Capítulo 13
Correr a toda prisa detrás de alguien en Chicago, solo y de noche, no suele ser una buena idea.
—Esto es estúpido —me dije entre jadeos—. Eres un capullo, Harry, por cosas como esta no paras de meterte en problemas.
Capa Gris se desplazaba con las largas, casi flotantes, zancadas de un atleta corriendo los mil quinientos metros, y giró hacia un callejón, donde las sombras eran más oscuras y estaría fuera de la vista de la poli o del personal de emergencias.
Tenía que pensar en los detalles para tratar de averiguar lo que el tipo pensaba hacer.
De acuerdo, soy Capa Gris, quiero cargarme a Anna Ash, provoco un incendio y… no, un momento. Uso un explosivo con temporizador como el del Saturn de Murphy, lo pongo en una cocina un par de plantas por debajo de la casa de Anna, corto la electricidad del edificio, los teléfonos y las alarmas, y lo incendio todo. ¡Bum! Luego, espero junto a la puerta de Anna a que salga del piso presa del pánico, la mato, me voy, y dejo que las pruebas se quemen en el incendio. Todo parecerá un accidente. Pero claro, lo que no me espero es que a Anna la acompañen dos magos de clase mundial, y está claro que Ratón no entraba en mis planes para esta historia. El perro ladra y, de repente, todo el pasillo está lleno de gente que puede ser testigo de un asesinato; ya no hay manera de que parezca algo accidental. Casi seguro que alguien contacta con las autoridades y las luces de las sirenas aparecen al cabo de poco tiempo. Y mi noche se va al garete. Ya no sirve de nada intentarlo de manera sutil.
¿Qué hago ahora?
No quiero llamar la atención, eso seguro, si no, no me hubiera tomado tantas molestias en que el asesinato pareciera un accidente. Soy cauto, inteligente y paciente, de lo contrario me hubieran pillado en alguna de las otras cuatro ciudades. Así que hago lo que un depredador inteligente hace cuando la cosa se pone fea.
Me largo.
Tengo un coche cerca, un vehículo de huida.
Capa Gris llegó al final del callejón y giró a la izquierda; yo iba siete metros por detrás. Entonces, dobló una esquina y, a toda velocidad, corrió hacia el aparcamiento de un garaje.
No lo seguí.
Si soy un competente y metódico asesino, siempre asumo lo peor: que cualquiera que me persiga tenga la misma inteligencia y disponga de los mismos recursos que yo. Lo que hago es dirigir la persecución hacia un garaje, donde hay muchos ángulos que rompen la línea de visión. Pero mi coche no está aparcado allí; no puedo detenerme a pagarle al empleado ni salir por la fuerza llamando la atención que trato de evitar. El plan es perder a quien me persigue en el amplio laberinto de sombras, puertas y coches aparcados que es el garaje, para luego llegar a mi coche cuando le haya dado esquinazo.
Seguí corriendo por la calle y giré una esquina. Luego me detuve, agachado y preparado para salir corriendo. La parte más lejana del garaje no tenía plazas de aparcamiento, tampoco el callejón, así que el coche de Capa Gris debía de estar en la calle de delante del garaje o en la perpendicular a esta. Desde mi esquina controlaba ambas.
Me agazapé junto a un contenedor de basura con la esperanza de ser tan listo como me creía. Pero de lo que estaba seguro era de que hubiera sido estúpido, y puede que letal, perseguir a Capa Gris en la oscuridad del garaje. Se me daba bien dar puñetazos, pero era tan frágil como cualquiera. Si arrinconaba a Capa Gris, podría incitar en él una reacción salvaje. Si me descuidaba y se me acercaba mucho, me dejaría como a un par de calcetines usados.
Y eso, asumiendo que no fuera un centinela, en cuyo caso bien podría lanzarme truenos, fuego o cualquier otro ataque despiadado. Este era un pensamiento que en realidad me resultaba… cómodo.
Me había pasado la mayor parte de mi vida adulta temiendo a los centinelas del Consejo. Habían sido mis perseguidores, mis bestias negras particulares, y, a pesar de que me había convertido en uno de ellos, sentía una alegría casi infantil ante la idea de que un centinela pudiera ser mi villano. Aquello me daría la oportunidad de repartir un poco de merecida, y por mucho tiempo reprimida, venganza con el aval de una justificación perfecta.
A menos, por supuesto, que fuera un centinela que cumplía órdenes. Hace tiempo hubiera dicho que el Consejo Blanco estaba formado por gente decente que valoraba la vida humana. Ahora lo tenía más claro. El Consejo rompía las leyes cuando le daba la gana. Era capaz de ejecutar a niños que, en su ignorancia, violaban aquellas mismas leyes. La guerra propiciaba también que el Consejo se moviera a la desesperada, que estuviera más dispuesto a tomar decisiones difíciles que derivaban en muertes mientras se cubría lo mejor que podía su huesudo culo colectivo.
No parecía razonable pensar que un centinela legítimo hubiera aceptado tales medidas, o que la capitana Luccio, la comandante de los centinelas, las aprobara. Sin embargo, ya estaba acostumbrado a decepcionarme por la falta de honor y sinceridad del Consejo en general y de los centinelas en particular. Así que tampoco es que esperara mucho raciocinio por parte de Capa Gris. Mi teoría para predecir su comportamiento era aceptable, racional, pero una persona racional no iría por ahí asesinando a gente y haciendo que pareciera un suicidio, ¿verdad? Es probable que estuviera perdiendo mi tiempo.
Una figura saltó desde el tejado del garaje, de seis pisos de alto, aterrizando en la acera. Capa Gris se quedó quieto durante un segundo, tal vez escuchando, y entonces se levantó y comenzó a andar, rápido pero sin perder la calma, hacia la calle y los coches aparcados en ella.
Pestañeé varias veces.
Maldita sea.
Supongo que, a veces, la lógica funciona.
Apreté los dientes, me aferré a mi bastón y me levanté para enfrentarme a Capa Gris y mandarlo al infierno.
Pero me detuve.
Si Capa Gris era parte del Consejo Negro, trabajaba para boicotear al Consejo Blanco y, en general, hacía todas las maldades que le vinieran en gana. Mandarlo al infierno no sería la mejor opción. El Consejo Negro había sido hasta ahora, si me perdonan la forma de decirlo, una amenaza fantasma. Estaba seguro de que sus intenciones no eran nada buenas; sus métodos hasta aquel momento parecían indicar que carecían de inhibiciones a la hora de acabar con vidas inocentes. Esta idea se veía reforzaba por la voluntad de Capa Gris de hacer arder un edificio lleno de gente para encubrir el asesinato de un único objetivo. Encajaba en el patrón: sombrío, nebuloso, sin dejar pruebas directas o evidentes de quiénes eran o qué querían.
Si es que existían. De momento, solo eran una teoría.
El coche preparado para la huida de Capa Gris era también una teoría hace un rato, y allí estaba.
Esta podía ser una buena oportunidad para saber algo más sobre el Consejo Negro. El conocimiento es la mejor arma. Siempre lo ha sido.
Podía dejar que Capa Gris se escapara, seguirlo y ver qué podía averiguar antes de dar mi último golpe. Tal vez consiguiera algún tipo de información vital, algo tan importante como fue el descubrimiento de Enigma para los aliados durante la segunda guerra mundial. Pero también puede que no me llevara a ninguna parte. Ninguna organización encubierta merecedora de tal apelativo enviaría a uno de sus efectivos a por un objetivo sin tener planeada una estrategia ante la posibilidad de que dicho efectivo se viera en algún momento comprometido. Demonios, incluso si Capa Gris revelaba todo lo que sabía, todavía quedarían cabos sueltos.
Todo eso asumiendo que Capa Gris formara parte del Consejo Negro. Una gran suposición. Y, si asumes demasiado, puedes acabar quedando como un imbécil. Si no lo detenía ahora que tenía una oportunidad, Capa Gris atacaría de nuevo. Moriría más gente.
Sí, Harry. ¿Y cuánta gente moriría si el Consejo Negro continuaba su ascenso al poder?
Maldita sea. Mis entrañas me decían que tenía que atrapar a Capa Gris. Los rostros de las fotos de la policía pasaron rápidamente por mi cabeza y, en mi imaginación, las mujeres asesinadas aparecían a mi lado, detrás de mí, con sus vidriosos ojos muertos mirando a su asesino y expresando su deseo de ser vengadas. Ansiaba con una pasión casi apocalíptica salir de allí y hacer picadillo a aquel malnacido.
Sin embargo, la razón me decía otra cosa. Decía que me parara a pensar y considerara la forma de hacer un mayor bien a mucha más gente.
¿Acaso no me había estado asegurando a mí mismo, unas horas atrás, que la razón debía de guiar mis actos y mis decisiones si quería ser capaz de controlarme?
Era difícil. De verdad, lo era. Me resistí contra la adrenalina y el ansia de luchar. Me eché hacia atrás esforzándome por pensar con claridad. Mientras, Capa Gris se metía en un turismo verde, lo arrancaba y se iba. Me agaché entre dos coches aparcados y esperé, fuera de la vista, hasta que Capa Gris pasó a mi lado.
Apunté el extremo de mi bastón al panel trasero del coche, reuní mi voluntad y susurré:
—Forzare.
Una fuerza primitiva salió disparada, se concentró en la zona más pequeña que pude encuadrar e impactó en el coche con un pequeño golpe no más ruidoso que el de los pequeños fragmentos de gravilla que saltaban a los bajos del vehículo. El coche pasó a mi lado sin ralentizar la marcha y me fijé en el número de la matrícula.
—Tractis —murmuré una vez se hubo ido. Mantuve mi voluntad fija en el bastón y lo eché hacia atrás para iluminarme con la luz de una farola y vislumbrar el otro extremo del cayado de roble. Una mota de pintura verde del tamaño de la mitad de una moneda de diez centavos se había adherido a la punta del bastón. Me chupé la punta del dedo y lo pegué a la pintura para despegarla del bastón. Tenía una pequeña caja de cerillas impermeables en un bolsillo del guardapolvos. La abrí con una mano, tiré las cerillas y deposité con cuidado la mota de pintura dentro.
—Te tengo —murmuré.
Capa Gris, con toda probabilidad, abandonaría el coche más pronto que tarde, así que no me quedaba demasiado tiempo. Si lo malgastaba, cualquier daño que hiciera a partir de entonces caería sobre mi conciencia. Me negué a dejar que aquello pasara.
Guardé la caja de cerillas en el bolsillo, me di la vuelta y volví corriendo junto a Elaine y Anna. Cuando llegué, toda la manzana estaba tan iluminada que parecía de día. Las llamaradas del edificio y las sirenas de emergencia causaban un estruendo que resonaba por toda la calle. Divisé a Elaine, Anna y Ratón y me acerqué a ellos.
—¡Harry! —dijo Elaine con una expresión de alivio—. Eh, ¿lo has cogido?
—Todavía no —respondí—. Tengo que hacer un trabajo de seguimiento. ¿Tienes algún lugar seguro al que acudir?
—Imagino que mi habitación de hotel se puede considerar segura. No creo que nadie de por aquí sepa quién soy. Me alojo en el Amber Inn.
—Bien. Lleva allí a Anna. Te llamaré.
—No —dijo Anna con firmeza.
Eché un vistazo al edificio en llamas y escudriñé a Anna.
—Supongo que preferiría pasar una noche tranquila en casa, ¿verdad?
—Lo que me gustaría es asegurarme de que el resto de la Ordo está bien. ¿Y si el asesino decide ir tras alguna de ellas?
—Elaine —dije, buscando su apoyo.
Elaine se encogió de hombros.
—Trabajo para ella, Harry.
Murmuré una maldición por lo bajo y sacudí la cabeza.
—Bien. Habla con todas y que se protejan. Te llamaré por la mañana.
Elaine asintió.
—Vamos, Ratón —dije.
Tomé su correa y nos dirigimos a casa. Y a Pequeño Chicago.