Capítulo 8

Solo disponía de unos pocos segundos para pensar. Si los de seguridad habían llamado a un policía es que me consideraban un problema potencial. Si les resultaba sospechosa mi presencia allí, es probable que quisieran echarle un vistazo al apartamento. Si sucedía tal cosa y encontraban lo que había en la habitación de mi hermano, tendríamos una exorbitante cantidad de problemas.

Me hacía falta una excusa. Una excusa muy buena. Y creíble. Cerré la puerta de la habitación y la del dormitorio de Thomas y eché un vistazo a mi alrededor, a la inmaculada, estilosa e iluminada sala de estar, tratando de pensar. Miré a Dorothy y al hombre de hojalata, el espantapájaros y el cobarde león en busca de inspiración. Nada. El rey pirata y su camisa blanca abierta virilmente hasta la cintura tampoco me proporcionaron ninguna idea.

Y entonces me sobrevino. Thomas ya había establecido la mentira. La había usado antes, era su estilo de camuflaje. Lo único que debía hacer era seguirle el juego.

—No me puedo creer que esté a punto de hacer esto —le dije a Ratón.

Entonces me deshice del guardapolvos y el bastón, respiré hondo, me dirigí a la puerta y la abrí.

—¿Os ha mandado él, verdad? ¡No me mientan! —exigí.

Una agente de policía (oh, qué joven parecía) me miró con expresión educada y aburrida.

—Eh… ¿señor?

—¡Thomas! —vociferé, pronunciando el nombre igual que la mujer del contestador automático—. No es lo suficientemente hombre para venir a enfrentarse conmigo solo, ¿verdad que no? Envía a sus matones para que lo hagan.

La joven agente soltó un largo y sufrido suspiro.

—Señor, vamos a calmarnos. —Se volvió hacia el tipo de seguridad del edificio, un hombre de aspecto nervioso, medio calvo y en la cuarentena—. Bien, según la seguridad del edificio, no es usted un residente conocido y, sin embargo, ha entrado con la llave. El procedimiento habitual es hacer unas cuantas preguntas.

—¿Preguntas? —dije. Era difícil no cecear. Mucho. Pero hubiera sido demasiado. Me conformé con decirlo todo haciendo mi mejor imitación de Murphy—. ¿Por qué no empiezan por explicarme la razón de que no me llame? ¡¿Eh?! Y después de haberme dado la llave… Pregúntenle por qué no ha venido a visitar al bebé. —Señalé a Ratón con un dedo acusatorio—. ¡Pregúntenle qué excusa tiene esta vez!

La poli tenía pinta de sufrir un fuerte dolor de cabeza. Parpadeó, se llevó la mano a la boca, tosió, y se hizo a un lado señalando al tipo de seguridad.

El hombre también pestañeó un par de veces.

—Señor —dijo el de seguridad—, es solo que, eh… el señor Raith no nos ha dado un listado con la gente que tiene acceso al apartamento.

—¡Mejor! —dije—. Yo le he dado muchos años, ¡no voy a permitir que se deshaga de mí como de un par de zapatos fuera de temporada! —Sacudí la cabeza y, en un aparte, le dije a la joven poli—: No salgas nunca con un hombre guapo. No compensa lo que tienes que aguantar.

—Señor —dijo el hombre de seguridad—. Siento, eh… entrometerme. Pero parte de lo que pagan nuestros residentes va destinado a su seguridad. ¿Puedo ver su llave, por favor?

—No me puedo creer que nunca… —Arrastré las palabras hasta convertirlas en un murmullo, saqué la llave del bolsillo de mi abrigo y se la mostré.

El tipo de seguridad la cogió y comprobó el número al dorso en una lista de su carpeta.

—Es una de las llaves originales de los residentes —confirmó.

—Así es. Thomas me la dio —le recordé.

—Entiendo —dijo el de seguridad—. Eh… ¿le importaría mostrarme alguna identificación, señor? Guardaré una copia en nuestro archivo para que esto no vuelva a ocurrir.

Iba a matar a mi hermano por esto.

—Por supuesto que no, señor —le aseguré, tratando de parecer blando y con la reticente voluntad de complacerle. Saqué la cartera y le di mi permiso de conducir. El tipo lo miró al tiempo que se ponía en movimiento.

—Vuelvo enseguida —me dijo, y se fue hacia el ascensor.

—Siento todo esto —me dijo la poli—. Les pagan para que sean un poco paranoicos.

—No es culpa suya, agente —le dije.

Me miró pensativa durante un momento.

—Entonces, usted y el propietario son… eh…

—Somos algo —musité—. A los hombres guapos nunca se les puede hacer que digan exactamente el qué, ¿verdad?

—Por lo general, no —dijo. El tono de su voz permaneció en calma. Su expresión era amable, pero sabía reconocer una cara de póquer cuando la tenía delante—. ¿Le importa si le pregunto qué está haciendo aquí?

Debía tener cuidado. La joven policía no tenía un pelo de tonta. Se olía algo.

Señalé tristemente al perro.

—Vivíamos juntos en un lugar diminuto. Cogimos un perro sin saber que iba a ponerse tan grande. Thomas se sentía agobiado, así que se mudó a su propio apartamento y… —Me encogí de hombros y traté de imitar el aspecto de Murphy cuando hablaba de sus ex—. Se supone que lo compartiríamos de mes en mes, pero él siempre ponía una excusa. No quería que el perro metiera las zarpas en su mundo de maniático del orden. —Hice un gesto hacia el apartamento.

La poli miró a su alrededor y asintió con educación.

—Bonito apartamento. —Sin embargo, no la había convencido. No del todo. Noté que estaba pensando, haciéndose preguntas.

Ratón me sacó las castañas del fuego. Pasó las pezuñas por la puerta, mirando a la agente.

—Dios santo, es enorme —dijo la poli, y se apartó ligeramente de él.

—Oh, es un enorme pedacito de pan, ¿verdad? —Me abalancé sobre él y le rasqué las orejas.

Ratón le dedicó una gran sonrisa perruna, se sentó y le ofreció una de sus patas.

Ella se echó a reír y se la tomó. Dejó que Ratón le olisqueara la mano y luego le rascó las orejas.

—Se nota que entiende de perros —dije.

—Estoy entrenando para una de las unidades K9 —confirmó.

—Parece que le ha gustado —dije—. No es lo habitual. Por lo general es bastante asustadizo.

Sonrió.

—Oh, creo que los perros saben cuándo le gustan a alguien. Son más inteligentes de lo que la gente piensa.

—Dios sabe que parece ser más inteligente de lo que yo seré nunca —musité—. ¿Qué clase de perros usan en las unidades K9?

—Existe una gran variedad —dijo, y comenzó a hablar sobre la naturaleza de los candidatos a perro policía. La dejé hablar haciéndole un par de preguntas y asintiendo muchas veces con interés. Mientras, Ratón le mostró su habilidad para sentarse, tumbarse y rodar. Cuando el tipo de seguridad regresó con una expresión de disculpa, Ratón estaba tendido bocarriba agitando lánguidamente las pezuñas en el aire mientras la joven agente de policía le rascaba la barriga y me contaba una historia perruna bastante buena sobre un encuentro con un merodeador cuando era pequeña.

—Señor —dijo mientras me entregaba la llave y el carné intentando que no pareciera que estaba evitando tocarme—. Le pido disculpas por las molestias pero, al no ser usted residente del edificio, el procedimiento habitual para los visitantes es que se identifiquen ante el personal de seguridad de la entrada cuando llegan o se van del edificio.

—Es típico de él —dije—. Olvidar una cosa así. Debería haber llamado antes de venir para asegurarme de que se lo decía.

—Lo siento. Y siento tener que causarle más molestias, pero, hasta que tengamos una autorización por escrito del señor Raith permitiendo su acceso al apartamento, debo pedirle que se vaya. Soy consciente de que es un simple trámite, pero no hay manera de evitarlo.

Suspiré.

—Típico. Muy típico. Y entiendo que usted solo está haciendo su trabajo, señor. Permítame ir al baño un momento y bajaré enseguida.

—No hay problema —me dijo—. Agente.

La poli dejó sus juegos con Ratón, se levantó y me miró un instante. Después asintió y ambos se marcharon por el pasillo.

Hice entrar de nuevo a Ratón, cerré la puerta casi por completo y escuché con mis sentidos de mago, limitando mi atención y concentración hasta que no existiera nada aparte de sonido y silencio.

—¿Está seguro? —le preguntó la poli al tipo de seguridad.

—Oh, del todo. Thomas —dijo enfatizando mi pronunciación, prestada de la mujer del contestador automático— es tan rarito como un billete de tres dólares.

—¿Ha traído otros hombres aquí?

—Uno o dos. Este alto es nuevo, pero tiene una de las llaves originales.

—Puede haberla robado —dijo la poli.

—¿Un ladrón de talla NBA que trabaja con un perro? —respondió el tipo de seguridad—. Nos aseguraremos de que no ha robado nada del frigorífico cuando haya salido. Si Raith echa algo en falta le hablaremos de este tipo. Lo tenemos grabado en vídeo, hay testigos oculares, lo hemos visto en el apartamento y tenemos una copia de su carné de conducir, por el amor de Dios.

—Pero, si tienen una relación —insistió la poli—, ¿cómo es que ese Raith no le ha dado permiso a su novio para entrar?

—Ya sabe cómo son estos maricas, se acuestan todos los unos con los otros —dijo el tipo de seguridad—. Solo se estaba cubriendo el culo.

—Por decirlo de alguna manera…

El de seguridad no captó la ironía en su tono y soltó una seca carcajada.

—Como le he dicho, lo vigilaremos.

—Hágalo —dijo la agente—. No me gusta, pero si está seguro…

—No quiero a una reinona despechada montando una escenita. Nadie quiere eso.

—Cielos, no —exclamó la poli en un tono plano.

Cerré la puerta poco a poco.

—Demos gracias a Dios por la intolerancia —le dije a Ratón.

El perro me miró ladeando la cabeza.

—Los intolerantes solo ven lo que esperan y, entonces, dejan de pensar en lo que tienen justo delante —le expliqué—. Es probable que sea así como empezaron a ser intolerantes.

Ratón parecía no entender mucho y se mostraba poco conmovido.

—Solo disponemos de un par de minutos si queremos que continúen complacidos con esto —dije en voz baja. Miré alrededor del apartamento durante un minuto—. Nada de notas. Ahora mismo no es necesario.

Regresé a la habitación, encendí la luz y miré el enorme tablón de corcho con mapas, notas, fotos y diagramas. No había tiempo para buscarle algo de sentido.

Cerré los ojos un momento, bajé ciertas defensas mentales que había tenido levantadas desde hacía cierto tiempo y envié un pensamiento hacia las bodegas de mi cerebro: Recuerda esto.

Me acerqué a la pared e hice una pasada ocular sobre ella, sin detenerme a retener ninguna información concreta. Capté fugazmente cada foto y pedazo de papel. Tardé, quizás, un minuto. Entonces apagué las luces, cogí mis cosas y me marché.

Salí del ascensor y me detuve en el mostrador del tipo de seguridad. Me hizo un gesto con la cabeza y una señal para que me fuera. Ratón y yo abandonamos el edificio, completamente seguros de nuestra heterosexualidad.

Volví a mi coche y regresé a casa para pedirle consejo a un ángel caído.