Capítulo 36
La limusina pasó junto a la enorme casa de piedra, la mansión propiamente dicha. Era más grande que un edificio entero de aparcamientos y estaba cubierta de cornisas, torretas y gárgolas, como una especie de castillo neomedieval.
—No hemos, eh… —apunté—, parado en la casa.
—No —dijo Lara desde el asiento frente al nuestro. El brillo de su luminosa piel se vislumbraba incluso en la oscuridad—. El cónclave tendrá lugar en La Fosa. —Me miró con los ojos brillantes—. Así todo el mundo tendrá que caminar menos.
Esbocé una breve sonrisa.
—Me gusta la casa, que sea un castillo. Siempre es agradable saber que vives en un lugar que podría resistir el asedio de un ejército de mercenarios bohemios, si fuera necesario.
—O magos americanos —respondió con ligereza.
Le brindé lo que esperaba que se pareciera a una sonrisa lobuna, me crucé de brazos y observé cómo la casa se perdía a lo lejos. Giramos en un pequeño camino de tierra y avanzamos otro kilómetro y medio antes de que el coche aminorara y se detuviera. George, el guardaespaldas, salió y le abrió la puerta a Lara. Me rozó con un muslo al salir; su perfume olía tan bien que me sacudió la razón durante dos o tres segundos.
Tanto yo como Ramírez nos quedamos quietos un momento.
—Esta mujer es terriblemente atractiva —apunté—. He pensado que debería comentártelo, chico, en caso de que tu inexperiencia te haya impedido apreciar tal circunstancia.
—Una mentirosa es lo que es —sentenció Ramírez con el rostro sonrojado—. Malvada.
Sonreí malicioso y salí del coche para seguir a Lara (y a los otros tres guardaespaldas que la estaban esperando) al interior del bosque, junto al camino de grava.
La última vez que encontré la entrada a La Fosa iba dando tumbos entre los árboles, concentrado en las indicaciones de un hechizo de seguimiento y tropezando con las raíces y baches del viejo bosque.
Esta vez había un camino iluminado que se adentraba en los árboles, señalizado nada menos que con una alfombra roja. Las luces eran suaves, azules y verdes, pequeñas lámparas que, tras un vistazo más de cerca, resultaban ser elegantes jaulas de cristal que contenían pequeñas formas humanoides aladas. Hadas, duendes diminutos rodeados por su propia esfera de luz, atrapados y abatidos, agazapados en sus diminutas cárceles.
Entre cada una de las jaulas se arrodillaban más prisioneros, seres humanos atados solamente con un lazo de seda blanca alrededor del cuello, unido a su vez a una estaca clavada en la tierra delante de ellos. No estaban desnudos. Lara no sería tan burda. En su lugar, cada uno de ellos llevaba un quimono de seda blanca adornado con hebras de hilo de plata.
Eran hombres y mujeres de todas las edades, tipos de cuerpo y color de pelo; todos ellos hermosos, con la mirada baja y arrodillados en silencio. Uno de los jóvenes estaba sentado, temblando, y apenas podía mantenerse en pie. Su cabello largo y oscuro estaba manchado de vetas de un blanco quebradizo. Sus ojos parecían desenfocados y completamente ajenos a todo a su alrededor. El quimono estaba roto cerca del cuello, dejando expuesta una amplia franja de su musculoso pecho. Tenía profundas marcas de arañazos y pequeños hilillos de sangre le bajaban por el pecho, claramente visibles. Además, en la curvatura del músculo entre el cuello y el hombro se distinguían profundas marcas de dientes, media docena de ostentosos moratones y algunos pequeños cortes. Había otras cuatro señales de uñas al otro lado del cuello; no eran arañazos, se las habían clavado.
Por si esto fuera poco, era evidente, e incluso dolorosa, su excitación bajo el quimono.
Lara se detuvo a su lado y puso los ojos en blanco, irritada.
—¿Madeline?
—Sí, señora —dijo uno de los guardaespaldas.
—¡Por el amor del Hambre! —Suspiró—. Llevadlo dentro antes de que termine el cónclave o acabará con él en cuanto salga.
—Sí, señora —obedeció el hombre antes de apartarse hacia un lado y comenzar a hablarle al aire. Vi en su oreja un cable con un auricular.
Seguí caminando por la larga fila de cautivos arrodillados y duendes atrapados y me fui cabreando más y más a cada paso.
—Son voluntarios, Dresden —me dijo Lara cuando dimos unos pasos más—. Todos ellos.
—Estoy seguro de que lo son —comenté—. Ahora lo son.
Ella se rió.
—No hay escasez de mortales cuya mayor aspiración sea arrodillarse ante otros, mago. Nunca la ha habido.
Pasamos junto a varios hombres y mujeres arrodillados que parecían aturdidos y desorientados, aunque no tanto como los primeros. También nos encontramos con espacios vacíos donde había una percha y una tira de tela blanca pero faltaba la persona sometida.
—Estoy seguro de que todos saben que pueden morir si hacen esto —le dije.
Encogió un hombro.
—Es lo que sucede en estas reuniones. Los invitados no tienen la obligación de deshacerse de los cuerpos, ya que, como anfitriones, nosotros somos los responsables de tal menester. Así que muchos de nuestros visitantes no hacen ningún esfuerzo por controlarse.
—De acuerdo, tú eres la responsable. —Agarré mi bastón con más fuerza y mantuve un tono neutral en la voz—. ¿Qué pasa con la gente pequeña?
—Entraron ilícitamente en nuestras tierras —respondió ella con voz tranquila—. Otros les hubieran matado en lugar de ponerlos a su servicio.
—Sí, claro. Eres todo corazón.
—Mientras hay vida, hay esperanza, Dresden —dijo Lara—. La política de mi padre en estos asuntos ha cambiado en los últimos tiempos. La muerte es… una falta de tacto, si puede ser evitada. Otras alternativas son mucho más rentables y agradables para todos los involucrados. Es precisamente por esa razón por lo que mi padre trata de ayudar a preservar la paz entre tu pueblo y el mío.
Miré hacia un lado y me encontré los ojos brillantes de una pelirroja de pelo corto de unos treinta años, absolutamente encantadora. Tenía el quimono abierto después de que se hubieran alimentado de ella. Jadeaba, las puntas de sus pequeños pechos estaban tensas y todavía le temblaban los músculos de su vientre plano. Detrás de nosotros, la fila de esclavos se perdía en la oscuridad. Delante, se prolongaba unos cien metros o más. Eran muchos.
Empecé a temblar, pero los rostros de las mujeres que el Skavis y sus imitadores habían asesinado se pasearon por mi mente y tuve que reprimirme. ¡Y una mierda! No iba a dejar que Lara me viera desconcertado, por muy enfermo que me hiciera sentir la exhibición de poder de seducción de la Corte Blanca.
El camino se alargaba otro centenar de metros por el bosque y acababa en la boca de una cueva. No era grande, siniestra o dramática. Se trataba simplemente de una hendidura en una zona de tierra casi llana junto a la base de un árbol. La visible e hipnótica danza de una llama ascendía desde algún lugar de allí abajo. Había guardias en el exterior, entre las sombras del bosque y fuera de la vista. Vi un par de pequeñas torretas de vigilancia ocupadas por formas oscuras, además de otros silenciosos vigías de pie aquí y allá. Supuse que habría más guardias que no era capaz de distinguir.
Lara se dirigió a nosotros.
—Caballeros —dijo—, si esperan aquí un momento, mandaré a alguien a por ustedes en cuanto el rey Blanco esté listo para recibirlos.
Asentí una sola vez, clavé el bastón en la tierra y me apoyé en él sin decir nada. Ramírez me imitó.
Lara me miró con frialdad, se volvió y descendió a La Fosa sin perder en ningún momento su perfecta elegancia, a pesar de los altos tacones.
—Ya la conocías —señaló Ramírez en voz baja.
—Sí.
—¿Dónde?
—En el plató de una película porno. Ella actuaba.
Me miró un segundo. Luego se encogió de hombros dando por buena la respuesta.
—¿Qué hacías tú allí?
—Trabajar de especialista —le contesté.
—Uh… —dijo.
—El productor me contrató para que averiguara por qué las personas que participaban en la película estaban siendo asesinadas.
—¿En serio?
—Sí.
—Así que… ¿tú y ella…?
—No —dije—. Si te fijas, estoy respirando y conservo mi propia voluntad, así que puedes creerme. —Hice un gesto de cabeza hacia la entrada de la cueva, donde una sombra oscureció brevemente la luz del fuego que venía desde abajo—. Alguien se acerca.
Una mujer joven con un quimono blanco especialmente fino, con ricos bordados de hilo de plata, salió de la grieta en el terreno. Creí por un momento que era rubia, pero se trataba de un efecto lumínico. A medida que se acercaba a nosotros con paso lento y tranquilo, al pasar junto a la luz de las lámparas de las hadas, su largo cabello hasta la cintura, blanco y puro, se fue volviendo azul y verde. Era preciosa, casi al mismo nivel que Lara, pero no transmitía la misma sensación depredadora, motivada por el hambre, que había llegado a asociar con la Corte Blanca. Su complexión era delgada, de formas suaves y dulces; parecía muy frágil y vulnerable. Tardé un segundo en reconocerla.
—¿Justine?
Me brindó una pequeña sonrisa. Parecía desconectada de una extraña manera, como si sus ojos oscuros se centraran en algo distinto de la persona a la que estaba sonriendo. Ni siquiera llegó a mirarme directamente. Cuando habló, sus palabras estaban salpicadas de pequeñas pausas y el énfasis residía en las sílabas impares, como si estuviera hablando un idioma extranjero del que poseía una competencia meramente técnica.
—Usted es Harry Dresden. Hola, Harry. Tiene buen aspecto esta tarde.
—Justine —le dije aceptando la mano que me ofrecía. Me incliné sobre ella—. Tú pareces… enferma.
Ella me brindó una tímida sonrisa y habló con aquel somnoliento ritmo.
—Me estoy curando. Algún día estaré mejor y volveré junto a mi señor.
Sin embargo, mientras hablaba sus dedos apretaron con fuerza los míos y marcó una inconclusa secuencia musical, rápida y medida.
Parpadeé sorprendido y le apreté los suyos para completar el ritmo.
—Estoy seguro de que cualquier hombre estaría encantado de verte.
Se ruborizó con delicadeza e inclinó la cabeza ante nosotros.
—Muy amable, señor. ¿Me acompañan, por favor?
Lo hicimos. Justine nos condujo al interior de la cueva, que resultó ser un descenso flanqueado de paredes lisas. A partir de ahí, el camino consistía en un túnel con antorchas en las paredes, también lisas y pulidas. Desde abajo llegaba un eco musical de voces y sonidos que danzaban por la piedra, sutilmente cambiados y alterados por la acústica a medida que ascendían.
Era una bajada larga y sinuosa, aunque el túnel era amplio y no se perdía pie. Me acordé de la terrorífica huida de La Fosa, la última vez que estuve allí. Murphy y yo ascendimos por aquel mismo túnel arrastrando a mi medio muerto hermano para evitar ser consumidos por la tormenta de esclavitud psíquica confeccionada por Lara para tomar el control de su padre y, por ende, de la Corte Blanca. Nos faltó poco.
Justine se detuvo cuando habíamos recorrido dos tercios del descenso, en un lugar señalado en el suelo con una marca de tiza.
—Aquí —dijo en un tono tranquilo pero ya nada somnoliento—. Aquí nadie puede oírnos.
—¿Qué está pasando? —le pregunté—. ¿Qué haces caminando libremente?
—Eso no importa ahora mismo —dijo Justine—. Estoy mejor.
—No estás loca, ¿verdad? —le pregunté—. Una vez casi me sacas los ojos.
Sacudió la cabeza con un movimiento un poco frustrado.
—La medicación. No sé… de momento estoy bien. Necesito que me escuches.
—Bien —convine.
—Lara desea que os explique qué os vais a encontrar —comenzó a relatar Justine con visible intensidad en sus oscuros ojos—. Ahora mismo, lord Skavis está pidiendo el fin de los planes de negociación con el Consejo, apoyándose en el trabajo de su hijo como ejemplo de los beneficios de mantener las hostilidades.
—¿Su hijo? —pregunté.
Justine hizo una mueca y asintió con la cabeza.
—El agente que mataste era el heredero de la Casa Skavis.
Puede que Ratón fuera el verdadero autor de la muerte, pero los Acuerdos lo considerarían una simple arma, igual que una pistola. Yo era el que había apretado el gatillo.
—¿Quién está a cargo de Malvora?
—Lady Cesarina Malvora —dijo Justine dedicándome una sonrisa aprobatoria—, cuyo hijo, Vittorio, se sentirá ultrajado por las mentiras de lord Skavis respecto al duro trabajo que hicieron él y Madrigal Raith.
Asentí.
—¿Cuándo quiere Lara que haga mi entrada?
—Me aseguró que sabrías elegir el mejor momento.
—Correcto. Entonces llévanos a un lugar desde donde podamos escucharlos.
—Eso va a ser un problema —dijo Justine—. Están hablando en etrusco antiguo. Entiendo lo suficiente para poder darte una idea de lo que…
—No hay problema —la interrumpí.
¿Verdad?, pensé dirigiéndome a la sombra de Lasciel.
Naturalmente que no, mi anfitrión, fue la espectral respuesta pensé. Bien, Gracias, Lash.
Transcurrió menos de un segundo.
De nada, respondió.
—Bueno, llévame a un lugar donde pueda oírlos —le pedí a Justine.
—Por aquí —respondió ella enseguida, y se apresuró por el pasillo, deteniéndose a apenas seis metros de la cueva principal. Se vislumbraba muy poco de la caverna al otro lado incluso desde tan cerca, aunque se oían voces en mitad de una conversación; sonaban extrañas y sibilantes en mis oídos, pero en mi cabeza se convertían en un perfecto inglés.
—El quid de la cuestión —relató una voz con tono de bajo operístico—. Los fanáticos mortales y los de su calaña están al borde de la destrucción. Ahora es el momento de apretar y castrar al ganado de una vez por todas. —Lord Skavis, supuse.
Un barítono fuerte y perezosamente confiado contestó al orador, y reconocí la voz de lo que quedaba de la criatura que mató a mi madre.
—Mi querido Skavis —dijo lord Raith, el rey Blanco—, no voy a negar que la idea de una humanidad castrada me parece muy poco atractiva.
Se produjo una ronda de risas plateadas de hombres y mujeres por igual. Su eco agitó el aire y me rozó como una amante ardiente. Me enderecé rápidamente hasta que hubo pasado. Ramírez tuvo que apoyar una mano en la pared para mantener el equilibrio. Justine se balanceó como un junco, cerró los ojos un momento y luego los volvió a abrir.
La profunda voz de Skavis reanudó su perorata.
—Mi rey, dejando sus pasatiempos y preferencias personales a un lado, la mayor debilidad de los fanáticos ha sido siempre el largo tiempo que les lleva desarrollar sus habilidades hasta niveles aceptables. Por primera vez en la historia, hemos degradado o neutralizado sus ventajas por completo, debido, por un lado, al devenir de la guerra y gracias, por otro, a la inventiva del ganado en lo que respecta al desarrollo de sus habilidades para los viajes y la comunicación. La Casa Skavis ha demostrado que estamos ante una oportunidad sin precedentes de aplastar a tales monstruos y someter al ganado por fin a nuestro control. Solo un idiota permitiría que dicha oportunidad se escapara entre sus dedos impotentes. Mi rey….
—Solo un idiota —sugirió la estridente voz de una mujer— haría una afirmación tan patética.
—La corona —intervino Raith— reconoce a Cesarina, lady Malvora.
—Gracias, mi rey —dijo lady Malvora—. Aunque no puedo dejar de admirar la audacia de lord Skavis, me temo que no tengo más remedio que interrumpir su intento de hurtar una gloria que pertenece a la honorable Casa Malvora.
—Esto va a ser interesante. Por favor, desarrolla esa idea, querida Cesarina. —El tono de Raith seguía siendo divertido.
—Gracias, mi rey. Mi hijo, Vittorio, estaba presente en la escena y lo podrá explicar.
Habló una voz masculina, plana y un poco nasal. Reconocí enseguida el acento de Capa Gris.
—Mi señor, la muerte infligida a esos miembros del ganado de extraña sangre sucedió, en efecto, como lord Skavis la ha descrito. Sin embargo, no fue en realidad un agente de su Casa el que logró tal hazaña. Si, tal como dice, su hijo fue el autor de semejante logro, ¿dónde está entonces? ¿Por qué no ha dado un paso al frente para dar testimonio de ello en persona?
Las palabras desembocaron en lo que solo podría describirse como un silencio pesado. Si lord Skavis era como el resto de los Blancos que había conocido, Vittorio no tendría otro remedio que cargárselo de inmediato. La otra opción sería pasarse el resto de su vida mirando por encima del hombro.
—Entonces, ¿quién realizó este cruel acto de guerra? —preguntó Raith en un tono suave.
Vittorio volvió a hablar y en mi cabeza se formó una vívida imagen de su pecho inflándose.
—Yo, mi rey, con la ayuda de Madrigal de la Casa Raith.
La voz de lord Raith adquirió un reborde de ira.
—A pesar de que ha sido declarado un cese de las hostilidades, en espera de la discusión de un armisticio.
—Lo hecho, hecho está, mi rey —intervino lady Malvora—. Mi querido amigo lord Skavis estaba en lo cierto: los monstruos son débiles. Ahora es el momento de acabar con ellos, de una vez y para siempre, sin darles tiempo a que se pongan de nuevo en pie…
—¿Menospreciando el hecho de que el rey Blanco piensa de otra manera?
Casi oí la sonrisa de lady Malvora.
—Muchas cosas cambian, mi rey.
Se produjo un sonido estruendoso, tal vez un puño cerrado dando un golpe en el brazo de un trono.
—Esta no. Habéis violado mis órdenes y subestimado mis capacidades. ¡Eso es traición a la patria, Cesarina!
—¿Lo es, mi rey? —replicó lady Malvora—. ¿Acaso no es una traición a nuestra propia sangre mostrar misericordia ante un enemigo que está al borde de la derrota?
—Estaría dispuesto a perdonar el exceso de celo, Cesarina —gruñó Raith—. No obstante, me siento menos inclinado a tolerar la estupidez detrás de esta provocación sin sentido.
La fría y burlona risa cayó en un silencio repentino, muerto.
—¿Estupidez? ¿En qué sentido, oh rey débil y envejecido? ¿En qué manera son las muertes del ganado algo distinto a un dulzor para los sentidos, a un bálsamo para el hambre? —La calidad de su voz varió, como si hubiera cambiado de posición en la cueva. Supuse que se había dado la vuelta para dirigirse al público. El desprecio zumbaba en su tono—. Somos fuertes, y los fuertes hacen lo que quieren. ¿Quién nos encomienda tal tarea, oh rey? ¿Vos?
Si aquello no era ser directo, mi nombre no es Harry Blackstone Copperfield Dresden.
Levanté mi bastón y lo estrellé en el suelo, realizando un esfuerzo de voluntad para enfocar la energía del golpe en un área mucho más pequeña que su punta. Al tocar el suelo de piedra, se agrietó un fragmento del tamaño de un plato grande y produjo un crujido casi imperceptible. Otro esfuerzo de voluntad propagó una silenciosa ola de fuego de no más de diez o quince centímetros de alto por el suelo del túnel para formar una alfombra roja de mi propia creación.
Caminé por ella con Ramírez a mi lado. El fuego se apartaba de nuestros pies a medida que avanzábamos, y nuestras botas golpeaban la piedra al unísono. Entramos en la caverna; estaba repleta de seres pálidos y sorprendidos. Aquel lugar era un compendio de caras bellas y hermosos vestuarios, a excepción de una zona de unos seis metros alrededor de la entrada, donde todos se habían apartado del ardiente heraldo de nuestra presencia.
Los ignoré a todos y exploré la habitación hasta encontrar a Capa Gris, también conocido como Vittorio Malvora, a menos de treinta metros de distancia, de pie junto a Madrigal Raith. Aquellos bastardos asesinos nos miraban con la boca abierta y mudos por la sorpresa.
—¡Vittorio Malvora! —exclamé, y mi voz resonó con ira en los ecos de la caverna—. ¡Madrigal Raith! Soy Harry Dresden, centinela del Consejo Blanco de magos. Según los Acuerdos Unseelie, los acuso de asesinato en tiempo de paz y los desafío aquí y ahora, ante estos testigos, a un juicio por combate. —Estrellé de nuevo mi bastón en el suelo causando un nuevo estruendo. El fuego infernal coloreó las runas talladas—. ¡Hasta la muerte!
Un silencio total cayó en La Fosa.
Maldita sea, no hay nada como una buena entrada.