Capítulo 34

Dejé entrar a Míster después de su ronda mañanera, que aquel día se produjo entre las tres y las cuatro de la tarde. Míster tiene un complicado horario de rondas que nunca he sido capaz de predecir. Saqué a Ratón a estirar las patas por un pequeño jardín que rodeaba el edificio.

Tic, tac, tic, tac.

Froté con un poco de papel de lija mi bastón para limpiar la suciedad de la parte inferior y las manchas de hollín de la empuñadura. Me puse todos mis anillos de batalla de plata y me acerqué al pesado saco de boxeo que había colgado en un rincón. Media hora golpeando la bolsa no los recargaría del todo, pero mejor aquello que nada.

Tic, tac.

Me di una ducha después del entrenamiento. Limpié mi arma y la cargué. Aparté la mesa de café y el sofá para tender el guardapolvos en el suelo. Lo limpié con un ungüento especial para pieles de cuero con cuidado de no estropear los hechizos de protección que había urdido en la prenda con la ayuda de agujas para tatuar y tinta negra.

En fin, hice todo lo posible para evitar recordar la imagen del cadáver de Anna Ash en la ducha de aquella pequeña habitación de hotel. Mientras, el tiempo no paraba de correr.

Tic, tac.

A las seis menos cuarto oí un golpe en la puerta. Me acerqué a la mirilla. Ramírez estaba fuera, vestido con una amplia camiseta roja sin mangas de las que usan los jugadores de baloncesto, pantalón negro y sandalias. Llevaba una bolsa de deporte grande colgada del hombro y, en la mano derecha, portaba su bastón, casi tan curtido en batalla como el mío a pesar de nuestra diferencia de edad. Aporreó con la punta de la vara en el suelo de cemento en lugar de en la puerta.

Desactivé los hechizos y abrí la puerta de seguridad de acero. No me hicieron falta más de cinco o seis tirones para conseguirlo.

—Creí que ibas a arreglar esto —me dijo Ramírez. Miró a su alrededor antes de atravesar el umbral. Sabía que la presencia de los hechizos de protección zumbaría en sus sentidos como una máquina de afeitar eléctrica del tamaño de una locomotora, a pesar de que estaban desactivados temporalmente.

—Dios, Harry. Lo has petado aún más.

—Mi aprendiz tiene que ejercitar sus talentos de alguna manera.

Ramírez me dedicó una mueca afable.

—Y que lo digas.

—No bromees sobre eso, tío —le dije, sin ningún tipo de tensión en mis palabras—. La conozco desde que iba en pañales.

Ramírez abrió la boca, hizo una pausa, y luego se encogió de hombros.

—Lo siento —se disculpó.

—No hay problema.

—Pero como no soy un viejo con el deseo sexual seco por falta de uso, pues… —No me malinterpreten, me gusta Carlos, pero hay veces, cuando su boca se pone en movimiento, que me gustaría darle de puñetazos hasta que se le cayesen todos los dientes—. Soy el primero en admitir que le encontraría algunos usos. Esa chica está muy bien. —Frunció el ceño y miró a su alrededor, me pareció que un poco nervioso—. Um. Molly no está aquí, ¿verdad?

—No —dije—. No la he convocado para esta operación.

—Vaya —dijo. En su voz parecía haber la misma cantidad de aprobación que de decepción—. Bien. ¿Qué pasa, Ratón?

Mi perro se acercó a saludar a Ramírez con un grave apretón de pezuña y un movimiento de cola. Ramírez sacó un pequeño saco de tela y se lo lanzó a Míster, que estaba en su lugar favorito, sobre una de las estanterías de libros. Míster se puso inmensamente feliz, fijó el saco con una pata y se frotó con él los bigotes.

—No apruebo el uso recreativo de las drogas —le dije a Ramírez con severidad.

Puso los ojos en blanco.

—De acuerdo, papá. Pero ya sabemos quién lleva los pantalones en esta casa —Ramírez extendió el brazo para pasar un dedo por las orejas de Míster—. Continuaré rindiéndole tributo a menos que Su Excelencia Imperial muestre su disconformidad.

Yo también le pasé un dedo por la oreja a Míster cuando Ramírez apartó el suyo.

—Bueno, ¿alguna pregunta?

—Vamos a presentarnos en mitad de una gran reunión de la Corte Blanca para llamar asesinos a un par de ellos, desafiarlos a un duelo y matarlos delante de sus amigos y parientes, ¿correcto?

—Correcto —le corroboré.

—Tiene la ventaja de la simplicidad —dijo Ramírez con sequedad. Soltó su bolsa en mi mesita de café, la abrió, y sacó una maldita Desert Eagle, una de las pistolas semiautomáticas más poderosas del mundo—. Insultarlos y matarlos. ¿Qué podría ir mal?

—Estamos oficialmente en mitad de un alto el fuego —expliqué—. Y al habernos anunciado como una comitiva que acude a lanzar un desafío, violarían los Acuerdos si nos matan.

Ramírez gruñó, comprobó el seguro de la pistola y metió un cargador.

—O nos presentamos, nos matan, y luego hacen el paripé de que nos marchamos sanos y salvos y desaparecimos. Oh, vaya, qué pena para todas las tías buenas que ese loco de Dresden arrastrara al apuesto y joven Ramírez a que fuera con él.

Gruñí.

—No. En primer lugar, el Consejo averiguaría lo que pasó, de una manera u otra.

—Si es que alguien lo investiga —dijo Ramírez con sorna.

—Ebenezar lo haría —sentencié con absoluta confianza.

—¿Cómo lo sabes? —me preguntó Ramírez.

Lo sabía porque mi viejo mentor era el Cayado Negro del Consejo; un asesino secreto, ilegal, inmoral, carente de toda ética y con libertad para romper las leyes de la magia cada vez que lo creyera oportuno. Sobre todo la primera: «No matarás». Cuando Duke Ortega, de la Corte Roja, me retó a un duelo e hizo trampas, Ebenezar se lo tomó muy a pecho. Les tiró a los vampiros un viejo satélite soviético a la cabeza y mató a Ortega y a toda su banda. Por supuesto, esto no podía contárselo a Carlos.

—Conozco al viejo —afirmé—. Lo haría.

—Eso lo sabes tú —dijo Ramírez—. ¿Lo saben en la Corte Blanca?

—Contamos con una segunda red de seguridad. El rey Raith no quiere ver derrocado su cómodo culo del trono. Nuestro desafío va a eliminar a un par de amenazas potenciales; querrá que tengamos éxito. Tras ello, supongo que un quid pro quo será suficiente para salir de allí con vida.

Ramírez sacudió la cabeza.

—Le estamos haciendo un favor a nuestro enemigo, el rey Blanco, al refrendarlo en el trono.

—Sí.

—Explícame otra vez por qué.

—Porque al menos le dará al Consejo una oportunidad para tomar aire, si es que no podemos recuperarnos mientras Raith mantiene las conversaciones de paz. —Entorné los ojos—. Y porque esos asesinos hijos de puta tienen que pagar por la muerte de tanta gente inocente, y es la única forma de que lo hagan.

Ramírez sacó tres granadas redondas de su bolsa y las colocó junto a la Desert Eagle.

—Me gusta más lo segundo. No quiero quedarme atrás en semejante pelea. ¿Tenemos refuerzos?

—Tal vez —dije.

Se quedó quieto y me miró sorprendido.

—¿Tal vez?

—La mayoría de los centinelas están en la India —le expliqué—. Un grupo de hombres a las órdenes de un jefe rakshasa comenzaron a atacar varios monasterios amigos mientras estábamos distraídos con los vampiros. Lo he comprobado, Morgan y Ebenezar llevan dos días haciéndolos picadillo. Tú, yo, tus hombres y los alumnos de Luccio somos los únicos centinelas en Norteamérica en estos momentos.

—Nada de alumnos —protestó Ramírez—. Y mis hombres no llevan ni un año con la capa. Todavía no están preparados para algo así. Pueden arreglárselas contra media docena de vampiros en un callejón, vale, pero, aun así, solo son tres.

Asentí.

—Hagámoslo simple. Vamos, transmitimos confianza y comenzamos con los golpes. ¿Has tratado antes con la Corte Blanca?

—No mucho. No se acercan demasiado a nuestra gente de la costa.

—Son depredadores, como el resto de vampiros —le dije—. Reaccionan bien a un lenguaje corporal que les indique que no eres alimento. Tienen grandes habilidades de influencia mental, así que mantén la concentración y asegúrate de tener la cabeza clara.

Ramírez sacó un cinturón gastado de nailon negro, le enganchó una funda y fijó las granadas en su lugar.

—¿Qué les impedirá destrozarnos justo después de que les ganemos el duelo?

Esta es una de las cosas que más me gusta de trabajar con Ramírez. La posibilidad de perder no entraba en sus cálculos.

—Su naturaleza —le dije—. Les gusta jugar a ser civilizados y hacer el trabajo sucio con guantes de seda. No están acostumbrados a los métodos y la confrontación directa.

Ramírez levantó las cejas, extrajo de la bolsa una hoja delgada y recta de doble filo (un tipo de espada que él llamaba «de sauce») y la colocó también sobre la mesa. Un zombi arrancó la borla de la empuñadura la primera noche que luchamos juntos. La había sustituido por una cadenita en la que había ensartado los colmillos de los vampiros de la Corte Roja que había matado con ella en los últimos años. Las piezas dentales chocaban unas con otras y contra el acero y el cuero de la empuñadura.

—Entiendo. Somos los guantes de seda del rey Blanco.

Me acerqué a la nevera.

—¡Bingo! Y no podremos seguir siendo una amenaza potencial para sus cortesanos rebeldes si nos mata justo después de que lo ayudemos. Además, dañaría su credibilidad entre sus aliados.

—¡Bah! —exclamó Ramírez—. Políticos.

Regresé con dos cervezas abiertas. Le di una y choqué mi botella contra la suya.

—¡Qué les jodan! —dijimos al unísono, y bebimos.

Ramírez bajó la botella y me miró de soslayo.

—¿Podemos hacerlo? —inquirió.

Solté un bufido.

—No puede ser más difícil que lo de Halloween.

—Aquello era tan grande como un dinosaurio —dijo Ramírez. Luego se volvió y sacó unos pantalones de camuflaje y una camiseta negra de Offspring de la bolsa. Me miró de arriba abajo—. Y lo sigue siendo.

Le di una patada a la mesa de café y esta le golpeó en la espinilla. Dejó escapar un grito y entró cojeando en mi habitación para cambiarse de ropa, riéndose por lo bajo sin poder parar.

Cuando volvió a salir, la sonrisa se había esfumado. Nos preparamos. Espadas, armas de fuego, capas grises, bastones y artilugios mágicos a izquierda y derecha, ¡bien! Ya que parezco el sheriff sobrenatural de Chicago, juro que un día de estos, y lo juro por Dios, voy a comprarme unas espuelas y un sombrero.

Saqué un bloc y un bolígrafo, y Ramírez y yo nos sentamos con otra cerveza.

—La reunión se celebra en la mansión de la familia Raith, al norte de la ciudad. He estado en la casa, pero solo en una parte de ella. Esto es lo que recuerdo.

Empecé a dibujar un plano para Ramírez, que me hizo un montón de preguntas inteligentes acerca de la casa y su exterior, de tal modo que tuve que trazar en otra página nueva lo que conocía de los jardines.

—No estoy seguro de dónde va a tener lugar la reunión de los vampiros, pero el duelo se producirá en La Fosa. En realidad se trata de una cueva en el exterior de la casa, en alguna zona de por aquí. —Rodeé un área del mapa—. Hay una agradable y profunda fosa dentro; un gran lugar para deshacerse de los cadáveres sin que exista posibilidad alguna de ser visto u oído.

—Todo muy ordenado —señaló Ramírez—. Sobre todo si es de nosotros de los que tienen que deshacerse.

El pomo de la puerta se retorció y empezó a abrirse.

Ramírez echó mano de su pistola y la tuvo preparada casi al mismo tiempo que yo apunté mi vara hacia la puerta. Algo se estrelló contra ella y se abrió cinco o seis centímetros. Aparté la mirada un segundo y enseguida bajé la vara. Le puse a Ramírez una mano tranquilizadora en la muñeca.

—Tranquilo, tigre. Es una visita amistosa.

Ramírez me miró y bajó el arma, mientras Ratón se ponía de pie para dirigirse a la entrada moviendo la cola.

—¿Quién es? —me preguntó.

—Nuestro posible refuerzo —dije en voz baja.

La puerta se abrió de golpe y Molly se deslizó dentro.

Había abandonado la estética gótica casi por completo. Ya no llevaba sus habituales pírsines; los aros en la nariz eran una declaración de moda, pero no eran buena idea en una pelea. La ropa tampoco estaba toda rota. Vestía unos vaqueros anchos no lo bastante sueltos de cadera como para que existiera el riesgo de que se le cayeran y tropezara; siempre que caminara con la espalda recta, claro. Además, había despojado a sus botas militares de los cordones de colores brillantes, llevaba una camiseta negra con el logo de Metallica y un cinturón de tela con la funda de un cuchillo y el pequeño botiquín de primeros auxilios que le vi a su madre en cierta batalla. Tenía puesta una gorra de béisbol verde oscuro, sobre el cabello recogido en una coleta de tal forma que a ningún enemigo le sería fácil tirar de él.

Molly no alzó la cabeza. Primero se arrodilló para saludar al enorme perro dándole un abrazo, luego se incorporó, se puso delante de mí y levantó la vista.

—Hola, Harry. Hola, centinela Ramírez.

—Molly —le contesté manteniendo un tono neutral—, esta es la tercera o cuarta vez en los últimos dos días que te he dicho que te quedaras en casa y me has ignorado.

—Lo sé —reconoció, bajando de nuevo la vista—. Pero… me gustaría hablar contigo.

—Estoy ocupado.

—Lo sé. Pero necesito hablar contigo, de verdad. Señor. Por favor.

Exhalé aire y miré a Ramírez.

—Hazme un favor, llena el depósito del Escarabajo. Hay una gasolinera a dos manzanas de aquí.

Carlos nos miró a mí y a Molly alternativamente y se encogió de hombros.

—Um. Sí, sí —accedió.

Me saqué las llaves del bolsillo y se las arrojé. Carlos las cogió con una destreza casual, le dedicó a Molly un cortés gesto de cabeza y se fue.

—Cierra la puerta —le pedí a Molly.

Lo hizo, apoyando la espalda contra ella y ayudándose con las piernas para empujar. Le costó un par de gemidos de esfuerzo y un poco de su dignidad, pero se cerró.

—Apenas puedes cerrar la puerta —le dije—, pero piensas que estás lista para luchar contra la Corte Blanca.

Sacudió la cabeza y empezó a hablar.

No se lo permití.

—Me estás ignorando, una vez más. Una vez más, estás aquí cuando te dije que te mantuvieses alejada.

—Sí —admitió—. Pero…

—Pero crees que soy idiota, que soy demasiado estúpido para poder pensar así por mi cuenta y quieres venir conmigo de todos modos.

—No es así —dijo.

—¿No? —le repliqué con aire beligerante, sacando la barbilla—. ¿Cuántas cuentas puedes mover ya, aprendiz?

—Pero…

—¡¿Cuántas cuentas?! —le grité.

Se encogió para apartarse de mí, con expresión abatida. Luego levantó la pulsera y la agitó, de tal modo que las pesadas perlas negras se amontonaron en la parte inferior de la cadena. Se la puso delante de la cara, sus ojos azules parecían cansados y atormentados, y se mordió el labio.

—¿Harry? —me llamó en voz baja.

Su voz sonaba tan joven.

—¿Sí? —le pregunté con mucha suavidad.

—¿Por qué importa? —me preguntó ella a su vez, sin dejar de mirar la pulsera de cuentas.

—Es importante si quieres estar conmigo en esto —dije en voz baja.

Sacudió la cabeza y parpadeó varias veces. Aquello no detuvo la lágrima que se le escapó.

—Pero de eso se trata. Yo… no quiero ir. No quiero ver… —Miró a un lado, donde estaba Ratón, y se estremeció—. Tanta sangre. No recuerdo lo que ocurrió cuando tú y Madre me salvasteis de Arctis Tor, pero no quiero ver más cosas así. No quiero que me pase a mí. No deseo hacerle daño a nadie…

Dejé escapar un sonido bajo, sin significado.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Por… porque… —comenzó a hablar, buscando las palabras—. Porque lo tengo que hacer. Sé que lo que haces es necesario. Es lo correcto. Y sé que lo haces porque eres el único que puede hacerlo. Y quiero ayudar.

—¿Crees que eres lo suficientemente fuerte como para ayudar? —le pregunté.

Se mordió de nuevo el labio y me miró a los ojos un momento.

—Creo… creo que no importa lo fuerte que sea mi magia. Yo sé que no… no sé cómo hacer las cosas que haces tú. Las armas y las batallas y… —Levantó la barbilla y pareció recuperar un poco la compostura—. Pero sé más que la mayoría.

—Sabes un poco —admití—. Pero tienes que entenderlo, pequeña. No servirá de mucho cuando las cosas se pongan feas. Ahí no hay tiempo para pensar en posibilidades o segundas oportunidades.

Asintió.

—Lo único que puedo prometer es que no te dejaré cuando me necesites. Haré lo que creas que puedo hacer. Me quedaré aquí y estaré atenta al teléfono. Conduciré el coche. Caminaré detrás de ti sosteniendo la linterna. Lo que quieras. —Me miró a los ojos y los suyos se endurecieron—. Pero no puedo quedarme en casa tranquila. Quiero ser parte de esto. Necesito ayudar.

Se oyó un ruido agudo y repentino cuando la cadena de cuero del brazalete se rompió por su propia voluntad. Las cuentas negras volaron hacia arriba con tanta fuerza que llegaron al techo y estuvieron rebotando por todo el apartamento durante unos diez segundos. Míster, que aún jugueteaba con su saco de hierba gatuna, se detuvo a mirar con las orejas levantadas, siguiendo el movimiento con los ojos alerta.

Me acerqué a la chica, que las miraba perpleja.

—Fue el vampiro, ¿verdad? —dije—. Verlo morir.

Ella parpadeó delante de mí. Luego, miró las cuentas dispersas y volvió a parpadear.

—Yo… no solo lo vi, Harry. Lo sentí. No sé cómo explicarlo. Dentro de mi cabeza. Lo sentí, igual que sentí lo de esa pobre chica. Pero esto fue horrible…

—Sí —dije—. Eres sensitiva. Es un gran talento, pero tiene algunos inconvenientes. No obstante, en este caso me alegro de que lo tengas.

—¿Por qué? —susurró.

Hice un gesto hacia las cuentas esparcidas.

—Felicidades, pequeña —le dije—. Ya estás lista.

Había sorpresa en sus ojos. Inclinó la cabeza.

—¡¿Qué?!

Cogí la cadena de cuero vacía y la levanté entre dos dedos.

—No se trata de poder, Molly. Nunca fue eso. Te sobra poder.

Sacudió la cabeza.

—Pero… todas las veces…

—Las cuentas no iban a subir nunca. Como ya te he dicho, no era una cuestión de poder. No te hace falta. Lo que necesitas son entendederas. —Le toqué la frente con el dedo índice—. Has de abrir los ojos y ser consciente del peligro real de las cosas; es vital para comprender tus limitaciones. Necesitabas saber por qué debías meterte en algo como esto.

—Pero… lo único que he dicho es que estaba asustada.

—¿Después de lo que has tenido que vivir? Es algo inteligente, pequeña —le dije—. Yo también tengo miedo. Cada vez que sucede algo como esto, me da miedo. Pero ser fuerte no te hace seguir adelante. Ser inteligente sí. He vencido a personas y criaturas que eran más fuertes que yo porque no utilizaron la cabeza, o porque aproveché mis recursos mejor que ellos. Pequeña, no se trata de músculo, ya sea mágico o de cualquier otra clase, se trata de tu actitud. De tu mente.

Mi aprendiz asintió.

—De hacer las cosas por las razones adecuadas.

—No te lanzas a algo así solo porque posees la fuerza suficiente para hacerlo —le expliqué—. Lo haces porque no tienes muchas opciones, porque es inaceptable alejarse y continuar viviendo con uno mismo.

Me miró un segundo. Sus ojos se abrieron de par en par.

—De lo contrario, estás usando el poder por el simple hecho de usarlo.

Asentí.

—Y el poder tiende a corromper. No es difícil que te acabe encantando usarlo, Molly. Tienes que actuar con la actitud correcta o…

—O el poder te empieza a usar a ti —concluyó la frase por mí. Había oído aquellas palabras de su boca antes, pero esta era la primera vez que las decía lenta, cuidadosamente, como si las hubiera entendido de verdad, en lugar de limitarse a repetírmelas. A continuación alzó la vista—. Por eso lo haces tú. Por eso ayudas a la gente. Utilizas el poder para los demás.

—En parte —le confirmé—, sí.

—Me siento… un poco estúpida.

—Hay una gran diferencia entre saber algo… —Le di de nuevo con el dedo en la cabeza—. Y saberlo. —Presioné el dedo contra su esternón—. ¿Ves?

Asintió. Entonces me quitó la cadena y se la volvió a poner alrededor de la muñeca. Había quedado la porción justa de su longitud para poder atársela. La alzó para mostrármela.

—Así lo recordaré.

Sonreí y la abracé. Ella me devolvió el abrazo.

—¿Te dieron a ti esta misma lección?

—Sí, más o menos —le dije—. Un escocés gruñón en una granja de las montañas Ozark.

—¿Cuándo dejaré de sentirme como una idiota?

—Yo te diré cuándo —le prometí, y ella se echó a reír.

Nos separamos del abrazo y la miré a los ojos.

—¿Sigues en esto?

—Sí —replicó sin dudar.

—Entonces vendrás con Ramírez y conmigo. Aparcaremos fuera del recinto y te quedarás en el coche.

Ella asintió con seriedad.

—¿Qué debo hacer?

—Mantener los ojos y los oídos abiertos. Estar alerta ante cualquier cosa que sientas. No hables con nadie. Si alguien se acerca a ti, vete. Si ves aparecer a los malos, tocas la bocina y te largas.

—Está bien —aceptó. Estaba un poco pálida.

Saqué un cilindro de plata de mi bolsillo.

—Es un silbato hipersónico. Ratón puede oírlo a kilómetros de distancia. Si nos metemos en problemas, lo soplaré y empezará a ladrar. Acudirá donde estemos. Trata de acercar el coche tanto como te sea posible.

—¿Voy a estar con Ratón? —me inquirió considerablemente aliviada.

Asentí.

—Casi siempre es mejor no trabajar solo.

—¿Qué pasa si…? ¿Y si hago algo mal?

Me encogí de hombros.

—¿Qué pasa si no? Eso siempre es posible, Molly. Sin embargo, la única manera de no hacer nunca nada mal…

—Es no haciendo nada —finalizó el dicho.

—¡Bingo! —Le puse una mano en el hombro—. Mira, eres lo bastante inteligente. Te he enseñado todo lo que sé acerca de la Corte Blanca. Mantén los ojos abiertos. Usa la cabeza, el juicio. Si las cosas se ponen feas y no he hecho sonar el silbato de alarma, corre como una endemoniada. Si pasan de las diez de la noche y no tienes noticias mías, haz lo mismo. Vuelve a casa y díselo a tus padres.

—Muy bien —dijo en voz baja. Respiró hondo y dejó escapar el aire a un ritmo inestable—. Esto es aterrador.

—Y a pesar de todo lo estamos haciendo —le dije.

—Eso es que somos valientes, ¿no?

—Si nos salimos con la nuestra, sí —le dije—. Si no, solo somos estúpidos.

Sus ojos se abrieron de par en par durante un segundo y, acto seguido, soltó una carcajada a pleno pulmón.

—¿Lista? —le pregunté.

—¡Lista, señor!

—Bien.

Fuera, la grava crujió cuando Ramírez regresó con el Escarabajo.

—Está bien, aprendiz —dije—. Ponle la correa a Ratón, por favor. Vamos a ello.