5

Después hubo otro silencio intenso, hasta que Ebenezar dobló los dedos, haciendo crujir los nudillos.

—¿Quién opta al puesto de Simon?

Martha negó con la cabeza.

—Supongo que el merlín propondrá a uno de los alemanes.

Ebenezar gruñó.

—Les saco cincuenta años de experiencia a las madres de todos esos.

—Eso da igual —contestó Martha—. Ya hay demasiados americanos en el Consejo de Ancianos para el gusto del merlín.

El Indio Joe rascó el pecho de Pequeño Hermano y añadió: —Típico. El único americano de verdad en el Consejo de Veteranos soy yo. Vosotros no sois más que unos advenedizos recién llegados.

Ebenezar le dedicó al Indio Joe una sonrisa cansada.

—Al merlín no le gustará nada que presentes tu candidatura ahora —señaló Martha.

Ebenezar resopló.

—Ya, y no sabes cuánto me preocupa eso.

Martha frunció el ceño y apretó los labios.

—Será mejor que vayamos subiendo, Ebenezar. Les diré que te esperen.

—Estupendo —contestó mi antiguo profesor, su tono de voz era cortante—. Adelantaos.

Y sin más que añadir, Martha y el Indio Joe se marcharon acompañados por el susurro de sus túnicas negras. Ebenezar se puso la suya y se colocó la estola carmesí. Luego volvió a coger su bastón y echó a andar con decisión hacia el centro de convenciones. Yo lo seguí en silencio, preocupado.

Me sobresalté cuando escuché de nuevo su voz.

—¿Qué tal llevas el latín, Hoss? ¿Necesitas que te traduzca?

Carraspeé.

—No. Creo que me las arreglaré.

—Muy bien. Una vez dentro, controla tu genio. Te has ganado a pulso la fama de temperamental.

Lo miré contrariado.

—Anda ya.

—Además de testarudo y de estar siempre dispuesto a llevar la contraria.

—Eso es falso.

La vieja sonrisa de Ebenezar reapareció por unos instantes, pero en ese momento llegamos al edificio donde el Consejo se iba a reunir. Me detuve.

Ebenezar hizo lo propio y se dio media vuelta.

—No quiero entrar contigo —dije—. Si esto sale mal, lo mejor para ti es que no nos vean juntos.

Ebenezar me miró extrañado y por un segundo pensé que iba a protestar.

Después movió la cabeza y entró. Le di un par de minutos y entonces subí las escaleras y entré yo también.

El edificio parecía uno de esos teatros antiguos de techos altos y arqueados, suelos de piedra pulida con alfombras rojas y varios juegos de puertas dobles que daban al teatro propiamente dicho. Seguramente el aire acondicionado habría estado funcionado a plena potencia durante todo el día, pero ahora no se oía el sonido de los ventiladores, ni de las rejillas de ventilación, y dentro del edificio hacía más calor de lo que cabría desear. Las luces también estaban apagadas. No se podía esperar que dos sistemas tan básicos y elementales como la luz y el aire acondicionado funcionaran en un edificio lleno de magos.

Todas las puertas que conducían al interior del teatro estaban cerradas salvo una, custodiada por dos hombres vestidos con las túnicas oscuras del Consejo, estolas carmesíes y las capas de color gris de los centinelas.

A uno de ellos no lo conocía, pero al otro sí, se llamaba Morgan. Morgan era tan alto como yo, pero con unos cuarenta y cinco kilos más de denso músculo. Su barba castaña y corta estaba salpicada de canas, y llevaba el pelo recogido en una larga cola de caballo. Su cara seguía igual de afilada y sombría, y su áspera voz hacía juego con su aspecto.

—Por fin —masculló al verme—. Llevo mucho tiempo esperando esto, Dresden. Por fin se va a hacer justicia.

—Y aquí hay alguien a quien se le cortado la leche del café —dije—. Ya sé que te revienta, Morgan, pero salí absuelto de los cargos. De hecho, no lo habría conseguido sin ti.

Su cara de amargado se amargó un poco más.

—Me limité a informar de tus actos al Consejo. Jamás pensé que serían tan… —escupió la palabra como si fuera una maldición— indulgentes.

Me planté delante de los dos centinelas y adelanté mi bastón. El compañero de Morgan alzó un colgante de cristal que llevaba al cuello y lo pasó por mi bastón y sobre mi cabeza, sienes, y por la parte frontal de mi cuerpo. El cristal pulsó con un suave destello al pasar sobre cada uno de mis chakras. El segundo centinela le hizo un gesto de aprobación a Morgan y yo me dispuse a atravesar la puerta para entrar en el teatro.

Una mano ancha me detuvo.

—No —dijo—. Aún no. Trae a los perros.

El otro centinela pareció extrañado, pero no dijo nada. Dio media vuelta y se metió en el teatro. Un momento después surgía de nuevo, acompañado por un par de canes custodios.

Muy a mi pesar, tragué saliva y di medio paso atrás.

—No te pases, Morgan. No estoy hechizado y no llevo ninguna bomba encima. No soy de los que se suicidan.

—Entonces no te importará que lo comprobemos —dijo Morgan. Me sonrió con sorna y dio un paso hacia delante.

Los canes custodios se acercaron con él. No eran perros de verdad. A mí me gustan los perros. Estos eran estatuas hechas de una especie de piedra verde grisácea cuyos hombros me llegaban a la altura de la cintura. Su boca era ancha y sus ojos grandes como las estatuas de perros que hay en los templos chinos, además tenían barbas rizadas y crines. No eran de carne y hueso, y se movían con una agilidad plúmbea, pero rápida. Sus músculos de piedra se contraían bajo la piel, como ocurre con los seres vivos. Morgan les tocó la cabeza y murmuró algo demasiado débilmente para que yo lo descifrara. Al escucharlo, los canes custodios me miraron y comenzaron a moverse en círculos a mi alrededor con la cabeza gacha, mientras el suelo temblaba bajo su peso.

Sabía que estaban hechizados para detectar cualquiera de las numerosas amenazas que se ciernen sobre una reunión del Consejo. Pero no eran seres pensantes, sino meros mecanismos programados con un juego muy simple de respuestas a determinados estímulos. Aunque los canes custodios habían salvado vidas en alguna ocasión, también se habían producido accidentes y no sabía si mi encuentro con Mab podía haber dejado algún rastro que los pusiera en guardia.

Los perros se detuvieron y uno de ellos emitió un gruñido que sonó como cuando una excavadora hace añicos una roca. Me puse tenso y miré al perro que estaba a mi derecha. Arrugó el hocico para mostrar unos colmillos oscuros y brillantes, y sus ojos vacíos estaban fijos en mi mano izquierda, la que Mab había herido a modo de demostración.

Tragué saliva y me quedé inmóvil mientras intentaba pensar en algo inocente.

—Hay algo en ti que no les gusta, Dresden —dijo Morgan. Casi me pareció detectar cierta emoción en sus palabras—. Quizá debería dejarte fuera, por si acaso.

El otro centinela dio un paso al frente con una mano sobre la porra corta y pesada que llevaba en el cinturón.

—Podría ser por la herida —murmuró—. La sangre de los magos es muy potente. A veces les afecta. El perro podría haber reaccionado a la furia o el temor que capta en la sangre.

—Quizá —dijo Morgan impaciente—. O quizá quiera entrar con algo ilegal. Quítate la venda, Dresden.

—No quiero que me vuelva sangrar —dije.

—Genial. Pues te niego la entrada de acuerdo con la norma…

—Joder, Morgan —mascullé. Le arrojé con fuerza mi bastón. Lo cogió y lo sostuvo mientras me arrancaba los vendajes provisionales que me había puesto. El dolor era horrible, pero me lo quité todo y le mostré la herida hinchada y todavía sangrante.

El perro gruñó de nuevo, aunque pareció perder interés. Después volvió sobre sus pasos y se sentó junto a su compañero, que permanecía inanimado.

Alcé la vista y clavé la mirada en Morgan.

—¿Satisfecho? —pregunté.

Por un segundo pensé que me iba a mirar a los ojos, pero entonces me devolvió el bastón y se dio media vuelta.

—Eres patético, Dresden. Mira que pinta. Por tu culpa ha muerto gente buena. Hoy estás aquí para responder por esas muertes.

Me volví a colocar la venda lo mejor que pude y apreté los dientes para no mandar a Morgan a hacer puñetas. Después pasé rozando a los dos centinelas y entré en el teatro.

Morgan observó cómo me alejaba y luego le dijo a su compañero: —Cierra el círculo. —Me siguió y aunque cerró la puerta tras de sí, pude sentir la repentina y silenciosa tensión de los centinelas completando el círculo alrededor del edificio, con lo que se vetaba el acceso a toda fuerza sobrenatural.

Nunca había visto una reunión del Consejo como aquella. Su mera variedad ya impresionaba, y me quedé mirándolo todo durante unos instantes para asimilarlo.

La sala era un café teatro de tamaño medio, alumbrado solo por unas cuantas velas en cada mesa. El local no se habría llenado en una matiné, pero como lugar de reunión para magos estaba a rebosar. Las mesas de la platea estaban prácticamente llenas con magos vestidos con túnicas negras y estolas azules, doradas y carmesíes. Los aprendices con sus túnicas marrones se habían acomodado en los márgenes de la reunión, de pie junto a las paredes o sentados en cuclillas junto a las sillas de sus mentores.

La variedad humana representada en el teatro era fascinante. Ojos oblicuos de Oriente, pieles oscuras de África, europeos pálidos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, cabelleras largas y cortas, barbas que llegaban hasta la cintura, y barbas ralas que una simple brisa podía alborotar. El teatro bullía con docenas de lenguas distintas de las cuales solo pude identificar una fracción.

Los magos reían y refunfuñaban, sonreían y miraban ensimismados, bebían de termos, latas de refrescos y tazas, o se sentaban con los ojos cerrados, meditando. Los aromas de especias, perfumes y sustancias químicas se mezclaron, dando lugar a algo cambiante que lo impregnaba todo, y las auras de tantos practicantes del Arte parecían haberse contagiado de aquel ambiente de sociabilidad, y se extendían por la sala para tocar otras auras y resonar al unísono o repelerse en disonancia con sus energías, lo bastante tangibles para sentirlas sin que uno se lo propusiera. Se parecía a caminar entre una multitud de telarañas ondulantes, todas distintas unas de otras, que me rozaban constantemente mejillas y pestañas, y aunque no era peligroso, sí resultaba bastante molesto.

Lo único que todos aquellos magos tenían en común era que ninguno iba tan zarrapastroso como yo.

Al fondo y a la derecha de la sala, había un apartado donde se sentaban los enviados de varias organizaciones aliadas y otras entidades sobrenaturales de los cuales apenas sabía nada. Los centinelas se habían situado en diferentes puntos desde donde observar a toda la multitud, sus capas grises resaltaban entre las túnicas negras, y las marrones menos numerosas. Sin embargo dudaba mucho de que llamaran tanto la atención como mi bata de franela azul y blanca.

Pasé por delante de varios magos, en su mayoría ancianos de barbas blancas.

También advertí como uno o dos aprendices, más o menos de mi edad, se tapaban la boca con la mano para ocultar sus sonrisillas al reparar en mi atuendo. Busqué a mi alrededor un asiento libre, pero no encontré ninguno hasta que vi que Ebenezar me hacía señas desde una mesa en la primera fila del teatro, la más cercana al escenario. Inclinó la cabeza señalando el asiento que estaba junto a él. Era el único sitio disponible así que me senté a su lado.

En el escenario del teatro había siete atriles, seis de los cuales estaban ocupados por miembros del Consejo de Veteranos. Iban vestidos con túnicas negras y estolas moradas y entre ellos se encontraban el Indio Joe «Escucha el Viento» y Martha Liberty.

En el atril central estaba el merlín del Consejo Blanco, un hombre alto, de hombros anchos y ojos azules. Llevaba el pelo largo hasta los hombros con rizos brillantes y pálidos, y su barba era ondulante y plateada. El merlín hizo resonar su voz grave de bajo, las frases en latín fluían de sus labios con la misma naturalidad que si fuera un senador romano.

—… et, quae cum ita sint, censeoiam nos dimitiere rees cottidianas et de magna re gravi deliberare, id est illud bellum contra comitatum rubrum. Y dadas las circunstancias, vamos a prescindir de las formalidades habituales para debatir sobre el tema más grave que tenemos ante nosotros, la guerra con la Corte Roja.

¿Consensum habemus? ¿Estamos todos de acuerdo?

Se escuchó un rumor general de asentimiento por parte de los magos reunidos. No sentí la necesidad de unirme a él. Yo intentaba pasar desapercibido en mi asiento junto a Ebenezar, cuando los brillantes ojos azules del merlín cayeron sobre mí adoptando una tonalidad aún más fría.

El merlín retomó la palabra y aunque sabía que hablaba un inglés perfectamente inteligible, se dirigió a mí en un latín rápido y fluido.

Sin embargo, su perfecto dominio del discurso se volvió en su contra. Se le vio el plumero.

Ah, Magas Dresdenus. Prudenter ades nobis dum de bello quod inceperis diceamus. Ex omni parte ratio tua pro hoc comitatu nobis placet. Ah, mago Dresden.

¡Qué gran detalle que haya venido a debatir sobre la guerra que usted mismo provocó! Es bueno saber que aún respeta a este Consejo.

Pronunció aquellas últimas palabras mirando con desagrado mi vieja bata, mientras conseguía que los que aún no se habían fijado en ella, ahora lo hicieran. Guardó silencio y llegó el momento de mi réplica. Sí, también en latín.

Gordo asqueroso.

Sin embargo, esta era mi primera reunión del Consejo como mago de pleno derecho y él era el merlín. Además iba mal vestido y para rematar Ebenezar me lanzó una mirada con la que me aconsejaba prudencia. De modo que me tragué la réplica corrosiva y opté por la diplomacia.

Hum —dije—, ego sum miser, Magus Merlinus. Dolor diei longi me tenet.

Opus es mihi altera, hum, vestiplicia. «Lo siento, merlín, he tenido un mal día.»

«Lamento no vestir el atuendo adecuado.» O al menos eso fue lo que quería decir. Debí fallar en alguna declinación porque cuando terminé, el merlín pestañeó confuso y preguntó con amabilidad: —¿Quod est?

Ebenezar se hundió un poco en su asiento y me susurró: —Hoss, ¿seguro que no quieres que te traduzca?

Dije que no con la mano.

—Ya me encargo yo.

Fruncí el ceño mientras buscaba las palabras adecuadas y volví a hablar.

Excusationem vobis pro vestitu meo atque etiam tarditate facio. «Por favor, perdonen mi retraso y mi vestimenta.»

El merlín me miró con gesto impasible y distante, obviamente satisfecho ante mi torpeza. Ebenezar se tapó los ojos tras el dorso de la mano.

—¿Qué? —le pregunté en un susurro furioso.

Ebenezar me miró con los ojos entrecerrados.

—Bueno, primero has dicho: «Soy una pobre excusa, merlín, un día largo y triste me ha contenido. Necesito cambiar de lavandera».

Lo miré atónito.

—¿Qué?

—Eso es lo que te ha preguntado el merlín, a lo que tú has respondido: —«Excusas a ti por estar vestido y también andar retrasado».

Sentí que se me subían los colores. La mayoría de los asistentes me miraba como si fuera una especie de charlatán chiflado, y entonces se me ocurrió que muchos de los magos que había allí probablemente no hablasen inglés. Así que seguramente yo sonaba como uno de ellos.

—¡La mierda del curso por correspondencia! Será mejor que me traduzcas —dije.

Los ojos de Ebenezar resplandecieron, pero asintió con expresión grave.

—Encantado.

Ocupé de nuevo mi asiento mientras Ebenezar se ponía de pie y se disculpaba en mi nombre con su latín suave y preciso, y una voz que llegó con facilidad a todos los recovecos de la sala. Vi como los rostros de los magos se iban relajando al escucharlo.

El merlín asintió y siguió con su perfecto latín de manual.

—Gracias, mago McCoy, por tu ayuda. El primer punto del día antes de enfrentarnos a la crisis que nos ocupa es completar el Consejo de Veteranos.

Como muchos ya sabréis, Pietrovich, miembro del Consejo de Veteranos, fue asesinado en un ataque perpetrado por la Corte Roja hace dos días.

Un clamor ahogado y un murmullo recorrieron todo el teatro.

El merlín esperó a que se acallaran las voces.

—En los conflictos pasados la Corte Roja nunca se había mostrado tan audaz y esto indica un cambio de estrategia. Por eso debemos estar preparados para reaccionar con rapidez ante futuros incidentes que requieran del liderazgo que proporciona un Consejo de Veteranos al completo.

El merlín siguió hablando, pero yo me incliné hacia Ebenezar.

—A ver si lo adivino —susurré—. Quiere que se ocupe la vacante en el Consejo de Veteranos para poder controlar la votación.

Ebenezar asintió.

—Así se asegurará tres votos, puede que incluso cuatro.

—¿Y qué vamos a hacer al respecto?

—Tú no vas a hacer nada. Todavía no. —Me miró muy serio—. Controla ese genio, Hoss. Lo digo en serio. El merlín tiene tres planes para acabar contigo.

Lo miré sorprendido.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—Ése suele ser su modo de actuar —murmuró Ebenezar. Vi en sus ojos el destello de algo feo—. Siempre tiene un plan principal, uno secundario y un as en la manga. Yo le arruinaré el primero y te ayudaré con el segundo. Pero del tercero tendrás que ocuparte tú solo.

—¿A qué te refieres? ¿Qué plan?

—Calla, Hoss. Estoy escuchando.

Un mago medio calvo con gruesas cejas blancas, una poblada barba azul y el cráneo cubierto de tatuajes a juego se inclinó hacia delante desde el extremo más alejado de la mesa y me miró enfadado.

—¡Chsss!

Ebenezar saludó al hombre con una inclinación de cabeza y ambos nos dimos la vuelta para encarar el escenario.

—Y por esta razón —seguía hablando el merlín—, le pido a Klaus Schneider, como mago experimentado y de reputación intachable, que acepte la responsabilidad de convertirse en miembro del Consejo de Veteranos. ¿Todos a favor?

Martha miró a Ebenezar y murmuró: —Un momento, honorable merlín. Creo que el protocolo exige que sometamos esta elección a debate.

El merlín suspiró.

—En circunstancias normales, maga Liberty, por supuesto. Pero no podemos entretenernos con las formalidades habituales. No hay tiempo que perder. Bien, ¿todos a…?

El Indio Joe lo interrumpió: —El mago Schneider es un gran hechicero y tiene fama de hábil y honrado. Pero es demasiado joven para tal responsabilidad. Aquí hay magos que tienen más experiencia que él. Creo que el Consejo debería tomarlos en consideración.

El merlín miró al Indio Joe con el gesto torcido.

—Gracias por darnos tu opinión, mago Escucha el Viento, pero aunque se agradece la puntualización, resulta totalmente innecesaria. En esta reunión no hay nadie más experimentado que el mago Schneider que haya expresado su deseo de formar parte del Consejo de Veteranos, así que en lugar de perdernos en propuestas inútiles y negativas ya anunciadas, yo quería…

Ebenezar tomó la palabra en voz baja, pero perfectamente audible para el merlín. Habló en inglés.

—Querías colarnos a uno de los tuyos aprovechando el desconcierto general.

El merlín se calló al instante, sus ojos se clavaron en Ebenezar con un penetrante y repentino silencio. Habló en voz baja, su inglés tenía un rico acento británico.

—Vuelve a las montañas, Ebenezar. Con tus ovejas. No eres bienvenido aquí, nunca lo has sido.

Ebenezar miró al merlín, en sus labios asomó una sonrisa falsa y cierto deje escocés en sus palabras.

—Sí, Alfred, eso ya lo sé. —Después cambió al latín y alzando la voz dijo—: Todos los miembros del Consejo tienen derecho a dar su opinión en estos asuntos. Bien sabéis lo importante que es la elección de un miembro del Consejo de Veteranos. ¿Cuántos de vosotros creéis que este tema es trascendental y requiere consenso? Hablad ahora.

El teatro retumbó con un «sí» general, al que yo también me uní.

Ebenezar comprobó la reacción de la sala y luego miró expectante al merlín.

Vi frustración mal disimulada en el rostro del viejo. Casi pude saborear las ganas que tenía de dar un puñetazo sobre su atril, pero se contuvo y asintió.

—Muy bien. Entonces, de acuerdo con el protocolo, ofreceremos la vacante a los magos presentes de más experiencia. —Miró a un lado donde un mago de cara delgada y aire estirado estaba sentado con una pluma, un bote de tinta y páginas y páginas de pergamino—. Mago Peabody, ¿quiere consultar el registro?

Peabody sacó de debajo de la mesa un abultado cartapacio. Murmuró algo entre dientes, se frotó la nariz con un dedo manchado de tinta, y abrió el cartapacio que contenía lo que a simple vista parecía un par de resmas de pergamino. Los ojos se le pusieron vidriosos y comenzó a pasar páginas aparentemente al azar. Se detuvo y sacó una única hoja, la dejó sobre la mesa, asintió satisfecho y luego leyó con voz aflautada: —Mago Motjoy.

—Está en un viaje de investigación en el Yucatán —dijo Martha Liberty.

Peabody asintió.

—Mago Gómez.

—Aún está convaleciente por la poción —informó un centinela de capa gris que se encontraba junto a la pared.

Peabody asintió.

—Mago Luciozzi.

—De año sabático —dijo el mago de la barba azul y los tatuajes que se sentaba detrás de mí. Ebenezar estaba tenso, una de sus mejillas latía con un tic nervioso.

Así estuvimos un cuarto de hora. Algunas de las razones más interesantes que se dieron para justificar otras ausencias fueron: «Se ha casado», «Está viviendo bajo el casquete polar», y «Está de sentada en las pirámides» que vete tú a saber lo que quiere decir.

Finalmente Peabody miró de reojo al merlín y dijo: —Mago McCoy. —Ebenezar gruñó y se puso de pie. Peabody leyó otra media docena de nombres antes de citar al mago Schneider.

Un hombre pequeño, de mofletes redondos, con una tenue mata de pelo blanco que le cubría el cráneo y una barriga protuberante que le tiraba de la túnica se levantó y saludó a Ebenezar con una breve inclinación de cabeza.

Después alzó la vista al merlín y dijo en un latín con marcado acento alemán: —Aunque me siento muy agradecido por la nominación, honorable merlín, debo declinar su invitación en favor del mago McCoy. Él servirá al Consejo con más destreza que yo.

Parecía que alguien hubiese rallado un limón en las encías del merlín.

—Muy bien —dijo—. ¿Algún otro mago veterano desea presentar su candidatura además del mago McCoy?

Estaba seguro de que nadie más se presentaría a juzgar por la expresión de los magos que tenía a mi alrededor. Ebenezar no apartó los ojos del merlín.

Se mantuvo de pie, con las piernas separadas y firmes y la mirada tranquila y confiada. El silencio se hizo en la sala.

El merlín recorrió el teatro con la vista, apretando los labios con fuerza.

Por fin, sacudió ligeramente la cabeza.

—¿Todos a favor?

La sala retumbó con un segundo y rotundo «sí».

—Muy bien —dijo el merlín, su labio superior contraído en una mueca de desagrado—. Mago McCoy, ocupa tu lugar en el Consejo de Veteranos.

En la sala se escuchó un murmullo de alivio. Ebenezar volvió la vista atrás y me guiñó un ojo.

—Uno resuelto. Quedan dos —susurró—. Estate atento. —Después se remangó un poco la túnica y subió al escenario para ocupar el atril vacío entre Martha Liberty y el Indio Joe—. Dejémonos de cháchara y pongámonos a trabajar —dijo lo bastante alto para que lo escuchara toda la sala—. Estamos en guerra.

—Justo lo que iba a decir —replicó el merlín, haciendo un gesto con la cabeza—. Hablemos de la guerra. Centinela Morgan, ¿podría por favor subir al escenario y exponer ante el Consejo la evaluación táctica que los centinelas han realizado sobre la Corte Roja?

Se hizo un silencio absoluto en todo el teatro solo perturbado por el eco de las botas de Morgan al subir al escenario. El merlín se apartó a un lado y Morgan colocó lo que parecía una piedra o un cristal brillante sobre el atril.

Detrás puso una vela que encendió tras susurrar un encantamiento. Después rodeó la llama con las manos y volvió a musitar algo.

El cristal atrajo hacia sí la luz de la vela y después la expulsó en forma de enorme cono que se extendía sobre el escenario y que en su parte superior medía varios metros de lado a lado. Dentro del cono luminoso apareció la imagen del planeta Tierra girando sobre sí mismo, con sus continentes no muy bien dibujados, como si fuera un mapa de unos doscientos años de antigüedad.

Un murmullo recorrió la sala y Barbazul, el de mi mesa, susurró en latín: —Impresionante.

—Bah —contesté yo en inglés—. Eso lo ha copiado de El retorno del fedi.

Barbazul me miró sin entender nada. Durante unos segundos pensé en traducir Guerra de las galaxias al latín, pero lo descarté. ¿Lo veis? A veces yo también tengo sentido común.

La profunda voz de Morgan retumbó en la sala mientras seguía pronunciando frases en latín, no sin cierta dificultad, aunque perfectamente comprensibles. O sea, que hablaba latín mejor que yo. El muy gilipollas.

—Los puntos rojos señalados en el mapa son los lugares donde se han producido ataques de la Corte Roja y sus aliados. En la mayoría hubo muertes.

Mientras hablaba, los puntos rojos repartidos por toda la esfera me recordaban cada vez más a la decoración de un árbol de navidad.

—Como pueden ver, la mayoría de los ataques tuvieron lugar en Europa del Este.

Otro murmullo recorrió la sala. El Viejo Mundo era el dominio de la vieja escuela de brujería, partidaria del secretismo y la discreción. Supongo que es bastante lógico, sobre todo si tenemos en cuenta sus problemas con la Inquisición y todo eso. Yo no pertenezco a la vieja escuela. Tengo un anuncio en las páginas amarillas, en la sección de magos. Sección que solo ocupo yo, claro, pero hay que pagar las facturas, ¿no?

Morgan continuó con tono inexpresivo.

—Sabemos desde hace mucho tiempo que el principal centro de poder de la Corte Roja se encuentra en algún lugar de Sudamérica. Nuestros agentes en la zona trabajan bajo mucha presión y es muy difícil conseguir información acerca de lo que ocurre allí. Recibimos aviso de que se producirían varios ataques y los centinelas consiguieron atajarlos con un mínimo número de bajas, con la excepción del asalto a Arcángel. —La esfera dejó de girar y mis ojos se centraron en un punto de luz situado en la costa noroccidental de Rusia—. Aunque creemos que el asesinato del mago Pietrovich tuvo un alto precio para los atacantes, nadie de su casa sobrevivió al asalto. Así que no sabemos cómo consiguieron superar sus defensas. Puede que la Corte Roja tuviera acceso a información o a aspectos del Arte que antes desconocían.

El merlín volvió a su atril y Morgan recogió su cristal. La esfera desapareció.

—Gracias, centinela —dijo el merlín—. Como ya suponíamos por los archivos del Consejo, nuestros refugios y caminos del Más Allá están amenazados. Hablando claro, señoras y señores, en lo que respecta a la Corte Roja, nos encontramos en desventaja en el mundo mortal. La tecnología moderna nos es tan adversa que viajar resulta, en el mejor de los casos, complicado además de peligroso en estos tiempos de conflicto. Necesitamos conservar nuestros caminos del Más Allá o nos arriesgamos a caer en las garras de un contrincante que se mueve mucho más rápido que nosotros. Con esa intención, hemos enviado misivas a las dos reinas hadas. Antigua Mai.

Entonces me fijé en la figura que estaba a la izquierda del merlín. Era otro miembro del Consejo de Veteranos, supongo que Antigua Mai. Era una mujer pequeña de rasgos orientales, y piel fina y pálida. El pelo, del color del granito, lo llevaba recogido en una larga trenza enrollada en la nuca y sujeta por dos peines de jade. Aunque sus delicados rasgos no parecían haber sufrido el paso del tiempo, sus ojos oscuros eran acuosos y turbios. Abrió una carta escrita en pergamino y la leyó al Consejo con voz quebradiza, pero potente.

—Verano nos envió esta respuesta: «La reina Titania no toma ni tomará jamás partido en las disputas entre mortales y antropófagos. Conmina tanto al Consejo como a la Corte a que diriman sus diferencias lejos del reino del Verano. La reina permanecerá neutral».

Ebenezar frunció el ceño y se inclinó hacia delante para preguntar: —¿E Invierno?

Di un respingo.

Antigua ladeó la cabeza y miró a Ebenezar en silencio durante un momento, dando así a entender que no le había gustado que la interrumpieran.

—Nuestro correo no ha regresado. Tras consultar los archivos sobre conflictos anteriores, podemos suponer casi con toda seguridad, que la reina Mab se involucrará, cuándo y cómo lo considere necesario.

Volví a estremecerme. Sobre la mesa había una jarra con agua y algunos vasos. Me serví. La jarra golpeó ligeramente el vaso. Volví la vista hacia Barbazul y vi como me observaba con curiosidad.

Ebenezar parecía molesto.

—¿Y eso qué quiere decir?

El merlín intervino, conciliador.

—Significa que debemos mantener nuestros contactos diplomáticos con Invierno. Tenemos que conseguir a toda costa el apoyo de una de las reinas sidhe, o evitar que la Corte Roja firme una alianza por su parte, al menos hasta que hayamos resuelto este conflicto.

Martha Liberty arqueó las cejas.

—¿Hasta que lo hayamos resuelto? —preguntó con ironía—. Creo que la expresión más adecuada es «hasta que hayamos puesto fin al conflicto».

El merlín negó con la cabeza.

—Maga Liberty, esta disputa no tiene por qué desembocar en un enfrentamiento todavía más destructivo. Si existe alguna pequeña posibilidad de firmar un armisticio…

La voz de la mujer negra interrumpió al merlín, dura y fría.

—Pregunta a Simon lo interesados que están los vampiros en llegar a un acuerdo pacífico.

—Controla tus emociones, maga Liberty —la reprendió el merlín con voz serena—. La pérdida de Pietrovich nos ha conmocionado a todos, pero no podemos permitir que su muerte nos impida sopesar otras posibles soluciones.

—Simon los conocía, merlín —dijo Martha, esta vez en tono más neutro—. Los conocía mejor que ninguno de nosotros, y lo han matado. ¿De verdad crees que quieren pactar con nosotros cuando ya han acabado con el mago que mejor se podía proteger contra ellos? ¿Por qué iban a querer la paz, merlín? Están ganando.

El merlín agitó la mano.

—La ira nubla tu juicio. Buscarán la paz porque la victoria les costaría muy cara.

—No seas necio —dijo Martha—. Jamás aceptarán un acuerdo.

—Y sin embargo —apuntilló el merlín—, ya lo han hecho. —Con un gesto señaló el segundo atril a su izquierda—. Mago La Fortier.

La Fortier era un hombre huesudo, de estatura y complexión media.

Tenía unos pómulos marcados que sobresalían de forma grotesca de su cara chupada, y unos ojos saltones que parecían demasiado grandes para él. Estaba completamente calvo, no tenía ni cejas, lo que le daba un aspecto aún más cadavérico. Sin embargo cuando habló, su voz de bajo resonó profunda, cálida y suave.

—Gracias, merlín. —Sostenía un sobre en una de sus huesudas manos—. Tengo aquí una carta que hemos recibido esta mañana. Está firmada por el duque Ortega, líder guerrero de la Corte Roja. En ella detalla los motivos que han llevado a la Corte Roja a esta situación y sus condiciones para firmar la paz.

También ofrece, como señal de buena voluntad, un cese temporal de las hostilidades, efectivo desde esta misma mañana, para que el Consejo tenga tiempo de adoptar una postura.

—¡Gilipolleces! —La palabra salió de mi boca antes de que mi cerebro se diera cuenta de que la había pronunciado. Una oleada de risas, sobre todo por parte de los aprendices con túnicas marrones, retumbó por todo el auditorio y el murmullo de la sala se extendió a mi alrededor, cuando todos los magos del teatro se giraron hacia mí. Volví a sentir que me ponía rojo y me aclaré la garganta.

—Es que lo son —dije a la sala.

Ebenezar tradujo mis palabras.

—Hace solo unas horas una cuadrilla de la Corte Roja intentó matarlo.

La Fortier me sonrió. Al estirar los labios y dejar entrever los dientes, me recordó al rostro seco de una de esas momias de hace mil años.

—Si eso es cierto, mago Dresden, no me extraña que la Corte Roja tenga problemas para controlar a todas sus fuerzas, sobre todo si consideramos su responsabilidad en el inicio de las hostilidades.

—¿El inicio de qué? —exclamé—. ¿Tiene idea de lo que hicieron?

La Fortier se encogió de hombros.

—Se defendieron ante un ataque a su soberanía, mago. Usted, que estaba allí como representante de este Consejo, agredió a un noble de su corte, causó daños en la propiedad, y mató a varios notables de la casa, incluyendo a la anfitriona. Además, según los informes de los periódicos locales, las autoridades descubrieron que durante los altercados también murieron varios hombres y mujeres jóvenes. ¿Todo esto le suena de algo, mago Dresden?

Apreté la mandíbula, una repentina ola de rabia se estaba extendiendo por todo mi cuerpo con tanta fuerza que casi no podía ver y mucho menos articular palabra. La primera vez que comparecí ante el Consejo fue cuando me juzgaron por contravenir la primera ley de la magia: no matarás. Prendí fuego a mi antiguo mentor, Justin. Cuando el año pasado me enfrenté a Bianca, miembro de la Corte Roja, convoqué una tormenta de fuego al descubrir que mis compañeros y yo estábamos perdidos. Muchos vampiros murieron abrasados. Más tarde también se descubrieron los cuerpos de algunas personas.

Era imposible saber cuántas de ellas habían muerto víctimas de los vampiros antes de que se iniciara el fuego, y cuántas, de haber alguna, perecieron por mi culpa. Aún tengo pesadillas con aquello. Quizá sea muchas cosas, pero desde luego no un asesino.

Para mi asombro, me sorprendí a mi mismo reuniendo energía y preparándome para lanzarla contra La Fortier, con la idea de borrarle aquella sonrisilla raquítica de la cara. Ebenezar me llamó la atención abriendo mucho los ojos y sacudiendo la cabeza con rapidez. Así que al final, en lugar de hacer saltar a nadie por los aires con mi magia, apreté fuerte los puños y me obligué a sentarme antes de volver a hablar. Esto es autocontrol y lo demás tonterías.

—Ya describí lo sucedido en el informe que presenté al Consejo, y me reafirmo en sus conclusiones. El que diga algo diferente a lo que está escrito, miente.

La Fortier puso los ojos en blanco.

—¡Qué cómodo debe de ser vivir en un mundo tan simple, mago Dresden! Sin embargo, el precio de sus acciones no se cuentan en monedas o en tiempo perdido, sino en sangre derramada. Hay magos muriendo por culpa de lo que hizo como representante de este Consejo. —La Fortier recorrió con la mirada todo el auditorio con expresión decidida y serena—. Sinceramente, creo que lo más conveniente para el Consejo es considerar que quizá nosotros somos los equivocados y meditar detenidamente sobre las condiciones que la Corte Roja pone a la paz.

—¿Qué quieren? —le pregunté. Ebenezar tradujo al latín para que todo el Consejo me entendiera—. ¿Medio litro de sangre al mes de cada uno de nosotros? ¿Derecho a cazar libremente donde ellos quieran? ¿Amuletos para protegerse de los rayos del sol?

La Fortier me sonrió y apoyó ambas manos sobre el atril.

—No es nada tan drástico, Dresden. Simplemente quieren lo que cualquiera de nosotros en su misma situación. Justicia. —Se inclinó hacia mí, sus ojos saltones brillaban—. Lo quieren a usted.