23
Conduje el Escarabajo hacia el norte de la ciudad, manteniéndome cerca de la orilla del lago. Seguía lloviendo y los rayos hacían que las nubes bailaran entre sombras y llamas. A unos dieciséis kilómetros del centro de la ciudad, el chaparrón perdió intensidad y el aire se hizo bastante más fresco, tanto que, vestido solo con unos vaqueros y una camiseta, comencé a tiritar. Salí de la carretera Sheridan a unos pocos kilómetros al norte de la Universidad Northwestern, en dirección a Winnetka. Aparqué, puse el freno de mano, cerré las puertas y avancé con dificultad hacia la orilla del lago.
Era una noche oscura y sin embargo no necesité invocar luz alguna para guiarme, a pesar de que tampoco llevaba conmigo ninguna linterna. Tardé un poco, pero después de un rato mis ojos comenzaron a distinguir siluetas en la oscuridad y conseguí abrirme paso a través de la ligera vegetación que rodeaba aquella orilla, hasta llegar a un promontorio de roca pelado que se adentraba unos doce metros en el agua. Caminé hasta el final y me quedé allí durante un momento, escuchando los truenos que estallaban sobre el lago, y el viento que agitaba el agua y creaba olas casi como las del mar. Hasta el aire parecía inquieto y cargado de violencia y la fría y ligera lluvia que seguía cayendo resultaba bastante desagradable.
Cerré los ojos e invoqué la energía de los elementos que me rodeaban, donde el agua se encontraba con la roca, el aire con el agua, la piedra con el aire, sin olvidarme tampoco de mi voluntad. El poder entró en mí, bailando y revolviéndose con vida propia. Lo concentré en mis pensamientos, y luego abrí los ojos y alcé los brazos con las muñecas hacia afuera, para que las viejas y pálidas cicatrices a ambos lados de las venas azules sintieran el contacto de la lluvia.
Empujé hacia fuera la energía que había reunido y grité al trueno y a la lluvia: —¡Madrina! ¡Vente, Leanan sidhe!
Una súbita presencia surgió ante mí, y una voz de mujer dijo: —Sinceramente, niño mío, tampoco estoy tan lejos. No hace falta gritar.
Di tal respingo por la sorpresa, que casi me caigo al agua. Me volví hacia la izquierda para mirar cara a cara a mi madrina que flotaba tranquilamente sobre la superficie del agua, subiendo y bajando ligeramente con cada ola que pasaba bajo sus pies.
Lea era casi tan alta como yo, pero en lugar de oscuros contrastes y rasgos angulosos, era una criatura de curvas sinuosas y sombras suaves. Su pelo, del color del fuego, caía formando rizos y bucles hasta más allá de las caderas. En esta ocasión vestía un vaporoso vestido de seda verde esmeralda, atado con cintas ocre y aguamarina. Un cinturón hecho con hilos trenzados de seda dorada le rodeaba la cintura, y una daga de mango oscuro descansaba sobre su cadera, guardada en una funda que colgaba del cinturón.
Era una de las altas sidhe y por supuesto, increíblemente bella. La perfección de sus formas se completaba con unos rasgos felinos maravillosos, labios gruesos, piel de nata, y unos ojos dorados rasgados y felinos de pupilas verticales, como casi todas las hadas. Se tomó mi sorpresa con buen humor y su boca mostró una pequeña sonrisa.
—Buenas noches, madrina —dije, buscando el tono de cortesía adecuado—. Esta noche estás tan bella como las estrellas.
Dejó escapar un suspiro de satisfacción.
—Qué adulador. Creo que voy a disfrutar de esta conversación mucho más que de la última.
—Esta vez no estoy agonizando —contesté.
La sonrisa se esfumó.
—Eso no está tan claro —repuso—. Estás en grave peligro, hijo.
—Ahora que lo mencionas, es algo que me suele pasar siempre que andas cerca.
Chasqueó la lengua con desaprobación.
—Tonterías. Yo siempre he querido lo mejor para ti.
Solté una amarga carcajada.
—Lo mejor para mí. Ésta sí que es buena.
Lea alzó una ceja.
—¿Qué razones tienes para pensar lo contrario?
—Para empezar, me quitaste con engaños la gran espada maldita y me vendiste a Mab.
—Pff —dijo Lea—. Lo de la espada era por negocios, niño. En cuanto a lo de vender tu deuda a Mab… no tuve otra opción.
—Sí, claro.
Volvió a arquear las cejas.
—A estas alturas ya lo deberías saber, querido ahijado. No puedo decir lo que no es. Durante nuestro último encuentro volví al Más Allá con gran poder, pero un fuerte desequilibrio vital. Tuve que recuperar ese equilibrio y tu deuda fue lo que la reina me pidió a cambio.
Fruncí el ceño durante un momento.
—Volviste con gran poder. —Mis ojos se posaron sobre la daga que llevaba a la cintura—. ¿Ese es el regalo de los vampiros?
Lea rozó con los dedos la empuñadura del cuchillo.
—No hables así de él. Este athame no es creación suya. Y más que un regalo, fue un intercambio.
—¿Amoracchius y eso están en la misma onda? ¿Es eso lo que estás diciendo? —Joder. Mi hada madrina ya era bastante peligrosa sin necesidad de potentes artefactos mágicos—. ¿Qué es?
—No qué, sino de quién —me corrigió Lea—. Y en cualquier caso, puedes estar seguro de que cuando renuncié a mi poder sobre ti en favor de Mab no fue para causarte daño. Jamás te he deseado un mal duradero.
La miré indignado.
—Intentaste convertirme en uno de tus chuchos y encerrarme en tu perrera, madrina.
—Allí habrías estado a salvo —dijo—. Y habrías sido muy feliz. Yo solo quería lo mejor para ti porque te quiero, mi niño.
El estómago se me revolvió y tragué saliva.
—Sí. Hum, eso es… típico de ti, supongo. En cierto sentido demencial, creo que tiene su lógica.
Lea sonrió.
—Sabía que lo comprenderías. Bueno, hablemos de negocios. ¿Por qué me has llamado esta noche?
Respiré hondo e hice acopio de valor.
—Verás, ya sé que últimamente no nos hemos llevado muy bien. O más bien, nunca. Y no tengo mucho para negociar, pero quizá quieras hacer un trato conmigo.
Alzó una ceja naranja.
—¿Con qué objetivo?
—Tengo que hablar con ellas —dije—. Con Mab y Titania.
Su expresión se hizo distante, pensativa.
—Debes saber que no puedo protegerte de ellas si deciden atacarte. Mi poder ha crecido, cariño, pero no tanto.
—Lo entiendo, pero si no llego al fondo de esto y encuentro al asesino, estoy igualmente muerto.
—Eso he oído —dijo mi madrina. Alzó la mano derecha y la extendió hacia mí—. Dame tu mano entonces.
—La necesito, madrina. Y la otra también.
Dejó escapar una sonora carcajada.
—No, tonto. Pon tu mano sobre la mía. Te llevaré.
La miré de soslayo y le pregunté desconfiado: —¿A qué precio?
—Ninguno.
—¿Ninguno? Jamás haces nada gratis.
Puso los ojos en blanco y me explicó: —Tú no tendrás que pagar, mi niño.
—¿Pues entonces quién?
—Nadie que conozcas, o hayas conocido —dijo Lea.
Tuve una corazonada.
—Mi madre. Te refieres a ella.
Lea dejó la mano extendida. Sonrió, pero solo dijo: —Quizá.
Observé aquella mano durante un momento, luego dije: —No puedo creer que vayas a protegerme.
—Y no es la primera vez.
Me crucé de brazos: —¿Cómo?
—Si recuerdas aquella noche, en el cementerio, te curé una herida en la cabeza que podría haber acabado contigo.
—¡Pero lo hiciste para que te entregara la espada!
Lea pareció acusar el golpe.
—No solo por eso. Y si haces memoria, también te liberé de un hechizo y te rescaté de un incendio solo veinticuatro horas después.
—Pero a cambio le borraste a mi novia todos sus recuerdos sobre mí. Y solo me salvaste de las llamas porque querías convertirme en uno de tus perros.
—Eso no cambia el hecho de que, a pesar de todo, te protegí.
La miré frustrado durante un minuto y luego le espeté: —¿Qué has hecho por mí últimamente?
Lea cerró los ojos un momento, luego abrió la boca y dijo con voz vieja y quejumbrosa: —¿Qué es todo ese jaleo? Acabo de llamar a la policía. Mejor será que os larguéis cuanto antes si no queréis que os encierren.
La miré atónito.
—El apartamento de Reuel. La mujer, ¿eras tú?
—Evidentemente, mi niño. Y en el mercado, esta misma tarde. —Alzó la mano en el aire, hizo un intrincado movimiento con sus largos y pálidos dedos y abrió la boca de nuevo como si fuera a entonar una nota musical. En su lugar, se escuchó el sonido de sirenas de policía algo atenuado, pero idéntico al real.
Negué con la cabeza.
—No lo entiendo.
Volvió a mover los dedos y las sirenas se mezclaron con otra carcajada cristalina, su expresión era divertida, casi entrañable.
—Seguro que no, cariño. —Volvió a ofrecerme su mano—. Vamos, hay poco tiempo.
Al menos en eso tenía razón. Además, sabía que decía la verdad. Sus palabras no le dejaban mucho margen para el engaño. Sin embargo, siempre que he hecho tratos con hadas me he pillado los dedos, y si Lea me ofrecía ayuda sin pedir nada a cambio, seguro que había truco.
La expresión de su cara me decía que o sabía lo que estaba pensando o me conocía lo bastante bien como para imaginarlo, y volvió a reír.
—Harry, Harry —dijo—. Como veo que dudas te diré que nuestro trato aún sigue en pie. No puedo hacerte daño, al menos durante unas semanas más.
Lo había olvidado. Claro, pero tampoco me podía fiar de eso. Aunque hubiese jurado no hacerme daño, si le pedía que me llevara a algún sitio, podía acabar dejándome en un bosque lleno de criaturas malditas sin romper su promesa. Ya hizo algo parecido el año pasado.
Un trueno volvió a rugir y el rayo relampagueó con mayor luminosidad en las nubes. Tic tac, tic tac, tic tac, el reloj seguía su marcha y no iba a conseguir nada quedándome ahí titubeando. O confiaba mi suerte a mi madrina o volvía a casa y me quedaba allí esperando a que algo me aplastara.
Ir con Lea no era la mejor forma de conseguir lo que quería, era simplemente la única. Respiré hondo y le cogí la mano. Su piel era como seda fría que la lluvia no había tocado.
—Está bien. Y después, tengo que ver a las madres.
Lea me miró de reojo y dijo: —Primero sobrevive a la inundación, y piensa después en enfrentarte al fuego, mi niño. Cierra los ojos.
—¿Por qué?
Arqueó las cejas con una nota de fastidio.
—Niño, deja ya de perder el tiempo con preguntas estúpidas. Me has dado la mano, ahora cierra los ojos.
Mascullé una maldición entre dientes y lo hice. Mi madrina dijo algo, una cadena de vaporosas sílabas en una lengua que no pude comprender, y sentí que mis rodillas se volvían de goma y los dedos perdían fuerza. Una apacible ola de confusión me dejó aturdido y desarmó mi sentido de la orientación. Noté una brisa en la cara y tuve la sensación de que me movía, pero no sabía si estaba cayendo, elevándome o avanzando.
El movimiento se detuvo y la confusión desapareció. El trueno volvió a rugir con fuerza y la superficie sobre la que estaba se estremeció. La luz se proyectaba contra mis párpados cerrados.
—Ya estamos —dijo Lea susurrando.
Abrí los ojos.
Me encontraba de pie sobre una superficie sólida, rodeado de una niebla gris en movimiento. La niebla cubría el suelo sobre el que me sustentaba y aunque lo golpeé con un pie, no pude descubrir si se trataba de tierra, madera u hormigón. El paisaje que me rodeaba estaba jalonado de colinas y valles, todo cubierto por aquella niebla a ras de suelo. Alcé la vista hacia el cielo. Estaba despejado. Las estrellas relucían con un brillo imposible contra la negrura del vacío. Volvió a estallar otro trueno, y el suelo tembló bajo la niebla. Un rayo relampagueó con él, y la superficie bajo nuestros pies se encendió con un airado y súbito fuego azul que se desvaneció lentamente.
Poco a poco lo comprendí todo. Di otro pisotón contra el suelo y luego varios más, describiendo un círculo a mi alrededor.
—Estamos… —Tragué saliva—. Estamos en… estamos en…
—Las nubes —dijo mi madrina, asintiendo—. O eso es lo que parece. En realidad ya no estamos en el mundo mortal.
—¿En el Más Allá, entonces? ¿El mundo de las hadas?
Negó con la cabeza y dijo con voz todavía susurrante, casi reverencial: —No. Este es el mundo intermedio, el discontinuo. Donde se encuentran, o se solapan, Chicago y el Más Allá. «Chicago sobre Chicago», por así decirlo.
Este es el lugar que las reinas evocan cuando las sidhe desean derramar sangre.
—¿Lo evocan? —pregunté en voz baja—. ¿Lo crean ellas?
—Así es —dijo Lea casi en un susurro—. Se preparan para la guerra.
Me di la vuelta lentamente, asimilándolo todo. Estábamos sobre un promontorio en un valle extenso y poco profundo. Pude distinguir lo que parecía la orilla de un lago sumida en la niebla, no muy lejos de donde estábamos. Un río atravesaba el paisaje.
—Un momento —dije—. Esto me resulta familiar. —Chicago sobre Chicago, había dicho ella. Comencé a añadir imágenes mentales de edificios, calles, luces, coches, gente—. Esto es Chicago. El terreno.
—Una copia —matizó Lea—. Hecha de nubes y niebla.
Seguí mirando a mi alrededor y encontré detrás de mí una piedra gris, amenazante y enorme, el único elemento sólido entre toda aquella espuma. Di un paso hacia atrás y vi que tenía forma de mesa. Una mesa hecha con una gigantesca roca. Las patas también eran de piedra, tan gruesas como los pilares de Stonehenge. Labradas sobre su superficie había unas runas que me resultaron familiares. ¿Noruegas? Algunas parecían símbolos egipcios. Eran como una mezcla de diferentes signos completamente indescifrables. Un rayo volvió a iluminar el suelo y una onda de luz blanquiazul pasó por encima de la mesa, a través de las runas, encendiéndolas durante un momento como si fueran un luminoso de neón en Las Vegas.
—Me hablaron de este lugar —dije después de unos segundos—. Hace mucho tiempo. Ebenezar lo llamó la Mesa de Piedra.
—Sí —susurró mi madrina—. La sangre es poder, mi niño. La sangre derramada sobre esta piedra pasa a formar parte de quien la custodie.
—¿De quién la custodie?
Asintió, sus ojos verdes brillaban.
—Durante la mitad del año, la mesa la custodia Invierno. Durante la otra mitad, Verano.
—Cambia de manos —dije, comprendiendo al fin—. El solsticio de verano y el de invierno.
—Sí. Verano es quien tiene ahora la mesa. Pero por poco tiempo.
Di un paso hacia la mesa y extendí la mano. El aire que la rodeaba tembló y opuso resistencia al avance de mis dedos, formando ondas en mi piel como si luchase contra un fortísimo viento, sin embargo no sentí nada. Toqué la superficie de la mesa y pude detectar su poder vibrando a través de las hermosas runas, como la electricidad por los cables de alta tensión. De repente una ola de calor y violencia me envolvió la mano, y la aparté. Sentí los dedos entumecidos y las uñas que habían tocado la mesa estaban ennegrecidas en sus extremos. Ambas desprendían un hilo de humo.
Agité los dedos y miré a mi madrina.
—A ver si lo entiendo. La sangre que se derrame sobre la mesa se convierte en poder para quien la guarde. Ahora es Verano. Pero a partir de mañana por la noche, será Invierno.
Lea inclinó la cabeza en silencio.
—No comprendo por qué es tan importante.
Lea miró la mesa con el ceño fruncido, luego comenzó a caminar a su alrededor, lentamente, en el sentido de las agujas del reloj y sin apartar sus ojos de mí.
—La mesa no es solo un almacén de energía, niño mío. Es un conductor.
La sangre derramada sobre su superficie no solo se lleva la vida con ella.
—El poder —dije. Fruncí el ceño y crucé los brazos, observándola—. Así que si, por ejemplo, se derramara sobre ella la sangre de un mago…
Sonrió.
—Generaría un gran poder. Vida mortal, magia mortal que termina en manos de cualquiera de las reinas que custodie en ese momento la mesa.
Tragué saliva y di un paso hacia atrás.
—Entiendo.
Lea completó su circuito alrededor de la mesa y se detuvo a mi lado.
Echó un vistazo furtivamente a su alrededor, luego me miró a los ojos y dijo con un hilo de voz: —Niño mío. Si sobrevives a este conflicto, no dejes que Mab te traiga aquí. Nunca.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—Sí. Vale. —Negué con la cabeza—. Madrina, sigo sin entender lo que quieres decirme. ¿Por qué esta mesa es tan importante?
Con la cabeza, me indicó que mirara a izquierda y derecha, hacia dos colinas que se encontraban una frente a la otra a cada lado del valle. Me fijé en una de ellas, pero tuve que forzar la vista porque la imagen se desdibujaba. Me concentré sobre la otra, y ocurrió lo mismo.
—No veo nada —dije—. Hay un velo o algo parecido.
—Si quieres comprender, antes debes ver.
Cogí aire lentamente. Los magos pueden ver cosas invisibles para la mayoría de la gente. Algunos lo llaman Vista, Tercer Ojo, pero recibe muchos otros nombres. Si un mago utiliza su Vista, podrá ver las fuerzas mágicas en movimiento, conjuros como trenzas de luces de neón, velos agujereados como proyecciones en una pantalla. La Vista de un mago muestra las cosas tal y como son y la experiencia siempre es, cuando menos, inquietante. Lo que se ve con la Vista permanece contigo. Sea bueno o malo, se mantendrá fresco en la memoria, como si lo acabaras de ver. Contemplé a un pequeño espíritu arborícola con la Vista cuando solo tenía catorce años, la primera vez que la usé, y aún conservo su imagen perfecta en mi cabeza como si lo tuviera delante, un pequeño ser como de dibujos animados, mitad gnomo de hierba y mitad ardilla.
Desde entonces, he visto cosas peores. Mucho peores. Demonios. Almas desgarradas. Espíritus atormentados. Eso tampoco lo había olvidado. Pero también he visto cosas mejores. Uno o dos breves vistazos a seres de tal hermosura, pureza y luminosidad que casi me hacen llorar. Pero con el paso del tiempo resultaba un poco más duro vivir con aquellos recuerdos, constituían una carga cada vez más pesada.
Rechiné los dientes, cerré los ojos y con firmeza pero suavidad, desbloqueé mi Vista.
Al abrirlos de nuevo me estremecí ante el súbito aluvión de sensaciones.
El paisaje nuboso bullía con energías mágicas. De la colina sur surgía un haz de luz dorada y verde que se derramaba sobre todo el lugar, convirtiéndolo en un jardín traslúcido con enredaderas verdes, flores doradas y destellos de otros colores que se reflejaban en todo aquello, arañando el suave suelo y aferrándose a dispersos puntos de luz tan deslumbrantes y luminosos que no podía mirarlos directamente.
Del lado opuesto, una energía de color azul, morado y verdusco se extendía como cristales de hielo, con la fuerza lenta y perseverante de un glaciar, avanzando en algunos lugares, derritiéndose en otros, y mostrándose especialmente potente en torno a los sinuosos ríos del valle.
El conflicto de energías también se libraba en las cimas de ambas colinas, en puntos de luz tan brillantes como pequeños soles. A duras penas pude distinguir la silueta de seres corpóreos dentro de aquellas luces, y solo su mera sombra suponía una presencia abrumadora para mis sentidos. Por un lado estaba la sensación de calor, de un bochorno tan aplastante que me resultaba difícil hasta respirar, me oprimía y me sentía arder por dentro. Por el otro estaba el frío, horrible y absoluto, como manos heladas a mi alrededor que me robaban la energía. Aquellas presencias me atravesaron, la belleza sorprendente y el poder aterrador eran tan apasionantes y sobrecogedores que caí de rodillas y lloré.
Las energías se enfrentaban entre sí, lo podía sentir, aunque desconocía la naturaleza exacta del conflicto. Las fuerzas se revolvían unas en torno a otras con sutiles contrastes de fulgor y oscuridad, dejando el paisaje vagamente iluminado en parcelas de luz fría y caliente. Campos de rojo, oro y verde brillante frente a eriales vacíos de azul, morado y blanco. Todo aquello formaba un dibujo, una estructura del conflicto que no estaba completa. Se parecía a un tablero de ajedrez. Solo en el centro, en la mesa, se rompía el patrón. El espacio que rodeaba a la Mesa de Piedra estaba dominado, en verde y dorado, por el Verano, mientras que el hielo oscuro y cristalino se acercaba poco a poco, siguiendo el movimiento casi imperceptible de las estrellas en el cielo.
Bueno, pues ya lo había visto. Eché un buen vistazo a las fuerzas contra las que me enfrentaba, a la energía desnuda de las dos reinas del Más Allá, y el espectáculo me pareció sobrecogedor. Toda la fuerza que yo hubiera podido invocar no habría supuesto más que una chispa ante cualquiera de aquellas dos montañas de luz y magia. Aquel era un poder que existía desde el albor de la vida, y no desaparecería hasta su fin. Una energía que había sumido a los mortales en el terror y la adoración abyecta, y ahora comprendía por qué. Yo no era ni un peón en aquel tablero. Era un insecto entre gigantes, una brizna de hierba ante árboles colosales.
Y había una terrible fascinación en aquel poder, algo que atraía a la magia dentro de mí, de igual a igual y sentí deseos de sumergirme en aquellas llamas, en ese frío infinito y helador. Las polillas miran las trampas de luz como yo miraba a las reinas de las hadas.
Aparté la vista escondiendo el rostro tras los brazos. Caí hacia un lado y me hice un ovillo en el suelo, intentando bloquear la Vista para evitar que aquellas imágenes llegaran a mí. Me estremecí e intenté decir algo. No sé muy bien qué. Pero lo que salió de mi boca no fueron más que sonidos titubeantes e incoherentes. Después no recuerdo nada más hasta que noté como la fría lluvia me mojaba la mejilla.
Abrí los ojos y me encontré tumbado sobre el suelo húmedo y frío, a orillas del lago Michigan, donde había invocado la presencia de mi madrina.
Tenía la cabeza apoyada sobre algo suave que resultó ser su regazo. Me incorporé rápidamente y me aparté de ella. Me dolía la cabeza y las imágenes que la Vista me había mostrado me hicieron sentir particularmente pequeño y vulnerable. Me senté, temblando bajo la lluvia durante un minuto antes de volver la mirada a mi madrina.
—Debiste avisarme.
Su rostro no mostraba remordimiento alguno ni preocupación.
—No habría cambiado nada. Tenías que verlo. —Guardó silencio y luego añadió—: Lamento que no hubiera otra forma. ¿Lo comprendes ya?
—La guerra —dije—. Lucharán por el control de la zona que rodea la mesa. Si Verano consigue conservarla, dará igual si llega el turno del Invierno.
Mab no podrá alcanzar la mesa, derramar sangre sobre ella y sumar el poder del caballero del Verano al Invierno. —Respiré hondo—. Lo que hacían tenía sentido. Como si fuera un ritual. Algo que ya han hecho antes.
—Por supuesto —dijo Lea—. Existen en oposición. Ambas reinas tienen un gran poder, mago, tanto que podrían rivalizar con arcángeles y algunos dioses menores. Pero se anulan perfectamente la una a la otra. Y al final, el tablero quedará dividido a partes iguales. Las piezas más pequeñas se alzarán y se batirán para encontrar un equilibrio.
—Las señoras —dije—. Los caballeros.
—Y —añadió Lea, levantando un dedo— los emisarios.
—Ni hablar. Yo no pienso lucharen una puñetera guerra de hadas en las nubes.
—Puede que sí, puede que no.
Resoplé incrédulo.
—Pero no me has ayudado. Quería hablar con ellas. Averiguar cuál es la culpable.
—Y lo has hecho. Con mayor libertad que si hubierais intercambiado palabras.
La miré con el ceño fruncido y pensé en que lo que ya sabía, y en lo que había aprendido en mi viaje a la Mesa de Piedra.
—Mab no debería tener prisa. Si a Verano le falta su caballero, Invierno lleva ventaja si espera. No necesita conquistar la mesa.
—Sí.
—Pero Verano se está moviendo para protegerla. Eso significa que Titania piensa que el culpable es alguien de Invierno. Pero si Mab responde en lugar de esperar, significa… —Torcí el gesto—. Significa que no sabe por qué Verano está moviendo ficha. Así que vigila el avance de Titania. Y eso implica que tampoco sabe quién lo hizo.
—Un tanto simple —dijo Lea—, pero tu razonamiento es bastante preciso, cariño. Esos son los pensamientos de las reinas sidhe. —Miró hacia la orilla opuesta del lago—. Tu sol saldrá en unos minutos. Cuando vuelva a ponerse, estallará la guerra. Con las cortes en equilibrio, eso no tendría grandes consecuencias para el mundo mortal. Pero el equilibrio se ha perdido. Si no se restaura, niño mío, imagina lo que podría suceder.
Lo hice. Es decir, antes ya tenía cierta idea de lo que podría pasar, pero ahora conocía la magnitud de las fuerzas involucradas. Las energías de Verano e Invierno no eran como la carga eléctrica de una pila. Sino más bien como gigantescos muelles de compresión, empujando uno contra otro. Mientras esa presión se mantuviera constante, las energías permanecían bajo control. Pero un desajuste en un lado u otro podría hacer que se desviaran, y la liberación de energía de ambos bandos sería terrible y violenta, y desde luego tendría horribles consecuencias en las zonas cercanas, en este caso Chicago, Norteamérica, y probablemente un buen pedazo del resto del mundo.
—Tengo que ver a las madres. Llévame hasta ellas.
Lea se levantó con increíble gracia y expresión opaca, imposible de descifrar.
—Eso también está fuera de mi alcance, niño.
—Necesito hablar con las madres.
—Lo sé —dijo Lea—. Pero no puedo llevarte hasta ellas. No está en mi poder. Quizá Mab o Titania puedan, pero ahora están bastante ocupadas. No atenderán a nadie.
—Genial —murmuré—. ¿Cómo puedo llegar hasta ellas?
—Uno no llega hasta ellas, mi niño. Simplemente debe esperar su invitación. —Frunció el ceño ligeramente—. No puedo hacer más para ayudarte. Los poderes menores deben ocupar sus puestos junto a las reinas y dentro de poco me necesitarán.
—¿Vas a ir?
Asintió, dio un paso hacia delante y me besó en la frente. Solo fue un beso, el roce de sus suaves labios contra mi piel. Después se apartó, apoyando una mano sobre la empuñadura de la daga a su cintura.
—Ten cuidado, mi niño. Y date prisa. Recuerda, al anochecer. —Se detuvo y me miró desaprobadora—. Y córtate el pelo. Pareces un diente de león.
A continuación, se adentró en el lago y su cuerpo se licuó para volver a las aguas agitadas por la tormenta con un sonoro chapoteo.
—Genial —murmuré. Di una patada a una piedra, que cayó al agua—. Estupendo. Al anochecer. Y no sé nada. Y la gente con la que tengo que hablar no me coge el teléfono. —Cogí otra piedra y la arrojé con todas mis fuerzas hacia el lago. El sonido de la lluvia amortiguó el de la piedra al chochar contra el agua.
Di media vuelta y desanduve el penoso camino hasta el Escarabajo a través de los truenos y la lluvia. Ahora podía ver las siluetas de los árboles un poco mejor. El sol estaba a punto de salir oculto entre las nubes.
Me senté detrás del volante de mi fiel Escarabajo, metí la llave y arranqué el motor.
El castigado y viejo Volkswagen chirrió un poco, dio unas sacudidas estando todavía en punto muerto, y comenzó a llenarse de humo. Salí con dificultad y medio asfixiado. Busqué la palanca que abre el compartimento del motor y la accioné. Una nube de humo negro emanó del interior y a duras penas pude ver una llama justo detrás, devorando una porción del motor. Fui hasta el maletero en la parte delantera, saqué el extintor y apagué el fuego.
Después me quedé allí, bajo la lluvia, cansado y dolorido, contemplando mi motor quemado.
Amaneció. Era el solsticio de verano y eso significaba que tenía unas quince horas para averiguar la forma de llegar hasta las madres. Tenía razones para dudar de que aparecieran en la guía telefónica, pero aunque así hubiera sido, la visita al campo de batalla en torno a la Mesa de Piedra me había mostrado que las reinas tenían mucho más poder del que creía. Su mera presencia, a más de kilómetro y medio, casi me vuela la tapa de los sesos… y las madres estaban por encima de Mab y Titania en el escalafón.
Tenía quince horas para encontrar al asesino y devolver el manto del caballero del Verano a la Corte del Verano, y para detener después la guerra que se estaba librando en algún lugar situado en ninguna parte entre nuestro mundo y el de los espíritus, al que no tenía ni idea de cómo llegar.
Y mi coche acababa de pararse. Otra vez.
—Esto te supera —murmuré—. Harry, te viene demasiado grande, no puedes hacerlo tú solo.
El Consejo. Debería hablar con Ebenezar, contarle lo que estaba sucediendo. El problema era demasiado grave, demasiado delicado para arriesgarse a joderlo todo por una cuestión de protocolo. Quizá tuviera suerte y el Consejo: A, me creería y B, decidiría ayudarme.
Sí. Y si me pegaba bastantes plumas en los brazos, quizás acabaría volando.