Capítulo 37
—Noche oscura —juró Madrigal. Sus ojos estaban muy abiertos—. Esto no puede estar sucediendo.
—Es hora de pagar los platos rotos, capullo —le respondí en voz baja en la misma lengua, enseñando los dientes.
Vitto Malvora volvió la cabeza para mirar por encima del hombro a una pequeña mujer, de no más de metro y medio de estatura, vestida con una túnica blanca parecida a una toga. Tenía las curvas propias de las diosas griegas que solían llevar semejante atuendo. Su rostro era una máscara rígida, congelada.
Volvió sus ojos color cromo hacia mí y escondió los labios rojos como el vino delante de su blanca dentadura.
Se levantó de inmediato una algarabía entre los vampiros y, de repente, se alzó un coro de gritos de protesta y enojo. Si me hubiera encontrado en un estado de ánimo menos desafiante, es probable que me hubiera asustado mucho. Como no era así, simplemente cambié de postura y me giré ligeramente hacia la izquierda mientras Ramírez hacía lo mismo pero en la dirección opuesta, de tal modo que nos quedamos espalda con espalda. No había mucho más que hacer excepto prepararse para pelear, por si alguien decidía poner en marcha una buena sesión de «lucha contra el mago» a modo de actividad grupal para animar la velada.
El breve hiato me concedió un momento para echar un buen vistazo a la caverna. El interior había sido diseñado a escala de las catedrales de París, con un techo arqueado extremadamente alto que se desvanecía entre las sombras. El suelo y las paredes eran de piedra viva, suave y gris, atravesadas aquí y allá por vetas de color rojo, verde oscuro y azul cobalto. Todo era redondo y suave, no existía ningún borde dentado o curva cerrada a la vista.
La decoración había cambiado un poco desde que estuve allí por última vez. Se habían dispuesto luces de tonos ámbar, naranja y rojo por las paredes de la caverna. Las lámparas de las que provenían eran eléctricas y se movían un poco para mezclar los colores de esa forma, contrayendo las sombras y dando la impresión general de luz de antorcha sin renunciar a la claridad de la luz artificial. Los asientos estaban colocados en tres grandes grupos, conservando un gran espacio abierto en el centro de la planta, y estaban ocupados por lo que supuse que eran los miembros más importantes de las tres principales Casas. En total, habría cerca de un centenar de vampiros. Los sirvientes, vestidos con el mismo tipo de quimono ricamente bordado de Justine, se alineaban en las paredes, sosteniendo bandejas de bebidas, alimentos…
El suelo se levantaba formando una serie de ondas de tres centímetros hacia el otro lado de la cámara, donde el rey Blanco se sentaba mirando a su corte desde lo alto.
El trono de Raith era una enorme silla de piedra blanco hueso. El respaldo sobresalía como el cuerpo de una cobra, formando una enorme cresta decorada con todo tipo de tallas desagradables a la vista, desde finos y angulosos diseños de estilo celta a bajorrelieves que ilustraban a seres difíciles de identificar participando en actividades que no tenía ningún deseo de contemplar. Había una leve capa de niebla detrás del trono, y la luz creaba delicados juegos con ella, de tal forma que se componían cintas, ríos de colores y arcoíris refractantes que danzaban alrededor del trono. Detrás de aquel velo de niebla oscura, el suelo terminaba abruptamente, abriéndose en un abismo que se hundía en las entrañas de la tierra y, por lo que yo sabía, descendía hasta su tracto intestinal.
El rey Blanco estaba sentado en el trono. Thomas se parecía mucho a su padre, tanto que a primera vista lord Raith podría muy bien confundirse con el propio Thomas. Tenía los mismos rasgos fuertes y atractivos, el mismo pelo negro brillante, la misma constitución esbelta. Parecía solo un poco mayor que Thomas, pero su rostro era muy diferente. Eran los ojos, creo.
Estaban, de alguna manera, manchados de desprecio, frialdad y una serpentina falta de pasión.
El rey Blanco llevaba un espléndido traje de seda blanca, algo perdido en algún lugar entre las galas napoleónicas y el atuendo imperial chino. Hilos de plata así como oro y zafiros centelleaban por toda su vestimenta, y una corona de plata brillante destacaba marcadamente contra su cabello negro.
Alrededor del trono había cinco mujeres, todas ellas vampiresas, cada una vestida con una versión menos elaborada y más femenina del atuendo regio. Lara era una de ellas, y no era la más hermosa, aunque las cinco se parecían mucho. Las hijas de Raith, supuse, cada una lo bastante bella para hacer soñar a cualquiera durante una vida entera, y con tanto mortífero poder como para acabar con el ejército de locos que pretendiera hacer realidad tal fantasía.
El ruido continuó creciendo a nuestro alrededor. Sentí la tensión en los hombros de Ramírez y el poder que había comenzado a reunir.
Raith se levantó de su trono con perezosa magnificencia.
—¡Silencio! —gritó.
Yo pensaba que mi tono de voz había sido fuerte, pero Raith consiguió desprender pequeñas piedras sueltas del techo invisible de la caverna, que estaba situado a una buena altura. El lugar cayó en un silencio sepulcral.
Sin embargo, lady Malvora no se vio intimidada. Se adentró en el espacio abierto delante del trono, a unos tres metros de mí y Ramírez, y se enfrentó al rey Blanco.
—¡Es ridículo! —le espetó—. No estamos en un periodo de paz con el Consejo Blanco. El estado de guerra ha sido constante durante años.
—Las víctimas no eran miembros del Consejo —le dije, y le dediqué una dulce sonrisa.
—¡Ni son signatarios de los Acuerdos de Unseelie! —espetó lady Malvora.
—Lo son, dada su condición de miembros de la comunidad mágica. Se encuadran dentro del ámbito de los legítimos intereses políticos del Consejo Blanco y, como tal, están sujetas a las disposiciones de protección y defensa que se estipulan en los Acuerdos. Estoy en mi derecho de actuar como su defensor.
Los ojos de lady Malvora eran dos puñales clavados en mí.
—¡Sofisterías!
Le sonreí.
—Eso debe, por supuesto, decidirlo vuestro rey.
La mirada de lady Malvora se acaloró aún más si cabe. No obstante, volvió sus ojos punzantes hacia el trono blanco.
Raith se sentó de nuevo, con parsimonia, arreglándose las mangas con esmero al tiempo que los ojos se le iluminaban de puro placer.
—Tranquila, tranquila, querida Cesarina. Hace unos instantes estabas reclamando el crédito por propinar lo que podía ser un golpe mortal a los monstruos, al menos a largo plazo. Teniendo en cuenta el hecho de que los monstruos están aquí para objetar el plan, como es su derecho en virtud de los Acuerdos, difícilmente puede alegarse que no tengan ningún interés en tratar de detenerlo.
La comprensión alcanzó el encantador rostro de Malvora. Su voz se redujo a un tono que no podría haber llegado mucho más lejos de mi posición y, tal vez, a los propios sentidos mejorados de Raith.
—Serpiente. Serpiente venenosa.
Raith le dedicó una sonrisa fría y se dirigió a la asamblea.
—Nos parece que no hay más remedio que reconocer la validez del derecho del monstruo al desafío. Según nuestro convenio en los Acuerdos, entonces, tenemos que cumplir con sus términos y permitir que el juicio se lleve a cabo. —Raith hizo un gesto cómico con la mano hacia Vitto y Madrigal—. A menos que, por supuesto, a nuestros héroes de guerra les falte valor para asumir esta respuesta, absolutamente previsible, a sus acciones. Se encuentran, por tanto, en libertad de rechazar el desafío en caso de que se sientan incapaces de afrontar las consecuencias de sus actos.
El silencio cayó de nuevo, casi con una saña anticipada. El peso de la atención de la Corte Blanca recayó plenamente sobre Vitto y Madrigal, y ambos se quedaron petrificados como dos pájaros ante una serpiente, con cuidado de no moverse.
Aquella era la parte más delicada. Si la pareja se negaba al juicio por combate, Raith tendría que pagar al Consejo una indemnización por los muertos. Con eso bastaría. Por supuesto, hacerlo sería una admisión pública de la derrota y seccionaría de manera efectiva cualquier influencia que tuvieran en la Corte Blanca. Por extensión, debilitaría a lady Malvora en su posición, no tanto por su negativa a luchar como por haber sido hábilmente superados y haberse visto obligados a huir de un enfrentamiento.
Además, demostrar su lentitud e incompetencia frente a un centenar de despiadados depredadores, por bien vestidos que fueran, a largo plazo resultaría letal por sí mismo. De cualquier manera, el pretendido golpe de influencia de lady Malvora acabaría ahí. Se demostraría que el audaz y atrevido plan era demasiado evidente y susceptible de llamar la atención, características ambas que, simplemente, carecían de valor en el carácter colectivo de los vampiros. Como resultado, el rey Blanco, no lady Malvora, determinaría el curso de la política de la Corte Blanca.
La única salida airosa posible para lady Malvora era una victoria en el juicio. Yo contaba con ello. Quería que Vitto y Madrigal lucharan. La indemnización no era suficiente para expiar lo que ambos le habían hecho a muchas mujeres inocentes.
Quería darles una lección a aquellos monstruos.
Madrigal se volvió hacia Vitto y conversaron en susurros. Cerré los ojos y escuché la conversación aguzando mi oído de mago.
—No —dijo Madrigal—. De ninguna manera. Es un matón estúpido, pero esto es exactamente lo que mejor sabe hacer.
Vitto y lady Malvora intercambiaron una larga mirada. Entonces Vitto se volvió hacia Madrigal.
—Tú fuiste el imbécil que propuso la idea de atraer su atención e involucrarlo. Lucharemos.
—¡Y una mierda vamos a luchar! —gruñó Madrigal—. Noche oscura, Ortega no pudo con él en una confrontación directa.
—No te comportes como el ganado, Madrigal —respondió Vitto—. Ese fue un duelo de voluntades. Un juicio por combate nos permite elegir cualquier tipo de arma o táctica.
—Diviértete tú solo. Yo no voy a luchar contra él.
—Sí que lo harás —respondió Vitto—. Puedes hacerle frente al mago. O bien a la querida tía Cesarina.
Madrigal se quedó de nuevo petrificado, mirando a Vitto.
—Te puedo asegurar que, incluso si te quema hasta la muerte, será rápido e indoloro en comparación. Decide, Madrigal. Estás con Malvora o contra nosotros.
Madrigal tragó saliva y cerró los ojos.
—Hijo de puta.
La boca de Vitto Malvora se retorció en una sonrisa y se volvió para abordar al rey Blanco, recuperando el uso del etrusco, o como se llame.
—Negamos la acusación sin fundamento del monstruo y aceptamos su desafío, por supuesto, mi rey. Vamos a demostrar su injusticia con su cuerpo.
—A… armas —intervino la temblorosa voz de Madrigal. La traducción de Lasciel fue clara, pero no era difícil deducir que el etrusco de Madrigal era casi tan malo como mi latín—. Armas propias hay que tener para luchar. Tenemos que enviar a los esclavos a recogerlas.
Raith se acomodó en su trono y se cruzó de brazos.
—Me parece una petición muy razonable. ¿Dresden?
—Nada que objetar —dije.
Raith asintió una sola vez y dio una palmada.
—Entonces, música mientras esperamos, y otra ronda de vino…
Lady Malvora gruñó, giró sobre un tacón y volvió a uno de los grupos de asientos, donde de inmediato se convirtió en el centro de una intensa conferencia.
Los músicos comenzaron a tocar desde algún lugar cercano, oculto detrás de una pantalla. Era una orquesta de cámara bastante buena. ¿Vivaldi, tal vez?; soy menos docto en música de escalas menores que en sinfonías. En ese momento, los sirvientes comenzaron a circular con bandejas de plata y copas alargadas de cristal, entre el zumbido que surgió de voces excitadas.
Ramírez echó un vistazo un tanto incrédulo a la estancia y sacudió la cabeza.
—Esto es una casa de locos.
—Cueva —le dije—. Una cueva de locos.
—¿Qué demonios está pasando?
Cierto. Ramírez no tenía su propia copia de la personalidad de un demonio que le tradujera del etrusco. Le resumí la conversación y los jugadores y le repetí las mejores citas.
—¿Qué es eso de los monstruos? —me preguntó Ramírez en voz baja, indignado.
—Creo que es una cuestión de perspectiva —le dije—. Llaman a los seres humanos ganado, ciervos, animales de la manada. Los magos son ciervos que pueden invocar el rayo y el látigo de las tormentas de fuego. Según su punto de vista, somos bastante extravagantes.
—Así que vamos a patearles el culo, ¿no?
—Ese es el plan.
—Pues vamos a ello —dijo Ramírez poniéndose rígido.
Lara Raith se acercó a nosotros, más recatada en su atuendo formal blanco y con una bandeja de plata con bebidas. Inclinó la cabeza; sus ojos grises lucían pálidos y brillantes.
—Honorables invitados, ¿un poco de vino?
—No —dije—. Tengo que conducir.
Lara retorció los labios. No tenía ni idea de cómo había logrado cambiarse tan rápido y ponerse aquel quimono tan complejo. Habría que atribuírselo a los mismos poderes de vampiresa sexi que en cierta ocasión me arrancaron una capa de piel de la oreja sin siquiera levantar los tacones de aguja del suelo. Puf, traje de negocios. Zas, zas, bata de seda. Sacudí un poco la cabeza y recuperé el control de mis pensamientos. La adrenalina me pone un poco tonto.
Lara se dirigió a Carlos.
—¿Puedo ofrecerte algo dulce, gallito?
—Bueno —dijo—. Ya que estás ofreciendo cosas, ¿qué tal una garantía de que nadie nos va a disparar por la espalda simplemente para divertirse cuando estemos machacando a Beavis y Butthead?
Lara arqueó una ceja.
—Beavis y…
—Yo hubiera dicho Heckle y Jeckle —apunté.
—Caballeros —dijo—, podéis estar seguros de que el trono blanco no desea otra cosa que no sea prevalecer y humillar a sus enemigos. Estoy segura de que mi padre va a reaccionar con enorme dureza a cualquier violación de los Acuerdos.
—Está bien —dijo Ramírez arrastrando la segunda palabra. Hizo un gesto de cabeza hacia el grupo de Malvoras, todavía apiñados en torno a Cesarina—. Entonces, ¿qué le impide dar un golpe contra ti, el rey y todo el mundo? Si te elimina y nos mata a nosotros se hará cargo de la organización y podrá hacer lo que le dé la gana.
Lara miró a Ramírez y su expresión se torció con desagrado, al punto de que un pequeño estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Me di cuenta porque soy un observador entrenado del lenguaje corporal y no por la forma en la que el quimono se ajustó perfectamente a sus muslos.
—No lo entiendes… —Sacudió la cabeza, arrugando la boca como si acabara de tragarse un limón entero—. Dresden, ¿puedes explicárselo?
—Los vampiros de la Corte Blanca son seres violentos —dije en voz baja—. Salvajes, incluso. Pero ese no es su modo preferido de actuación. Lo que a ti te preocupa es que Malvora vaya por ahí como un gran y viejo oso pardo, matando a cualquier cosa que se interponga en su camino. Pero ellos no son como los osos pardos. Se parecen más a los leones de montaña. Prefieren que sus actos no sean vistos. Cuando atacan van detrás de la víctima, no se enfrentan a ella. Tratan de aislarla, la golpean por detrás para destruirla antes de que sepa siquiera que está siendo atacada. Si lady Malvora atacara en este momento, se trataría de un combate frontal. Ellos odian eso. Nunca lo hacen a menos que no haya otra alternativa.
—Vaya —dijo Ramírez.
—Gracias —dijo Lara.
—De todas maneras —añadí—, ha habido algunos comportamientos inusuales últimamente.
Lara ladeó la cabeza hacia mí, con el ceño fruncido.
—Oh, vamos —continué—. ¿No es un poco extraño que las hadas no respondieran de inmediato cuando la Corte Roja violó los territorios Unseelie hace un par de años? No me digas que estáis atrapando a las pequeñas hadas porque es más barato que esas lámparas de papel para fiestas.
Lara me miró con los ojos entornados.
—Estáis poniendo a prueba su reacción —argumenté—, causando una ofensa leve, aunque deliberada, para ver qué pasa.
Sus labios se movieron muy, muy lentamente.
—¿Estás seguro y completamente decidido a permanecer fiel a ese pequeño y triste club de ancianos?
—¿Por qué? ¿Cuidas tú bien de los tuyos? —le pregunté.
—En muchos sentidos sí, mago —me contestó.
—¿De la misma manera que te hiciste cargo de Thomas? —le pregunté.
Su sonrisa se tornó frágil.
—Eres una mujer soberbia, Lara —le dije.
—Cada cual tiene derecho a una opinión. —Alzó la vista y añadió—: Los sirvientes han regresado con las armas de vuestros enemigos. Buena caza, señores.
Se inclinó ante nosotros una vez más, con una máscara por expresión, y se alejó de regreso a su puesto detrás del trono.
La música llegó a su fin, lo que pareció ser una señal para los vampiros. Se retiraron del centro de la cámara y se colocaron de pie a cada lado, dejando el eje longitudinal de la caverna libre, la entrada en un extremo y el trono blanco al otro. Por último, el propio rey Blanco se levantó y descendió del enorme trono para desplazarse hacia un lateral de la caverna. Todos los miembros de Malvora y Skavis se arremolinaron en el lado derecho de la estancia, y a la izquierda se reunieron los miembros de la Casa Raith. No es que los Skavis y los Malvora estuvieran juntos en realidad, pero…
Había una sensación de hambrienta expectación en el aire.
—Vampiros en ambos márgenes —dijo Ramírez—. Supongo que nadie quiere que le alcance un rayo perdido…
—O una bala —murmuré—. Pero no les ayudará mucho si las cosas se tuercen una vez que comience la pelea.
Raith chasqueó un dedo y comenzaron a aparecer esclavos con quimonos blancos. En lugar de caminar casi levitaron, rellenaron los márgenes del campo de duelo y se arrodillaron formando un par de filas dobles delante de los vampiros a ambos lados de la caverna. En conjunto, eran como el muro de un campo de hockey, si bien, hecho de carne humana viva.
Mierda. Cualquier forma de violencia que se extendiera a los márgenes iba a causar víctimas humanas; mis propias fuerzas, en una pelea, no eran exactamente tan precisas como instrumentos quirúrgicos. Los torrentes de fuego, las explosiones de fuerza y los impenetrables bastiones de voluntad eran lo mío. Notarán, sin embargo, las pocas veces que palabras como torrente, explosión y bastión se utilizan junto a términos que denoten delicadeza o precisión.
En aquel sentido, Ramírez se las arreglaría mejor que yo. A diferencia de mi inclinación por la destrucción masiva, sus habilidades de combate recurrían más a la velocidad y la precisión, pero eran, a su manera, igualmente letales.
Carlos miró atrás y adelante.
—Van a tratar de permanecer en nuestros flancos. Usarán a la gente del fondo para evitar que nos acerquemos.
—Sé que nunca fui a la escuela de combate de los centinelas —le dije—, pero creo que debo recordarte que no es mi primera vez.
Ramírez hizo una mueca.
—No vas a dejarlo pasar, ¿verdad?
Le enseñé los dientes.
—Entonces, yo les doy fuerte y rápido mientras tú los mantienes alejados de mí. Si se van a los laterales, te pones tú a la ofensiva y yo me ocupo de alejarlos de ti. Trata de desplazarlos a una zona donde pueda tener un tiro limpio.
Ramírez arrugó la cara y su voz salió con más calor del habitual.
—Sí, gracias, Harry. ¿Quieres atarme los cordones antes de empezar?
—¿Se puede saber qué te pasa? —le pregunté.
—Oh, vamos, hombre —dijo Ramírez entre dientes con un tono tenso y enojado—. Me estás mintiendo. Estás mintiendo al Consejo.
Lo miré fijamente.
—No soy idiota, tío —continuó Ramírez, esta vez con una expresión neutral—. ¿Apenas hablas latín pero hablas la lengua de los necrófagos? ¿Y etrusco? Aquí pasa algo que va más allá de un duelo y de políticas internas, Dresden. Estás involucrado en estas cosas. Más de lo que deberías. Los conoces demasiado bien, lo cual resulta jodidamente preocupante teniendo en cuenta que estamos hablando de una raza de controladores de mentes.
Vitto y Madrigal salieron de entre el contingente Malvora. Vitto llevaba una espada larga y una serie de cuchillos en la cintura, así como una pesada pistola en una funda. Madrigal, por su parte, portaba una lanza con un mango de dos metros y sus brazos estaban envueltos en dos largas tiras de tela negra cubiertas de caracteres orientales bordados con hilo rojo metálico. Supuse que estaban hechizadas incluso antes de sentir la ola de energía mágica en ellas a medida que Madrigal caminaba junto a Vitto para colocarse frente a nosotros, a apenas diez metros de distancia.
—Carlos —le dije—, este es un mal momento para comenzar a tener dudas sobre mi lealtad.
—¡Maldita sea, Harry! —dijo—. No voy a abandonarte. Aunque quisiera hacerlo, ya es demasiado tarde para eso. Pero a cada segundo que pasa todo esto me parece más una trampa.
Aquello no se lo iba a discutir.
Estaba bastante seguro de que lo era.
Miré adelante y atrás, a lo largo de las filas de vampiros. Todos ellos nos observaban ahora en completo silencio, con los ojos grises brillantes, bordeando en su tono el color plateado metálico que causaba en ellos el aumento de sus apetitos. Las formalidades de los Acuerdos se habían mantenido vivas y, en gran medida, inamovibles aquí entre los monstruos, pero si nos desviábamos de las convenciones no viviríamos para ver de nuevo la superficie. En realidad, estábamos en la misma posición que Madrigal y Vitto: ganar o morir.
Y no me engañé a mí mismo ni un solo segundo pensando que aquello iba a ser tan simple como una pelea con público. Parte de la naturaleza de la Corte Blanca consistía también en la traición. Era solo cuestión de tiempo y de que llegara el momento adecuado. Uno de ellos se volvería contra nosotros y, si no estábamos preparados cuando sucediera, acabaríamos muertos o nos tomarían medidas para hacernos nuestra propia túnica blanca.
Vitto y Madrigal se colocaron frente a nosotros, con las manos sobre sus armas.
Respiré hondo y me puse delante de ellos. A mi lado, Ramírez hizo lo mismo.
Lord Raith se sacó un pañuelo de seda roja de la manga. Se lo ofreció a Lara, que lo tomó y caminó lentamente entre las líneas de esclavos arrodillados. Se detuvo en un margen, a medio camino de nosotros, y levantó con parsimonia la delicada tela.
—Caballeros —dijo—. Preparados. Que ningún arma de ninguna clase sea esgrimida hasta que el pañuelo toque el suelo.
Mi corazón comenzó a palpitar con rapidez. Me eché hacia atrás el guardapolvos y coloqué una mano cerca de la empuñadura de mi vara.
Lara soltó la tela de seda roja en el aire y esta comenzó a caer.
Ramírez estaba en lo cierto. Se trataba de una trampa. Había hecho todo lo posible para prepararme, aunque en el fondo no estaba seguro de lo que iba a suceder.
Pero, como se suele decir, ya era demasiado tarde para echarse atrás.
El pañuelo cayó al suelo y, en cuanto comenzó el duelo, mi mano bajó a la velocidad del rayo en busca de mi vara.