me enseñes cosas.

—¿Qué cosas? —pregunté en un tono tranquilo y mesurado.

Se volvió a relamer los labios.

—Todo. Enséñamelo todo.

—¿Estás segura? —le pregunté.

Asintió, con los ojos de par en par, las pupilas tan dilatadas que solo un leve anillo azul permanecía alrededor de ellas.

—Enséñame —susurró.

Toqué su rostro con los dedos de mi mano derecha.

—Arrodíllate —le dije—. Cierra los ojos.

Eso hizo, temblando. Su respiración aumentó de ritmo, estaba excitada.

Sin embargo, aquello terminó cuando cogí la jarra de agua helada de la repisa y se la eché por la cabeza.

Soltó un chillido y se cayó hacia atrás. Le hicieron falta al menos diez segundos para recuperarse del shock del frío, y para entonces estaba jadeando y temblando con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa y la confusión. Y además con una especie de profundo e intenso dolor en su semblante.

Me puse de rodillas para colocarme frente a ella.

—Lección una. Esto no va a suceder, Molly —dije con la misma voz calmada y amable—. Que te entre en la cabeza ahora mismo. Nunca va a suceder.

Le tembló el labio inferior y bajó la cabeza con los hombros temblorosos.

Me propiné a mí mismo una bofetada mental y cogí una manta del sofá y se la puse encima de los hombros.

—Ponte junto al fuego y caliéntate.

Tardó un momento en recomponerse, pero lo hizo. Encorvó los hombros bajo la manta, temblorosa y humillada.

—Sabías… —dijo con voz temblorosa— que haría esto.

—Estaba bastante seguro —convine.

—Por la visión del alma —aventuró.

—En realidad no tiene nada que ver con eso —respondí—. Supuse que debía de existir una razón por la que no me pidieras ayuda cuando descubriste tus poderes. Imaginé que llevabas interesada en mí un tiempo. Que no querías que tu estrella de rock favorita te viera aporreando una guitarra de tal modo que lo primero que pensara es que eras una incompetente.

Se estremeció y se sonrojó más.

—No. No es así…

Claro que era así. Pero ya le había dado bastante caña.

—Si tú lo dices… —respondí—. Molly, puede que tu madre y tú os llevéis como el perro y el gato, pero sois más parecidas de lo que piensas.

—Eso no es cierto.

—Está algo trillado pero es cierto, muchas mujeres buscan a hombres que les recuerdan a sus padres. Tu padre lucha contra monstruos. Yo lucho contra monstruos. Tu padre rescató a tu madre de un dragón. Yo te rescaté de Arctis Tor. ¿Te das cuenta del patrón?

Abrió la boca y luego miró al fuego, hosca; no estaba enfadada, sino más bien pensativa.

—Además, vienes de estar muy asustada. No tienes dónde quedarte. Y soy el tipo que está tratando de ayudarte. —Sacudí la cabeza—. Pero incluso si no hubiera magia involucrada, tampoco pasaría. He hecho algunas cosas de las que no estoy orgulloso. No voy a aprovecharme de tu confianza.

»Lo que vamos a tener no es una relación entre iguales. Yo enseño, tú aprendes. Yo te digo que hagas algo, tú lo haces si sabes lo que te conviene.

Un toque de resentimiento puramente adolescente brillaba en sus ojos.

—Ni lo pienses —continué—. Molly, perforarte el cuerpo, teñirte y tatuarte porque quieres romper las reglas es una cosa. Con lo que estamos lidiando ahora es algo completamente distinto. Un tinte mal puesto te afecta solo a ti. Si la cagas con la magia, alguien, o muchos álguienes, resultarán heridos. Así que harás lo que yo te diga cuando yo lo diga y lo harás porque no quieres matar a nadie. Ni morir tú. Ese fue nuestro trato, estuviste de acuerdo con él.

No dijo nada. La rabia se había borrado de su cara, pero aquel rastro de rebelde resentimiento seguía allí.

Arrugué los ojos, apreté los puños y siseé una única palabra. La chimenea estalló en un repentino y fiero ciclón. Molly se apartó de un respingo, con un brazo levantado para protegerse los ojos.

Cuando lo bajó yo estaba a un palmo de su cara.

—No soy tus padres, pequeña —dije—. Y no tienes tiempo para seguir jugando a la adolescente rebelde. Este es el trato. Harás lo que digo o no sobrevivirás. —Me acerqué más y la miré de la forma que reservo para los demonios que me atacan o la gente que hace encuestas en los centros comerciales—. Molly, ¿albergas alguna duda, ni una sola, de que puedo obligarte a hacerlo si me da la jodida gana?

Tragó saliva. El desafío en sus ojos se destrozó de repente como un diamante golpeado en el punto exacto. Se echó a temblar debajo de la manta.

—No, señor —dijo con una voz diminuta.

Asentí. Se quedó sentada, temblorosa y asustada. Aquel había sido el objetivo del ejercicio: hacerle perder el equilibrio mientras estaba tambaleante tras los recientes sucesos, que captara la noción de lo que le esperaba. Era absolutamente necesario que entendiera cómo iban a desarrollarse las cosas hasta que tuviera el poder bajo control. Cualquier otra cosa que no fuera una cooperación voluntaria la mataría.

No obstante, era difícil recordarlo si la miraba fijamente y la veía temblar con los ojos clavados en el fuego, que convertía sus lágrimas en reflejos dorados que le resbalaban por las mejillas. Le rompía a uno el corazón, de verdad. Era tan jodidamente joven.

Así que me agaché y le di el abrazo que necesitaba.

—No pasa nada si tienes miedo, pequeña. Pero no te preocupes. Todo va a salir bien.

Se apoyó contra mí, temblorosa. Se lo permití durante un momento y luego me levanté.

—Vístete y recoge tus cosas —ordené.

—¿Por qué? —me preguntó.

Arqueé una ceja. Se ruborizó, cogió la túnica y entró a toda prisa en el dormitorio. Yo ya tenía mi guardapolvos puesto y estaba listo para partir cuando salió. La conduje hasta el coche y nos fuimos.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Eso espero. Vas a tardar mucho tiempo en aprender si no las haces.

Sonrió un poco.

—¿Adónde vamos?

—A tus nuevos aposentos —dije.

Me miró con acritud, pero se volvió a acomodar en su asiento.

—Oh.

Aparcamos junto a la casa de los Carpenter, llena de luces a pesar de la hora.

—Oh, no —murmuró Molly—. Dime que estás de broma.

—Vas a volver a casa.

—Pero…

Continué como si no hubiera hablado:

—No solo eso, sino que vas a hacer todo lo que esté en tu mano para ser la hija más amorosa, considerada y respetuosa del mundo mundial. Sobre todo con tu madre.

Me miró con la mandíbula colgando.

—Oh —añadí—. Y vas a volver al instituto hasta que lo termines.

Me miró fijamente durante un largo rato, luego parpadeó y dijo:

—He muerto. Y esto es el infierno.

Gruñí.

—Si no puedes controlarte lo bastante como para acabar una educación básica y llevarte bien con una casa llena de gente que te quiere entonces está claro que no podrás controlarte lo bastante para usar lo que tengo que enseñarte.

—Pero… pero…

—Considera tu regreso a casa como una lección extendida sobre respeto y autocontrol —dije alegremente—. Les preguntaré a tus padres cómo va todo al menos una vez a la semana. Te daré clases todos los días hasta que vuelvas al instituto y luego te daré cosas que leer y deberes para el…

—¿Deberes? —casi aulló.

—No interrumpas. Los deberes solo serán los días entre semana. Daremos clase los viernes y sábados por la noche.

—Viernes y sába… —Repitió entre un suspiro y un lloriqueo—. En el infierno. Estoy en el infierno.

—Esto mejora. Entiendo que eres sexualmente activa, ¿verdad?

Se quedó con la boca abierta.

—Vamos, Molly. Esto es importante. ¿Le das al ñacañaca?

Su rostro se tornó rosado y lo escondió entre las manos.

—Yo… yo… bueno. Soy virgen.

Enarqué una ceja.

Me miró, se ruborizó, y añadió:

—Técnicamente.

—Técnicamente —repetí.

—Eh… he… explorado. Casi todas las bases.

—Ya veo —dije—. Bueno, Magallanes, nada de bases o de ir a donde ningún hombre haya ido contigo; no hasta que te asientes. El sexo complica las cosas y para ti eso podría ser malo.

—Pero…

—Y tampoco, eh… exploraciones solitarias.

Me miró, parpadeó y me preguntó sin expresión alguna:

—¿Por qué?

—Te quedarás ciega —aseguré, y caminé hasta el porche.

—Estás de broma —dijo al tiempo que se apresuraba en alcanzarme—. Eso es broma, ¿verdad? ¿Harry?

La llevé hasta su casa sin contestarle. Molly portaba una mirada desesperanzada en el rostro, como si envidiara a un criminal condenado que al menos podía esperar que el gobernador llamara en el último minuto. Sin embargo, cuando la puerta se abrió y el deleite familiar la invadió con un rugido parecido al romper de una ola, sonrió desde los ojos hasta los dedos de los pies.

Charlé educadamente con la familia durante un rato, hasta que Ratón vino cojeando hacia mí, sonriendo y meneando la cola. Había algo en su hocico que sospechaba que era miel o quizás salsa barbacoa, sin duda suministrada por un joven cómplice. Le puse la correa y me marché camino de mi coche.

Antes de llegar, Charity me alcanzó. Enarqué una ceja y esperé a que dejara de menearse nerviosa y hablara por fin.

—¿Se lo dijiste? ¿Le dijiste lo que una vez fui?

—Por supuesto que no —dije.

Dio un respingo de alivio.

—Oh.

—De nada —dije.

Me miró ceñuda.

—Si le haces daño a mi pequeña, iré a ese cuchitril que llamas oficina y te tiraré por la ventana. ¿Lo entiendes?

—Muerte por defenestración. Lo pillo.

Su ceño se resquebrajó por varios sitios y luego meneó la cabeza, una sola vez. Me abrazó tan fuerte que me dolieron las costillas y regresó a la casa sin decir palabra.

Ratón observó la escena jadeando y sonriendo feliz.

Volví a casa y dormí un poco.

Al día siguiente trabajé en el laboratorio tomando notas de todo lo que había ocurrido para que no se me olvidara nada. Bob estaba junto a mí en la mesa, ayudando con los detalles.

—Oh —dijo—. Encontré un error en el diseño de Pequeño Chicago.

Tragué saliva.

—Oh, vaya. ¿Es grave?

—Mucho. Nos saltamos una conexión en el flujo de poder. La energía guardada iba toda al mismo punto.

Arrugué la cara.

—Eso es… como un acceso de electricidad pasando por un interruptor, ¿no? O una caja de fusibles.

—Exacto —dijo Bob—. Salvo por el pequeño detalle de que tú eras el fusible. Tanta energía en un solo punto podría haberte arrancado la cabeza de los hombros.

—Pero no lo hizo —dijo.

—Pero no lo hizo —convino Bob.

—¿Cómo es posible?

—No lo es —dijo—. Alguien lo arregló.

—¿Qué? ¿Estás seguro?

—No se arregló solo —dijo Bob—. Cuando lo comprobé hace unos cuantos días la zona errónea estaba a plena vista, aunque no me diera cuenta en aquel momento. Al mirar de nuevo anoche la encontré diferente. Alguien la ha cambiado.

—¿En mi laboratorio? ¿Debajo de mi casa? ¿A pesar de todos mis conjuros de protección? Es imposible.

—No lo es —dijo Bob—. Solo muy, muy, muy, muy, muy, muy difícil. Y poco probable. Tendría que saber que tienes un laboratorio aquí abajo. Y tendría que ser capaz de pasar a través de las protecciones.

—Además de poseer un conocimiento detallado del diseño para poder trastocarlo de esa manera —dije—. Sin mencionar el hecho de que tendría que saber que existe, y nadie lo sabe.

—Muy, muy poco probable —convino Bob.

—Maldita sea.

—Eh, creía que te encantaban los misterios, Harry.

Sacudí la cabeza y estaba empezando a decirle dónde podría meterse su misterio cuando alguien llamó a la puerta.

Murphy me sonrió desde el otro lado del umbral.

—Eh. —Levantó mi escopeta—. Thomas me dijo que te trajera esto. Me pidió que te dijera que de ahora en adelante se conseguirá él mismo sus propios juguetes.

Me la tendió y la cogí.

—Ni siquiera se ha molestado en limpiarla.

Sonrió.

—De verdad, Dresden, a veces eres una nenaza.

—Es porque soy un tío sensible. ¿Quieres entrar?

Me sonrió de nuevo, pero sacudió la cabeza.

—No tengo tiempo. Tengo que ver a mi primer loquero en media hora.

—Ah —dije—. ¿Cómo está yendo todo?

—Oh, hay mucha investigación y evaluación por hacer —explicó—. Oficialmente, por supuesto.

—Por supuesto —repetí.

—Pero extraoficialmente… —Se encogió de hombros—. Voy a perder Investigaciones Especiales. Me van a descender a detective sargento.

Hice una mueca.

—¿Quién se encargará del trabajo?

—Lo más probable es que Stallings. Es el siguiente con más experiencia, tiene mejor historial que la mayoría del departamento y es respetado. —Apartó la vista de mí—. Voy a perder también la antigüedad. Toda. Así que me van a poner de compañero al detective más experimentado.

—¿Quién es? —pregunté.

—Rawlins —dijo, moviendo la boca hasta formar una sonrisa—. Lo hizo tan bien en esta que le han ascendido a Investigaciones Especiales.

—Las buenas obras no quedan sin castigo —dijo.

—¿No es cierto? —suspiró Murphy.

—¿No te gusta la idea? Parece un buen tipo.

—Lo es, lo es —afirmó Murphy arrugando la nariz—. Pero conoció a mi padre.

—¡Oh! —exclamé—. Y es posible que tengas problemas con eso.

—Remotamente —dijo—. ¿Qué me dices de ti? ¿Estás bien?

La miré a los ojos unos segundos y luego aparté la vista.

—Yo… eh… estaré bien.

Asintió, y acto seguido dio un paso adelante y me abrazó. Mis brazos la rodearon sin que yo les dijera que lo hicieran. No era un abrazo tenso y cargado de significado. Era mi amiga. Estaba exhausta y preocupada y sufriendo, y lo que más valoraba había sido mancillado y manchado. Sin embargo, estaba preocupada por mí. Me estaba dando un abrazo. Al hacerlo, pretendía decirme que todo iría bien.

Me sentí muy bien durante un rato. Nos separamos al mismo tiempo sin que resultara extraño. Me sonrió con un poco de amargura y miró su reloj.

—Tengo que irme.

—Vale —dije—. Gracias, Murph.

Se marchó. Un rato después sonó el teléfono. Respondí.

—¿Fue todo bien con la chica? —me preguntó Thomas.

—Bastante bien —admití—. ¿Estás bien?

—Sí —respondió.

—¿Necesitas algo? —Como por ejemplo hablar de que se estaba alimentando de nuevo de gente y ganando dinero al mismo tiempo.

—Nada de particular —me dijo. Estaba seguro de que había oído la pregunta no formulada, porque su tono de voz portaba una frialdad inamovible que me instaba a no forzar nada. Thomas era mi hermano. Podía esperar.

—¿Qué pasa con Murphy? —me preguntó.

Le conté lo del trabajo.

Guardó silencio un segundo, molesto, y repitió:

—Pero ¿qué pasa con Murphy?

Arrugué la cara y me hundí cabizbajo en el sofá.

—No pasa nada con ella. No está interesada.

—¿Cómo lo sabes? —me preguntó.

—Me lo dijo.

—Te lo dijo.

—Me lo dijo.

Suspiró.

—Y la creíste.

—Bueno —dije—. Sí.

—Tuve una charla con ella cuando me llevó a casa —dijo.

—¿Una charla?

—Una charla. Quería averiguar algo.

—¿Qué querías averiguar? —pregunté.

—Algo.

—¿Qué?

—Que los dos sois unos idiotas estirados —dijo en tono molesto, y me colgó.

Miré el teléfono con odio durante un minuto, murmuré un par de palabras sobre lo que pensaba de mi medio hermano y luego saqué mi guitarra y me esforcé por tocar algo parecido a música durante un rato. A veces me resultaba fácil pensar mientras tocaba, el tiempo pasaba deprisa. Toqué y reflexioné hasta que alguien llamó a la puerta. Dejé la guitarra a un lado y fui a ver quién era.

Ebenezar estaba al otro lado. Hizo un gesto con la cabeza y me saludó con cautela cuando abrí la puerta.

—¿Te parece bien este calor? —me preguntó el viejo mago.

—Casi —dije—. Entra.

Lo hizo, y pillé un par de cervezas y le ofrecí una.

—¿Qué hay?

—Dímelo tú —dijo.

Entonces le relaté los acontecimientos de los últimos días, sobre todo mis tratos con Lily, Fix, Maeve y Mab. Ebenezar escuchó en silencio.

—Vaya lío —dijo cuando terminé.

—Ya te digo. —Le di un sorbo a mi cerveza—. ¿Sabes lo que pienso?

Se terminó la cerveza y sacudió la cabeza.

—Creo que han jugado con nosotros.

—¿La señora del Verano?

Negué con la cabeza.

—Creo que a Lily la arrastraron a esto tanto como a nosotros.

Arrugó la frente y se frotó la cabeza con la palma.

—¿Cómo es eso?

—Es la parte que no entiendo —dije—. Creo que alguien le tendió una trampa a Molly para que se convirtiera en un faro para los traedores. Y estoy jodidamente seguro de que no fue un accidente que se la llevaran a un Arctis Tor con las defensas tan bajas. Alguien me quería allí, en Arctis Tor.

Ebenezar frunció los labios.

—¿Quién?

—Creo que una de las reinas nos utilizó para tomar ventaja respecto a alguna de las otras. Pero que me cuelguen si te sé decir cómo.

—¿Crees que Mab está loca de verdad?

—Creo que es difícil saber la diferencia —dije amargo—. Lily lo cree. Pero Lily no era famosa por su intelecto antes de convertirse en la señora del Verano. —Sacudí la cabeza—. Si Mab está chiflada de verdad, vamos a acabar mal.

El viejo asintió.

—¿Y desde cuando puedes hacer una tortilla sin romper los huevos? Creo que alguien estaba usando a Mab con algún fin. Como todos los que han sido embaucados durante este tiempo.

—¿Embaucados?

Asentí.

—Sí. Comenzando por Victor Sells hace unos años. Luego esos tarados del FBI con los cinturones de lobo. Creo que hay un tipo que quiere hacer cosas sin…

—O una tipa —sugirió Ebenezar.

—Sin mancharse las manos —concluí—. Piensa en todas esas cosas correteando por ahí con más poder del que deberían tener o mejor conectadas de lo que deberían. La sombra, los lupinos zoomorfos, la Pesadilla, la anterior señora del Verano… y eso solo para empezar. La Corte Roja es mucho más peligrosa de lo que nadie hubiera pensado que sería.

Ebenezar se quedó pensativo y asintió.

—Creo que quienquiera que esté detrás manejando los hilos trató de usar a Mab y consiguió más de lo que esperaba. Creo que de eso iba el ataque a Arctis Tor. Tal vez trataron de derrocarla antes de que se volviera contra ellos.

—Y lo haría sin dudarlo.

—Por supuesto que lo haría. Es Mab. Mantendría el trato que hicieran, pero no es del tipo de persona que acepte que le den órdenes.

—Adelante, chico —dijo Ebenezar amable—. Tienes hechos. ¿Adónde te llevan?

Bajé mi voz hasta un mero susurro.

—Un nuevo poder anda suelto por ahí. Algo grande, inteligente, fuerte y escurridizo. Algo con mucha fuerza y que sabe lo que hace con la magia. —Me relamí los labios—. Une eso a las pruebas de varios acontecimientos recientes con poderes extraños. Los cinturones de lobo que les dieron a esos pobres bastardos del FBI. La magia negra que le enseñaron a don nadies como la Sombra y Pesadilla. Vampiros entrenándose en la hechicería. El fuego infernal que usaron en Arctis Tor. Y, por supuesto, el traidor con un alto cargo en el Consejo Blanco. Todos esos hechos juntos no apuntan solo a una persona. Indican la existencia de una organización. —Miré al viejo fijamente—. Y tienen a magos entre los suyos. Es probable que a varios.

Ebenezar gruñó.

—Maldita sea.

—¿Maldita sea?

—Tenía la esperanza de estar volviéndome senil. Llegué a esa misma conclusión. —Asentí—. Chico, ni una palabra de esto. A nadie. Estoy seguro de que esta información vale tanto como tu vida. —Sacudió la cabeza—. Déjame pensar quién más debería saberlo.

—Rashid —dije con voz firme—. Cuéntaselo al guardián de la puerta.

Ebenezar frunció el ceño, aunque lo que parecía era cansado.

—Es probable que ya lo sepa. Ya lo sabía al principio. Tal vez te encaminó en una dirección determinada para que llegaras a tus propias conclusiones. Suponiendo que no te usara para atizarle a un nido de avispas y ver que sucedía.

Lo que no era un pensamiento muy agradable. Si Ebenezar tenía razón, podía contarme como uno de los peones en juego por cortesía del guardián de la puerta.

—¿No quieres decírselo? —pregunté.

—Rashid es difícil de entender —dijo Ebenezar—. Hace tres o cuatro años no me lo hubiera pensado dos veces, pero con todo lo que ha pasado… desde que Simon murió… —Se encogió de hombros—. Es mejor tener cautela. No podemos volver a meter al genio en la lámpara una vez que ha salido.

—O tal vez es lo peor que podríamos hacer —dije—. Tal vez es con los que estos… gilipollas del Consejo Negro cuentan.

Me miró con intensidad.

—¿Por qué los llamas así?

—¿Consejo Negro? —Me encogí de hombros—. ¿Por qué no? Es mejor que la Legión del Mal.

Me miró otro momento y luego se encogió de hombros.

—Los tiempos están cambiando, Hoss. Eso está claro. —Apuró su cerveza—. Siempre pasa. Sé que vas a hacer lo que crees que debes hacer. Sin embargo, tengo que pedirte que seas muy cauteloso, Hoss. Todavía no sabemos qué aspecto tienen nuestros enemigos. Lo que significa que tendremos que escoger a nuestros aliados con sumo cuidado.

—¿Lo que quiere decir que no vamos a molestar al Consejo Blanco y a los centinelas con este asunto? —pregunté en tono seco.

Gruñó afirmativamente.

—No olvides el otro cabo suelto.

Fruncí el ceño y pensé en ello.

—Eh —dije—. Tienes razón. ¿Quién conducía el coche que se echó encima del mío?

—Exacto —dijo.

—Más misterios.

—Pensaba que eras un investigador profesional, Hoss —se burló—. Todo este asunto debería resultarte divertido.

—Sí, diversión, diversión. No paro de divertirme.

Sonrió.

—Uf. No es una buena noticia que Invierno no esté a nuestro lado contra los Rojos, pero podía haber sido peor. Y hemos aprendido una valiosa lección.

Gruñí.

—El traidor del Consejo. Alguien tuvo que decirles a los Rojos dónde estaba escondido el campamento de Luccio.

—Sí —dijo, y se echó hacia delante—. Y aparte de Luccio solo cuatro personas lo sabían.

Enarqué las cejas.

—¿Morgan?

—Ese es uno —convino—. Indio Joe, el merlín y Antigua Mai eran los otros.

Silbé lentamente.

—Pesos pesados. Pero saca a Morgan de la lista. Él no lo hizo.

Ebenezar levantó las cejas.

—¿No?

Sacudí la cabeza.

—El tipo es un capullo —dije—, pero es legal. No debemos contarle nada, pero no es un traidor.

Ebenezar se quedó pensando un momento y luego asintió lentamente.

—Muy bien entonces. Apuesto por Indio Joe.

—¿Entonces ahora qué? —le pregunté.

—Observarlos —dijo—. Esperar. Que no se sepa lo que sabemos. No tendremos más de una ocasión para pillarlos con la guardia baja. Cuando nos movamos, tendrá que dolerles.

Miré pensativo mi botella vacía.

—Esperamos. Escondidos entre los arbustos. Sin llamar la atención. Lo pillo.

—Hoss —dijo mi viejo profesor con calma—. Lo que hiciste por esa chica…

—Sí —dije agitando la mano en el aire—. Una estupidez. El merlín va a estar muy mosqueado conmigo. Es probable que insista en que vaya a misiones de tiro, con la esperanza de que alguien me elimine y le quite la espina que tiene clavada conmigo.

—Cierto —dijo Ebenezar—. Pero lo que quería decir es que lo que hiciste fue jodidamente valiente. Según he oído, estabas dispuesto a enfrentarte al que fuera si hubieras tenido que hacerlo.

—No hubiera durado mucho.

—No, pero eso no es lo importante. —Se puso derecho, algo mecánicamente, y dijo—: Estoy orgulloso de ti, chico.

Algo dentro de mí se derritió.

—Ya sabes —dije—. Siempre me has dicho que no estuviste en mi juicio. Que el Consejo te cargó conmigo porque te lo perdiste. Creo que no es verdad.

Gruñó.

—Fue en latín, entonces yo no lo entendía. Y además tenía esa capucha en la cabeza, de tal modo que no veía a nadie. Pero alguien tuvo que defenderme, como yo hice con Molly.

—Puede ser. —Encogió un hombro—. Me estoy haciendo viejo, Hoss. Se me olvidan algunas cosas.

—Ah —dije—. ¿Sabes? Me he perdido tres o cuatro comidas últimamente. Conozco un pequeño local que tiene el mejor espagueti de la ciudad.

Ebenezar se quedó helado donde estaba, como un hombre que va caminando por el hielo y de repente oye algo romperse.

—Oh —dijo con cautela.

—Tienen también ese pan para acompañar. Y está al lado del campus, así que hay camareras muy monas.

—Suena prometedor —dijo Ebenezar—. Me entra hambre solo de escucharlo.

—Claro —dije—. Deja que me ponga los zapatos. Si nos damos prisa llegaremos antes de que nos quiten mesa para la cena.

Nos miramos un largo momento, y mi viejo profesor inclinó la cabeza. Aquel gesto conllevaba muchas cosas. Disculpa. Gratitud. Felicidad. Perdón. Afecto. Orgullo.

—¿Quieres que conduzca yo? —preguntó.

Yo también incliné la cabeza.

—Eso me gustaría mucho, señor.