19

En un primer momento intenté dar un rodeo hasta la salida, pero vi que la niebla también entraba por esas puertas.

—¡Mierda! Por ahí no podemos salir.

El rostro de Murphy se puso todavía más pálido cuando vio a un hombre joven abalanzarse sobre las puertas de salida. En cuanto la niebla lo alcanzó, comenzó a dar traspiés. Finalmente se detuvo con expresión confusa, y miró a su alrededor aturdido y con los hombros hundidos.

—Dios mío —murmuró—. Harry, ¿qué es eso?

—Venga, vamos a la parte de atrás de la tienda —dije mientras comenzaba a correr en esa dirección—. Creo que es niebla mental.

—¿Crees?

Miré a Murphy por encima del hombro.

—Es la primera vez que la veo, solo la conozco de oídas. Te desconecta el cerebro, hace que olvides cosas, te revuelve los pensamientos. Son ilegales.

—¿Ilegales? —gritó Murphy—. ¿Según quién?

—Según las leyes de la magia —murmuré.

—Antes no has mencionado las leyes de la magia —dijo Murphy.

—Si salimos de esta con vida, te lo explicaré todo. —Corrimos por un largo pasillo hasta el final de la tienda mientras dejábamos atrás la zona de menaje, a nuestra izquierda los productos de temporada y a nuestra derecha los corredores del supermercado. Murphy se detuvo de repente, rompió el cristal que cubría la alarma antiincendios y la activó.

Miré a mi alrededor esperanzado, pero no sucedió nada.

—Joder —masculló Murphy.

—Había que intentarlo. Oye, la gente que está en la niebla se recuperará en cuanto se haya disipado, y el autor, o autores, no tienen razones para hacerlos ningún daño una vez nos hayamos ido.

—¿Adónde vamos?

—No lo sé —admití mientras comenzaba a correr otra vez—. Pero cualquier sitio es mejor que el lugar donde los malos han decidido atacar y donde hay cientos de rehenes entre los que elegir, ¿no crees?

—Vale —dijo Murphy—. Salir de aquí me parece bien.

—Seguro que los malos cuentan con eso e intentarán llevarnos hasta algún callejón oscuro. ¿Vas armada?

En ese momento Murphy sacó su pistola de debajo de la chaqueta, una Colt 1911 del ejército bien cuidada.

—¿Estás de coña?

Noté que le temblaban las manos.

—¿Pistola nueva?

—Vieja y de fiar —dijo—. Me dijiste que la magia puede estropear las armas más modernas.

—Un revólver sería aún mejor.

—Ya puestos, ¿por qué no me limito a lanzar piedras y palos?

—Qué exagerada eres. —Vi un letrero de «Solo empleados»—. Allí —dije, y me adelanté, corriendo—. Por detrás.

Nos dirigimos hacia las puertas batientes bajo el cartel. Yo llegué primero y las abrí de un empujón. Una pared de niebla gris se interponía en mi camino y tuve que echarme hacia atrás para detenerme en seco. Si dejaba que la niebla me tocase quizá no me quedara suficiente sesera para lamentarlo. Clavé un pie en el suelo y me incliné peligrosamente hacia delante, pero Murphy me cogió por la camiseta y tiró de mí con fuerza.

Los dos volvimos a la tienda.

—No podemos salir por ahí —dijo Murphy—. Quizá no pretendan llevarte a ninguna parte. Puede que solo quieran gasearte y matarte aprovechando que no te puedes defender.

Recorrí la tienda de un vistazo. La niebla gris seguía avanzando lenta, pero inexorablemente, en todas direcciones.

—Eso parece —dije. Con un movimiento de cabeza señalé un estrecho pasillo donde había repuestos para automóviles—. Por allí, rápido.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Murphy.

—Nos servirá de escondrijo. Tenemos que construir una defensa contra la niebla. —Llegamos a un espacio abierto al final del pasillo y le dije a Murphy—. Aquí, quédate aquí y no te alejes de mí.

Y así lo hizo, pero pude ver que seguía temblando mientras me preguntaba: —¿Por qué?

Alcé la vista. La niebla había llegado al otro extremo del pasillo y se acercaba lentamente.

—Voy a formar un círculo que debería mantener la niebla alejada de nosotros. No salgas del círculo ni dejes que ninguna parte de tu cuerpo cruce al otro lado.

La voz de Murphy sonó tensa y más aguda.

—Harry, se acerca.

Abrí los dos saleros y comencé a verter la sal formando un círculo a nuestro alrededor de unos noventa centímetros de diámetro. Una vez terminado lo imbuí con un ligero toque de voluntad, de poder, y se cerró con un repentino crac de energías invisibles y silenciosas. Me incorporé y contuve el aliento hasta que la niebla lo tocó unos segundos después.

Rodeó el círculo y se detuvo, como si un cilindro de plexiglás se interpusiera en su camino. Murphy y yo soltamos aire poco a poco.

Uau —dijo en voz baja—. ¿Has creado un campo de fuerza o algo así?

—Sólo vale contra energías mágicas —dije mientras me daba media vuelta—. Si alguien viene con una pistola, no servirá para nada.

—¿Qué hacemos?

—Creo que puedo protegerme si me preparo —dije—. Pero a ti tendré que lanzarte un hechizo.

—¿Un qué?

—Un hechizo, magia de corta duración. —Busqué por mi camiseta hasta que encontré un hilo suelto y comencé a tirar de él—. Necesito un pelo.

Murphy me miró con desconfianza, pero metió los dedos bajo la gorra y se arrancó varios pelos de color rubio oscuro. Los cogí y los retorcí junto con el hilo.

—Dame tu mano izquierda.

Lo hizo. Sus dedos temblaban tanto que sentí como se movían cuando los cubrí con mis manos.

—Murph —dijo. Ella seguía mirando hacia ambos lados del pasillo con los ojos desorbitados—. Karrin.

Me miró. Por alguna razón parecía mucho más joven.

—Recuerda lo que hablamos ayer —le dije—. Estás herida, pero lo superarás. Todo saldrá bien.

Cerró los ojos con fuerza.

—Tengo miedo. Tanto que me encuentro mal.

—Lo superarás.

—¿Y si no?

Le sostuve la mano con fuerza.

—Entonces me encargaré personalmente de burlarme de ti todos los días, durante el resto de tu vida —dije—. Te llamaré nenaza delante de tus amigos, ataré delantales con volantes a tu coche, entraré a escondidas en el aparcamiento de la comisaría y te silbaré y te gritaré: ¡mueve el culo, guapa!

Todos los días.

Murphy dejó escapar un sonido parecido al hipo. Abrió los ojos y vi como el miedo daba paso a una mezcla de enfado, cansancio y guasa.

—No sé si recuerdas que voy armada.

—Genial. Pero no muevas mucho la mano. —Aunque aún temblaba un poco, los espasmos descontrolados habían cesado. Le até el hilo con el pelo alrededor de un dedo.

Murphy seguía mirando hacia la niebla con la pistola preparada.

—¿Qué haces?

—La niebla es un tipo de encantamiento invasivo —repuse—. Te toca y se mete dentro de ti. Así que estoy creando una defensa. El lado izquierdo es el que absorbe energía. Voy a evitar que este hechizo de niebla te afecte. Esto es como cuando te atas un hilo a un dedo para recordar algo.

Aseguré el hilo con un nudo casi completo, de modo que solo necesitaría un ligero tirón para fijarlo del todo. Después saqué la navaja del bolsillo y me hice un corte en la base del pulgar. Miré a Murphy e intenté despejarme un poco la cabeza para lanzar el hechizo.

Ella me contempló pálida y preocupada.

—Es la primera vez que… bueno, que veo como lo haces.

—Tranquila —le dije. Nuestros ojos se encontraron durante un peligroso segundo—. No te dolerá. Sé lo que hago.

Elevó las comisuras de la boca en una sonrisa que hizo que sus ojos brillaran. Asintió y se volvió para observar la niebla.

Cerré los ojos durante un momento y luego comencé a concentrarme para realizar el hechizo. Ya estábamos dentro de un círculo, así que todo fue rápido. El aire se tensó sobre mi piel y sentí como el vello de los brazos se ponía de punta a medida que aumentaba la energía.

Memoratum —murmuré. Tiré de la improvisada cuerda, cerrando el nudo y lo cubrí con la sangre de mi pulgar—. Defendre memorarius.

La energía salió de mi cuerpo e imbuyó el hechizo, rodeando el hilo y ejerciendo presión sobre Murphy. La piel del brazo se le puso de gallina y respiró profundamente.

—¡Uau!

La observé con atención.

—¿Murph? ¿Estás bien?

Se miró la mano y luego alzó la vista hacia mí.

¡Uau! Sí.

Asentí, y saqué el pentáculo de debajo de mi camiseta. Lo enrollé alrededor de la mano izquierda, con la estrella de cinco puntas descansando sobre mis nudillos.

—Vale, esto es bastante arriesgado. Pero ojalá funcione y podamos salir de aquí.

—Espera, ¿no sabes si funcionará?

—Debería. Tendría que funcionar. En teoría.

—Genial. ¿Y no sería mejor quedarnos aquí?

Hum, ¿estás de coña, no?

Murphy asintió.

—Vale. ¿Cómo sabremos si funciona?

—Salimos del círculo, y si no se nos va la cabeza —dije—, es que todo va bien.

Se aferró a la culata del arma con la mano encantada.

—Esto es lo que más me gusta de trabajar contigo, Dresden. La certidumbre.

Desdibujé el círculo con el pie y un poco de voluntad. El halo que nos rodeaba se desvaneció con un suspiro y la niebla gris se deslizó hacia nosotros.

Reptó sobre mi piel como una sustancia grasienta y fría, repugnan te y engorrosa, que me resultaba vagamente familiar y que me urgía a quitármela de encima. Subió, retorciéndose por mis brazos y sentí que algo de adormecimiento y desorientación trepaba por mis extremidades. Me concentré en el pentáculo que sostenía en la mano izquierda, en su peso y solidez y en los años de disciplina y experiencia que representaba. Aparté la pegajosa niebla de mis emociones y la excluí de mi percepción en un esfuerzo consciente y firme.

Un rizo azul de electricidad estática recorrió la cadena de mi amuleto, restalló alrededor del pentáculo y luego se desvaneció, llevándose consigo la distracción provocada por la niebla mental.

Murphy echó la vista atrás y dijo en voz baja: —¿Estás bien? Parecías un poco inquieto hace un segundo.

Asentí.

—Lo tengo bajo control. ¿Y tú estás bien?

—Sí. No siento nada.

Joder, qué bueno soy… a veces.

—Vamos, salgamos por la sección de jardinería.

Murphy sostenía el arma y caminaba delante de mí. Yo vigilaba nuestros flancos mientras ella avanzaba por el pasillo. Un poco más adelante pasamos junto a un cliente y un empleado que estaban apoyados contra la pared, en lo que quizá fue un intento por huir de la niebla. Ahora tenían una expresión extraña en el rostro y la mirada perdida. Otro cliente, un hombre viejo, se mantenía de pie en el pasillo, balanceándose peligrosamente de un lado a otro.

Me detuve junto a él y dije en voz baja: —Señor, vamos, descanse un rato —y lo ayudé a sentarse antes de que se cayera.

Seguimos adelante y vimos a otra empleada con la mirada ida que vestía una bata azul con manchas y olía a fertilizante. Después nos dirigimos a las puertas que desembocaban en la sección de jardinería.

Mi memoria me avisó del peligro y me lancé hacia delante, adelantando a Murphy y sumergiéndome en la niebla, aunque sin salir de la alambrada que limitaba la sección de jardinería. Algo duro me golpeó con fuerza, haciendo que mis muslos y caderas dieran con el suelo. Mi cabeza los siguió un segundo después, junto con un fogonazo de luz fantasmagórica y una punzada de dolor bastante real.

Rodé por el suelo al ver como la empleada que acabábamos de pasar daba media vuelta, cogía unas podaderas afiladas y se abalanzaba sobre mí.

Giré hacia un lado en un torpe intento por esquivar el golpe. Las puntas de acero de la herramienta me desgarraron la camiseta y algo de piel antes de clavarse en el hormigón. Seguí rodando y le lancé una patada a la altura de los tobillos. Ella la eludió con una agilidad vaporosa, y cuando alcé la vista pude ver el rostro humano de la asesina ghoul de la lluvia de sapos. La Tigresa.

No era particularmente guapa, ni particularmente exótica, ni particularmente nada. Tenía un aspecto bastante vulgar: estatura media, constitución media, ni curvas sinuosas ni terribles deformaciones, nada. Pelo marrón de longitud y corte discretos. Vestía unos pantalones vaqueros, un polo y la bata de Wal-Mart, todo muy normal.

En cambio la pistola que estaba sacando de debajo de la bata sí me llamó la atención, era un revólver de cañón corto, pero lo manejaba como si pesara bastante, por lo que supuse que era de gran calibre. Intenté levantar un escudo, pero la defensa que había creado contra la niebla y el golpe en la cabeza me aturdían y dificultaban el proceso, no mucho, solo lo suficiente para conseguir que me matara.

Murphy me salvó. Cuando la Tigresa me apuntó con el arma, Murphy se interpuso, agarrándole el brazo que sostenía el arma y haciendo algo con su mano izquierda mientras retorcía el cuerpo a la altura de las caderas y mantenía sus fuertes piernas separadas.

Murphy era una fiel practicante de aikido, y sabía manejarse en las distancias cortas. La Tigresa dejó escapar un chillido. No un grito femenino del tipo «como me ha dolido», sino más bien un sonido silbante de furia, como el que uno esperaría escuchar a un ave de presa. Se produjo un sonido como de algo que se rompía y estallaba, luego un gran estruendo, el rugido de un disparo a corta distancia, un repentino olor a pólvora quemada y el revólver salió deslizándose por el suelo.

La ghoul intentó clavarle las podadoras, pero Murphy ya se había apartado, rugiendo por el esfuerzo. Dio media vuelta y empujó por detrás a la Tigresa que acabó empotrándose contra un estante lleno de helechos.

Murphy se giró para enfrentarse a la ghoul. Se colocó en posición de disparo y dijo, apretando los dientes: —Pega la cara al suelo. Estás detenida. Tienes derecho a permanecer en silencio.

La ghoul cambió. Como un personaje salido de una película de terror, abrió la boca hasta desencajar las mandíbulas y desgarrar la piel de las comisuras. Le comenzaron a crecer los colmillos y los labios desaparecieron. Sus hombros se agitaron y retorcieron, encorvándose y haciéndose más anchos al mismo tiempo. La ropa se tensó mientras su cuerpo seguía curvándose. Sus dedos y garras se alargaron hasta que sus manos abiertas tuvieron la envergadura de los rastrillos que se exponían justo a su espalda. Un olor fétido de podredumbre o algo aún peor nos rodeó.

Murphy perdió el color del rostro mientras observaba la transformación.

Si el agresor fuese un delincuente armado, no creo que hubiera tenido ningún problema. Pero la ghoul era algo completamente distinto. Vi como el miedo se apoderaba de ella, aferrándose a las cicatrices con las que un fantasma enloquecido le había marcado el alma hacía tan solo un año. Presa del pánico, respiraba con espasmos ahogados mientras aquel demonio nacido de las pesadillas de un perturbado apartaba las plantas de su camino, expandía sus garras y dejaba escapar una especie de silbido irregular y repulsivo. La pistola de Murphy comenzó a temblar, el cañón oscilaba erráticamente de izquierda a derecha. Luché por ponerme de nuevo en pie y volver a la pelea, pero la cabeza aún me daba vueltas y la constante presión de la niebla entorpecía mis movimientos.

La Tigresa debió de ver el terror que agarrotaba a Murphy.

—¿Una poli, eh? —dijo la ghoul, mientras la saliva espumosa se acumulaba alrededor de sus dientes y goteaba por la barbilla. Comenzó a avanzar lentamente hacia Murphy, arañando el suelo con sus garras—. ¿No vas a decirme que tengo derecho a un abogado?

Murphy gritó aterrorizada, sin poder moverse mientras la miraba con ojos desorbitados.

La ghoul se rió de ella: —Una pistola muy grande para una chica tan dulce. Tienes un olor dulce. Me has abierto el apetito. —Siguió avanzando hacia ella mientras la sorna teñía cada una de las palabras que murmuraba con aquella voz inhumana y distorsionada—. Quizá debería dejar que me detuvieras. Esperar a que estuviéramos en el coche. Hueles muy bien, me pregunto cómo sabrás.

Supongo que se equivocó al burlarse de ella. Los ojos de Murphy de repente salieron de su estupor y se endurecieron. La pistola dejó de moverse y dijo: —Saborea esto, puta.

Murphy comenzó a disparar.

La ghoul chilló, esta vez de sorpresa y dolor. Los disparos no la detuvieron, eso solo ocurre en los cómics y en la televisión. Las balas de verdad se limitan a atravesarte como pesos de plomo sobre una tela de gasa. No aparecieron agujeros sangrantes en el pecho de la ghoul, sino que de su espalda salieron despedidas repentinas flores rojas que cubrieron los helechos con gotas de sangre.

La ghoul alzó los brazos y retrocedió, retorciéndose y gritando para después lanzarse hacia los helechos.

Murphy siguió disparando.

La Tigresa tropezó y cayó entre las plantas, todavía viva y resistiendo con ferocidad mientras tiraba macetas, rompía tiestos y esparcía materia vegetal y tierra por todo el suelo.

Murphy siguió disparando.

Se oyó un clic que indicaba que la pistola se había quedado sin balas, y la ghoul giró sobre su espalda. La bata de empleada estaba rasgada, con enormes agujeros y empapada en sangre. La Tigresa abrió la boca en un intento por coger aire, mientras un hilillo color escarlata salía de su boca. Dejó escapar otro silbido, este algo burbujeante, y alzó las manos a modo de súplica: —Espera —susurró—. Espera por favor. Tú ganas, me rindo.

Murphy sacó el cargador vacío, introdujo uno nuevo y deslizó la corredera de la pistola. Después volvió a colocarse en posición de disparo y apuntó con sus ojos azules, fríos, desapasionados e inmisericordes.

No vio la inesperada sombra que acechaba entre la niebla a su derecha, enorme y amenazadora, apenas iluminada por las luces de emergencia del otro lado de la sección de jardinería. Yo sí, y por fin salí de mi aletargamiento y me puse en pie.

—¡Murph! —grité—. ¡A tu derecha!

Murphy volvió la cabeza y se movió con rapidez a la izquierda justo cuando apareció en el aire un azadón que acabó incrustándose en el suelo de hormigón donde antes había estado ella. La ghoul se arrastró bocarriba entre los helechos y desapareció en la niebla dejando rastros de sangre por todas partes.

Murphy retrocedió y disparó a la silueta oculta por la niebla, después volvió a agacharse al ver como otro brazo blandía una pala que describió un arco de guadaña a escasos centímetros de su cabeza.

Grum, el ogro, salió de la niebla con su impresionante forma original de piel escarlata y sus tres metros y medio de altura, sosteniendo una pala en una mano. Sin detener su avance, levantó un jarrón de cerámica de casi ochenta litros y lo lanzó contra Murphy como si fuera una bola de nieve. Ella se ocultó detrás de una pila de palés vacíos y la enorme vasija reventó contra ellos.

La magia no sirve de nada contra un ogro. Miré desesperado a mi alrededor y cogí una bolsa de plástico de gran tamaño llena de bolitas de mármol.

—¡Eh tú! —grité— ¡El alto, feo y colorado!

La cabeza de Grum giró más de lo que cabría esperar teniendo en cuenta el grosor de su cuello, y sus ojos, ya de por sí pequeños, se redujeron aún más cuando los entornó al mirarme. Soltó un bramido y se dirigió hacia mí, con sus enormes pies golpeando el hormigón.

Desgarré la bolsa y se la arrojé. Pequeñas canicas de color azul salieron rodando por todo el suelo como una ola. Los pies de Grum aplastaron varias mientras seguía avanzando y yo rezaba para que mi plan tuviera éxito. Grum estaba cada vez más cerca y cuando levantó uno de sus enormes pies, vi pequeños círculos de cristal pulverizado en el suelo.

Maldije mi suerte y me adentré en la sección de jardinería mientras oía las potentes pisadas de Grum detrás de mí. Escuché como Murphy volvía a disparar dos veces e intenté seguir de cabeza la cuenta de las balas. Cuatro ¿del nuevo cargador? ¿Había vuelto a cargar? ¿Y cuántas balas tenía el cargador del Colt?

Un estallido más agudo y penetrante atronó en la sección, fuego de rifle.

El Colt de Murphy ladró dos veces más, y luego la oí gritar: —¡Harry, alguien cubre la salida con otra arma de fuego!

—¡Estoy ocupado, Murph! —grité.

—¿Qué coño es esa cosa?

—¡Un ogro! —grité. Grum intentaba matarme así que no tenía sentido andarse con diplomacias—. ¡Un ogro grande y feo! —Comencé a tirar todo lo que veía en los estantes a medida que avanzaba. Gané algo de ventaja sobre Grum, pero también podía ser que estuviera tomándose su tiempo para recuperar energías. Le oír rugir de nuevo y balanceó la pala que sostenía en la mano. A pesar de que me encontraba a cierta distancia, el aire silbó con tal fuerza que me hizo estremecer.

Miré angustiado a mi alrededor en busca de algo hecho de acero para arrojárselo o defenderme. La niebla no me permitía discernir lo qué había un par de metros más allá, y por lo que podía ver, no hacía más que internarme en la zona de las plantas. El olor a invernadero recalentado por el sol del verano, fertilizante y cierta putrefacción me llenaba la nariz y la boca. Giré al final del pasillo y me metí por una puerta estrecha, dejando atrás la sección de jardinería cubierta por un toldo, para aparecer en otra, sin techo y acotada por una alambrada alta. Aquello estaba lleno de árboles jóvenes y otras plantas dispuestas en silenciosas filas.

Busqué una salida hacia el aparcamiento y comprobé la distancia que me separaba de Grum echando la vista atrás.

El ogro se había detenido ante la puerta que daba a la zona vallada y, con una sonrisa en los labios, la cerró. Mientras lo observaba, se cubrió una mano con una bolsa de basura y dobló el cierre como si fuera de arcilla. El metal crujió y la puerta quedó bloqueada sin que empleara más fuerza de la que yo necesito para retorcer el alambre con que cierro la bolsa del pan de molde.

El corazón me dio un vuelco y miré alrededor.

La valla medía al menos dos metros y medio y su parte superior estaba coronada por un alambre de espino, supongo que para desalentar a los ladrones de árboles. Había una segunda puerta, mucho más grande, que estaba cerrada con el picaporte también destrozado y retorcido. Me había tendido una trampa y yo había corrido hacia ella.

—¡Joder! —dije.

Escuché la agria carcajada de Grum, aunque apenas podía ver más que su silueta a varios metros de donde yo estaba.

—Has perdido, mago.

—¿Por qué haces esto? —pregunté—. ¿Para quién coño trabajas?

—¿No lo has adivinado aún? —dijo Grum. Había un deje de arrogancia en su voz—. Vaya, qué pena. Supongo que morirás sin saberlo.

—Si tuviera una moneda por cada vez que me han dicho eso… —mascullé, mirando a mi alrededor. Tenía varias opciones. Ninguna buena.

Podía abrir un portal hacia el Más Allá y luego buscar la forma de salir de allí y volver al mundo real en algún otro lugar, pero si hacía eso, no solo corría el riesgo de toparme con algo aún peor de lo que ya tenía enfrente, sino que como no anduviera con cuidado, podía caer en un bache de tiempo lentificado y volver a Chicago horas, o incluso días después. También podía hacer un agujero en la valla con una llama conjurada, aunque existía el peligro de chamuscarme en el intento. No llevaba la varita conmigo, y sin ella, carecía del control necesario para evitar ese tipo de accidentes.

Otra opción era apilar unos cuantos arbolitos, varios palés, sacos de tierra y demás contra la alambrada y trepar. Quizá terminara atrapado en el alambre de espino, pero joder, eso sería mejor que quedarme allí. En cualquier caso, no había tiempo que perder. Me volví hacia el conjunto de árboles más cercano, cogí un par y los arrojé contra la valla.

—¡Murphy! Estoy atrapado, pero creo que podré salir. ¡Lárgate de aquí ya mismo!

La voz de Murphy me llegó flotando en la niebla procedente de ninguna parte.

—¿Dónde estás?

—¡Joder, Murphy! ¡Vete!

Disparó dos veces más.

—¡No sin ti!

Eché más cosas al montón.

—¡Soy mayorcito! ¡Puedo cuidar de mí mismo! —Me apoyé sobre la pila y probé suerte. Valía para alcanzar la parte superior. Supuse que podría subir y preocuparme del alambre de espino cuando lo tuviera delante. Comencé a escalar con la mirada puesta en el terrible alambre. Subía apoyándome sobre los pulgares cuando sentí que algo me cogía por los tobillos. Miré hacia abajo y vi que una rama me rodeaba las piernas. Intenté deshacerme de ella a patadas.

Mientras estaba en ello, vi como otra rama se alzaba de la pila y se unía a la primera. Luego una tercera, y una cuarta. Las ramas bajo mis pies se elevaron y de repente me encontré suspendido en el aire, colgando por los tobillos cabeza abajo.

Desde aquel extraño mirador pude observar cómo los árboles, las plantas y la tierra que había apilado se alzaban y se retorcían. Los plantones entrelazaron sus ramas mientras crecían al mismo tiempo, ganando altura y grosor para convertirse en parte de algo mayor. Las otras plantas, sacos de tierra, enredaderas y hojas, se unieron a los árboles, fustigando el aire por voluntad propia y fusionándose con la cosa que me sostenía.

Comencé a distinguir la silueta de una criatura enorme de apariencia vagamente humana hecha de tierra, raíces y ramas. Dos puntos idénticos de luz verde esmeralda se encendieron en su cabeza de enredaderas retorcidas y hojas superpuestas. Debía de medir entre dos metros setenta y tres metros de altura y casi lo mismo de envergadura. Sus piernas eran más gruesas que yo, y había ramas que se extendían por encima de su cabeza como enormes cuernos que resaltaban contra el trasfondo luminoso de la niebla mental. La criatura levantó la cabeza y gritó, su voz sonó a madera torturada, ramas rotas y aullido de viento.

—¡Piedras y estrellas, Harry! —murmuré con el corazón en la boca—. ¿Cuándo aprenderás a cerrar la bocaza?