26
El Más Allá es un lugar muy grande. De hecho, es el mayor de todos. El Más Allá es lo que los magos llaman la totalidad del reino espiritual. No es un lugar físico, con geografía, meteorología y esas cosas. Es un mundo fantasma, un reino mágico, y su substancia es tan mutable como el pensamiento. Recibe muchos nombres, el Otro Lado, o el Otro Mundo, y contiene en su interior cualquier clase de reino espiritual que uno pueda imaginar. El Paraíso, el Infierno, el Olimpo, Los Campos Elíseos, el Tártaro, la Gehenna, lo que sea, y todo está en alguna parte del Más Allá. Al menos, eso dice la teoría.
Las zonas del Más Allá más cercanas al mundo mortal están casi todas controladas por las sidhe. Esta parte del mundo espiritual se llama reino de las hadas y está estrechamente ligado al mundo real de diferentes maneras. Es casi permanente e inalterable, y por ejemplo, tiene diferentes meteorologías. Pero que nadie se engañe, no es la Tierra. Las leyes de la realidad no se aplican con el mismo rigor que en nuestro mundo, por eso el reino de las hadas puede ser muy traicionero. La mayoría de los que se adentran en él no vuelven nunca.
Y yo tenía el pálpito de que estaba corriendo por el corazón mismo de aquel reino.
El terreno describió una pendiente hacia abajo y se hizo más húmedo y suave. La niebla amortiguó rápidamente el sonido de lo que ocurría a mis espaldas, hasta que lo único que podía escuchar era mí propia y agitada respiración. La carrera hizo que mi corazón fuera más rápido y mi mano herida latiera dolorosamente. Sentí cierto placer al volver a moverme, mis extremidades y músculos se estiraban, haciéndome sentir vivo después de meses de inactividad. No habría aguantado aquel ritmo durante mucho rato, pero afortunadamente no tenía que ir muy lejos.
Las luces resultaron ser las dos ventanas iluminadas en una casa de campo que se alzaba solitaria en una ligera elevación del terreno. Varios obeliscos de piedra del tamaño de ataúdes, algunos caídos y rotos y otros aún en pie, formaban círculos alrededor del promontorio. El cuervo se posó sobre uno de ellos, sus ojillos resplandecían. Volvió a graznar y entró volando en la casa por una ventana abierta.
Me quedé allí, jadeando durante un minuto, intentando recuperar el aliento antes de acercarme a la puerta. Sentí que se me ponía la carne de gallina y me estremecí con un escalofrío. Di un paso hacia atrás y contemplé la casa.
Paredes de piedra. Tejado de paja. Había un suave olor a moho bajo el aroma a pan recién hecho. La puerta era de un tipo de madera pesada y curtida, y sobre ella aparecía labrado el símbolo del copo de nieve que ya conocía. Así que aquí está la Madre Invierno. Si se parecía a Mab, tendría el tipo de poder que pondría los pelos de punta a cualquier mago. Flotaría en el aire en torno a ella, como el calor corporal. Salvo que hacía falta mucho cuerpo para sentir su calor a través de las paredes de piedra y de la pesada puerta. Uff.
Alcé la mano para llamar y la puerta se abrió por sí sola con un variado surtido de melodramáticos chirridos de bisagras oxidadas, digno de Producciones Hammer.[4] Una voz, un quejido apenas audible, dijo: —Adelante, niño. Te estábamos esperando.
¡Madre mía! Me limpié las manos en los vaqueros y me aseguré de llevar bien sujetos el bastón y la varita antes de franquear el umbral de la puerta y entrar en la penumbra de la casa.
Había una única habitación. El suelo era de madera, aunque las tablas parecían desgastadas y secas. Había varias estanterías apoyadas contra las paredes de piedra. Un telar descansaba en la esquina opuesta, cerca de la chimenea, junto n una rueca. Delante de la chimenea una mecedora chirriaba al moverse. Estaba ocupada. Había una silueta sentada en ella, cubierta con un chal y una caperuza, como si alguien hubiera dado vida a un puñado de mantas y telas. Junto a la chimenea vi varias dentaduras de tamaños más o menos humanos. Una de ellas era sencilla, blanca y uniforme. La siguiente parecía podrida, con los dientes mellados y un molar roto. La dentadura que estaba a su lado tenía los dientes puntiagudos, salpicados de manchas marrones y lo que parecían pedazos de carne putrefactos. La última estaba hecha de algún tipo de metal plateado y brillaba como una espada.
—Interesante —dijo la voz quejumbrosa desde la mecedora—. Muy interesante. ¿Lo sientes?
—Hum —dije.
Del otro lado de la sala alguien resopló con energía y me di la vuelta para ver al recién llegado. Otra mujer, encorvada por la edad, soplaba el polvo de una estantería y luego pasaba un trapo antes de volver a colocar botellas y jarras.
Se giró y me miró con unos ojos verdes y brillantes desde un rostro castigado por el tiempo, pero todavía sonrosado.
—Claro que sí. Pobre niño. Ha sufrido mucho. —La anciana se acercó a mí y colocó con firmeza sus manos a ambos lados de mi cara, mirándome a los ojos—. Tienes algunas cicatrices. Saca la lengua, muchacho.
La miré atónito.
—¿Eh?
—Saca la lengua —repitió con tono tajante.
Eso hice. Me examinó la lengua y la garganta y luego dijo: —Pero eres fuerte. Y a veces hasta listo. Creo que tu hija eligió bien.
Cerré la boca y me soltó la cabeza.
—Madre Verano, ¿supongo?
Me dedicó una amplia sonrisa.
—Sí, cariño. Y esta es madre invierno. —Con un gesto señaló la mecedora junto al fuego—. No te ofendas si no se levanta. Esta no es su estación, ¿sabes? Acércame esa escoba.
La miré sorprendido, pero luego cogí una vieja escoba desvencijada de mango retorcido y se la pasé a madre verano. La anciana la cogió e inmediatamente se puso a barrer el polvoriento suelo de la vieja casa.
—¡Bah! —susurró Madre Invierno—. El polvo volverá a aparear.
—De eso se trata —dijo Verano—. ¿Verdad, niño?
Estornudé y murmuré algo que no me comprometía.
—Hum, perdonen señoras, pero me preguntaba si podrían responder a unas cuestiones.
La cabeza de Invierno se giró ligeramente hacia mí dentro de su capucha.
Madre Verano se detuvo y me miró con aquellos ojos verdes centelleantes.
—¿Quieres respuestas?
—Sí —contesté.
—¿Y cómo esperas conseguirlas —siseó Invierno—, cuando ni siquiera conoces las preguntas adecuadas?
—Oh —dije de nuevo. La personificación de la perspicacia, ese soy yo.
Verano negó con la cabeza y dijo: —Hagamos un intercambio, entonces. Nosotras te haremos una pregunta. Y a cambio de tu contestación, cada una te dará una respuesta a lo que buscas.
—No se ofendan, pero no he venido aquí a que me hagan preguntas.
—¿Estás seguro? —preguntó Madre Verano. Empujó con la escoba un montón de polvo y lo echó por la puerta—. ¿Cómo lo sabes?
La voz enojada de Invierno llegó a mí en un susurró de enfado.
—Estaría todo el día parloteando. Contesta a nuestras preguntas, niño, o vete.
Cogí aire.
—Está bien —dije—. Preguntad.
Madre Invierno se volvió hacia el fuego.
—Sencillamente dinos, niño: ¿Qué es más importante, el cuerpo…
—… o el alma? —concluyó Madre Verano. Ambas guardaron silencio, y sentí su atención sobre mí como el filo de una navaja contra mi piel.
—Supongo que eso depende de quién pregunte a quién —dije finalmente.
—Preguntamos nosotras —dijo Invierno.
Verano asintió.
—Y te preguntamos a ti.
Pensé en mis palabras durante un momento antes de hablar.
Lo sé, a mí también me sorprendió.
—Entonces diría que si yo fuera un hombre viejo, enfermo y agonizante, pensaría que el alma es más importante. Y si estuviera a punto de morir quemado en la hoguera para conservar mi alma, diría que mi cuerpo es más importante.
Las palabras cayeron en un largo minuto de silencio, durante el cual no dejé de mover los pies, nervioso.
—Bien dicho —susurró Madre Invierno por fin.
—Inteligente —añadió Verano—. ¿Por qué has elegido esa respuesta, niño?
—Porque era una pregunta tonta. No se puede elegir entre una cosa y la otra.
—Exactamente —dijo Verano. Se acercó hacia el fuego y sacó una bandeja con un mango largo. En la bandeja había una hogaza de pan redondeada. La dejó sobre una rejilla para que se enfriara—. Este niño ve lo que ella no puede ver.
—Porque no está en su naturaleza —murmuró Invierno—. Ella es lo que es.
—Un momento —dije—. ¿De quién estáis hablando? De Maeve, ¿verdad?
Madre Invierno siseó o quizá fuera una carcajada.
—He contestado a vuestras preguntas —dije—. Así que venga.
—Paciencia, mi niño —dijo Madre Verano. Cogió una tetera que pendía sobre la chimenea y sirvió té en dos tazas. Echó en cada una algo que me pareció miel, luego nata y le ofreció una taza a Madre Invierno.
Esperé a que las dos hubieran bebido para decir: —Vale, se me acabó la paciencia. No puedo esperar más. Esta noche es el solsticio de verano. Esta noche la balanza comienza a inclinarse del lado de Invierno, y Maeve intentará usar la Mesa de Piedra para robar el manto de poder del caballero del Verano.
—Sí. Algo que conviene evitar a cualquier precio. —Madre Verano alzó una ceja—. Bien, ¿cuál es tu pregunta?
—¿Quién mató al caballero del Verano? ¿Quién robó su manto?
Madre Verano me miró decepcionada y dio otro sorbo a su té.
Madre Invierno alzó su taza hasta la capucha. Seguía sin poder verle la cara, pero su mano estaba ajada y sus dedos tenían un tono azulado. Bajó la taza y dijo: —Tu pregunta es estúpida, niño. Eres más listo que todo eso.
Me cruce de brazos.
—¿Qué significa eso?
Madre Verano miró reprobadora a Invierno, pero dijo: —Significa que el quién no es tan importante como el por qué.
—Y el cómo —añadió Madre Invierno.
—Piensa, niño —dijo Verano—. ¿Qué se ha conseguido con el robo del manto?
Fruncí el ceño. Para empezar, la guerra entre las cortes. Sucesos extraños tanto en el mundo mágico como en el natural. Pero sobre todo, la inminente guerra, Invierno y Verano reuniéndose para luchar en la Mesa de Piedra.
—Exacto —susurró Invierno. El pelo de la nuca se me erizó con una fría y desagradable sensación. Caray, había oído mis pensamientos—. Pero piensa, mago. ¿Cómo se hizo? Un robo es un robo, ya se trate de comida, riquezas, belleza o poder.
Como parecía dar igual, decidí pensar en voz alta.
—Cuando alguien roba algo pueden pasar varias cosas. El ladrón oculta el botín para que nadie lo encuentre.
—Esconde su tesoro —apostilló Verano—. Como hacen los dragones.
—Sí, vale. O lo destruye.
—No, eso no —dijo Madre Invierno—. Vuestro sabio lo dice. El tipo alemán del pelo alborotado.
—Einstein —murmuré—. Vale, pues entonces se puede transformar en algo sin valor. O se puede vender.
Madre Verano asintió.
—Ambos casos implican un cambio.
Alcé una mano.
—Espera, espera. Tal y como yo lo entiendo, este poder del caballero del Verano, su manto, no puede existir por sí mismo. Tiene que estar dentro de un recipiente.
—Sí —murmuró Invierno—. Dentro de una de las reinas o dentro del caballero.
—Y no está dentro de las reinas.
—Cierto —dijo Verano—. De ser así, lo notaríamos.
—Así que está dentro de otro caballero —dije—. Pero si eso fuera así, no habría desequilibrio. —Me rasqué la cabeza y mientras lo hacía, caí en la cuenta—. A no ser que haya cambiado. A no ser que el nuevo caballero haya cambiado. Se haya transformado en otra cosa. Algo que dejó al manto de poder atrapado, inerte, inútil.
Ambas me miraron fijamente y en silencio.
—Vale —dije—. Ya tengo mi pregunta.
—Adelante —dijeron a un tiempo.
—¿Cómo pasa el manto de un caballero a otro?
Madre Verano sonrió, pero su expresión era siniestra.
—Vuelve al reflejo más cercano de sí mismo. Al recipiente de Verano más próximo. Ella, a cambio, elige al siguiente caballero.
Eso significaba que solo una de las reinas del Verano podía estar detrás de todo aquello. Titania quedaba descartada, había iniciado la guerra contra Mab porque no sabía dónde estaba el manto. Madre Verano no me estaría contando todo aquello si lo hubiese hecho ella. Solo quedaba una sospechosa.
—Estrellas y piedras —murmuré—. Aurora.
Las dos madres soltaron sus tazas al mismo tiempo.
—No hay tiempo —dijo Verano.
—Aquello que no debe ser, puede suceder —añadió Invierno—. Tú, al menos eso creemos, eres el único que puede solucionar esto…
—… si tienes la fuerza suficiente.
—El valor suficiente.
—Eh, un momento —dije—. ¿Y por qué no hablo con Mab y Titania?
—Están más allá de las palabras —dijo Madre Invierno—. Van a entrar en guerra.
—Detenedlas —dije—. Vosotras dos tenéis que ser más fuertes que Mab y Titania. Obligadlas a que os escuchen.
—No es tan sencillo —dijo Invierno.
Verano asintió.
—Tenemos poder, pero está circunscrito a unos límites. No podemos interferir en lo que hagan las reinas o las señoras. Ni siquiera en un asunto tan espantoso como este.
—¿Qué podéis hacer?
—¿Yo? —preguntó Verano—. Nada.
Fruncí el ceño y miré a Madre Invierno.
Alzó una mano envejecida y agrietada y me indicó con un gesto que me acercara.
—Acércate, niño.
Iba a decir que no, pero mis pies se movieron sin pedirme permiso y me encontré arrodillado frente a la mecedora de Madre Invierno. No pude verla, ni siquiera desde tan cerca. Hasta sus pies estaban cubiertos con capas de tela oscura. Pero sobre su regazo había un par de agujas de punto y un paño cuadrado con gruesas puntadas de lana gris sin teñir. Madre Invierno extendió las manos nudosas y cogió un par de tijeras oxidadas. Cortó los hilos de lana y me ofreció el paño.
Lo cogí, de nuevo sin pensar. Era suave y estaba frío, como si lo hubiesen guardado en la nevera, y vibraba con una energía sutil y peligrosa.
—Los hilos están sueltos —dije en voz baja.
—Y así debe ser —dijo Invierno—. Es un destejido.
—¿Un qué?
—Un «deshecho», niño. Yo soy la deshacedora, la destructora. Esa es mi esencia. Preso en estos hilos está el poder de deshacer cualquier encantamiento.
Toca con el paño aquello que debe deshacerse. Desteje los hilos. Y así será.
Me quedé mirando el paño durante un momento. Luego pregunté con calma: —¿Cualquier encantamiento? ¿Cualquier transformación?
—Cualquiera.
Me empezaron a temblar las manos.
—¿Quieres decir… que podría utilizar esto para anular lo que los vampiros le hicieron a Susan? ¿Se curaría, volvería a ser mortal?
—Así es, emisario. —El tono de Madre Invierno estaba teñido de una satisfacción marchita.
Tragué saliva y me levanté mientras doblaba el paño. Lo guardé en un bolsillo con mucho cuidado de que no se saliese ningún hilo.
—¿Es un regalo?
—No —dijo Invierno con voz ronca—. Pero es necesario.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con él?
Madre Verano negó con la cabeza.
—Es tuyo, tú decides. Nosotras ya hemos llegado al límite de lo que podemos hacer. Ahora todo depende de ti.
—Date prisa —susurró Invierno.
Madre Verano asintió.
—No queda tiempo. Sé rápido y sabio, niño mortal. Ve con nuestras bendiciones.
Invierno ocultó sus frágiles manos dentro de las mangas de su ropaje.
—No falles, niño.
—Eso, sin presiones —murmuré. Hice una ligera inclinación ante las dos y me dirigí hacia la puerta. Franqueé el umbral y dije—: Oh, por cierto. Pido disculpas por si hicimos daño al unicornio.
Miré hacia atrás y vi como Madre Verano arqueaba una ceja. La cabeza de Invierno giró y pude ver el brillo amarillento de sus dientes. Con voz ronca dijo: —¿Qué unicornio?
La puerta se cerró de nuevo por sí sola. Me quedé mirando furioso la madera durante un momento y luego susurré: —«Jodidas locas del Más Allá». —Me di media vuelta y volví sobre mis pasos. El destejido era un peso fresco en mi bolsillo y prometía enfriarse aún más si lo dejaba ahí demasiado tiempo.
Pensar en el destejido me hizo caminar más rápido, movido por la esperanza. Si lo que las madres habían dicho era cierto, podría utilizar el paño para ayudar a Susan, algo que hasta entonces parecía completamente imposible.
Todo lo que tenía que hacer era terminar aquel caso, luego me dedicaría a buscarla.
Claro que, pensé con amargura, terminar con el caso podía suponer también mi muerte. Puede que las madres me hubiesen dado algo de información y un trapito mágico, pero desde luego no me habían facilitado ni una puñetera pista sobre cómo resolver este asunto… y tampoco me habían dicho: «Aurora lo hizo». Sabía que no me podían mentir y lo que me dijeron así lo indicaba, pero ¿qué parte de todo aquel misterio se debía a la enigmática prohibición de intervenir directamente, y qué parte a su traicionera naturaleza de hadas?
—Date prisa —dije con voz ronca intentando imitar a Invierno—. Hemos alcanzado los límites —dije, parodiando a Verano. Aceleré el paso y pensé con inquietud en las últimas palabras de Invierno. Había sentido un placer casi palpable al decirlas, como si le hubiese dado la oportunidad de expresar algo que de otra manera no habría podido.
«¿Qué unicornio?»
Rumié la pregunta. Eran palabras importantes, no un simple murmullo entre dientes, así que tenían que significar algo.
Fruncí el ceño. Significaba que la casa no tenía ningún guardián. O si lo había, no era por deseo de Madre Invierno.
—Entonces, ¿quién lo había puesto ahí?
La respuesta me golpeó en la boca del estómago y me sentí enfermar al mismo tiempo que caía en la cuenta de lo sucedido. Me detuve y me concentré para desbloquear mi Vista.
Pero antes de Ver nada, Grum salió de detrás de un velo con Elaine siguiéndole los pasos a poca distancia. Me pilló con la guardia baja. El ogro lanzó su puño de martillo contra mi cara. Se produjo un fogonazo por el impacto, sentí que me caía y luego el contacto de la tierra fresca bajo mi mejilla.
Después el sutil perfume de Elaine.
Luego nada.