29
Me decidí por el negro.
Hice las llamadas, saqué un antiguo maletín de médico a la entrada, me di una ducha rápida y me vestí. Botas negras de estilo militar, vaqueros negros (prácticamente limpios), una camiseta negra, una gorra de béisbol negra con el emblema de Coca-Cola en rojo y para rematar, mi guardapolvos negro. Fue un regalo de Susan, el conjunto se completaba con una capa que me llegaba hasta los codos y una porción extra de tela que le daba bastante vuelo. El tiempo era tormentoso, tanto literal como figurativamente hablando, y necesitaba el abrigo de un buen gabán.
Además cogí el equipo completo, todo lo que me había llevado aquella mañana más los regalos del guardián de la puerta y mi arma defensiva, un revólver como el de Harry el Sucio, un Magnum de gran calibre y cañón largo.
Pensé en llevarlo encima, pero al final decidí que no. Tendría que atravesar Chicago para llegar hasta la Mesa de Piedra, y no necesitaba que me detuvieran por posesión de arma de fuego. Tiré el revólver, con la funda incluida, al interior de la bolsa con la esperanza de no tener que necesitarlo en una urgencia.
Billy y los licántropos llegaron unos diez minutos después, aparcaron la furgoneta justo enfrente e hicieron sonar el claxon. Revisé el contenido del maletín de médico, lo cerré y me encaminé hacia la furgoneta con mi bolsa del gimnasio golpeándome en un costado. La puerta de la furgoneta se deslizó, y me asomé para dejar mis cosas dentro.
Dudé al contemplar su interior lleno de gente joven. Allí habría unos diez u once chavales.
Billy se inclinó desde el asiento del conductor y dijo: —¿Algún problema?
—Dije que solo quería voluntarios —repuse—. No sé muy bien donde nos estamos metiendo.
—Ya —contestó Billy—. Están advertidos.
Los chicos asintieron con un murmullo generalizado.
Suspiré.
—Muy bien, gente. Las mismas reglas que la última vez. Yo soy el que manda y si os doy una orden, la cumplís, sin discusiones. ¿De acuerdo?
Hubo una ronda de asentimientos. Incliné la cabeza como respuesta y escruté el oscuro fondo de la camioneta al vislumbrar una mata de pelo verde.
—¿Meryl? ¿Eres tú?
La mestiza asintió con solemnidad.
—Quiero ayudar, y Fix también.
Vi de refilón una cabellera blanca y unos nerviosos ojos oscuros junto a Meryl. El hombrecillo alzó una mano y me hizo un gesto.
—Si venís —advertí—, debéis cumplir las normas como todos los demás.
Si no os quedáis fuera.
—De acuerdo —asintió Meryl lacónica.
—Sí —dijo Fix—. Vale.
Eché una ojeada al grupo y sonreí. Parecían tan jóvenes. O quizá era que yo me sentía viejo. Recordé que Billy y los Alphas ya habían tenido su bautismo de fuego y llevaban casi dos años afinando sus habilidades en enfrentamientos con matones de poca monta del escenario mágico de Chicago. Sin embargo sabía que en esta ocasión les estaba pidiendo demasiado.
Los necesitaba y ellos se habían presentado voluntarios. El quid estaba en procurar no conducirlos a una muerte horrible.
—Vale —dije—. Adelante.
Billy abrió la puerta del acompañante y Georgia se pasó a la concurrida parte de atrás. Me acomodé al lado de Billy y le pregunté: —¿Lo tienes?
Billy me pasó una bolsa de plástico del Wal-Mart.
—Sí, por eso hemos tardado tanto en llegar. Un precinto policial rodeaba la zona y había agentes por todas partes.
—Gracias —dije. Abrí el paquete de cúteres de plástico naranja y los metí en el maletín de médico, luego lo volví a cerrar. Después saqué la piedra gris de mi bolsillo, enrollé la cadena de la que colgaba alrededor de mi mano y la alcé delante de mí, a la altura de mis ojos y con la palma hacia abajo—. Vamos.
—Vale —dijo Billy, mirándome con escepticismo—. ¿Adónde?
La piedra gris tembló y se agitó. Luego se movió claramente hacia el este arrastrando la cadena consigo y describiendo un ángulo agudo con relación al suelo.
Señalé en la dirección que indicaba la piedra y dije: —Por ahí, hacia el lago.
—Vale —dijo Billy. Puso la furgoneta en movimiento—. Bueno, ¿y dónde está ese sitio?
Refunfuñé y apunté con el índice hacia el cielo.
—Arriba —dijo Billy, incrédulo—. Está arriba.
Contemplé la piedra que no dejaba de moverse. Me concentré en ella como si fuera mi propio amuleto y se estabilizó para inclinarse luego en dirección al lago sin temblar ni columpiarse en la cadena.
—Hacia allí arriba —aclaré.
—¿Arriba dónde?
Un rayo iluminó el cielo y lo señalé.
—Arriba.
Billy miró de reojo a alguien en la parte de atrás y apretó los labios pensativo.
—Pues espero que sepas cómo llegar. —Condujo durante un rato, mientras yo le indicaba que girase a derecha o izquierda. Nos detuvimos en un semáforo, seguía lloviendo y los limpiaparabrisas se deslizaban de un lado a otro frente a nosotros.
—Bueno, ¿y cómo va el tanteo? —preguntó.
—Los bien intencionados aunque peligrosamente pirados malos de la peli nos llevaban ventaja en la recta final —dije—. Las cortes de las hadas se están enfrentando allí arriba, y probablemente será bastante peliagudo. La señora del Verano es la mala, y el caballero del Invierno su esbirro. Lleva un trapo mágico y lo va a utilizar para transformar una estatua en una chica a la que luego matará sobre la gran mesa de los Picapiedra cuando llegue la medianoche.
Se escucharon un par de quejidos cuando Meryl se abrió camino hacia la parte delantera de la furgoneta.
—¿Una chica? ¿Lily?
Aparté los ojos de la piedra, la miré y asentí.
—Tenemos que encontrar a Aurora y detenerla. Así la salvaremos.
—¿O si no qué? —preguntó Billy.
—Ocurrirá algo horrible.
—¿Una gran explosión o algo así?
Negué con la cabeza.
—Será más duradero.
—¿Cómo qué?
—¿Qué tal una nueva edad del hielo?
Billy silbó.
—Hum. ¿Te importa si te hago unas preguntas?
Mantuve la mirada fija en el fragmento de piedra.
—No, adelante.
—Vale —dijo Billy—. Por lo que he entendido, Aurora intenta destrozar las dos cortes sidhe, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué no ataca a Invierno y así gana su bando?
—Porque no puede —contesté—. Su poder es limitado. Sabe que no tiene la fuerza necesaria para lograr sus propósitos ella sola. Las reinas y las madres la detendrían sin dificultad. Así que ha optado por la única opción que le quedaba.
—Cargarse el equilibrio de poder —dijo Billy—. ¿Y tiene que hacerlo, fortaleciendo a Invierno?
—Los límites —dije—. No puede controlar el poder de Invierno como hace con el de Verano. Por eso mató a su propio caballero. Sabía que podría guardar su poder en el recipiente que ella eligiera.
—Lily —gruñó Meryl.
La miré por encima del hombro y asentí.
—Alguien que confiaba en ella y que no podría protegerse contra el encantamiento.
—Entonces, ¿por qué la convirtió en piedra? —preguntó Billy.
—Era su escondrijo —repuse—. Las reinas habrían encontrado a un caballero en activo. Pero en cuanto transformó a Lily en estatua de piedra, el manto del caballero se quedó atrapado en el limbo. Aurora sabía que todo el mundo sospecharía de Mab y que Titania se vería obligada a luchar. Mab tendría que actuar para protegerse, y las dos crearían un campo de batalla alrededor de la Mesa de Piedra.
—¿Para qué sirve la mesa?
—Para reconducir energía a una de las dos cortes —contesté—. Pertenece a Verano hasta esta medianoche. Después, cualquier poder que se derrame sobre ella irá a parar a Invierno.
—Y ahí es donde vamos ahora —dijo Billy.
—Ajá —repuse—. Gira a la izquierda en esa farola.
Billy asintió.
—Así que Aurora roba el poder y lo esconde, obligando así a las reinas a recrear el campo de batalla con la gran mesa.
—Exacto. Ahora Aurora piensa llevar allí a Lily y utilizar el destejido para liberarla del encantamiento que la convirtió en piedra. Después la matará y provocará el «Hadagedón». Tiene que llegar hasta la mesa después de la medianoche, pero antes de que las fuerzas de Mab tomen posesión de ella. Eso significa que tiene poco tiempo para actuar y que debemos detenerla antes.
—Sigo sin entenderlo —dijo Billy—. ¿Qué espera conseguir con todo esto?
—Probablemente cree que logrará sobrevivir a la gran guerra. Después lo recompondrá todo a partir de cero tal y como ella quiere.
—Menos mal que no es soberbia —murmuró Billy—. Todo indica que Mab va a sacar una buena tajada de todo esto, ¿por qué Aurora no le propuso algún tipo de pacto?
—Seguramente ni se le ocurrió. Es Verano. Mab es Invierno. No trabajan juntas.
—Menos mal —dijo Billy—. Bueno, ¿y qué podemos hacer nosotros?
—Voy a tener que moverme a través del campo de batalla, y necesito músculos. No quiero pararme a luchar. Nuestro objetivo es avanzar hasta llegar a la Mesa de Piedra para detener a Aurora. Y más vale que todos os transforméis antes de llegar allí. Las hadas son seres vengativos y vais a cabrear a unas cuantas. Lo mejor será que no os vean las caras.
—Vale —dijo Billy—. ¿De cuántas hadas estamos hablando?
Me estremecí ante un rayo particularmente potente.
—De todas.
La piedra que me había dado el guardián de la puerta nos condujo hasta los muelles de Burnham Harbor. Billy aparcó la furgoneta en una calle cerca del puerto que en otros tiempos constituyó el alma de la ciudad y que aún recibía una gran cantidad de barcos todos los años. Unos potentes focos halógenos situados cada treinta metros sumían los muelles en una silenciosa vida estática detrás de la valla de metal.
Me volví a los Alphas y dije: —Muy bien, chicos. Antes de salir, tengo que poneros un poco de ungüento en los ojos. Apesta, pero os hará inmunes a la mayoría de los hechizos de las hadas.
—Yo primero —dijo Billy al instante. Abrí el bote y extendí un poco del ungüento bajo sus ojos, pequeñas medias lunas de aquella sustancia viscosa y de color marrón oscuro. Se miró en el espejo y dijo: —Y yo que me reía del equipo de rugbi.
—Ponte el uniforme de trabajo —dije. Billy salió del coche y arrojó el chándal y la camiseta al interior. Yo también me bajé y abrí la puerta de atrás.
Billy, convertido ya en lobo, se acercó trotando hasta el costado de la furgoneta y se sentó mientras yo le ponía el grasiento ungüento a todos los Alphas.
Fue un poco incómodo, al menos para mí. Estaban todos desnudos y se iban transformando en lobos en cuanto terminaba de ponerles el ungüento.
Después se situaban junto a Billy. Una de las chicas, una pelirroja que antes estaba bastante rellenita y que ahora parecía salida de una revista de desnudos para hombres, me sonrió satisfecha al comprobar que apreciaba su transformación. La siguiente, una joven bajita de pelo castaño y una gran cicatriz en el hombro, se tapaba como podía sosteniendo el vestido contra su cuerpo. Cuando llegó su turno me dijo mientras le extendía el ungüento: —Lleva un año insoportable.
Si sumamos la media docena de chicos y la media docena de chicas, el resultado es un montón de lobos. Esperaron pacientemente mientras le ponía el ungüento a Fix, luego a Meryl y finalmente a mí mismo. Rebañé bien el tarro y resoplé. Cogí el revólver y me lo puse al cinto en lugar de llevarlo colgado del hombro y deseé que la lluvia y mi guardapolvos lo ocultaran. Después saqué el pentáculo para que luciera sobre mi camiseta, corriendo hacia nosotros, brillaban con maldad. Sobre su piel resaltaban varias cicatrices de color rosa y gris, y zonas hinchadas allí donde Murphy la había herido la noche anterior. Se lanzó contra nosotros, corriendo sobre sus cuatro extremidades con la boca desencajada.
No vio cómo los Alphas la rodeaban por detrás.
El primer lobo, con la grasa oscura extendida en forma de media luna bajo los ojos, le cogió de la pierna derecha con un rápido y certero movimiento de sus fauces. La ghoul aulló por la sorpresa y cayó al suelo. Se incorporó rápidamente y se volvió hacia el lobo que la había herido, pero la gran bestia de pelaje gris se apartó de un salto mientras que otro lobo, más corpulento y de color rojizo, ocupaba su lugar. El segundo lobo le mordió la otra pierna, y se apartó de un salto cuando la Tigresa se revolvió contra él, al tiempo que un tercer lobo se abalanzaba sobre su espalda.
La ghoul gritó e intentó huir, pero no se lo permitieron. Contemplé como otro lobo saltaba sobre ella y la derribaba. La ghoul rodó hacia delante, pero los lobos le habían desgarrado los tendones de las corvas y ahora sus piernas no eran más que dos pesos muertos. Sacó las garras y las manchó de sangre, pero el lobo al que consiguió herir se subió a su espalda y cerró las mandíbulas entorno a su nuca. La Tigresa dejó escapar un último y frenético chillido burbujeante.
Después su cuerpo desapareció bajo una masa de pelo y colmillos relucientes. Cuando los lobos se apartaron medio minuto después, no habría podido reconocer los restos de la asesina. Sentí que se me revolvía el estómago y me obligué a apartar la mirada para no vomitar.
Cogí a Meryl por las axilas y empecé a tirar de ella hacia el hangar más cercano. Apreté los dientes y le dije a Fix: —Ayúdame —y así lo hizo, resultando sorprendentemente fuerte.
—¡Ay, Dios! —lloriqueó Fix—. ¡Ay, Dios, Meryl, Dios mío!
—No es grave —dijo Meryl entre jadeos mientras la arrastrábamos a una esquina del edificio—. No es para tanto, Fix.
Saqué el tubo luminiscente y eché un vistazo. Tenía los pantalones manchados de sangre que se veía negra con aquella luz verde, pero no había tanta como cabría esperar. Encontré un roto en el tejido del pantalón y silbé.
—Manida suerte —dije—. Es un rasguño. No parece sangrar demasiado. —Le toqué la pierna—. ¿Lo sientes?
Asintió.
—Bien —dije—. Quédate aquí. Fix, cuida de ella.
Dejé mi bolsa sobre el suelo y saqué el revólver. Con él apuntando siempre al suelo, comprobé que el brazalete escudo estaba listo para funcionar y reuní energía a su alrededor para protegerme de cualquier otro tiro. Avancé con el arma inclinada hacia abajo porque no quería que se disparase accidentalmente, la bala rebotara en el escudo y luego se incrustara en mi cabeza.
Al doblar la esquina, escuché un grito ahogado y luego varios ladridos roncos. Uno de los lobos apareció en el cono de luz de la linterna caída de Fix, la recogió con la boca y se acercó hacia mí corriendo.
—¿Todo despejado? —pregunté.
El lobo inclinó rápidamente la cabeza un par de veces y dejó caer la linterna a mis pies. La recogí. El animal ladró de nuevo y se dirigió hacia el muelle. Lo miré con el ceño fruncido y dije: —¿Quieres que te siga?
Puso los ojos en blanco y volvió a asentir.
Comencé a caminar tras él.
—Si al final resulta que Timmy está atrapado en el pozo, yo me largo a casa.
El lobo me condujo hasta el muelle que la piedra había señalado y allí encontré, tirado en el suelo y rodeado de lobos, a un hombre joven vestido con pantalones oscuros y una chaqueta blanca. Tenía una mano apretada contra el estómago y jadeaba. Había un rifle no muy lejos, en el suelo, cerca de un par de gafas de sol rotas. Alzó la vista y sonrió, su rostro estaba pálido. Llevaba perilla.
—Ace —dije y negué con la cabeza—. Tú eres quién contrató a la ghoul.
—No sé de qué me hablas —mintió—. Aparta a estos bichos de mí, Dresden. Déjame marchar.
—Voy con prisa, Ace, y no tengo ganas de quedarme a charlar contigo.
Hice una señal al lobo más cercano y añadí: —Arráncale la nariz.
Ace gritó y se inclinó hacia atrás, cubriéndose la cara con ambos brazos.
Guiñé un ojo al lobo y me acerqué hasta situarme justo encima del mestizo.
—O mejor las orejas. O los pulgares. ¿A ti qué te parece, Ace? ¿Qué es lo que te desatará la lengua antes? Aunque quizá lo mejor sea probar con todo al mismo tiempo.
—Que te jodan —dijo Ace casi sin respiración—. Haz lo que quieras, pero no hablaré. Que te jodan, Dresden.
Escuchamos unas pisadas que se acercaban a nuestras espaldas. Meryl se aproximó lo suficiente para reconocer a Ace, y permaneció allí inmóvil durante un minuto, mirándolo. Fix la siguió, atónito.
—Ace —dijo Fix—. ¿Has sido tú? ¿Tú le has disparado a Meryl?
El mestizo de la perilla tragó saliva y bajó los brazos mientras contemplaba a Meryl y Fix.
—Lo siento. Meryl, ha sido un accidente. No te apuntaba a ti.
La mestiza de pelo verde miró a Ace a los ojos y luego dijo: —Intentabas matar a Dresden. El único, aparte de Ron, que se ha molestado en ayudarnos. El único que puede salvar a Lily.
—No quería, pero ese era su precio.
—¿El precio de quién? —preguntó Meryl con voz inflexible.
Ace se humedeció los labios mientras movía los ojos, nervioso.
—No te lo puedo decir. Me matarán.
Meryl se acercó y le dio una patada en el estómago. Con fuerza. Ace se encogió y comenzó a vomitar al tiempo que se retorcía, jadeaba y lloriqueaba.
No pudo coger aire suficiente para gritar.
—¿El precio de quién? —preguntó Meryl otra vez. Como Ace no dijo nada, se preparó para repetir la patada y entonces él grito—: Espera —gimoteó—. Espera.
—Estoy harta de esperar —dijo Meryl.
—Dios, te lo diré, te lo diré, Meryl. Fueron los vampiros. Los rojos. Yo solo quería que nos protegieran de Slate y de la zorra de Maeve. Dijeron que si mataba al mago ellos se encargarían.
—Cabrones —murmuré—. Así que contrataste a la Tigresa.
—No tenía elección —gimió Ace—. Si no lo hubiese hecho, me habrían matado.
—Sí tenías elección, Ace —dijo Fix con calma.
Negué con la cabeza.
—¿Cómo sabías que vendríamos aquí?
—Los rojos —dijo Ace—. Me dijeron donde estarías. Pero no mencionaron que vendrías acompañado. Meryl, por favor. Perdóname.
Meryl lo miró con frialdad.
—Cállate, Ace.
—Escucha —dijo—. Oye, vámonos de aquí. ¿Vale? Los tres, olvidemos todo esto. Vayámonos antes de que sea demasiado tarde.
—No sé de qué estás hablando —dijo Meryl.
—Claro que sí —repuso Ace, inclinándose hacia Meryl con la mirada fija en sus ojos—. Lo sientes. Tú también escuchas su Llamada. Lo notas igual que yo. La reina nos Llama. A todas las criaturas del Invierno.
—Ya sé que nos llama —dijo Meryl—, pero me da igual.
—Si no quieres huir, entonces deberíamos pensar lo que vamos a hacer.
Cuando termine la batalla, Maeve y Slate vendrán a por nosotros. Pero si juramos lealtad, si elegimos…
Meryl volvió a darle otra patada en el estómago.
—Eres un mierda. Solo sabes pensar en ti mismo. Fuera de mi vista antes de que te mate.
Ace gimió e intentó protestar.
—Pero…
Meryl gritó: —¡Ya!
La potencia del grito le hizo estremecer y comenzó a gatear antes de incorporarse y salir corriendo. Los lobos me miraron, pero negué con la cabeza: —Dejad que se vaya.
Meryl se encogió de hombros y dejó que la lluvia le bañara el rostro.
—¿Estás bien? —le preguntó Fix.
—Qué remedio —contestó. A lo mejor era cosa mía, pero su voz sonó un poco más grave, más áspera. Más como la de un trol. Caray—. Vamos, mago.
—Sí —dije—. Eh, sí. —Alcé la piedra del guardián de la puerta y la seguí hasta el último muelle, y luego hasta el final del último embarcadero, vacío de barcos y botes. Me acompañaban una docena de lobos y dos mestizos. Ante mí las frías aguas del lago Michigan y la terrible tormenta. La piedra se agitó y se elevó hasta que la cadena se puso casi horizontal.
—Anda ya —murmuré—. Ya sé que es hacia arriba. —Extendí una mano y sentí algo, un cosquilleo de energía que bailaba y se movía delante de mí. Me acerqué un poco más y se hizo más tangible, casi sólida. Reuní algo de voluntad y la envié hacia aquella fuerza como si fuera una suave ola de energía.
Una luz brillante que parpadeaba a través de las sombras opalescentes se elevó justo frente a mí, tan refulgente como la luna llena y tan consistente como el hielo. La luz dibujó el esbozo de unas escaleras de resplandor de estrella que comenzaban al final del embarcadero y subían hacia la tormenta. Di un paso hacia delante y apoyé un pie en el primer escalón. Soportó mi peso, y de repente me vi suspendido en un peldaño de luz de luna traslúcida sobre las aguas agitadas por el viento del lago Michigan.
—Uau —dijo Fix.
—¿Hay que subir por ahí? —preguntó Meryl.
—Guau —dijo Billy, el lobo.
—Vamos, que no se diga —dije y subí el siguiente escalón—. Adelante.