Capítulo 20

Llevo trabajando de detective en Chicago desde hace ya algún tiempo, y hay algo que uno hace más que cualquier otra cosa: encontrar cosas que se pierden. Diseñé mi hechizo de seguimiento cuando tenía catorce años y no paraba de perder las llaves de casa. Desde entonces, lo he utilizado miles de veces. En ocasiones me ha ayudado a dar con cosas que no quería encontrar y, sobre todo, me ha metido en problemas.

En esta ocasión, estaba seguro de que se darían las dos circunstancias.

Podría haber utilizado mi propia sangre para rastrear a Thomas, pero el pentáculo de plata también me servía. Mi madre me había dado uno, que casi siempre llevaba encima, y le había dado otro a Thomas. Sabía que él lo usaba con la misma frecuencia que yo y que, a menos que se lo hubieran robado, lo llevaría encima en aquel momento.

Preparé el hechizo, colgué el amuleto en el espejo retrovisor del Escarabajo azul y me puse en marcha por las calles de Chicago. Le eché un vistazo; oscilaba ligeramente atraído hacia el de Thomas, como si de un campo magnético se tratara. No era la mejor manera de seguir un rastro (el hechizo no tenía en cuenta las calles y el tráfico, por ejemplo), pero llevaba mucho tiempo encontrando cosas así, y conduje el Escarabajo sin esfuerzo por el laberinto de edificios y calles de un solo sentido que componían la ciudad.

Elaine me observó en silencio durante todo el camino. Sabía que se estaba preguntando qué era lo que estaba usando para localizar al presunto secuestrador/asesino. No me lo preguntó. Se quedó donde estaba y confió en mí.

Cuando aparqué el coche y salí de él, cogí el amuleto y lo miré con gesto sombrío. Seguía inclinado hacia el este, apuntando a los muelles de Burnham Harbor que se extendían por el lago Míchigan. Una de las orillas del lago estaba provista de una serie de muelles para decenas y decenas de pequeñas embarcaciones comerciales, de recreo y yates.

—Barcos —murmuré—. ¿Por qué tenían que ser barcos?

—¿Qué tienen de malo los barcos? —me preguntó Elaine.

—No me lo he pasado muy bien cerca de ellos —expliqué—. De hecho, nunca he disfrutado cerca del lago.

—Huele a pez muerto y aceite de motor —apuntó Elaine.

—Nunca te gustó mi colonia. —Saqué mi bastón del coche—. Necesitas un palo grande.

Elaine me sonrió con dulzura y sacó una pesada cadena del bolso. Sostuvo ambos extremos en un puño, dejando en el aire una extensión de pesados eslabones de metal de medio metro de largo; brillaban con vetas de lo que podía ser cobre y formaban un texto sinuoso.

—Eres un prisionero de la tradición, grandullón. Deberías aprender a ser un poco más flexible.

—Cuidado. Si me dices que tienes por ahí unas esposas y un lazo mágico, puede que pierda el control de mis impulsos sexuales.

Elaine gruñó.

—No puedes perder lo que nunca has tenido. —Levantó la vista hacia mí—. Escudo nuevo, por cierto.

—Sí, sexi, ¿eh?

—Complejo —respondió—. Equilibrado, fuerte, sofisticado. No estoy segura de que pudiera concentrarme para crear algo así. Se requiere una gran habilidad, Harry.

Sentí que me ruborizaba, absurdamente contento por el cumplido.

—Bueno, no es perfecto. Requiere más energía que el viejo escudo. No obstante, pensé que cansarse antes era mejor que morir.

—Suena razonable —dijo, y escudriñó los muelles—. ¿Podrías distinguir el bote?

—Todavía no. Una vez que te internas doscientos o trescientos metros en el agua, el hechizo se bloquea. Por lo tanto, sabemos que está en uno de estos muelles.

Elaine asintió.

—¿Quieres ir delante?

—Sí. Esto va a ser rápido. Quédate tres o cuatro metros por detrás de mí.

Elaine frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Si estamos cerca el uno del otro seremos un blanco fácil; podrían eliminarnos a los dos con una sola ráfaga de ametralladora.

Se puso un poco pálida.

—Creía que confiabas en él.

—Así es —dije—. Pero no sé con quién está.

—¿Y has aprendido ese tipo de cosas en este trabajo? ¿Ametralladoras?

Me picó la mano izquierda.

—En realidad, esta lección la aprendí gracias a un lanzallamas, pero se puede aplicar también a las ametralladoras.

Respiró hondo, sus ojos brillaban con la luz procedente de los muelles y los barcos.

—Entiendo. Después de ti.

Preparé mi brazalete escudo, agarré bien el bastón y enrollé la cadena de mi amuleto a los primeros dedos de mi mano derecha, haciéndolo sobresalir un poco por arriba y hacia fuera para que quedara colgando e indicara la dirección correcta. Me adentré en los muelles y seguí al hechizo hacia la fila exterior de botes varados. Era muy consciente de los pasos ligeros y rítmicos de Elaine a mi espalda y de los leves susurros del agua cuando golpeaba los cascos de las embarcaciones.

El cielo de verano era plomizo y, de vez en cuando, retumbaba algún trueno en el aire. Los muelles no estaban tan llenos de gente como podrían, pero había más de una docena de personas merodeando, caminando hacia y desde los barcos, trabajando en las cubiertas, a punto de zarpar o simplemente por allí. Yo era el único que llevaba un abrigo de cuero y tenía una apariencia extraña.

El amuleto me condujo a la zona del muelle más alejada de la costa. El barco que había allí atracado era bastante grande, al menos para aquellos muelles, y bien podría haber sido una réplica del de la película Tiburón. Era viejo y destartalado; la pintura blanca, descolorida y descamada, tiraba al gris, y las planchas del casco habían sido parcheadas muchas veces. Las ventanas de la cabina de mando estaban cubiertas de polvo y manchas de grasa. Necesitaba que lo pintasen de nuevo, a excepción del letrero en la popa, que parecía un añadido reciente, de gruesos caracteres negros que decían: «Escarabajo de Agua».

Me alejé unos metros y volví a comprobar el amuleto con una triangulación. El Escarabajo de Agua era el bote correcto.

—¡Eh! —grité—. Eh… ¡Ha del barco! ¡Thomas!

El silencio fue la única respuesta que obtuve.

Miré por encima del hombro. Elaine se había desplazado a una posición desde la que podía ver toda la cubierta del barco desde el muelle, a unos seis metros de mí. ¿Cuál era la palabra exacta para eso? ¿Establecer un fuego cruzado? ¿Crear una desenfilada? Es igual, lo importante era que, si algo salía de la bodega del barco, lo destrozaríamos entre los dos en menos que canta un gallo.

Por supuesto, si en el barco tenían intenciones hostiles y dos dedos de frente, también se darían cuenta de eso.

—¡Thomas! —volví a gritar—. ¡Soy Harry Dresden!

Si alguien del bote quería hacerme daño, lo más inteligente sería quedarse quieto y aguardar a que subiera. Aquello evitaría un ataque y les otorgaría una buena oportunidad de eliminarme a toda prisa, que es la mejor manera de hacerlo cuando se trata de un mago. Si se nos concede tiempo para recuperar el aliento, podemos llegar a convertirnos un auténtico dolor de cabeza.

—De acuerdo —le dije a Elaine sin apartar los ojos del barco—. Voy a subir a bordo.

—¿Estás seguro?

—No. —La miré un momento—. ¿Tienes una idea mejor?

—No —admitió.

—Cúbreme.

—Cubrirte… —dijo Elaine sacudiendo la cabeza. Soltó un extremo de la cadena y lo cogió con la otra mano, dejando un metro colgando de su mano izquierda. Unas diminutas chispas de luz recorrieron la cadena, tan sutiles que dudo que nadie que no se fijara expresamente fuera capaz de reparar en ellas.

—Creía que estaba aquí para hacer un trabajo. Ahora resulta que estoy en mitad de una película de policías.

—Así es. Yo soy el loco adorable. Tú, la inteligente conservadora.

—¿Y si quiero ser yo la loca?

—Entonces tendrás que saltar tú al barco.

—Deja de pasarte las reglas por el forro —dijo como si recitara una lista de la compra memorizada a toda prisa—. Se supone que debemos atrapar a los maníacos, no convertirnos en ellos. No hagas nada estúpido, solo me quedan dos segundos y medio para retirarme.

—¡Ese es el espíritu! —dije, y salté a la cubierta del Escarabajo de Agua desde el muelle.

Me agaché, listo para encontrarme con problemas, pero nadie vino corriendo hacia mí. Uno de los botes, al final del mismo muelle, encendió un motor que era imposible que hubiera pasado un control de emisiones, incluidas las de ruido. A pesar de ello, oí un golpe seco bajo la cubierta. Me quedé quieto, sin embargo no oí ningún ruido más procedente del motor cercano, que, por cómo olía, estaba quemando un montón de aceite.

Traté de moverme en silencio mientras rodeaba la cabina de mando por un estrecho espacio que me impedía hacerlo con soltura. Me dirigí hacia el pequeño tramo de escaleras que conducía a la bodega. Percibí algo: no era nada en concreto, más bien, una certeza repentina e intuitiva de que alguien estaba allí y al tanto de mí presencia.

Probablemente podría haber seguido dando vueltas, al acecho, con la esperanza de encontrar algún otro indicio de lo que había allá abajo, pero no por mucho tiempo. La gente se terminaría percatando de mis paseos en cuclillas y se darían cuenta de que me estaba ocultando en el barco sin razón aparente. Otros lo ignorarían. Demonios, la mayoría de ellos lo haría. Pero, de manera inevitable, a alguien le podía parecer extraño y llamaría a la policía.

—A la mierda —murmuré. Me aseguré de que el guardapolvos me cubría la espalda, coloqué el escudo delante de mí y bajé rápidamente por las escaleras hacia la bodega.

No dispuse de más de medio segundo de preaviso antes de que alguien se acercara balanceándose por las escaleras, detrás de mí. Debía de haber estado fuera de la vista, encima de la cabina de mando. Comencé a girarme, pero dos talones me golpearon el hombro derecho; una patada doble que me impulsó con fuerza al interior de la bodega.

El guardapolvos era genial a la hora de detener garras y balas, pero no servía de mucho ante el contundente impacto de una patada. Me dolió. Puse el escudo delante de mí mientras caía, pero tuve que apartarlo de nuevo, ya que impactar en un plano de fuerza rígida sería similar a golpearme contra una pared de ladrillos. El aleteo de energía del escudo me frenó lo suficiente como para poder controlar la caída y rodar. Me puse de rodillas frente a la escalera al tiempo que Thomas se precipitaba hacia abajo con intenciones evidentemente desagradables.

En la mano derecha llevaba una de esas navajas curvadas que los gurkhas se enganchan a los puños. En la izquierda, una escopeta de dos cañones recortados de doce centímetros que me apuntaba directamente a la cabeza. Mi hermano medía algo menos de un metro ochenta, era delgado y estaba hecho de tralla y cable de acero. Sus ojos brillaban furiosos en su pálido rostro; su habitual tono gris de nube de tormenta había dejado paso a un azul metalizado que indicaba que estaba usando sus poderes de vampiro. La melena oscura estaba escondida bajo un pañuelo rojo, pero, aun así, su peinado era mucho más elegante que el mío.

—¡Thomas! —vociferé—. ¡Eh! ¿Puede saberse qué te pasa?

—Te doy la oportunidad de rendirte, gilipollas. Deja los hechizos y ponte de cara a la pared.

—Thomas, no seas capullo. Creo que esto no es necesario ahora mismo.

Thomas se rió burlón.

—Ríndete. Ha sido una buena actuación, pero sé que no eres Harry Dresden. Es imposible que el verdadero Dresden haya venido aquí con una mujer así y no con su perro.

Pestañeé y solté mi escudo.

—Eh, ¿qué se supone que quiere decir eso? —Lo miré con odio y añadí en voz baja—: Demonios, si no fueras mi hermano te daría una paliza.

Thomas bajó el arma con expresión de sorpresa.

—¿Harry?

Una sombra se movió detrás de Thomas.

—¡Espera! —grité.

Un fragmento de cadena se enrolló en la garganta de mi hermano. Se produjo un resplandor de luz verde y una explosión tan fuerte como un disparo. Thomas se retorció en un arco agónico y, cuando quedó liberado de la cadena, se impulsó contra mí. Cayó sobre mí con todo su peso por segunda vez en apenas sesenta segundos y acabé de nuevo por los suelos. Entonces, mi nariz se llenó de un fuerte olor a ozono y pelo quemado.

—¿Harry? —dijo la voz de Elaine, alto y claro—. ¿Harry?

—Te dije que esperaras —protesté en un resuello.

Se acercó a mí a toda prisa desde las escaleras.

—¿Te ha hecho daño?

—No, hasta que me lo has tirado encima —espeté. No era verdad, pero que me sacudan todo el tiempo me pone de mal humor. Me toqué el labio palpitante con el dedo y lo noté húmedo por la sangre—. Ay.

—Lo siento, pensaba que tenías problemas —se disculpó Elaine.

Sacudí la cabeza para aclarar las ideas y miré a Thomas. Tenía los ojos abiertos y parecía sorprendido. Respiraba, pero sus brazos y piernas estaban inertes. Los labios se le movieron un poco. Me acerqué a él.

—¿Qué? —le pregunté.

—Au… —susurró.

Me incorporé aliviado; si podía quejarse es que no estaba tan mal.

—¿Qué ha sido eso? —le pregunté a Elaine.

—Un táser.

—¿Electricidad almacenada?

—Sí.

—¿Cómo lo recargas?

—Cuando hay tormenta. O lo conecto a cualquier enchufe.

—Mola —dije—. Tal vez debería agenciarme uno igual.

Thomas movió la cabeza y comenzó a agitar una pierna.

Elaine se volvió hacia él con la cadena suelta entre las manos; a través del metal decorado de los eslabones chispeaban pequeños resplandores de luz.

—Tranquila —dije con firmeza—. Atrás. Hemos venido a hablar, ¿recuerdas?

—Harry, al menos deberíamos atarlo.

—No va a hacernos daño —la tranquilicé.

—¿Por qué no te escuchas durante un momento? —dijo en un tono crecientemente tenso—. Harry, a pesar de las pruebas que indican lo contrario, me estás diciendo que confías en una criatura cuya especialidad es someter las mentes de sus víctimas. Es lo que todo el mundo dice de los vampiros de la Corte Blanca y lo sabes.

—Eso no es lo que ha pasado.

—También dicen eso —insistió Elaine—. No estoy diciendo que sea tu culpa, Harry. Si esta cosa ha entrado en ti de alguna manera, así es exactamente como responderías.

—No es una cosa —bramé—. Es Thomas.

Thomas respiró hondo y se las arregló para hablar con una voz muy débil.

—Está bien. Ya podéis salir.

La pared frontal de la cabina crujió y se movió de repente, revelando una puerta tras la cual había una pequeña zona confinada no más grande que un armario. En ese espacio tan reducido había varias mujeres y dos o tres niños muy pequeños apelotonados. Salieron con cautela a la cabina.

Una de ellas era Olivia, la bailarina.

—Mira —dijo Thomas con calma, y volvió la cabeza hacia Elaine—. Ahí están, y se encuentran bien. Comprobadlo vosotros mismos.

Cuando me puse de pie me crujieron las articulaciones. Estudié a las mujeres.

—Olivia —dije.

—Centinela —respondió ella.

—¿Estás bien?

Sonrió.

—Sí, sin contar la tortícolis que me ha dado por estar aquí dentro. Estamos un poco apretados.

Elaine miró alternativamente a la mujer y a Thomas.

—¿Te ha hecho daño?

Olivia parpadeó.

—No —dijo—. No, por supuesto que no. Nos ha traído a un lugar seguro.

—¿Seguro? —pregunté.

—Harry, son algunas de las mujeres que habían desaparecido —observó Elaine.

Traté de digerir aquello y me volví hacia Thomas.

—¿Qué demonios te pasa? ¿Por qué no me has contado lo que estaba ocurriendo?

Sacudió la cabeza, todavía algo aturdido.

—Tenía mis motivos. No quería involucrarte en esto.

—Bueno, pues ahora ya lo estoy. Así que, ¿qué te parece si me cuentas lo que está pasando?

—Estuviste en mi apartamento —dijo Thomas—. Viste la pared de mi habitación de invitados.

—Sí.

—Estaban desapareciendo. Tenía que averiguar quién iba tras ellas y por qué. Descubrí a quién tenían planeado matar. Se convirtió en una carrera entre nosotros. —Miró a las mujeres y a los niños—. Quité de en medio a todas las que pude, las traje aquí. —Hizo una mueca de dolor al tratar de mover la cabeza—. Hay otra docena en una cabaña de una isla a treinta kilómetros al norte de aquí.

—Un sitio seguro —musité—. Las estabas llevando a un sitio seguro.

—Sí.

Elaine se limitó a mirar a las mujeres un buen rato, luego hizo lo propio con Thomas.

—Olivia —preguntó—. ¿Está diciendo la verdad?

—Hasta el momento ha sido un auténtico caballero —respondió la chica.

Estoy seguro de que nadie excepto yo se dio cuenta, pero, cuando dijo aquellas palabras, los ojos de Thomas resplandecieron con una fría y furiosa hambre. Puede que hubiera tratado a las mujeres con delicadeza y educación, sin embargo, yo sabía que una parte de él no había querido hacerlo. Cerró los ojos con fuerza y comenzó a tomar largas bocanadas de aire. Reconocí el ritual que utilizaba para controlar su naturaleza oscura y no dije nada.

Elaine hablaba en voz baja con Olivia, que comenzó a hacer las presentaciones. Yo me apoyé contra una pared (o un mamparo, ya que estábamos en un barco) y me empecé a frotar el punto entre los ojos, donde afloraba ya un incipiente dolor de cabeza. El maldito olor a aceite de motor de un barco cercano tampoco ayudaba demasiado y…

Mi cabeza se proyectó hacia arriba como un resorte. Subí a toda prisa a la cubierta por las escaleras.

El barco grande y feo había soltado amarras y ahora flotaba junto al Escarabajo de Agua, bloqueando su salida a lago abierto. El motor estaba soltando tanto humo negro azulado que no podía mas que ser algo deliberado. Una asfixiante neblina envolvía ya al Escarabajo de Agua y no se veía más allá de la siguiente fila de muelles.

Una figura se precipitó desde la cubierta del barco al muelle, cayó en cuclillas, como un gato, y se detuvo en la pequeña zona expuesta de la parte trasera de la cubierta del Escarabajo de Agua. Ante mis ojos, sus rasgos, los de un hombre corriente en mitad de la treintena, comenzaron a cambiar. La mandíbula se le desencajó, el rostro se retorció formando una especie de hocico y los antebrazos se extendieron para formar unas garras de aspecto sucio acabadas en uñas.

Se situó delante de mí, con los hombros deformados por los nudos encorvados de sus poderosos músculos, me enseñó los dientes y soltó un rugido.

Un necrófago. Un rival duro, peligroso, pero no imposible de superar.

A continuación, aparecieron varias figuras más en la cubierta de la otra embarcación, casi velada por el espeso humo. Sus miembros crujían y se retorcían. Una docena más de necrófagos abrieron la boca y crearon un ensordecedor eco del rugido del primero.

—¡Thomas! —grité, medio ahogado por el humo—. ¡Tenemos un problema!

Trece necrófagos se lanzaron directamente hacia mí, abriendo sus fauces babeantes y esgrimiendo sus garras, con los ojos inyectados en rabia y una primitiva ansia de sangre.

Mierda de barcos.