Capítulo 5
—Ordo Lebes —pronunció Murphy. Le quitó la tapa al vaso de café y sopló el vapor de su superficie—. Mi latín está un poco oxidado.
—Eso es porque no eres una maestra en el saber arcano, como yo.
Puso los ojos en blanco.
—Vale.
—Lebes significa «gran cacerola de cocina» —le dije. Traté de ajustar el asiento del pasajero de su coche, pero no conseguí ponerme cómodo. Los Saturn cupés no estaban hechos para gente de mi estatura—. Se podría traducir como «la orden de la gran cacerola».
—¿Y qué tal «la orden del caldero»? —sugirió Murphy—. Ya que tiene que ver con temas de brujas y cosas así, suena mucho menos estúpido.
—Bueno —concedí—. Supongo.
—Maestro del saber arcano… —refunfuñó Murphy.
—Aprendí latín por correspondencia, ¿vale? Deberíamos haber traído mi coche.
—El interior de un Volkswagen Escarabajo es más pequeño que este.
—Pero sé dónde está todo —dije mientras trataba de sacar el pie de donde se me había quedado atascado, en los bajos del coche.
—¿Todos los magos se quejan tanto? —Murphy sorbió su café—. Lo que quieres es conducir tú. Tienes problemas de control.
—¿Problemas de control?
—Problemas de control —repitió.
—¿No fuiste tú la que dijo que no encontraría la dirección de la mujer a no ser que te dejara conducir a ti? ¿Y yo soy el que tiene problemas?
—En mi caso no es tanto un problema como un hecho de la vida —dijo con calma—. Además, ese coche tuyo de payaso no pasa exactamente desapercibido, así que no es el más adecuado para una vigilancia. —Miré con rabia por el parabrisas frontal del coche al edificio de apartamentos donde, en teoría, una tal Anna Ash estaba organizando una reunión de la orden de la cacero… del caldero. Murphy había encontrado un lugar para aparcar en la calle, lo que me hizo preguntarme si no tendría cierto talento mágico después de todo. Solo una médium precognitiva nos hubiera conseguido una plaza de aparcamiento en esa calle, a la sombra del edificio y con una buena panorámica de la entrada disponible para ambos.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Hace cinco minutos eran las tres en punto —dijo Murphy—. No puedo estar segura, pero mi teoría es que ahora deben de ser alrededor de las tres y cinco.
Me crucé de brazos.
—No estoy acostumbrado a las vigilancias.
—Pensé que un cambio de ritmo te vendría bien. Tanto derribo de puertas y quema de edificios debe de ser agotador.
—No siempre derribo las puertas —puntualicé—. A veces tiro abajo las paredes.
—De esta manera tendremos ocasión de ver quién entra al edificio. Podríamos averiguar algo.
Solté un gruñido sospechoso.
—Averiguar algo, ¿eh?
—Solo te dolerá un momento. —Murphy dio otro sorbo a su café y señaló con la cabeza a una mujer que caminaba hacia el edificio. Llevaba un sencillo vestido debajo de una camisa masculina de algodón blanco abierta. Tendría unos treinta y tantos años y su cabello estaba salpicado de canas y recogido en un moño; además, llevaba sandalias y gafas de sol.
—¿Qué te parece?
—Sí —dije—. La reconozco. La he visto unas cuantas veces en la librería Bock Ordered Books.
La mujer entró en el edificio con paso decidido y apresurado.
Murphy y yo continuamos esperando. En los siguientes cuarenta y cinco minutos llegaron otras cuatro mujeres. Reconocí a dos de ellas.
Murphy comprobó su reloj, de bolsillo y con un mecanismo de relojería, nada de microchips ni baterías.
—Casi las cuatro. ¿Media docena como mucho?
—Eso parece —convine.
—Y no has visto a ningún villano obvio.
—Lo malo de los malos es que no puedes contar con que sean obvios. Se olvidan de hacerse la cera en el bigote y la perilla, se dejan los cuernos en casa, mandan los sombreros negros a la tintorería. Son así de graciosos.
Murphy me dedicó una mirada directa y nada divertida.
—¿Deberíamos subir?
—Esperemos otros cinco minutos. Ninguna fuerza en el universo puede hacer que un grupo de gente que le da un nombre en latín a su organización se maneje con puntualidad. Si están todos ahí a las cuatro, podemos suponer que hay algún tipo de magia negra involucrada.
Murphy se mostró de acuerdo, emitiendo un gruñido, y esperamos unos minutos más.
—Entonces —preguntó para darme conversación—. ¿Cómo va la guerra? —Hizo una pausa y añadió—: Dios, vaya pregunta.
—Lenta —fue mi respuesta—. Desde nuestra pequeña visita a Arctis Tor y la paliza que se llevaron los vampiros después de aquello, las cosas han estado bastante tranquilas. Estuve en Nuevo México la primavera pasada.
—¿Para qué?
—Para ayudar a Luccio a entrenar a pequeños centinelas —le expliqué—. Tienes que alejarte mucho de la civilización para enseñar magia de fuego grupal, así que pasamos varios días convirtiendo treinta acres de arena y fango en cristal. Entonces aparecieron varios necrófagos de la Corte Roja y mataron a dos chicos.
Murphy giró sus ojos azules hacia mí, esperando.
Sentí que contraía la mandíbula al recordarlo. A esos chicos no les serviría de mucho que volviera a hablar de ello, así que fingí no darme cuenta de que Murph me estaba dando pie para contárselo.
—Aparte de aquello, no se han producido grandes incidentes. Solo pequeños escarceos. El merlín está tratando de sentar a los vampiros en una mesa para negociar.
—Y no te parece una buena idea —apuntó Murphy.
—El rey Rojo sigue en el poder —dije. La guerra fue idea suya. Si se hace ahora un tratado, solo va a servir para que los vampiros se curen las heridas, reordenen sus filas y vuelvan para la secuela.
—¿Matarlos a todos? —me preguntó—. ¿Dejar que Dios los juzgue?
—No me importa si alguien los juzga o no. Estoy cansado de ver gente destrozada. —Tenía los dientes apretados. No me había dado cuenta de que estaba haciéndolo con tanta fuerza.
Me obligué a relajarme, pero no funcionó del modo que esperaba. En lugar de sentir que dejaba de apretar y el enfado se me pasaba, lo que logré fue enojarme aún más.
—Ay, Murph. Demasiada gente sufre algún daño. A veces tengo la sensación de que no importa lo rápido que uno reaccione, no sirve de nada.
—¿Te estás refiriendo a estas muertes?
—Sí, a las mujeres también.
—No es culpa tuya, Harry —repuso Murphy en un tono tranquilo—. Si has hecho todo lo que podías, no puedes hacer nada más. No tiene sentido castigarse por ello.
—¿Sí?
—Eso es lo que no paran de decirme los consejeros —explicó, y me miró pensativa—. Es fácil de entender cuando lo veo en ti.
—Murph, el tema no es ese —le aclaré—, el tema es si podría hacer algo más.
—¿Cómo qué? —me preguntó.
—No lo sé. Algo para detener a esos animales asesinos.
Como lo de Nuevo México. ¡Dios! No quería pensar en ello. Me froté las sienes con la esperanza de impedir que empezara el dolor de cabeza que ya afloraba entre mis cejas.
Murphy me concedió otro minuto para que decidiera si quería hablar sobre ello. Yo permanecí callado.
—¿Es buen momento para subir? —me preguntó.
Su tono se volvió más ligero, había renunciado a la otra conversación. Asentí y traté de contestarle de la misma manera.
—Sí. Si es que no se me han deformado los huesos de las piernas en esta cámara de tortura que conduces. —Abrí la puerta y salí a estirarme.
No la había cerrado aún cuando vi a una mujer caminando por la calle en dirección al edificio de apartamentos. Era alta, esbelta y con el pelo más corto que el mío. No llevaba maquillaje de ningún tipo, y el tiempo no había sido amable con sus poco delicados rasgos.
Su aspecto era muy diferente la última vez que la vi.
En aquella ocasión, Helen Beckitt estaba desnuda y sostenía en la mano un pequeño y elegante revólver del calibre 22 con el que me disparó en la cadera. Ella y su marido cayeron en desgracia cuando un hechicero negro en ciernes llamado Víctor Sells se enfrentó a sus propias creaciones asesinas por cortesía de Harry Dresden. Se encontraban en el sótano del incipiente imperio criminal levantado por Víctor a base de magia. Fueron procesados y acabaron en la prisión federal acusados de delitos de drogas.
Me quedé paralizado donde estaba, aunque no por permanecer inmóvil dejaba de estar a plena vista. Un movimiento repentino solo hubiera servido para atraer su atención hacia mí. Caminaba con ritmo decidido, sin ninguna expresión o chispa de vida en el rostro, justo como la recordaba. Vi que entraba en el edificio de Anna Ash.
Murphy me había imitado y estaba quieta. Consiguió ver fugazmente la espalda de Helen Beckitt desapareciendo en la entrada.
—¿Harry, qué ha pasado? —preguntó.
—El argumento se complica —sentencié.