Capítulo 32
Puede que Murphy no estuviera oficialmente al cargo de Investigaciones Especiales, pero no creo que aquello fuera relevante para los otros detectives que trabajaban allí. Necesitaba ayuda y, cuando los llamó, ellos acudieron. Fin de la historia.
Por lo menos para ellos. Para Murphy era solo el comienzo. Tendría que contar un montón de cuentos en la sede de la Policía. Formaba parte de su trabajo. Ah, no, estos informes de ataques de vampiros son el resultado de una histeria inducida por drogas alucinógenas. ¿Un trol? Era un hombre grande y feo, probablemente borracho o drogado. Siempre salía indemne de sus explicaciones cuando había una investigación en curso; todo el mundo se lo tragaba. A los de Investigaciones Especiales se les pagaba por darle una explicación al coco y al hombre del saco.
Murphy debería ser novelista, escribía mucha ficción.
Aquel asunto del hotel era un lío gordo, pero Murph y sus compañeros de Investigaciones Especiales rellenarían los espacios en blanco. Los terroristas estaban de moda. Seguro que en este informe aparecían terroristas. Unos cuantos fanáticos religiosos asustados que habían colocado artefactos incendiarios en un edificio de apartamentos y en su coche y que también, sin duda, pusieron el dispositivo que destrozó una habitación entera de un motel barato al sur de la ciudad. No había muertos, solo una mujer herida que, probablemente, necesitaría un psiquiatra antes que una celda de la cárcel. Me debatí entre si sugerirle o no la idea de que apareciera un perro en la historia. La gente adora a los perros. Añadir un perro a un relato nunca sale mal.
—¿A que sí, Ratón? —le pregunté.
Ratón me miró con tristeza. Thomas se había llevado a las mujeres y los niños fuera de escena y se encargó de lo que quedaba del agente Skavis. Entretanto, fui a un lavado de coches a quitarle la sangre a mi perro con una manguera. La piel de Ratón se mantiene seca casi siempre, pero cuando se moja absorbe unos doscientos litros de líquido y se mantiene empapada mucho tiempo. A él no le gusta y, al parecer, se sintió un poco afectado durante todo el proceso.
—A todo el mundo le gustan las historias en las que aparece un perro —le dije.
Ratón exhaló aire de manera constante, meneó la cabeza una vez y la bajó al suelo, ignorándome pero sin mostrarse maleducado.
No me muestra ningún respeto.
Me senté en un banco del hospital, cerca de la entrada de urgencias, con Ratón tendido en el suelo y pegado a una de mis piernas, por si alguien se preguntaba con quién estaba. Había sido una noche larga y, a pesar de las increíbles manos de Elaine, mi dolor de cabeza había regresado. Traté de decidir si el ataque mental de Cowl o el de Madrigal y su estúpido rifle merecían llevarse las culpas.
Un chico musculoso, con una camisa marrón de uniforme, se acercó a mí con los ademanes amables y educados que suelen desplegar los encargados de seguridad en el Medio Oeste. Hasta que les llega el momento de dejar de ser agradables. El ingenio y la sabiduría de las películas de Patrick Swayze sigue vivo.
—Lo siento, señor —dijo en un tono amistoso, con una mano apoyada cómodamente en su porra—. No se admiten perros. Reglas del hospital.
Yo estaba cansado.
—Si no me lo llevo —dije—, ¿vas a darme una paliza de muerte con la tonfa?
Parpadeó sorprendido.
—¿Qué?
—La tonfa —le dije—, piensa en toda la comida que no se machaca para que puedas hacer tu trabajo. Todos los cuchillos que se quedan sin punta.
Sonrió y me di cuenta de que me acababa de clasificar como «inofensivo» y/o «borracho». Extendió una mano a modo de invitación para que me levantara y fuera con él.
—Tu porra. Se llama tonfa. Originalmente era un palo donde se clavaba una piedra de molino o una gran piedra de moler de una herrería. Se convirtió en una improvisada arma en el sudeste de Asia, en Okinawa, en lugares donde grandes tipos encargados de la seguridad, como tú mismo, se llevaban todas las armas reales por el bien de todos.
Su sonrisa se fue desvaneciendo poco a poco.
—Está bien, amigo… —Me puso la mano en el hombro.
Ratón abrió los ojos y levantó la cabeza.
Eso fue todo. No le gruñó. No le enseñó los dientes. Al igual que todas las personas peligrosas que conozco, no sentía la necesidad de hacer ninguna demostración. Solo dejó entrever que se daba cuenta perfectamente de la situación y la observaba con extremo prejuicio.
El chico de seguridad era lo suficientemente listo como para ver lo que se mascaba y dio un rápido paso atrás. Trasladó la mano de la porra a la radio. Incluso Patrick Swayze necesita ayuda a veces.
Murphy se acercó a él con la placa colgada de una cadena alrededor de su cuello.
—Tranquilo, hombretón. —Le hizo un guiño al chico de seguridad y me señaló con el pulgar—. Está con nosotros. El perro es un animal entrenado para ayudar a discapacitados.
El chico levantó las cejas.
—Tengo una pequeña parálisis en la boca —le dije—. Me resulta difícil leer. Él me ayuda con las palabras complicadas. Me dice si tengo que empujar o tirar de las puertas, ese tipo de cosas.
Murphy me dirigió una mirada punzante y se volvió hacia el guardia.
—¿Ves lo que quiero decir? Estará fuera de tu vista en un minuto.
El guardia de seguridad me miró dubitativo, pero asintió con la cabeza hacia Murphy.
—Está bien. Volveré en un rato para ver si necesita algo —dijo.
—Gracias —respondió Murphy en un tono plano.
El guardia se fue. Murphy suspiró y se sentó a mi lado colocando los pies al otro lado de Ratón. El perro le rozó cariñosamente la pierna y se acomodó de nuevo en el suelo.
—Va a volver por si necesitas ayuda —le dije a Murphy con voz grave—. Una cosita tan dulce como tú podría meterse en problemas con un hombre grande y loco como yo.
—Ratón —dijo Murphy—. Si noqueo a Harry y le escribo «listillo insufrible» en la cabeza con un rotulador permanente, ¿le ayudarías a leerlo?
Ratón miró a Murphy y ladeó la cabeza especulativamente. Luego estornudó y se recostó de nuevo.
—¿Por qué le haces pasar un mal rato al chico? —me preguntó Murphy.
Señalé con la cabeza a un teléfono público en la pared, junto a una fuente de agua potable y una máquina expendedora.
—Espero una llamada.
—Ah —dijo Murphy—. ¿Dónde está Molly?
—Se estaba quedando dormida de pie. Le pedí a Rawlins que la llevara a casa.
Murphy soltó un gruñido.
—Te dije que hablaríamos sobre ella.
—Sí.
—Eso que hiciste, Harry… —Murphy negó con la cabeza.
—Lo necesitaba —repuse.
—Lo necesitaba. —Las mismas palabras sonaron crispadas al salir de sus labios.
Me encogí de hombros.
—La chica tiene poder. Eso le hace creer que sabe más que los demás. Es una idea peligrosa.
Murphy frunció el ceño, escuchando.
—Tenía planeada la táctica de la pequeña bola de sol derritecaras desde hace tiempo —le dije—. Quiero decir que, bueno… el fuego es difícil de controlar. No podría haber hecho algo así sin haberlo practicado antes. No se puede utilizar una bonita, lenta y dramática bola derritecaras en una pelea real, ¿verdad que no?
—Tal vez no —dijo Murphy.
—Una vez avanzó hacia mí una especie de bola derritecaras y aquello me dejó marcado. Molly… tuvo un mal comienzo. Cogió su magia y se dedicó a modificar cosas y personas a su alrededor. Murph… No puedes utilizar la magia en algo que no crees. Piensa un momento en la importancia de algo así. Cuando Molly hizo lo que hizo, ella creía que era lo correcto, que estaba haciendo lo correcto. Piensa en sus padres. Piensa en lo lejos que están dispuestos a llegar para hacer lo correcto.
Murphy lo pensó, con una expresión indescifrable en sus intensos ojos azules.
—Tengo que impedir que se levante —continué—. Si no lo hago, si le permito recuperar el equilibrio antes de que se vuelva lo suficientemente inteligente como para entender por qué se deben hacer las cosas en lugar de cómo hacerlas, o si pueden hacerse, va a empezar a… —Tracé unas comillas imaginarias en el aire—. A hacer de nuevo «lo correcto». Volverá a romper las leyes y la matarán.
—¿Y a ti? —preguntó Murphy.
Me encogí de hombros.
—Eso ocupa un puesto bajo en mi lista de preocupaciones.
—¿Y crees que lo que hiciste ayudará a evitarlo? —me preguntó.
—Espero que sí —dije—. No se me ocurre qué otra cosa hacer. Al final va a ser ella la que decida. Yo solo estoy tratando de concederle el tiempo suficiente para que lo entienda. A pesar de sí misma. Demonios, tiene la cabeza dura esta chica.
Murphy me dedicó una sonrisa torcida y sacudió la cabeza.
—Lo sé, lo sé —añadí—. Le dijo la sartén al cazo.
—No estaba hablando de la bola derritecaras, Harry —dijo entonces—. No directamente. Estoy hablando de la estupidez del cubo de basura, de la expresión que tenías en la cara justo antes de que hicieras desaparecer el fuego, y de lo que pasó en el hotel con aquella criatura salida de una película de monstruos el año pasado.
Llegó mi turno para fruncir el ceño.
—¿Qué?
Murphy esperó un minuto; era evidente que estaba escogiendo las palabras con tanto cuidado como un técnico de explosivos elige de qué cable tirar.
—A veces me pregunto si estás perdiendo el control sobre ti mismo. Siempre has tenido mucha ira en tu interior, Harry, pero en los últimos años ha empeorado. Ahora es mucho peor.
—Tonterías —protesté.
Murphy arqueó una ceja y me miró.
Apreté los dientes y retomé mi desgarbada postura en la silla. Respiré profundamente y conté hasta diez.
—¿Crees que tengo problemas de ira?
—Destruiste el cubo de basura, se te fue la cabeza en un momento de pura frustración y lo destruiste, causándole de paso a la ciudad miles de dólares en gastos por los daños en la acera, el edificio de detrás y las tiendas de dentro…
—Todo dentro del edificio de Marcone —le espeté.
—Estoy segura de que las personas que trabajan en el mostrador… —Consultó su bloc de notas—. Del Spresso Spress o las cajeras del Bathwurks no saben nada acerca de Marcone, ni tampoco les preocupa. Es probable que solo vayan allí a trabajar para pagar las facturas.
Fruncí el ceño.
—¿Qué?
—Ambas tiendas se vieron afectadas por restos de cemento y metal fundido. Permanecerán cerradas durante varias semanas para su reparación.
—Están aseguradas —le dije. No sonó muy convincente, ni siquiera para mis oídos.
—Hubo gente que acabó lastimada —dijo Murphy—. A nadie se le derritió la cara, pero eso no es lo importante. Ya sabes cómo va, Harry, sabes el daño que puedes causar si no tienes cuidado.
No dije nada.
—Es como ser policía. Por saber de artes marciales, soy consciente de que puedo hacer bastante daño a la gente. Es mi responsabilidad asegurarme de que no le suceda nada horrible a nadie. Soy cuidadosa con el poder que tengo.
—Le diré eso mismo a mi dentista —bromeé.
—No seas idiota, Harry —dijo ella con voz grave—. He cometido errores. Los he admitido. Te he pedido disculpas. No puedo cambiar lo que ha ocurrido. Eres mejor hombre que esto.
A menos que, tal vez, no lo fuera. Me avergoncé de haber hecho aquel comentario.
—Lo que quiero decir —dijo Murphy con tranquilidad— es que sabías el daño que podías causar. Pero si lo que has dicho antes es cierto, en el momento que utilizaste tu magia pensaste que hacías lo correcto. Pensaste que estaba bien destruir algo solo porque estabas enfadado, a pesar de que podrías lastimar a alguien que no lo merecía.
Sentí otra ola de rabia y… y…
Mierda.
Murphy tenía razón.
El sello angelical, la única zona de carne no quemada de mi mano izquierda, me empezó a picar mucho.
—Oh, demonios —dije en voz baja—. La sartén y el cazo, vale. Una y otra vez.
Murph se sentó a mi lado sin decir nada. No me estaba acusando. Solo estaba conmigo.
Los amigos hacen eso.
Apoyé la mano derecha en la silla, con la palma hacia arriba.
Murphy acercó la suya y me la estrechó con sus dedos calientes, pequeños y fuertes.
—Gracias —le dije.
Me dio otro fuerte apretón y, acto seguido, se levantó y se acercó a la máquina expendedora. Volvió con una lata de Coca-Cola normal y otra light y me tendió la que sabía bien. Abrimos las latas a la vez y bebimos.
—¿Cómo está tu ex? —preguntó Murphy.
—Va a salir de esta —le dije—. Perdió mucha sangre, pero es AB negativo. La han cosido y le están rellenando el depósito. Según el médico, lo preocupante ahora es el trauma.
—Pero se trata de algo más que eso, ¿verdad?
Asentí.
—Thomas me dijo que podría llevarle un par de días volver a levantarse, depende del daño mental que le infligiera el Skavis. Es un alivio.
Murphy me estudió durante un minuto, con el ceño fruncido.
—¿Te molesta que… no sé, que te robara ese último rayo?
Negué con la cabeza.
—Ella no necesita robarlo, Murph. E incluso si lo hiciera, tengo un montón de trueno. —Me di cuenta de que estaba sonriendo sin darme cuenta—. Sin embargo, tengo que admitir que nunca la había visto soltar un golpe así antes.
—Fue impresionante —opinó Murphy.
Me encogí de hombros.
—Sí, pero lo tenía bajo control. Nadie más resultó herido. El edificio ni siquiera ardió.
Murph me miró de reojo.
—Como he dicho…
Sonreí y comencé la réplica, pero en ese momento sonó el teléfono público.
Me levanté de un salto, tan alto que casi me golpeo la cabeza contra el techo.
—Dresden —contesté.
La voz de John Marcone sonaba tan fresca y elocuente como siempre.
—Debe de pensar que me he vuelto loco.
—¿Ha leído los papeles que le he enviado por fax?
—Y mi abogado de Monoc —respondió Marcone—. Eso no quiere decir…
Lo interrumpí, solo porque sabía lo mucho que le molestaba.
—Mire, los dos sabemos que lo va a hacer, estoy demasiado cansado para dar rodeos —le dije—. ¿Qué quiere?
Hubo un momento de silencio vagamente irritante. Comportarme como un adolescente con alguien como Marcone era bueno para mi moral.
—Pídalo por favor —dijo Marcone.
Parpadeé.
—¿Qué?
—Diga «por favor», Dresden —me exhortó en un tono suave—. Pídamelo.
Puse los ojos en blanco.
—Deme un respiro.
—Los dos sabemos que me necesita, Dresden, yo también estoy demasiado cansado para dar rodeos. —Casi podía ver la sonrisa de tiburón en su rostro—. Pídalo por favor.
Eché humo por las orejas mientras me daba cuenta de que, si cedía, probablemente haría regodearse a Marcone, y no estaba dispuesto a ello.
—Está bien —cedí—. Por favor.
—Porfi porfita —me dictó Marcone.
Pasaron por mi cerebro algunos pensamientos de loco pirómano, pero respiré hondo y electrocuté mi orgullo.
—Porfi porfita.
—Ahora dígalo cantando.
—¡Váyase a la mierda! —exploté antes de colgar.
Le di una patada a la base de la máquina expendedora y murmuré una maldición. Marcone se estaría riendo a su manera, en silencio, sin alegría. Capullo. Me reuní con Murphy.
Me miró. Yo guardé silencio. Frunció el ceño un poco, pero asintió con la cabeza y siguió donde lo habíamos dejado.
—En serio, ¿por qué te alivia que Elaine no se pueda levantar?
—No va a participar en la que se nos viene encima —le dije.
Murphy se quedó callada un momento.
—¿Crees que los Malvora van a continuar su juego para ascender al poder en la Corte Blanca? —dijo.
—Sí. Si alguien les cuenta lo ocurrido con el señor Skavis, afirmarán que el resto estaban tratando de robarle el mérito y que su operación ya estaba completada.
—En otras palabras —dijo Murphy pasado un segundo—, han ganado. Hemos estado dando tumbos tratando de detener al Skavis para que no sucediera esto, y está sucediendo de todos modos.
—Es deprimente —admití—, ¿verdad?
—¿Y qué va a suponer? —preguntó Murphy—. A largo plazo.
Me encogí de hombros.
—Si tienen éxito, la Corte Blanca abandonará su postura favorable al acuerdo de paz. Respaldarán de nuevo a los Rojos. Abrirán la temporada de caza para gente como Anna y tendremos varias decenas de miles de desapariciones y suicidios en los próximos años.
—La mayoría de los cuales pasarán desapercibidos para las autoridades —dijo Murphy—. Ya desaparece mucha gente. ¿Qué diferencia suponen unos cuantos miles más?
—Una estadística —apostillé.
Guardó silencio durante un momento.
—Entonces, ¿qué?
—Si los vampiros permanecen cautos al respecto, la guerra se recrudecerá. El Consejo tendrá que aprovechar mejor los pocos recursos de los que disponemos. Si algo no cambia pronto… —Me encogí de hombros—. Perderemos. Ahora o dentro de un par de décadas, pero en algún momento perderemos.
—¿Entonces? —insistió Murphy—. Si el Consejo pierde la guerra…
—Entonces… los vampiros podrán hacer lo que les dé la gana —expliqué—. Tomarán el control. La Corte Roja se apoderará de los lugares del mundo donde la dinámica dominante es el caos, la corrupción, la sangre y la miseria. Se extenderán desde América Central hasta África, Oriente Medio, aquellos lugares que eran territorio de Stalin y donde todavía no tienen las cosas bajo control y las zonas más peligrosas de Asia. Luego ampliarán la franquicia. La Corte Blanca se mudará a todos los lugares donde la gente se considera a sí misma civilizada e ilustrada y lo bastante sabia para no creer en lo sobrenatural. —Me encogí de hombros—. Quedaréis a vuestra suerte.
—¿Quiénes? —me preguntó Murphy.
—La gente —le dije—. Las personas.
Ratón apoyó la cabeza un poco más fuerte contra mi bota. El silencio se alargó y sentí la mirada de Murphy.
—Vamos, Karrin —le dije. Le guiñé un ojo y me puse en pie con gesto cansado—. Eso no va a suceder mientras yo esté vivo.
Murphy también se levantó.
—Tienes un plan —afirmó.
—Tengo un plan.
—¿Cuál es ese plan, Harry?
Se lo conté.
Me miró durante un momento.
—Estás loco —declaró.
—Sé positiva, Murph. A lo que tú llamas loco, yo lo llamo impredecible.
Frunció los labios un momento, pensativa.
—No puedo bajarte del nivel de chalado —dijo.
—¿Estás conmigo? —le pregunté.
Murphy parecía ofendida.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Tienes razón —le dije— ¡En qué estaría yo pensando!
Nos marchamos juntos.