Capítulo 40
Corrí hacia el pequeño grupo de vampiros que luchaba para proteger al rey Blanco mientras decenas de meganecrófagos se abrían camino entre las principales familias de la Corte Blanca despedazando todo a su paso. Me resbalé en un líquido viscoso pero no me caí, lo que, tratándose de mí, me resultó algo bastante sorprendente.
Me di cuenta de varios detalles por el camino y comencé a tratar de pensar en la situación que nos esperaba en los próximos segundos. Asumiendo que llegáramos de una pieza hasta el rey Blanco y convenciéramos a Lara de que se uniera al grupo y viniera con nosotros, ¿luego qué? ¿Cuál era el siguiente paso?
Una docena de demonios cubría el túnel que ascendía en una larga pendiente hacia la entrada de la cueva. Estaban en una buena posición para impedir que las mortíferas fuerzas de seguridad de Lara cargaran a través del acceso a la cueva para rescatar al rey. Detener un ataque con armas de fuego en campo abierto es una cosa. Usar un arma contra un gran, mortífero y poderoso depredador en un lugar confinado era una propuesta diferente por completo, y no precisamente ganadora.
Los necrófagos del túnel también se encontraban en una posición ideal para interceptar a cualquiera que intentase huir, por lo tanto, teníamos que salir por el portal, lo que significaba que si Ramírez y los hombres de Marcone lo perdían, estábamos jodidos. Y lo que significaba también que si Cowl estaba allí y veía lo que estaba pasando, no se iba a quedar de brazos cruzados.
Puede que fuera capaz de contenerlo si estuviera encargándome de la defensa de la puerta; mis habilidades no son increíbles, pero soy bastante fuerte y se me da bien adaptarme sobre la marcha. Cowl me había vencido anteriormente en dos peleas, pero entorpecerlo y retrasarlo no era lo mismo que darle una buena paliza. Incluso si no fuera capaz de suponer una verdadera amenaza para él, al menos lo distraería el tiempo suficiente para mantener el portal abierto y permitir que saliéramos pitando de allí.
Ramírez no. Ramírez era un peligroso mago de combate, pero sus habilidades no eran lo bastante poderosas o extensas para representar un obstáculo importante para Cowl. Si Cowl (o Vitto, lo mismo daba) se daban cuenta de lo que pretendíamos y los demonios se concentraban en el portal…
Los gritos y rugidos de la pelea que se libraba a nuestra derecha se volvieron de repente más feroces, y vi que la resistencia alrededor de lord Skavis se derrumbaba de repente. La alegría de los horribles demonios al verse corriendo en terreno abierto fue casi más aterradora que la matanza que vino después. Alcancé a ver a Vitto Malvora en medio del caos, empujando a un necrófago hacia un vampiro herido y gruñendo órdenes a los demás. Los meganecrófagos estaban del lado de Vitto.
—¡Aquel vampiro tiene a las criaturas más fuertes y más grandes de su lado! —me gritó Marcone mientras corríamos—. Va a atacar a los focos de resistencia, los utilizará como martillos.
—Ya lo veo —le espeté—. Murphy, Marcone, cubrid nuestro flanco derecho. Hendricks, Thomas, preparaos para entrar.
—¿Entrar dónde? —me preguntó Hendricks.
Afiancé el bastón en mi mano, me centré en la furiosa batalla alrededor del rey Blanco y convoqué mi voluntad y el fuego infernal.
—En el hoyo que voy a hacer —gruñí—. ¡Sacadlos de ahí!
—Ahora están sobre todo… comiendo. Pero, en el momento en que empecemos a liberarlos —me advirtió Marcone, que se encontraba a mis espaldas—, estos otros van a situarse detrás de nosotros.
—Lo sé —le dije—. Me ocuparé de ello.
Sentí algo caliente presionando contra la parte baja de mi espalda: los hombros de Murphy.
—Nos aseguraremos de que… —Su voz se quebró de repente y la ametralladora soltó tres ráfagas rápidas, acompañadas después por un único rugido procedente de la escopeta de Marcone.
—Mierda, ha estado cerca.
—¡Otro! —advirtió Marcone, y la escopeta rugió de nuevo.
El cuerno en la mano de Justine comenzó a sonar a todo volumen, con más desesperación si cabe.
—¡Harry! —gritó Thomas.
—¡Vamos! —bramé a Thomas y a Hendricks. Nivelé el bastón hacia el grupo más cercano de enormes demonios y grité—: ¡Forzare!
Mi voluntad salió unida al fuego infernal de Lasciel y arremetió contra los necrófagos en forma de una esfera de fuerza bruta que brillaba con destellos de fuego sulfuroso. Volaron por los aires en todas las direcciones, dando incluso volteretas como si fueran extras del Equipo A. Algunos de ellos atravesaron la cortina de agua detrás del trono y se precipitaron a las profundidades abisales. Otros se golpearon con fuerza contra la pared más cercana, y los demás cayeron entre los frenéticos necrófagos que estaban acabando con lord Skavis y su séquito.
Thomas y Hendricks cargaron hacia adelante. Mi hermano se había guardado la escopeta en una funda sobre el hombro y ahora blandía su sable en una mano y aquel cuchillo arqueado en la otra. El primer necrófago venía aún tambaleándose por la explosión que había hecho a sus compañeros volar sin control por la caverna, y Thomas no le dio oportunidad de recuperarse. El sable le cercenó un brazo y un arco vertical de aquel cuchillo torcido, parecido a una guadaña, le arrancó la cabeza de los hombros. A continuación le dio una patada en la parte baja de la espalda que hizo crujir su columna vertebral y envió a la criatura mutilada y decapitada por los aires.
Hendricks alcanzó a Thomas. El hombretón no podría dominar a un necrófago a pesar de todo su músculo, pero sí tenía un factor importante de su lado: la masa. Hendricks era un hombre enorme, de ciento cincuenta kilos de peso, puede que más, y en cuanto lo vi atizar a los demonios no tuve dudas acerca de su pasado como jugador de fútbol americano. Golpeó por detrás a un necrófago desequilibrado y lo lanzó directamente contra el suelo. Luego empotró la base de su enorme arma en el cuello de una nueva criatura que se volvió para seguir los movimientos de Thomas, se impulsó con un hombro y lo estrelló en el costado del animal aturdido, lo que lo derribó sin paliativos.
Thomas derribó a su vez a uno y Hendricks se abalanzó contra otro que no llegó a tener oportunidad de imponerse a semejante locomotora. De repente, nos encontramos ante una fila de diosas salvajes bañadas en sangre negra.
Lara estaba en el centro, con el quimono blanco apretado contra su piel y empapado del líquido oscuro que manaba de los necrófagos aplastados. No dejaba absolutamente nada a la imaginación. Su cabello también estaba mojado y caía pegado sobre su cráneo. Estaba adherido a la piel de sus mejillas, salpicadas de negro, y al contorno de su garganta, manchada toda ella de la oscura sustancia. En cada mano llevaba un largo cuchillo de hoja ondulada cuyas hojas eran lo bastante largas para considerarse espadas pequeñas, aunque solo Dios sabe dónde llevaba escondidas aquellas armas cuando nos la encontramos. Sus ojos tenían un tono cromo plateado. Estaban muy abiertos, parecían triunfantes, así que aparté los míos con brusquedad en cuanto sentí el irrefrenable deseo de mirarla fijamente para ver qué sucedía.
En aquel momento Lara no era una vampiresa de la Corte Blanca, era un súcubo pálido y mortal. Parecía un recordatorio de tiempos pasados, cuando la humanidad rendía homenaje a la sangre de las diosas de la guerra y la muerte y veneraba el lado oscuro del protector espíritu maternal, el salvaje núcleo que dotaba de fuerza a las diminutas mujeres capaces de levantar un coche del suelo para salvar a sus pequeños o las encendía para que se volvieran contra sus verdugos con un inusitado poder. El de Lara, en aquel momento, danzaba a su alrededor, mortífero en su primitiva seducción y su fuerza bruta.
A ambos lados de ella estaban dos de sus hermanas, altas, hermosas, magníficas, también bañadas en sangre; todas ellas armadas con aquellas espadas cortas de hoja ondulada. Yo no las conocía y, sin embargo, me miraban con una energía voraz, envueltas en una destrucción enloquecedoramente seductora. Tardé dos o tres segundos en recordar qué diablos estaba pasando.
Lara dio uno pasos hacia mí, con su habitual andar sinuoso en el que sus muslos y caderas se encargaban de todo el movimiento, con los ojos brillantes y quietos puestos en mí, y en mi cerebro (y en algún lugar más) sentí el repentino impulso de arrodillarme. ¿Sería tan grave? Me bastaba con pensar en la vista que tendría desde allí. Había pasado mucho tiempo desde que una mujer me había…
Escuché débilmente el traqueteo de las armas de Murphy y Marcone. Sacudí la cabeza y decidí quedarme de pie. Miré a Lara con gesto malhumorado.
—No tenemos tiempo para esto. ¿Quieres salir o no? —le grité con la voz ronca.
—¡Thomas! —exclamó Justine, que apareció por detrás de Lara y las hermanas Raith y se lanzó a los brazos de mi hermano. Thomas la abrazó sin soltar el cuchillo y la apretó con fuerza contra él. Cuando ella lo abrazó, me fijé en el perfil de Thomas; su rostro estaba… transportado, supongo. Mi hermano siempre tenía la misma expresión. Estuviera gastando una broma, haciendo ejercicio o haciéndome pasar un mal rato, su aspecto siempre era el mismo: contenido, seguro, satisfecho de sí mismo y nada impresionado por el mundo que lo rodeaba.
En los brazos de Justine parecía un hombre de luto. Sin embargo, inclinó todo su cuerpo hacia ella, sujetándola con cada fibra y cada nervio, no solo con los brazos, y, de alguna manera, cada línea de su rostro se volvió más suave, más amable, como si hubiera sido liberado repentinamente de una agonía intolerable que no se había dado cuenta que sentía. Si embargo, me percaté de que sus pieles no se estaban tocando.
—¡Ah! —dijo Lara. Su voz era temblorosa, vibrante, absolutamente fascinante y completamente inhumana—. El amor verdadero.
—¡Dresden! —gritó Marcone. Hendricks se apartó del punto desde donde había estado contemplando a las hermanas Raith, seguramente con la misma expresión que yo, y pasó por delante de mí a grandes zancadas. Al poco, le oí añadir el estruendo de su gran arma a la de Marcone y la de Murphy.
—¡Raith! —grité—. Te propongo una alianza entre los tuyos y los míos hasta que salgamos de aquí con vida.
Lara se me quedó mirando con aquellos ojos vacíos y plateados durante un segundo. Después, parpadeó una sola vez y sus ojos ganaron algunos grados más de oscuridad antes de perder el enfoque y echar la cabeza hacia un lado. Lord Raith dio un paso adelante y apareció abruptamente desde detrás de sus hijas.
—Por supuesto, Dresden —dijo en un suave murmullo. A menos que lo buscaras a propósito, sería difícil ver el brillo cristalino en sus ojos o escuchar la cadencia casi artificial de sus palabras. Era una buena actuación, aunque me preguntaba qué parte de su mente habría dejado Lara intacta—. A pesar de que me considero obligado por mi honor a protegerte ante esta traición, no puedo por menos que inclinarme ante la nobleza de tu ofrecimiento de…
—Sí, sí, lo que sea, está bien —le espeté mirando a Lara, que estaba detrás de él—. Hay que salir de aquí. Dejemos los discursos para más tarde.
Lara asintió y echó un vistazo rápido a su alrededor. Unos veinte vampiros del clan Raith habían sobrevivido a la lucha. El resto de los necrófagos se habían dispersado tras nuestro inesperado ataque y ahora rondaban en círculos fuera de nuestro alcance, aunque lo bastante cerca para cargar contra nosotros si percibían signos de nuestra debilidad.
Estaban esperando a que los demás acabaran con los últimos Skavis y Malvora. Una vez contaran con ellos, nos doblegarían con facilidad.
Cerca del portal, los soldados de Marcone hacían guardia frente a una fila de esclavos vestidos de blanco que iban saliendo poco a poco de la caverna. Había más de los que imaginaba con vida, pero me di cuenta de que los necrófagos daban vueltas ignorando en gran medida a los pasivos esclavos, centrándose en lo que ellos sabían que era la verdadera amenaza: los guardianes de los rebaños de aquellas criaturas de mente adormecida.
—¡Dresden! —gritó Marcone. Su escopeta disparó una vez más y luego hizo un clic en el vacío; la estaba recargando con cartuchos nuevos mientras el arma de Murphy traqueteaba.
—Ya vienen —gruñí—. Traed a todos los esclavos —le dije a Lara.
—¿Qué?
—¡Traed a los malditos esclavos u os quedaréis todos aquí!
Lara me lanzó una mirada que me hubiera hecho temer por mi vida si no fuera porque soy un hombre robusto, pero entonces lord Raith se dirigió a los vampiros que había a su alrededor.
—¡Traedlos!
Me volví al tiempo que insuflaba más fuego infernal en el bastón. Era perfectamente consciente de que no iba a ser capaz de manejar mucha más magia. Ya había utilizado demasiada, las piernas me pesaban. No obstante, si queríamos salir de allí sería necesario un hechizo más. El arma de Murphy tronaba en la distancia, al igual que la de Hendricks, y ahora también podía oír los disparos procedentes de los soldados del portal, ya que los necrófagos en el lado opuesto habían comenzado a regresar de entre los restos de los líderes de las Casas de Skavis y Malvora.
—¡Vamos! —exhorté a los demás—. ¡Vamos, vamos, vamos!
Nos dirigimos a mi portal. Los vampiros iban recogiendo esclavos a su paso y los arrojaban al centro del grupo, mientras formaban un anillo alrededor de ellos. Raith era el núcleo, rodeado de sus hijas y sus espadas; a su vez, los esclavos componían un espeso escudo humano a su alrededor. Yo ya contaba con que Lara transformara lo que ella consideraba un obstáculo en una ventaja; era la manera en la que trabajaba su mente.
Empezamos a coger un ritmo rápido y, de repente, se oyó el grito de una voz casi humana. Mis sentidos de mago percibieron una energía mágica y, al instante, las luces se apagaron.
La iluminación de la caverna era de excelente calidad. Había estado funcionando durante todo el duelo, a pesar de la magia que habíamos usado Ramírez y yo y de la apertura de no uno sino dos portales al Más Allá. Si seguía funcionando después de todo aquello era porque Raith había invertido en un tipo de iluminación con una larga trayectoria de alto rendimiento y fiabilidad. Sin embargo, no existía sistema eléctrico que un mago no pudiera fundir con un poco de esfuerzo directo, y aquel no iba a ser una excepción.
Al tiempo que levantaba el bastón para invocar la luz, mi cerebro siguió la cadena lógica. Vittorio nos había visto intentando huir. O tal vez Cowl, aunque de nuevo tuve que recordarme a mí mismo que la presencia de Cowl era todavía una hipótesis, por muy bien apoyada en evidencias circunstanciales que estuviera mi teoría. Apagar las luces no iba a suponer un obstáculo para los vampiros o los necrófagos, lo que significaba que estaba tratando de obstaculizar a las personas normales. Sumir la caverna en la oscuridad neutralizaría las tropas de Marcone, dificultaría y retrasaría la huida de los esclavos y, por lo tanto, aminoraría la marcha de los vampiros que aparentemente los estaban protegiendo.
Mi bastón no se había fabricado para producir luz pero era una herramienta flexible, así que envié más fuego infernal a través de él al tiempo que lo levantaba con el fin de iluminar nuestro oscuro camino con una luz entre roja y anaranjada que tenía la forma de las runas y los sellos tallados en el cayado.
Y, en cuanto lo hice, me di cuenta del propósito de la oscuridad.
Obligar a los seres humanos a crear luz.
Concretamente, provocaría una respuesta inmediata de los magos, que siempre hacían lo mismo cuando se veían hundidos en las tinieblas: invocar la luz. Bien fuera a través de un método u otro, eso es lo primero que cualquier mago haría en una situación como esta. Y, además, lo haríamos rápido, mucho antes de lo que tardaría cualquier otra persona que no usara magia en sacar algo para iluminarse.
Así que, justo en el momento en que mi bastón se encendió, me di cuenta de que acababa de revelar mi posición exacta a todos los monstruos de la maldita caverna. La oscuridad era una trampa, y yo había caído en ella sin dudarlo.
Los necrófagos gritaron con furia y se lanzaron hacia mí con la ayuda de un centenar de runas que hacían las veces de focos rojos y se reflejaban en sus colmillos ensangrentados, en sus garras y en aquellos horribles y hambrientos ojos hundidos.
Varias armas de fuego rugieron a mi alrededor y convirtieron a los necrófagos más cercanos en masas informes de lodo negro. Pero no fue suficiente. Las criaturas no paraban de venir y de ser destrozadas, hasta que el arma de Murphy se vació.
—¡Recargando! —gritó al tiempo que sacaba el cartucho del arma y daba un paso atrás cuando el necrófago al que solo había logrado herir continuó avanzando hacia mí.
El arma de Marcone rugió y el necrófago desapareció, pero cuando apretó de nuevo el gatillo se oyó el clic que indicaba que el cargador estaba vacío. La dejó caer para sustituirla por la pequeña ametralladora enganchada a su arnés y, durante un par de segundos, cortó con ella a los demonios en horizontal como si se tratara de una guadaña, hasta que el cargador también se vació.
Di un paso adelante en el momento en que otra nueva oleada de necrófagos saltaba por encima de los que habían sido derribados por los disparos.
Murphy y Marcone me habían conseguido el tiempo suficiente para el hechizo que había estado formando en mi mente, cuya finalidad era reunir mi voluntad y transformarla en fuego. Giré la cabeza del bastón y luego la bajé agarrándola con las dos manos hasta que golpeó el suelo de piedra.
—¡Flammamurus! —grité.
Se oyó un aullido crepitante y el fuego se abrió camino ascendiendo desde las piedras del suelo. A partir del punto de impacto se formó una ola de treinta o cuarenta metros que avanzaba en todas las direcciones, una fuente repentina de piedra fundida que creó una cortina de fuego de tres o cuatro metros de altura y se cernía sobre los demonios que cargaban contra nosotros desde el otro lado de la caverna. La ardiente piedra fundida cayó sobre ellos, y la marea entrante de necrófagos que había en aquella pared de piedra y fuego rompió a gritar a causa de la agonía y, por primera vez, del miedo.
Aquel mortífero muro mantuvo a raya a la mitad de los demonios de la caverna y distrajo la atención de Vittorio. De paso, les proporcionó un montón de luz a los humanos.
—¡Qué bueno soy! —resollé.
El esfuerzo del hechizo fue monumental incluso contando con la ayuda del fuego infernal. Me tambaleé de tal modo que la luz de las runas de mi bastón desapareció.
—¡Harry, a la izquierda! —me advirtió Murphy.
Volví la cabeza en esa dirección justo a tiempo de ver cómo un necrófago, con la mitad del cuerpo carbonizado, apartaba a Hendricks a un lado como si de una muñeca de trapo se tratara y se impulsaba hacia mí al tiempo que otros dos saltaban sobre el grupo de atrás e intentaban seguir su camino.
Estaba bastante seguro de que podría haberme cargado al necrófago, si este no hubiera pesado más que una hogaza de pan y no tuviera ni idea de cómo utilizar sus garras y colmillos. Pero, por si acaso era más pesado de lo que parecía, además de hábil en la labor de desgarrar cosas, activé el brazalete escudo.
El brazalete cobró vida, aunque parpadeó dubitativo durante un segundo. El necrófago rebotó en él, y el esfuerzo casi me hizo perder el conocimiento. Aun así, me caí.
El demonio se recuperó y se arrojó contra mí, al tiempo que vi aparecer a Thomas entre las filas de vampiros y esclavos para atacar por detrás a sus dos compañeros. El rostro pálido de mi hermano lucía brillante, sus ojos estaban desorbitados por el miedo. Nunca lo había visto moverse tan rápido. Dejó secos a ambos necrófagos cortando los tendones de sus rodillas con las espadas; bueno, si se puede considerar tendones a las tres cuartas partes de la pierna, incluyendo los negros y densos fémures. Los dejó en el suelo mientras otros miembros de la Casa Raith los hacían pedazos. Thomas dio un salto hacia el primer necrófago.
No fue lo bastante rápido.
El demonio se abalanzó hacia mí con un grito terrible. No me quedaba suficiente energía para levantar el cuerpo del suelo y hacer frente al asesino.
Afortunadamente, sí me quedaba energía para sacar la 44 del bolsillo de mi guardapolvos. Me hubiera gustado decir que esperé hasta el último segundo, mirando fríamente al necrófago con nervios de acero, para buscar el disparo perfecto. La verdad es que mis nervios estaban más o menos adormecidos y estaba demasiado cansado para sentir pánico. Apenas tuve tiempo de apuntar antes de que las fauces del vampiro se abrieran lo suficiente para poder tragarme la cabeza entera.
No apreté el gatillo de manera consciente, pero el arma rugió y la cabeza del demonio explotó antes de estrellarse contra mí. Sentí un dolor agudo y, de repente, fui incapaz de respirar.
—¡Harry! —gritó Thomas.
Cuando el peso desapareció de mi pecho pude respirar hondo. Liberé mi mano izquierda y golpeé al vampiro con la 44.
—¡Tranquilo! —gritó Murphy—. ¡Tranquilo, Harry! —Sus pequeños y fuertes dedos me cogieron de la muñeca para que soltara el arma. Me di cuenta de que había tenido suerte de que no se disparara mientras estaba revolcándome con el monstruo.
Thomas me quitó al necrófago de encima y lo arrojó a un lado. El monstruo aterrizó con un golpe seco. La parte superior de su cabeza había desaparecido. Simplemente ya no estaba.
—Buen tiro —exclamó Marcone. Al mirar hacia atrás vi que levantaba a un pálido y sudoroso Hendricks, le pasaba los brazos por encima al hombretón y aguantaba su peso.
—¿Nos vamos?
Thomas me puso de pie.
—Vamos. No hay tiempo para descansar.
—Vamos —le dije. Levanté la voz y grité—: Lara, ¡qué se muevan!
Nos encaminamos hacia el portal, manteniendo la cortina de fuego líquido en nuestro flanco. Me costaba poner un pie delante del otro. Tardé en darme cuenta de que Justine estaba debajo de uno de mis hombros, soportando parte de mi peso, y que estábamos caminando entre los esclavos, cerca del rey Blanco y su guardia.
Los vampiros seguían siendo la guardia exterior, distribuida en un medio círculo en lo que equivalía a una formación de batalla a la carrera. Pero no estábamos corriendo. Era más un paseo estable, tanto más inquietante por la luz espectral, las sombras y la desesperación. El arma de Murphy traqueteó varias veces más y luego guardó silencio. Oí el mugido ronco de mi 44. Revisé mi mano y, por supuesto, mi arma no estaba allí.
—¡Dejadlos! —le oí espetar a Lara. Su voz fría y plateada se deslizó agradable por mi oído—. Mantened el ritmo constante. Permaneced juntos. No les permitáis entrar.
Avanzamos. A medida que la lucha continuaba, los vampiros parecían cada vez más desesperados, menos humanos. Los necrófagos rugían, gritaban y morían. Lo mismo que los Raith. El frío aire subterráneo de la cueva se había calentado a causa de una especie de efecto invernadero y parecía que no hubiera suficiente aire para respirar. Yo no paraba de inspirar, pero a mis pulmones no les parecía suficiente.
Seguí caminando con dificultad, dándome cuenta, aturdido, de que Marcone estaba detrás de mí con Hendricks, que se encontraba en las mismas condiciones que yo.
Miré a mi izquierda y vi que la fuente de fuego y piedra fundida comenzaba a atenuarse. No era un hechizo que tuviera que alimentar de manera continua, esa era la belleza de la magia terrenal: el impulso. Una vez que consigues ponerla en movimiento tarda bastante en disminuir su marcha. Había utilizado magia de fuego en todas aquellas piedras y las había obligado a extenderse por la tierra a su alrededor. Tuvo que transcurrir todo aquel tiempo para que el hechizo se extinguiera.
Pero eso era exactamente lo que estaba sucediendo. El hechizo estaba empezando a extinguirse. Igual que yo.
El telón de fuego descendió lentamente, adelgazando y emitiendo cada vez menos calor. Vi a los demonios detrás, listos para atacar. Casi sin pensar en ello, fui consciente de que podrían lanzarse directos hacia nuestro aturdido grupo de esclavos, gánsteres heridos y magos cansados, sin encontrar demasiada oposición.
—Oh, Dios —gimió Justine. Ella también los había visto—. Oh, Dios.
Todos los necrófagos se dieron cuenta de que la cortina de fuego estaba cayendo. Se precipitaron hacia adelante, hacia el mismo borde de la moribunda cortina de fuego, aparentemente indiferentes a la piedra fundida en el suelo; decenas de ellos, una sólida fila de criaturas a la espera de la primera oportunidad para saltar y arrancarnos la cabeza.
Una ráfaga de luz verde brilló y atravesó por completo a dos demonios, a los que tiró al suelo, le cortó el brazo por el hombro a un tercero y continuó hacia el trono blanco, en cuyo respaldo dejó un agujero del tamaño de un cesto de la ropa.
Ramírez había estado esperando que se alinearan de esa manera.
Se incorporó apoyando todo el peso en un solo pie. Estaba con los brazos en jarras en el otro extremo de la pared de piedra y fuego, en el lado de los necrófagos. Estos se giraron hacia él, pero Ramírez comenzó a levantar los brazos alternativamente desde la cadera para extenderlos delante de su cuerpo. Era el mismo movimiento que el de un pistolero en el Viejo Oeste, pero en lugar de disparar su revólver, cada vez que lo hacía arrojaba silenciosas y mortíferas cargas verdes hacia los necrófagos.
Los más cercanos a él trataron de correr hacia adelante para evitar la matanza, pero Ramírez les tenía cogida la medida y no estaba dispuesto a abrir un único agujero en sus líneas; confiaba en neutralizarlos del todo. Lanzó una espantosa explosión tras otra y dejó un rastro disperso de miembros espasmódicos arrancados de los primeros necrófagos que le atacaron. El líquido negro recién derramado se extendía hacia atrás y adelante por el suelo de la caverna de forma que parecía la cubierta de un barco en mitad de una tormenta.
—¿A qué estás esperando, Dresden? —gritó Ramírez—. ¡Un poco de vulcanomancia y te quedas fundido! —Un rayo especialmente bien dirigido arrancó la cabeza de un par de necrófagos a la vez—. ¿Qué te ha parecido eso?
Todos echamos a correr hacia delante.
—No ha estado mal —le contesté arrastrando las palabras—. Para ser virgen.
Su índice de fuego había comenzado a aflojar, pero mi pequeña burla provocó un nuevo estallido de ferocidad en Ramírez, que redobló sus esfuerzos. Los demonios aullaban de frustración y se apartaban de la pared de fuego, de su luz traicionera y del centinela del Consejo Blanco que les estaba haciendo pedazos.
—¡Duele, ¿eh?! —gritó Ramírez embriagado al tiempo que le lanzaba un último par de descargas a un necrófago que huía—. ¡Ay! ¡Ay, duele! ¡Me duele el alma de ser tan bueno!
Se oyó un sonido sibilante, un destello de acero, y uno de los cuchillos de Vitto Malvora se clavó en el estómago de Ramírez con tanta fuerza que levantó al joven del suelo y lo derribó.
—¡Hombre herido! —gritó Marcone. Estábamos lo bastante cerca del portal para poder ver la luz azul pálida que se derramaba por él. Marcone agitó la mano para llamar la atención con sus gestos y señaló con el dedo a Ramírez y luego a Hendricks. Los hombres armados (tenían que ser mercenarios, ninguna banda de matones criminales era tan disciplinada) se adelantaron para hacerse cargo de los heridos, arrastraron a Ramírez hacia el portal y llevaron a empujones a los esclavos hacia la entrada.
Me desprendí, tambaleante, de la ayuda de Justine y me fui directo hacia Ramírez; el cuchillo se le había clavado en el abdomen con mucha fuerza. Ramírez llevaba puesto un chaleco de Kevlar, que no servía de mucho ante objetos afilados y puntiagudos pero que, al menos, impidió que la empuñadura del cuchillo atravesara el músculo y dañara los tejidos blandos. Sabía que había algunas arterias importantes por la zona y, más o menos, dónde estaban ubicadas, pero no hubiera sabido decir si el cuchillo se encontraba en el ángulo adecuado para afectarlas. Su rostro estaba terriblemente pálido y parpadeó confuso cuando los soldados comenzaron a arrastrarlo por el suelo. Sus piernas se alzaron débilmente y el cuchillo entró en su campo de visión.
—Maldita sea, Harry —dijo con la voz entrecortada—. Hay un cuchillo en mi pierna. ¿Cuándo ha ocurrido eso?
—En el duelo —le dije—. ¿No te acuerdas?
—Pensé que me había torcido el tobillo —dijo Ramírez. Acto seguido volvió a parpadear—. Por todos los demonios. Hay un cuchillo en mi estómago. —Contempló ambas armas—. Y son iguales.
—Estate quieto —le advertí. Vampiros, esclavos y mercenarios estaban saltando al otro lado del portal en aquellos momentos—. No te muevas demasiado, ¿de acuerdo?
Empezó a decir algo, pero un vampiro con un ataque de pánico le golpeó una pierna al pasar. La cara de Ramírez se retorció de dolor y, de pronto, la expresión se le aflojó y sus ojos parpadearon hasta cerrarse. Vi su bastón en el suelo y lo cogí para que los hombres que lo transportaban se lo llevaran también. Mientras, la mayoría de los vampiros en retirada seguían luchando contra el asalto de los entregados demonios.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Marcone a uno de los soldados.
El hombre consultó su caro cronómetro suizo, de esos con resortes y engranajes, nada digital.
—Tres minutos, once segundos.
—¿Cuántas cargas?
—Seis dobles —respondió.
—¡Eh! —le espeté a Marcone—. Un poco ajustado, ¿no?
—Un poco más y no hubiera servido de nada —dijo Marcone—. ¿Puede caminar?
—Sí —le espeté.
—Puedo conseguir a alguien que lo ayude —dijo Marcone en un tono muy amable y sincero.
—Déjese de rollos —gruñí—. ¡Murphy!
—¡Aquí! —me contestó. Estaba entre los últimos que se retiraban de la embestida de los necrófagos. Su pequeña arma automática, el Volvo de las armas de fuego, le colgaba del arnés del hombro y sostenía mi 44 con ambas manos de una manera casi cómica, ya que era demasiado grande para ella.
—Ramírez tiene un cuchillo en el estómago —le conté—. Necesito que cuides de él.
—Es el otro centinela, ¿verdad?
—Sí —dije—, ya ha atravesado el portal.
—¿Y tú?
Sacudí la cabeza y me aseguré de que mi guardapolvos seguía cubriendo la mayor parte de mi cuerpo.
—Malvora continúa rondando. Podría tratar de cerrar nuestro portal o de probar otro hechizo. Tengo que ser uno de los últimos en pasar.
Murphy me lanzó una mirada escéptica.
—Pareces a punto de caerte redondo al suelo. ¿Tienes energía para hacer más magia?
—Es cierto —le dije, y le ofrecí mi bastón—. Tal vez deberías hacerlo tú.
Ella me dedicó una mirada dura.
—A nadie le gustan los listillos, Harry.
—¿Estás de broma? Mientras el listillo se dirija a otra persona, la gente los adora. —Le brindé una media sonrisa—. ¡Fuera de aquí! —le exhorté.
—¿Cómo vamos a volver a entrar? —me preguntó—. Thomas nos llevó hasta allí, pero…
—Os volverá a llevar —le dije—. O alguno de los otros. O Ramírez, si algún idiota no lo mata tratando de ayudarlo.
—Si no te importa, prefiero que lo hagas tú, Harry. —Me acarició la mano y salió a través del amplio óvalo que era el portal. La vi apresurarse a través de una capa de nieve que le cubría los tobillos hasta lo que parecía ser un refugio de pinos donde Ramírez yacía sobre su capa sin apenas fuerzas. Los esclavos parecían confundidos, como era lógico y normal, y con frío, que teniendo en cuenta su vestuario, también lo era.
—¡Han pasado todos los nuestros! —gritó el soldado de Marcone—. ¡Dos minutos, quince segundos!
Y tenía que gritar. Los necrófagos más cercanos estaban a unos diez metros de distancia, luchando decididamente contra, a falta de un término más cliché, una delgada línea blanca de vampiros Raith. En ella estaba mi hermano, que no paraba de lanzar sus dos cuchillos al aire.
—¡Vamos! —dijo Marcone. El soldado pasó al otro lado y Marcone se acercó a mí con una escopeta nueva entre las manos—. ¿Dresden?
—¿A qué está esperando para marcharse?
—Por si no lo recuerda —dijo—, nuestro trato consistía en que lo sacara de aquí con vida. No me iré hasta que lo haya hecho. —Hizo una pausa y añadió—: Siempre y cuando, claro está, eso ocurra en los próximos dos minutos.
Desde mi posición podía ver tres montones dobles de explosivo C4 con detonadores incrustados en su blanda superficie, cada uno de ellos equipado con un preciso reloj tradicional. Estas eran las cargas simples del suelo, las otras tres debían de estar fijadas a las paredes de la caverna. No tenía ni idea de cuál sería su capacidad de destrucción, pero podía suponer que no sería muy divertido encontrarse allí cuando estuviera en todo su apogeo. Vaya, los pobres necrófagos se iban a quedar para ver los fuegos artificiales.
—¡Thomas! —exclamé—. ¡Es hora de irse!
—¡Vamos! —gritó mi hermano. El resto de vampiros que luchaban con él se separaron de la línea y huyeron por el portal, a excepción de uno, una mujer Raith alta que…
Parpadeé. Mierda. Era Lara.
Los vampiros pasaron a mi lado en dirección al paso. Thomas y su hermana se quedaron solos frente a la horda de necrófagos de dos metros y medio. Se enfrentaban a ellos y estaban logrando rechazarlos.
La piel de Thomas resplandecía más fría y blanca que el hielo glacial, sus ojos brillaban plateados y se movía a una velocidad vertiginosa y con una gracia totalmente inhumana. Su sable no dejaba de moverse, cortando y dibujando en el aire un flujo constante de sangre causado por los golpes devastadores de sus kukris.
(Ah, vale, así se llamaba ese cuchillo arqueado hacia dentro. Sabía que me acabaría acordando.)
Lara se movía a la par que él, agitando en la medianoche sus húmedos cabellos y el desgarrado quimono de seda. Le cubría las espaldas a Thomas como un manto que colgara de sus hombros. No era más débil que su hermano menor, era incluso más rápida, y la espada corta de hoja ondulada esparcía a su paso las macabras entrañas de sus enemigos. Los dos esquivaban las continuas acometidas y repartían su mortífera violencia de un enemigo a otro.
En última instancia su lucha era inútil; por valientes y sorprendentes que fueran sus acciones, estaban condenadas al fracaso. No importaba lo letal que demostraran ser Thomas y Lara, o cuántos demonios cayeran gritando al suelo, la sangre negra volvía a entrar de nuevo en los cuerpos y los necrófagos derribados volvían a levantarse y a luchar otra vez. La mayoría de los que regresaban a la lucha, con renovado vigor y furia, seguían mutilados horriblemente. Algunos perdían parte de las entrañas y unas viscosas cuerdas grises asomaban de su cuerpo. En otros casos, habían desaparecido amplias secciones de sus cráneos. Hubo dos que entraron en la refriega sin brazos, con la sola intención de morder con sus mandíbulas repletas de afilados dientes. Al lado de la belleza de los vampiros, hermano y hermana, los cuerpos de los necrófagos deformados por las graves lesiones parecían si cabe más monstruosos, incluso más viles.
—Dios mío —dijo Marcone en voz baja—. Es la pesadilla más hermosa que he visto jamás.
Estaba en lo cierto. Era algo hipnótico.
—¿Tiempo? —le pregunté con la voz áspera.
Consultó su propio cronómetro.
—Un minuto y cuarenta y ocho segundos.
—¡Thomas! —grité—. ¡Lara! ¡Ahora!
Al oírme, los dos se separaron y aceleraron hacia el portal, algo que no esperaban los necrófagos.
Me di la vuelta para marcharme. Y fue entonces cuando lo sentí.
Un pulso sordo, un latido de un poder que a la vez parecía extraño y familiar, una sensación nauseabunda y mareante y, al final, una súbita puñalada de energía.
No fue un ataque mágico. Un ataque de este tipo es un acto de fuerza que se puede predecir, contraatacar o mitigar de alguna manera. Aquello era algo mucho más existencial. Simplemente se impuso a todo lo demás, y su propia existencia dictó una nueva realidad.
Un pensamiento afilado se estrelló contra mi ser como un verdadero golpe físico. De hecho, no era un único pensamiento, sino una mezcla, un cóctel de emociones tan fuertes, tan intensas, que me instó a postrarme de inmediato de rodillas en el suelo. Me inundó la desesperación. Estaba muy cansado. Había luchado y luchado solo para lograr un caos primario, lo que convertía al conjunto de mi esfuerzo en algo inútil. Mis verdaderos amigos habían sido heridos de gravedad o se habían marchado y me habían dejado allí, en aquella caverna infernal. Los que quedaban a mi lado eran monstruos, de uno u otro bando, incluso mi hermano, que había regresado a su forma monstruosa al haberse alimentado de otros seres humanos.
El terror también me afectaba. Estaba paralizado, rodeado de demonios de una resistencia imposible de describir. Se precipitarían hacia mí en cuestión de segundos. Había caído delante del portal, frente a él, y aunque el movimiento físico estaba fuera de mis posibilidades, vi que todo el mundo se había lanzado al suelo, tan vulnerables al ataque como yo, si bien el portal seguía abierto. Vampiros, esclavos y guerreros mortales, todos habían caído por igual.
La culpa fue mi siguiente sentimiento. Murphy. Carlos. Había hecho que los mataran.
Inútil. Todo había sido inútil.
EL cronómetro de Marcone yacía en el suelo cerca de su mano extendida y sin fuerzas. Había caído a mi lado. La segunda manecilla giraba deprisa, al igual que la de los relojes que controlaban las cargas de C4, la más cercana de ellas a unos tres metros de distancia de nosotros.
Entonces lo entendí. Aquel era el ataque de Vittorio Malvora. Él había lanzado aquel espantoso y paralizante brebaje proveniente de lo más oscuro del alma mortal. Al igual que los Raith creaban deseo, los Malvora creaban miedo y los Skavis desesperación. Vitto había ido más allá. Había tomado lo peor del alma humana y había forjado con ello un arma venenosa y mortal.
Y yo no había sido capaz de hacer absolutamente nada para detenerlo.
Me quedé mirando el cronómetro de Marcone y me pregunté qué nos mataría primero, si los necrófagos o la explosión.