Capítulo 11

Me senté en el sillón mientras Anna Ash hacía café. Ratón, siempre ávido de sisar un bocado, siguió a Anna a la cocina y se sentó allí para desplegar su lenguaje corporal más dramático de perro hambriento y menear la cola.

Pocos minutos después nos sentamos todos a tomar café, como la gente civilizada.

—Señora Ash —dije al tiempo que cogía mi taza.

—Anna, por favor.

Asentí.

—Anna. Primero, me gustaría pedirle disculpas por haberla asustado. No era mi intención.

Le dio un sorbo a su café y asintió con sequedad.

—Supongo que puedo llegar a entender sus motivaciones.

—Gracias. Siento haber reventado su hechizo. Se lo sustituiré por otro sin ningún problema.

—Le dedicamos muchas horas —suspiró Anna—. Bueno, ya sé que no era un… trabajo de experto.

—¿Dedicamos? —pregunté.

—La Ordo —aclaró—. Trabajamos en equipo para proteger las casas de cada una de nosotras.

—Un trabajo comunitario —dije.

Asintió.

—Esa era la idea. —Se mordió el labio—. Sin embargo, éramos más cuando lo hicimos.

Durante un segundo, su caparazón exterior se resintió y Anna me pareció muy cansada y asustada. Al comprobarlo, sentí una pequeña punzada en mi interior. El auténtico miedo no es como el de las películas. Es algo muy feo, silencioso e inagotable, una especie de dolor, y no me gustaba verlo en el rostro de Anna.

Noté que Elaine me dirigía una mirada pensativa. Estaba sentada en el sofá, incorporada hacia delante de tal forma que los codos descansaban en las rodillas extendidas. Sostenía su taza en la mano, en un ángulo negligente y descuidado. En cualquier otra mujer hubiera parecido un gesto masculino; en Elaine transmitía relajación, fuerza y confianza.

—Es cierto que no quería hacerte ningún daño, Anna —intervino volviéndose hacia nuestra anfitriona—. Tiene la necesidad psicótica de cargar al rescate. Siempre pensé que eso le otorgaba cierto encanto desesperado.

—Creo que, de ahora en adelante, deberíamos centrarnos en el futuro —propuse—. Sería bueno poner en común la información de la que disponemos e intentar trabajar juntos en esto.

Anna y Elaine intercambiaron una larga mirada. Después, Anna se volvió de nuevo hacia mí.

—¿Estás segura? —le preguntó a Elaine.

Elaine asintió con firmeza, una sola vez.

—No es él quien quiere haceros daño, ahora estoy segura de ello.

—¿Ahora? —mascullé—. ¿Por eso te quedaste bajo el velo cuando estuve aquí esta tarde?

Las bonitas cejas de Elaine se alzaron a la vez.

—No te diste cuenta cuando estuviste aquí. ¿Cómo lo has sabido?

Me encogí de hombros.

—Tal vez me lo dijo un pajarito. ¿De verdad crees que soy capaz de algo así?

—No —contestó Elaine—. Pero tenía que asegurarme.

—¡Me conoces de sobra! —le dije en un tono acalorado que fui incapaz de controlar.

—Confío en ti —añadió Elaine sin rastro de disculpa—, pero puede que no fueras tú mismo. Harry, podía tratarse de un impostor. O puede que estuvieras actuando bajo coacción. La vida de varias personas estaba en juego. Tenía que averiguarlo.

Quería gritarle que, si de verdad pensaba que yo podía ser el asesino, es que no me conocía en absoluto. Si las cosas iban a ser así, sería mejor que me levantara y saliera de aquel apartamento antes de que…

Pero, entonces, suspiré.

Ah, dulce pájaro de la ironía.

—Es obvio que estaba esperando que el asesino se presentara —le dije a Anna—. El hechizo de suelo. La emboscada. ¿Qué le hacía pensar que iba a venir?

—Yo —dijo Elaine.

—¿Y qué te hacía pensar eso a ti?

Me dedicó una inocente sonrisa e imitó mi tono de voz.

—Tal vez me lo dijo un pajarito.

Gruñí.

Anna entornó los ojos.

—Ustedes han estado juntos. —Se volvió hacia Elaine—. Por eso se conocen.

—Fue hace mucho tiempo —aclaré.

Elaine me sonrió.

—Pero nunca se olvida la primera vez.

—Como tampoco se olvida el primer descarrilamiento —repliqué.

—Los descarrilamientos son excitantes. Incluso divertidos —repuso Elaine. No paró de sonreír, aunque había algo de tristeza en sus ojos—. Hasta casi el final.

Sentí que una sonrisa tiraba de un extremo de mi boca.

—Cierto —convine—. Sin embargo, te agradecería que no trataras de evitar mis preguntas lanzando una cortina de humo nostálgico.

Elaine dio un largo sorbo a su café y encogió un solo hombro.

—Te enseñaré mis cartas si tú me enseñas las tuyas.

Me crucé de brazos con gesto adusto.

—Hace sesenta segundos decías que confiabas en mí.

Arqueó una ceja.

—La confianza es una carretera de doble sentido, Harry.

Me eché hacia atrás y le di otro sorbo a mi café antes de contestar.

—Vale, puede que tengas razón. Lo supe después de darme cuenta de que, tras nuestra conversación, no podía recordar nada de la mujer sentada en el diván, algo que no suele pasarme. Entonces pensé que debía de tratarse de un velo. Así que he vuelto porque cabía la posibilidad de que quien estuviera bajo él fuera una amenaza para la Ordo.

Elaine frunció los labios, pensativa, durante un momento.

—Ya veo.

—Tu turno.

Asintió.

—He estado trabajando en distintos casos muy parecidos a este que me han encargado fuera de Los Ángeles. Chicago no es la única ciudad donde ha pasado algo así.

Parpadeé atónito.

—¿Qué?

—San Diego, San José, Austin y Seattle. Durante el pasado año, integrantes de pequeñas organizaciones como la Ordo Lebes han sido sistemáticamente perseguidas y asesinadas. La mayoría tenían la apariencia de suicidios. Contando Chicago, el asesino lleva treinta y seis víctimas.

—Treinta y seis… —Paseé el pulgar por el asa de la taza de café con cierto nerviosismo—. No había oído nada sobre esto. Nada de nada. ¿Un año?

Elaine asintió.

—Harry, tengo que saberlo, ¿es posible que los centinelas estén involucrados?

—No —negué en un tono firme—. De ninguna manera.

—¿Porque son gente abierta y tolerante? —me preguntó.

—No, porque conozco a Ramírez, el comandante regional de la mayoría de esas ciudades. No formaría parte de nada semejante. —Sacudí la cabeza—. Además, andamos cortos de personal. Los centinelas están sobrecargados. Y no hay motivo para que vayan por ahí matando gente.

—¿Estás seguro respecto a Ramírez? —dijo Elaine—. ¿Puedes decir lo mismo de todos los centinelas?

—¿Por qué?

—Porque —explicó Elaine—, en otras ciudades, un hombre con capa gris ha sido visto con dos de las víctimas.

Oh.

Solté la taza de café en una mesa y me crucé de brazos, tratando de reflexionar sobre lo que acababa de escuchar.

No era de dominio público, pero alguien del Consejo estaba filtrando información a los vampiros con mucha frecuencia. El traidor no había sido atrapado todavía. Peor aún. Habíamos encontrado pruebas de la existencia de otra organización que trabajaba de manera clandestina manipulando sucesos a gran escala, lo que indicaba que era un grupo poderoso, con fondos y extremadamente eficaz. Y sabíamos que algunos de ellos eran magos. Yo los había bautizado como el Consejo Negro, y estaba siempre con la oreja pegada al suelo en busca de indicadores de su presencia.

Acababa de encontrar uno.

—Lo que explica que no haya oído nada al respecto —argüí—. Si todo el mundo cree que los centinelas son los responsables, es lógico que no quieran llamar la atención exponiendo a los mismos centinelas el problema para solicitar ayuda. O llamando a un detective que también resulta ser centinela.

Elaine asintió.

—Empezaron a llamarme al mes de obtener mi licencia y abrir el negocio.

Gruñí.

—¿Porqué te avisaron a ti?

Sonrió.

—Estoy en el listín telefónico, en la sección de magos.

—Todos estos años he sabido que me estabas copiando.

—Si no está roto, no lo arregles. —Se echó un mechón de pelo hacia atrás; un gesto familiar que me provocó una punzada de deseo y una docena de pequeños recuerdos.

—La mayoría acudió a mí por referencias, realmente hago un buen trabajo. En cualquier caso, hay algo en todas las víctimas que se repite siempre: es gente que vive sola o aislada.

—Y yo soy el último miembro con vida de la Ordo que cumple ese requisito —dijo Anna en voz baja.

—En las otras ciudades —dije—, ¿dejó el asesino algo? ¿Algún mensaje? ¿Insultos?

—¿Cómo qué? —intervino Elaine.

—Versículos de la Biblia —dije—. Ocultos de manera que solo uno de nosotros pudiera verlos.

Sacudió la cabeza.

—No. Nada de eso. O, si los había, no llegué a encontrarlos.

Solté aire lentamente.

—Hasta el momento, en dos de las muertes había mensajes ocultos. Vuestra amiga Janine y una mujer llamada Jessica Blanche.

Elaine frunció el ceño.

—Me lo imaginaba, por lo que dijiste antes. No tiene ningún sentido.

—Sí, lo tiene —la contradije—. Solo que no sabemos cuál es. —Arrugué la frente—. ¿Puede atribuirse alguna de las otras muertes a la Corte Blanca?

Elaine hizo una mueca y se levantó. Llevó su taza de café a la cocina y volvió con un gesto pensativo.

—Yo… no puedo estar segura de que no sea así, supongo, si bien es cierto que no he visto nada encaminado en esa dirección. ¿Por qué?

—Disculpen —dijo Anna, con voz calmada pero insegura—. ¿Corte Blanca?

—La Corte Blanca de vampiros —le aclaré.

—¿Hay más de una clase? —me preguntó.

—Sí. Los de la Corte Roja son los que están en guerra con el Consejo Blanco —le expliqué—. Son esos monstruosos murciélagos que pueden parecer humanos y beben sangre. Los de la Corte Blanca son más parecidos a las personas. Son parásitos psíquicos, seducen a sus víctimas y se alimentan de energía vital humana.

Elaine asintió.

—Pero ¿qué tienen que ver ellos con esto, Harry?

Respiré hondo.

—Encontré pruebas que apuntan a que Jessica Blanche pudo morir como consecuencia de haber servido de alimento a alguna clase de depredador sexual.

Elaine me miró fijamente durante un momento.

—Los patrones se han roto. Algo ha cambiado.

Asentí.

—Hay algo más incluido en la ecuación.

—Algo o alguien.

—O alguien —convine.

Frunció el ceño.

—¿Tenemos por dónde empezar?

—Jessica Blanche —dije.

Sin previo aviso, Ratón se puso en pie para encarar la puerta del apartamento y soltó un gruñido bajo y estridente.

Me levanté, muy consciente de que mi poder estaba todavía anulado por el umbral del apartamento y no poseía suficiente magia ni para mover una bolsa de papel.

Se apagaron las luces. Ratón continuó gruñendo.

—Dios mío —exclamó Anna—. ¿Qué está pasando?

Apreté los dientes y cerré los ojos, esperando a que se adaptaran a la repentina oscuridad. Un olor agrio, muy tenue, me llegó a la nariz.

—¿Oléis eso? —pregunté.

—¿Oler qué? —dijo la voz tranquila y calmada de Elaine.

—Humo. Tenemos que salir de aquí, creo que el edificio está ardiendo.