Capítulo 10

Registré de nuevo el Escarabajo para comprobar que no hubiera bombas y tuve la impresión de que me iba a cansar pronto de aquella tarea. Estaba limpio, así que nos fuimos.

Dejé el coche mal aparcado en una calle a una manzana de distancia del apartamento de Anna Ash y fui caminando el resto del trayecto. Pulsé varios timbres al azar hasta que alguien me abrió y subí por las escaleras hacia el apartamento de Anna.

Sin embargo, esta vez entré armado hasta los dientes. Mientras el ascensor subía, saqué mi bote de ungüento, un preparado marrón oscuro que dejaba la piel manchada durante un par de días. Metí un dedo en el bote y me lo pasé por los párpados y la base de los ojos. Su cometido original era el de contrarrestar los espejismos causados por las hadas, permitiendo a los que lo usaban distinguir la ilusión de la realidad. No era exactamente lo más adecuado para detectar un velo creado con magia mortal, pero sería lo bastante fuerte para mostrarme algo de lo que el velo escondía o, al menos, me serviría para detectar cualquier movimiento y darme una idea de hacia dónde mirar si las cosas se ponían feas.

Traje a Ratón conmigo por un motivo. Además de ser una pequeña montaña de músculos leales y feroces garras, Ratón sentía a la gente malvada y la magia negra cuando estaban cerca. No me había cruzado con ninguna criatura que pudiera pasar junto a Ratón sin ser detectada por su instinto, pero por si ese era el día, el ungüento era un buen plan alternativo.

Salí del ascensor y los pelillos de la nuca se me erizaron enseguida. Ratón levantó la cabeza para mirar al fondo del pasillo. Había sentido lo mismo que yo.

Una densa nube de magia se extendía por toda la planta.

La toqué con cuidado y me encontré con una sugestión al sueño; todo un clásico, sin duda. En cualquier caso, no era muy fuerte, si se tiene en cuenta lo que uno se va encontrando por ahí. Una vez me topé con un hechizo de sueño que dejó noqueado a un ala entera del hospital del condado de Cook. Y yo mismo utilicé otro para proteger la cordura de Murphy; la dejé fuera de combate casi dos días.

Pero este no era así. Era leve, apenas detectable y en absoluto una amenaza. Era delicado y fino, lo bastante para colarse en los umbrales de las casas, que de todas maneras no es que fueran demasiado poderosos. Un apartamento no suele disponer de tantas defensas como una casa. Si los otros hechizos eran una pastilla para dormir, este se podía comparar a un vaso de leche caliente. Alguien quería que los residentes de aquella planta permanecieran lo bastante insensibles para no notar algo, pero no tan atontados como para estar en peligro si se produjera una emergencia, un fuego en el edificio o algo por el estilo.

No me miren así. Es más común de lo que parece.

En cualquier caso, la sugestión era un hechizo bien urdido: delicado, preciso y sutil, como el velo que detectó Lasciel aquella misma tarde. La persona o cosa que lo había hecho era un profesional.

Me aseguré de que mi brazalete escudo estuviera listo para su uso y me dirigí a la puerta de Anna. Sentí el hechizo de protección, aún activo, así que di un golpe con el bastón en el suelo justo delante de la puerta.

—¡Señora Ash! —exclamé. No es que fuera a despertar a nadie—. Soy Harry Dresden. Tenemos que hablar.

Solo escuché el silencio. Repetí las mismas palabras. Oí un sonido, el de alguien que se esforzaba por moverse sin hacer ruido, un arrastre de pies o un crujido tan débil que no estaba seguro de que fuera real. Miré a Ratón. Tenía las orejas levantadas e inclinadas hacia delante. Él también lo había oído.

Alguien tiró de la cadena en la planta de arriba. Oí el sonido de una puerta que se abría y se cerraba y otro leve ruido, ambos procedentes de otra planta. En el apartamento de Anna reinaba el silencio.

No me gustaba el rumbo que estaba tomando aquello.

—Atrás, amigo —le dije a Ratón. Lo hizo, retrocediendo de esa manera torpe y temblona que tienen los perros.

Volví mi atención al hechizo. Era como la casa de paja del cerdito. No duraría ni un segundo ante un lobo feroz.

—Y soplaré y soplaré —murmuré en voz baja. Reuní mi voluntad, tomé el bastón en ambas manos y presioné uno de los extremos contra la puerta.

Solvos —murmuré—. Solvos. Solvos.

En cuanto el bastón tocó la puerta, envié una suave carga de energía por toda su extensión. Surcó visiblemente la madera y las runas talladas en ella se iluminaron brevemente desde dentro con una pálida luz azulada. Mi voluntad golpeó la puerta de Anna y se dispersó con una nube de chispas de luz blanca a medida que mi poder desmembraba los patrones del hechizo y los reducía a un simple caos.

—¡¿Anna?! —exclamé de nuevo—. ¿Señora Ash?

No hubo respuesta.

Probé con el picaporte. Estaba abierto.

—Esto no puede ser bueno —le dije a Ratón—. Vamos allá. —Abrí la puerta con cautela dándole un suave empujón para que se abriera lo bastante y me permitiera ver el interior del oscuro apartamento.

En aquel instante saltó la trampa.

Sin embargo, para que las trampas funcionen tienen que coger a su objetivo por sorpresa. Y yo tenía mi nuevo y mejorado brazalete escudo preparado cuando la luz verduzca surcó el oscuro apartamento y acudió rauda a mi encuentro. Alcé la mano izquierda. En la muñeca llevaba una cadena trenzada con distintos metales, entre los que predominaba la plata. Los escudos de metal que colgaban del brazalete habían sido de plata pura en su anterior encarnación y ahora los había sustituido por una variedad de escudos de plata, hierro, cobre, níquel y hojalata.

El nuevo escudo no era como el anterior. Aquel proporcionaba una barrera intangible cuya función era rechazar materia sólida y energía cinética. No estaba preparado, por ejemplo, para detener el calor; por eso mi mano izquierda se quemó casi hasta los huesos. Su utilidad era también limitada contra otras formas de magia y energía. Si no hubiera habido una guerra en ciernes, y si no hubiera pasado tanto tiempo machacando a Molly con enseñanzas fundamentales (y, de paso, obteniendo todo tipo de entrenamiento extra para mí mismo), nunca hubiera considerado la idea de intentar crear una concentración tan compleja. Era bastante más complicado que cualquier otra cosa que hubiera intentado antes. Cinco años atrás habría estado totalmente fuera de mi alcance. Para ser más exactos, hace cinco años yo no tenía tanta experiencia ni estaba tan motivado.

Pero eso era entonces, y esto era ahora.

El escudo que se formó delante de mí ya no era una media cúpula translúcida de luz azul pálido. En lugar de eso, resplandeció con un remolino difuminado de colores que se solidificó en un instante y pasó a ser una curvada muralla de energía plateada. El nuevo escudo era mucho más elaborado que el viejo. No solo detenía las mismas amenazas que aquel, sino que, además, protegía del calor, el frío, la electricidad e incluso del sonido y la luz si era necesario. También fue diseñado para rechazar un amplio espectro de energías sobrenaturales. Y, en un momento así, era lo que importaba. Un globo de luz verde crepitó en el umbral del apartamento y se expandió abruptamente, salpicando arcos de electricidad verdosa interconectados por un patrón en forma de diamante, como una red de pescador.

El hechizo aterrizó en mi escudo y el encuentro entre ambas energías provocó un rabioso torrente de chispas amarillas que rebotó en la protección, se desperdigó por el pasillo y la puerta y regresó de nuevo al apartamento.

Solté el escudo al tiempo que alzaba mi bastón, enviaba una salvaje ráfaga de poder a través de mi brazo y exclamaba:

¡Forzare!

Una fuerza invisible latigueó hacia la puerta y atizó el umbral del apartamento. Gran parte del poder del hechizo se vino abajo y se disipó. El equivalente a menos de un uno por ciento del poder que había reunido traspasó la puerta, como sabía que haría. En lugar de crear un golpe de energía lo bastante fuerte para voltear un coche, la que utilicé solo tenía poder para derribar a un hombre adulto.

Oí el gemido de una mujer, causado por la fuerza del impacto, y objetos pesados que se precipitaban al suelo.

—¡Ratón! —grité.

El gran perro se lanzó hacia delante y entré detrás de él. De nuevo, el umbral del apartamento me dejó sin poder, casi incapaz de crear magia.

Por esa razón había traído mi revólver del 44 en el bolsillo del guardapolvos. Ya lo llevaba en la mano izquierda cuando atravesé la puerta y encendí la luz con el codo derecho al tiempo que vociferaba:

—¡No he tenido un buen día!

Ratón tenía a alguien inmovilizado en el suelo; le bastaba con sentarse encima para impedir que se moviera. Cien kilos de Ratón son una sujeción terriblemente efectiva, y, aunque había sacado los dientes, no estaba haciendo ningún esfuerzo ni emitía sonido alguno.

A mi derecha, Anna Ash estaba inmóvil como un conejito ante una linterna. De inmediato, la apunté con mi pistola.

—No se mueva —le advertí—. Ahora mismo no dispongo de mi magia, y eso siempre hace que esté muy, muy dispuesto a apretar el gatillo.

—Oh —gimió. Su voz era un ronco murmullo. Se chupó los labios, temblando visiblemente—. De acuerdo. De acuerdo. No me haga daño. No tiene que hacer esto.

Le ordené que se acercara a Ratón y su prisionera. Una vez se halló en un punto donde podía tenerlas controladas a las dos a la vez, me relajé un poco y, aunque no bajé la pistola, sí quité el dedo del gatillo.

—¿Hacer qué?

—Lo que le ha hecho a las otras —dijo Anna con un hilo de voz—. No tiene que hacer esto. A nadie.

—¿Las otras? —pregunté. Seguramente no soné ni la mitad de indignado de lo que lo estaba—. ¿Cree que he venido aquí a matarlas?

Parpadeó varias veces.

—Ha venido, ha roto la puerta y me está apuntando con un arma. ¿Qué se supone que debo pensar? —arguyó.

—¡No he roto ninguna puerta! ¡Estaba abierta!

—¡Ha roto mi hechizo!

—¡Porque pensaba que estaban en peligro, joder! —vociferé—. Pensé que el asesino ya estaba aquí.

Oí unos jadeos ahogados de mujer. Pasado un momento, me di cuenta de que era la persona que Ratón tenía retenida, riéndose apenas sin aliento.

Bajé la pistola y la aparté.

—Por el amor de Dios. ¿Pensaban que el asesino venía a por ustedes y le pusieron una trampa?

—Bueno, no justo así —dijo Anna, de nuevo confusa—. Quiero decir… Yo no lo hice. La Ordo… Nosotras… contratamos a una investigadora privada para atrapar al asesino cuando viniera.

—¿Una investigadora privada? —Miré a la otra mujer y llamé a Ratón.

El perro retrocedió enseguida, meneando la cola con suavidad, trotó de regreso a mi lado, y la mujer a la que había estado reteniendo pudo al fin incorporarse.

Era pálida, aunque no se trataba de la enfermiza palidez de quien no se expone al sol sino de la vívida y saludable piel de un árbol bajo su corteza exterior. Su rostro, delgado, era intensamente atractivo, más intrigante que hermoso, con unos ojos rasgados y muy vivos sobre una expresiva y carnosa boca. Tenía un cuerpo esbelto, con piernas y brazos largos, y llevaba unos sencillos vaqueros, una camiseta negra de Aerosmith y zapatos Birkenstocks de cuero marrón. Se impulsó con los codos para levantarse y un mechón de cabello color trigo le cayó, casi insolente, para ocultarle un ojo. Me sonrió irónica.

—Hola, Harry. —Se pasó el dedo por una pequeña herida en el labio inferior e hizo una mueca, a pesar de que su tono de voz seguía siendo divertido—. ¿Es eso un nuevo bastón o es que te alegras de verme?

Y yo, después de que mi corazón dejara de latir un instante, parpadeé sorprendido.

—Hola, Elaine —saludé en voz muy baja a la primera mujer con la que había llegado hasta el final.