22

—Estás de coña —dijo Billy, incrédulo—. ¿Una motosierra? ¿De dónde sacaste el combustible?

Murphy apartó la vista de su pierna lesionada y de la esbelta Georgia que le había roto los vaqueros y le estaba limpiando las heridas que se extendían desde el tobillo a media pantorrilla.

—Había un generador de emergencia para hacer funcionar las neveras.

Tenían un bidón de plástico de cuarenta litros de gasolina.

El apartamento de Billy no era grande y aunque el aire acondicionado funcionaba a tope, media docena de personas bastaba para que el calor y la falta de espacio resultaran agobiantes. Los Alphas, un grupo de licántropos amigos de Billy, estaban allí. Nos topamos con un joven alto y delgado en el aparcamiento, y ocultos entre las sombras y a una distancia prudencial, un par de lobos nos siguieron hasta la puerta.

Cuando los vi por primera vez, los Alphas no eran más que un grupo de jóvenes inadaptados con malos pelos y acné que se hacían los duros y vestían de cuero. En el año y medio transcurrido desde entonces, habían cambiado. Ya no estaban tan pálidos, ni tenían aspecto enfermizo, y al igual que Billy, los que arrastraban unos kilos de más habían cambiado los michelines por músculos firmes y prietos. No es que se hubiesen transformado de repente en una panda de actores y actrices de culebrón, pero parecían más tranquilos, más seguros de sí mismos, más felices… y varios mostraban cicatrices, algunas bastante feas, en sus extremidades. La mayoría vestía ropa deportiva, o ropa de punto, prendas que uno se podía quitar fácilmente.

Había varias cajas de pizza apiladas sobre la mesa y una nevera portátil con refrescos en el suelo. Me serví un trozo de pizza tibia en un plato, cogí una Coca-Cola y encontré un hueco relativamente libre en la pared contra el que poder apoyarme.

Billy negó con la cabeza y dijo: —Oye, Harry, hay algo que no veo claro. Si esa gente realmente fuera por ahí soltando la niebla mental esa, ¿no nos habríamos enterado de alguna manera?

Resoplé y dije con la boca llena de pizza: —Es algo bastante raro incluso en mi círculo. Nadie que se haya visto afectado recordará luego nada. Compruébalo mañana en los periódicos.

Supongo que cuando nos marchamos, aparecieron los servicios de emergencia, apagaron los incendios, sacaron a un puñado de personas confusas del edificio, y te apuesto lo que quieras a que la explicación oficial será que se produjo un escape de gas.

Billy no parecía convencido.

—Eso no tiene sentido. No encontrarán el origen del escape, la compañía del gas no podrá confirmarlo, el fuego no…

Seguí comiendo.

—Aterriza ya, Billy —dije—. ¿Crees que alguien los tomaría en serio si dijeran: no sabemos lo que le ocurrió a esa gente, no sabemos qué causó los daños, no sabemos por qué nadie vio ni oyó nada y no sabemos por qué se produjeron los disparos? Hombre, no. Los acusarían de incompetentes, serían objeto de escarnio público, los despedirían. Y nadie quiere eso. Así que, será un escape de gas.

—¡Pero eso es una chorrada!

—Así es la vida. En el siglo XXI lo último que se puede hacer es admitir que uno no lo sabe todo. —Abrí la Coca-Cola y di un buen trago—. ¿Qué tal la pierna, Murphy?

—Me duele —respondió Murphy, considerando si obviar o no el comentario implícito en su gesto—, idiota.

Georgia dejó la pierna de Murphy, se incorporó y sacudió la cabeza. Era casi treinta centímetros más alta que Billy y llevaba el pelo rubio recogido en una tirante trenza que enfatizaba la delgadez de su rostro.

—Los cortes y moratones son poca cosa, pero la lesión de la rodilla podría ser grave. Debería ir a un médico de verdad, teniente Murphy.

—Karrin —dijo Murphy—. Cualquiera que limpie la sangre de mis heridas me puede llamar Karrin. —Le arrojé a Murphy una Coca-Cola. La cogió y dijo—. Salvo tú, Dresden. ¿No hay Coca-Cola Light?

Coloqué varias porciones de pizza en un plato de papel y se las pasé.

—Disfruta un poco de la vida.

—Vale, Karrin —dijo Georgia, y se cruzó de brazos—. Si no quieres someterte a una intervención de veinticinco mil dólares, más siete u ocho meses de rehabilitación, tendremos que llevarte a un hospital.

Murphy frunció el ceño, luego asintió y dijo: —Pero primero quiero comer algo. Me muero de hambre.

—Voy a por el coche —dijo Georgia. Se volvió a Billy—. Vigila que no apoye la pierna mala cuando la dejes en el suelo. Intenta que la mantenga estirada.

—Vale —dijo Billy—. Phil, Greg. Coged la manta. Vamos a hacer una litera.

—No soy una niña —dijo Murphy.

Le puse la mano sobre el hombro: —Tranqui —dije en voz baja—. Saben lo que hacen.

—Y yo.

—Estás herida, Murph —dije—. Si fueras uno de los tuyos, le dirías que cerrara la bocaza y dejara de dar problemas.

Murphy me fulminó con la mirada, pero su expresión quedó dulcificada en cierta forma por el enorme trozo de pizza que se metió en la boca.

—Sí. Lo sé. Es que me revienta quedarme en el banquillo.

Gruñí.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Terminar esta Coca-Cola. Es lo único que tengo claro de momento.

Suspiró.

—Vale, Harry. Escucha, dentro de un par de horas estaré en casa. Seguiré investigando, quizá descubra algo acerca de Lloyd Slate. Si necesitas información sobre algo más, dímelo.

—Deberías descansar —le dije.

Miró su pierna con resignación. Tenía la rodilla tan hinchada que abultaba el doble de lo normal.

—Me parece que voy a tener tiempo de sobra para eso.

Volvía refunfuñar y aparté la mirada.

—Eh, Harry —dijo Murphy. Como vio que no me volvía, siguió hablando—: Lo que ha pasado no ha sido culpa tuya. Conocía los riesgos y los asumí.

—No tendrías que haberlo hecho.

—Ni yo ni nadie. Pero por si aún no te has dado cuenta, vivimos en un mundo imperfecto, Dresden. —Me dio un suave codazo en la pierna—. Además, tuviste suerte de que estuviera allí. Si no recuerdo mal, fui yo quién se puso las botas.

Una sonrisa amenazó con asomar a mi cara.

—¿Qué dices que hiciste?

—Me puse las botas —dijo Murphy—. Me puse las botas y les pateé bien el culo a todos esos monstruos. Dejé fuera de juego a la ghoul, y le serré la cabeza al engendro planta. Sin olvidar que casi le amputo una pierna al ogro. ¿Y tú qué hiciste? Le lanzaste una lata de combustible ardiendo. Menuda contribución.

—Sí, pero antes lo empapé de gasolina.

Resopló despreciativa y dio otro mordisco a la pizza.

—Una minucia.

—Lo que tú digas.

—Murphy tres, Dresden cero.

—Yo también contribuí.

—Pero yo me puse las botas.

Alcé las manos.

—Vale, vale. Tú… te pusiste las botas, Murph.

Respiró hondo y dio un refinado trago a su Coca-Cola.

—Menos mal que estaba allí.

Le apreté el hombro y dije con voz inexpresiva: —Sí. Gracias.

Murphy me sonrió. Junto a la ventana, uno de los Alphas informó de que el coche ya estaba listo.

Billy y un par más extendieron la manta y, con mucho cuidado, colocaron encima a Murphy que toleraba todo aquello con cara de resignación, aunque se estremecía de dolor ante el más leve movimiento.

—Llámame —dijo.

—Lo haré.

—Y vigila tus espaldas, Harry. —Después se la llevaron.

Cogí otra porción de pizza, intercambié un par de palabras con algunos de los Alphas y cambié el interior de la abarrotada habitación por la terraza.

Cerré tras de mí las correderas de cristal. Solo una farola alumbraba el aparcamiento así que la terraza estaba prácticamente oculta entre las sombras.

Era una noche oscura con una humedad que se cocía a fuego lento en el calor del verano, pero aun así, el balcón resultaba mucho menos claustrofóbico que el interior del concurrido apartamento.

Observé como Billy y los Alphas cargaban a Murphy en una furgoneta y se la llevaban. Después se hizo el silencio, o lo más parecido al silencio que uno puede experimentar en Chicago. El ruido de los neumáticos contra el asfalto era un sonido de fondo constante, continuo, ahogado a veces por sirenas ocasionales, el pitido de algún claxon, chirridos y chasquidos, y el canto de una langosta perdida que estaría apostada en algún edificio cercano.

Dejé el plato de papel sobre la barandilla de madera, cerré los ojos y respiré hondo, intentando aclarar las ideas.

—Un penique por sus pensamientos —dijo una voz serena de mujer.

Casi salto por el balcón del susto. Empujé con la mano el plato de papel, y la pizza cayó al aparcamiento. Me di la vuelta y vi a Meryl sentada en una silla, en el otro extremo de la terraza. Sumida en las sombras, su voluminosa silueta no era más que un sólido pedazo de oscuridad, pero sus ojos brillaban en la penumbra con reflejos rojos. Observó cómo caía el plato y luego dijo: —Lo siento.

—Tranquila —contesté—. Esta noche estoy un poco tenso.

Asintió.

—He estado escuchando.

Incliné la cabeza y me volví para mirar a la nada y escuchar los sonidos de la noche. Después de un rato, me preguntó: —¿Duele?

Agité con desgana la mano vendada y dije: —Un poco.

—Eso no —respondió—. Me refiero a ver a su amiga herida.

Algunos de mis pensamientos se fundieron en un sentimiento de cabreo.

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Una muy sencilla.

Pegué un gran sorbo a la lata de Coca-Cola.

—Claro que duele.

—Es usted diferente de lo que pensaba.

La miré de soslayo por encima del hombro.

—Se dicen muchas cosas sobre usted, señor Dresden.

—Todas son mentira.

Sus dientes brillaron.

—No todo es malo.

—Ya, pero en general ¿hay más cosas buenas o malas?

—Eso depende de con quién hable. Las sidhe creen que es la marioneta mortal de Mab, pero lo consideran un ser interesante. Los aspirantes a vampiros, que es una especie de loco justiciero con cierto gusto por la venganza y la violencia. Algo así como una versión moderna y reducida de la Santa Inquisición. La mayoría de las criaturas mágicas lo consideran distante, peligroso, pero listo y honrado. Los maleantes dicen que es un matón, perteneciente quizás a alguna mafia del Este. La gente normal le cree un fraude dispuesto a sacarle dinero a los desesperados, salvo Larry Fowler, que probablemente le querría de nuevo en su espectáculo.

La miré frunciendo el ceño.

—¿Y tú qué piensas?

—Que debería cortarse el pelo. —Se acercó la lata a los labios y bebió un trago de cerveza—. Billy llamó a todos los hospitales y a todas las morgues. No hay ninguna mujer de pelo verde.

—Ya lo imaginaba. He hablado con Aurora, parecía preocupada.

—No me extraña, es como una hermana mayor. Cree que tiene que cuidar de todo el mundo.

—No sabía nada.

Meryl negó con la cabeza y guardó silencio durante un rato antes de decir: —¿Qué se siente al ser mago?

Me encogí de hombros.

—En general, uno se siente como un experto en leontinas. Es un trabajo difícil y con poca demanda. Por lo demás…

Sentí que una ola de emoción amenazaba con echar abajo mi autocontrol.

Meryl esperó.

—Por lo demás —repetí—, se pasa mucho miedo. Uno va descubriendo el tipo de cosas con las que se puede topar de noche y se da cuenta de que «quién poco sabe, poco teme» es más que un refrán ingenioso. Y… —Cerré los puños—. Además es muy frustrante. Hay gente que sale herida. Inocentes.

Amigos. Intento solucionar las cosas, pero generalmente no tengo ni idea de lo que pasa hasta que alguien acaba muerto. Y no importa cuánto me esfuerce, hay gente a la que no puedo ayudar.

—Parece duro —dijo Meryl.

Me encogí de hombros de nuevo.

—Supongo que, más o menos, todos pasamos por lo mismo. Lo único que cambian son los nombres. —Terminé la lata de Coca-Cola y la aplasté—. ¿Y tú qué? ¿Cómo es ser mestiza?

Meryl hizo girar la lata de cerveza entre sus anchas manos.

—Nada de particular, hasta que llegas a la adolescencia. Entonces comienzas a sentir cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—Eso depende de tu lado sidhe. En mi caso sentí furia y hambre.

Engordé mucho. Y me enfadaba por tonterías. —Dio otro trago—. Y la fuerza.

Me crié en una granja. Un día mi hermano mayor tuvo un accidente con su tractor. Quedó atrapado debajo del vehículo en llamas con la cadera rota. Yo levanté el tractor, se lo quité de encima y luego llevé a mi hermano a casa.

Anduve con él en brazos más de kilómetro y medio. Yo tenía doce años. Al día siguiente amanecí con el pelo verde.

—Trol —dije en voz baja.

Ella asintió.

—Sí. Desconozco los detalles de lo que ocurrió, pero sí. Y cada vez que perdía el control, cuanto más me enfadaba o utilizaba mi fuerza, más grande y corpulenta me volvía. Luego me asaltaban los remordimientos por lo que había hecho. —Negó con la cabeza—. A veces creo que sería más sencillo dejarme llevar definitivamente por mi lado sidhe. Dejar de ser humana, dejar de sufrir.

Si no fuera porque los otros me necesitan…

—Te convertirías en un monstruo.

—Pero un monstruo feliz. —Acabó su cerveza—. Voy a ver cómo está Fix, lo dejé durmiendo, y llamaré a Ace. ¿Usted qué va a hacer?

—Intentaré poner mis ideas en orden. Me reuniré con algunos de mis contactos. Entrevistaré a un par de reinas. Y quizá me corte el pelo.

Meryl mostró sus dientes en una sonrisa y se levantó.

—Buena suerte. —Entró de nuevo en el bullicioso apartamento y corrió la puerta tras de sí.

Yo cerré los ojos e intenté pensar. El que había enviado a la Tigresa, a Grum, al clorofobio y al pistolero solitario a por mí, me quería muerto. Por lo tanto era razonable suponer que iba bien encaminado. Por lo general, los malos no intentan cargarse a un investigador a no ser que les preocupe que pueda averiguar algo.

Pero si eso era cierto, entonces ¿por qué la Tigresa había intentando matarme también el día antes de recibir el encargo? Quizá en aquel momento trabajaba para la Corte Roja y después aceptó otro encargo que también me tenía a mí como objetivo, pero parecía poco probable. Si la ghoul seguía trabajando para el mismo cliente, eso significaba que alguien me consideraba una amenaza para los planes del asesino desde el primer día, si no antes.

Probablemente alguien de Invierno fuera el responsable de la escarcha que cubrió los cristales de mi coche. Aunque bueno, un mago también lo podría haber hecho, pero en cuanto a conjuros devastadores, aquello era poca cosa. La ghoul seguramente trabaja para cualquiera que le pagase. El clorofobio en cambio… me sorprendió que hablara y que fuera inteligente.

Cuanto más pensaba en el monstruo planta, más confuso estaba. Eligió un lugar para atacar y se las arregló para que sus aliados me condujeran hasta él. Aquel no era el comportamiento del típico matón, ni siquiera de la variedad mágica. Parecía haber una motivación especial en todo aquello, como si el clorofobio tuviera algo personal contra mí.

¿Y cómo coño lo mató Murphy? Pero si era más fuerte que un buldózer, por amor de Dios. Me dio de lleno cuando tenía desplegado el escudo y aun así me dolió. Y luego me cogió un par de veces y casi me rompe los huesos.

El clorofobio debería haber convertido a Murphy en papilla. La golpeó al menos una docena de veces, pero lo hizo sin apenas fuerza, como si no quisiera arriesgarse a causar más daño. De repente, se me encendió una bombilla en alguna parte de mi rancio cerebro. El clorofobio no era un ser en sí mismo, sino una construcción, un recipiente mágico de una conciencia exterior. Un ente inteligente y poderoso, que por alguna razón, no podía matar a Murphy cuando esta lo atacó. ¿Por qué?

—Porque Murphy, pedazo de idiota, no sirve a ninguna de las dos cortes —me dije a mí mismo en voz alta.

»¿Y eso que tiene que ver? —me pregunté. De nuevo en voz alta. Y luego la gente dice que estoy loco.

»Recuerda. Las reinas no pueden matar a nadie que no esté ligado a las cortes por nacimiento o contrato. El hada en cuestión no podía matar a Murphy, y la criatura que manejaba, tampoco.

»Joder —murmuré—, tienes razón.

Que fuera una reina parecía razonable, probablemente de Invierno.

Aunque siendo más realista, la escarcha en el parabrisas también pudo ser un señuelo. En cualquier caso, no sabía quién tenía razones para ir a por mí con algo tan complejo como una niebla mental y un verdadero ejército de asesinos.

Y hablando de nieblas. La niebla mental tenía que proceder de alguna parte. No estaba seguro de si las reinas podían crear algo así fuera de su mundo. Si no era el caso, eso significaba que el asesino había contratado a un matón capaz de lanzar un conjuro peligroso y delicado.

Me disponía a seguir esa línea de pensamiento cuando de repente se levantó algo de viento. Un viento que acabó convirtiéndose en una potente y ruidosa brisa que barría la ciudad, ululando en la noche. Me estremecí ante el repentino cambio de tiempo y miré a mi alrededor.

No descubrí nada significativo, pero cuando alcé la vista, vi que se estaban apagando las luces. Un gran banco de nubes avanzaba veloz hacia el norte, tan rápido que pude ver cómo iba engullendo estrellas. Un segundo frente se dirigía al sur, a su encuentro. Chocaron segundos después, y cuando lo hicieron, un rayo pasó de nube a nube, más brillante que la luz del día, y un trueno hizo vibrar la terraza bajo mis pies. Poco después, una gota de agua helada me cayó sobre la cabeza, seguida a continuación por un torrente, cada vez más potente, de lluvia fría. El viento, que seguía ganando fuerza, lo convirtió en un desapacible chaparrón.

Me di media vuelta y abrí la puerta de la terraza con gesto preocupado.

Los Alphas estaban mirando por las ventanas y charlando con tranquilidad entre ellos. Al otro lado de la habitación, Billy toqueteaba la televisión hasta que apareció un hombre del tiempo un tanto arrugado. La imagen parpadeaba y aparecían líneas de interferencia y puntitos blancos.

—Eh tíos, tíos —dijo Billy—. Chsss, dejadme escuchar. —Subió el volumen.

—… Un acontecimiento sin precedentes, una enorme ventisca procedente del Ártico que ha pasado a toda velocidad por Canadá y el lago Michigan ha llegado a Chicago. Y por si eso no fuera suficiente, un frente tropical, que se encontraba en el golfo de México ha subido por el río Misisipi con una repentina ola de calor. Ambos frentes se han encontrado sobre el lago Michigan, y nos han informado de que se han producido lluvias y granizadas. La zona del lago está en alerta por tormentas con abundante aparato eléctrico, al igual que el condado de Cook ante la posible aparición de tornados. El Servicio Nacional de Meteorología avisa de que existe peligro de inundaciones y ha pedido a todo aquel que piense viajar por la mitad este de Illinois que se informe antes sobre el estado de las carreteras. Señoras y señores, esta tormenta que llega es hermosa, pero también muy violenta, les aconsejamos que se mantengan bajo cobijo hasta que todo haya…

Billy bajó el volumen. Eché una ojeada a la habitación y me topé con casi una docena de pares de ojos clavados en mí, tranquilos y confiados. Bah.

—Harry —dijo por fin Billy—, esta tormenta no es normal, ¿verdad?

Negué con la cabeza, saqué otra Coca-Cola de la nevera y me encaminé hacia la puerta.

—Es un efecto secundario. Como los sapos.

—¿Qué significa?

Abrí la puerta y dije sin mirar atrás: —Significa que nos estamos quedando sin tiempo.