Capítulo 43
No me desperté hasta que llegamos a casa, y solo lo justo para entrar como pude y tirarme en la cama. Estuve fuera de combate durante seis horas, al cabo de las cuales me desperté con la espalda sumida en un fuerte calambre muscular. Hice unos cuantos ruidos patéticos e involuntarios y Ratón, tumbado junto a mi cama, se levantó y salió corriendo de la habitación.
Molly apareció desde la sala de estar un momento después.
—¿Harry? ¿Qué pasa?
—Espalda —dije—. Mi espalda. La maldita fulana de la vampiresa. Me ha dejado sin cuello.
Molly asintió y desapareció. Cuando regresó portaba un pequeño bolso negro.
—Anoche te movías de manera extraña, así que después de dejarte aquí le cogí prestada a madre su bolso de las medicinas. —Sacó un frasco—. Relajante muscular. —Me enseñó un tarrito—. Bálsamo de tigre. —Levantó un frasco de plástico con unos polvos—. Y una mezcla de hierbas de té que Shiro encontró en el Tíbet. Es muy bueno para el dolor de las articulaciones. A mi padre le encanta.
—Padawan —le dije—, te voy a doblar el sueldo.
—No me pagas, Harry.
—Entonces te lo triplico.
Me brindó una amplia sonrisa.
—Y estaré encantada de prepararlo todo en cuanto prometas contarme todo lo que ha pasado. Lo que puedas, me refiero. Ah, y la sargento Murphy ha llamado. Quería que la avisara cuando te despertaras.
—Llámala —le pedí—. Y claro que te voy a contar lo que ha pasado. ¿Me puedes traer agua?
Fue a por un vaso, pero necesité ayuda para incorporarme lo suficiente y poder beber. Fue bastante embarazoso. Y lo fue más aún cuando me quitó la camisa con una desgana clínica e hizo una mueca al ver los moratones. Me dio los relajantes musculares y me aplicó el bálsamo de tigre. Dolía como un demonio. Diez minutos. Luego la cosa comenzó a funcionar y la ausencia de dolor se convirtió en una droga en sí misma.
A los veinte minutos de haber tomado una taza de aquel té que sabía horrible pude mover el cuello, levantarme y caminar hasta el cuarto de baño para ducharme y ponerme ropa limpia. Fue algo celestial. Nada como una experiencia cercana a una muerte de pesadilla para apreciar pequeños detalles de la vida como la limpieza. Y no estar muerto.
Le dediqué un minuto de atención a Míster, aunque al parecer había dormido con Molly, ya que aceptó treinta segundos de mis caricias y me descartó en cuanto estuvo seguro de que estaba de una pieza. Normalmente necesita algo de tiempo despatarrado en el regazo de alguien para ser él mismo. En su lugar acaricié a Ratón, que disfrutó de ello como era su deber y luego fue a comer algo y a sentarse en la silla frente al sofá donde se encontraba Molly.
—La sargento Murphy está de camino —me informó Molly.
—Bien —respondí.
—Bueno, cuéntame.
—Tú primero.
Me miró algo exasperada y comenzó a hablar.
—Me quedé sentada en el coche, invisible, durante una hora más o menos. Ratón me hizo compañía. No pasó mucho más. Las campanas comenzaron a sonar, los hombres a gritar y disparar y se fue la luz. Unos minutos después hubo una gran explosión, hasta el retrovisor se movió de su sitio. Entonces Ratón se puso a hacer ruido como dijiste que haría y conduje hasta la puerta principal, donde él se bajó y regresó después contigo.
La miré un momento, sorprendido.
—Eso suena muy aburrido.
—Pero daba miedo —dijo Molly—. Estaba muy tensa. —Respiró hondo y confesó—: Tuve que vomitar dos veces, sola allí sentada. Estaba muy nerviosa. No sé si… si voy a estar hecha para este tipo de cosas, Harry.
—Gracias a Dios —dije—. Estás cuerda. —Le di unos bocados a la comida y añadí—: Necesito que me digas cuánto quieres saber.
Molly parpadeó y se incorporó un poco hacia mí.
—¿Qué?
—Puedo contarte muchas cosas —dije—. Una parte son solo negocios. Otra es peligrosa para ti saberla. Podría incluso crearte unas obligaciones que no te gustarían demasiado.
—¿Entonces no me vas a contar esa parte?
—No he dicho eso —la contradije—. Estoy dispuesto a hacerlo, pero estarías más segura y serías más feliz si no supieras ciertas cosas. No quiero ponerte en peligro o crearte la sensación de que tienes que actuar sin darte primero la oportunidad de decidir.
Molly me observó mientras yo masticaba mis cereales. Entonces frunció el ceño y se miró las manos durante un rato.
—Entonces, por ahora, dime lo que crees que necesito saber.
—Buena respuesta —repliqué con calma.
Le hablé de la Corte Blanca, del desafío y el duelo, de la traición de Vittorio y de que, a pesar de la aparición de los necrófagos, yo tenía mis propios refuerzos en el Más Allá.
—¡¿Qué?! —dijo Molly—. ¿Cómo hiciste eso?
—Thomas es un vampiro —expliqué—. Cuentan con la habilidad de cruzar al Más Allá por ciertos lugares.
—¿Qué clase de lugares? —preguntó Molly.
—Lugares que son, eh… relevantes para ellos de alguna manera.
—¿Te refieres a lugares de lujuria?
Tosí y seguí comiendo cereales.
—Sí. Y lugares donde les han ocurrido cosas significativas. En el caso de Thomas, casi fue sacrificado por la secta de una sacerdotisa estrella del porno en aquellas cuevas hace unos años y…
—Lo siento —me interrumpió Molly—, pero me ha parecido oír que has dicho algo sobre la secta de una sacerdotisa estrella del porno.
—Sí —le confirmé.
—Oh —dijo, mirándome escéptica—. Lo siento entonces. Sigue.
—Bueno. Casi murió allí, entonces supe que podría volver a encontrar aquel lugar. Condujo allí a Marcone y a Murphy y esperaron a que yo abriera el portal.
—Ya veo —dijo Molly—. Y todos os echasteis encima de ese Vittorio y lo matasteis.
—No exactamente —dije, y le conté lo sucedido, sin mencionar nada de Lasciel o Cowl.
Molly parpadeó cuando terminé.
—Bueno. Eso lo explica entonces.
—¿Explica el qué?
—Durante toda la noche estuvieron pasando junto a las ventanas toda clase de pequeñas luces. No molestaban a Ratón. Pensé que tal vez se tratara de algo que habían enviado y supuse que los hechizos de protección lo mantendrían alejado. —Sacudió la cabeza—. Debían de ser todas esas pequeñas hadas.
—Andan todo el tiempo por ahí —dije—. Hacen falta muchas para que su presencia sea obvia. —Mastiqué Cheerios, pensativo—. Más bocas que alimentar. Supongo que será mejor llamar a Pizza Express y pedir lo de siempre o tendremos una especie de batalla de clanes de hadas pugnando por los derechos de la pizza en nuestras manos.
Cuando terminé el desayuno me di cuenta de que la espalda se me ponía de nuevo tensa. Me estaba estirando un poco cuando llegó Murphy. Todavía iba vestida con la ropa de fiesta de la noche anterior, llevaba además una mochila.
Tras arrodillarse para darle a Ratón un abrazo me sorprendió al darme otro a mí. También me sorprendió a mí mismo lo fuerte que se lo devolví.
A veces Molly mostraba una sabiduría impropia de su edad. Eso hizo cuando cogió las llaves de mi coche, me las enseñó y se fue sin decir palabra cerrando la puerta con fuerza tras de sí.
—Me alegro de que estés bien —le dije a Murphy.
—Sí —dijo. Su voz tembló un poco al pronunciar aquella única palabra. Respiró hondo y continuó hablando con mayor claridad—. Fue bastante terrible. Incluso comparado con lo que estás acostumbrado a pasar. ¿Qué tal?
—Nada de lo que no vaya a recuperarme —le dije—. ¿Has desayunado?
—No creo que mi estómago lo soporte después todo esto —aseguró.
—Tengo Cheerios —dije con el mismo tono que utilizaría para decir «chocolate negro con caramelo, almendras y crema».
—Oh, Dios —suspiró Murphy—. No sé si podré resistirme.
Nos sentamos en el sofá. Murphy dejó su pesada bolsa en la mesa de café y cogió Cheerios de un cuenco sin leche con los dedos.
—De acuerdo —le dije—. Lo primero es lo primero. ¿Dónde está mi pistola?
Murphy gruñó y señaló la bolsa con la cabeza. La cogí y la abrí. Mi 44 estaba dentro, al igual que la semiautomática de Murphy. La cogí para examinarla. Me la llevé al hombro para probarla.
—¿Qué demonios de arma es esta?
—Es una P90 —dijo Murphy.
—¿Plástico transparente? —pregunté.
—Ese es el cargador —me ilustró—. Así siempre puedes ver cuántas balas te quedan.
Gruñí.
—Es pequeña.
—¿Para un cigüeño hipertiroideo como tú? Claro.
Fruncí el ceño.
—Es completamente automática. Uf. ¿Hay algo que sea legal en esta arma? ¿Incluso para tus estándares?
Gruñó.
—No.
—¿Dónde la conseguiste? —pregunté.
—Kincaid —dijo—. Me la regaló el año pasado metida en una caja de bombones belgas.
Bajé el arma de mis hombros, le di la vuelta y miré la pequeña placa grabada en la culata.
—Siempre nos quedará Hawái —leí en alto—. ¿Qué demonios se supone que significa eso?
Las mejillas de Murphy se encendieron. Me quitó el arma, la metió en la bolsa y cerró la cremallera.
—¿Sabemos ya quién explotó mi coche?
—Es probable que fuera Madrigal —dije—. Le diste plantón para ese café, ¿recuerdas?
—Porque estaba ocupado secuestrándote y tratando de venderte en eBay —me recordó Murphy.
Me encogí de hombros.
—La venganza no equivale a la razón.
Murphy arrugó la frente poniendo aquella policiaca mirada sospechosa suya que estaba tan acostumbrado a ver.
—Tal vez. Pero no parece tener sentido. Le gustaba vengarse en persona.
—¿Entonces quién? —pregunté—. Vittorio no tenía ningún interés en llamar la atención de la policía. El agente de lord Skavis tampoco. Lara Raith y Marcone no utilizan bombas.
—Exacto —dijo Murphy—. Si no fue Madrigal, ¿quién?
—La vida es un misterio —reflexioné—. Es probable que fuera Madrigal. Tal vez uno de los otros tenía algún motivo que desconocemos para hacerlo. Tal vez nunca lo sepamos.
—Sí —dijo—. Odio eso. —Sacudió la cabeza—. Harry, un humano decente hubiera preguntado ya por sus amigos y compañeros heridos.
—He supuesto que si hubiera malas noticias, ya me las habrías dado —dije.
Me miró muy fijamente.
—Eso es tan típico de los hombres… —se quejó.
Sonreí.
—¿Cómo están todos?
—Ramírez está en el hospital. En la misma planta que Elaine, de hecho. Los estamos vigilando a los dos, de manera extraoficial, claro está.
Se refería a los policías. Murphy era buena gente.
—¿Cómo está Carlos?
—Cuando me fui tenía una operación pendiente, pero el médico asegura que su pronóstico es excelente mientras puedan evitar la infección. El cuchillo le abrió las tripas. Eso puede ser complicado.
Gruñí y aumentaron mis sospechas sobre dónde había ido Molly en mi coche.
—Saldrá adelante. ¿Y qué tal el pobre tipo del que abusaste?
—El señor Hendricks está allí con dos de los mercenarios. Marcone tiene a alguna de su gente vigilándolos también.
—Policías y ladrones —dije—. Una gran familia feliz.
—Me pregunto por qué se prestó Marcone a ayudar —comentó Murphy.
Me eché hacia atrás en el sofá y me froté la nuca. Extendí la mano y cerré los ojos.
—Lo soborné.
—¿Con qué? —preguntó Murphy.
—Un asiento a la mesa.
—¿Eh?
—Le ofrecí a Marcone la oportunidad de firmar los Acuerdos Unseelie como señor vitalicio.
Murphy permaneció callada unos instantes.
—Quiere continuar expandiendo su poder —apuntó. Pensó en ello otro minuto más—. O piensa que su poder puede verse amenazado por alguien del otro lado.
—Como los vampiros —expliqué—. La Corte Roja tenía el control de facto sobre la prostitución en Chicago hasta que el local de Bianca se quemó. Además, un agente de la Corte Blanca mató a una de sus prostitutas.
—¿Estamos seguros de que fue Madrigal?
—Yo lo estoy —afirmé—. No hay manera de probarlo, pero él era el único Raith involucrado en este asunto.
—Fue un accidente, más o menos —dijo Murphy—. Me refiero a que eliminara a una de las chicas de Marcone.
—En cualquier caso, está muerta —respondí—. Y Marcone no se queda quieto si alguien, quien sea, mata a uno de los suyos.
—¿De qué le sirve convertirse en…? ¿Qué era?
—Señor vitalicio —dije—. Significa que se adhiere a los derechos propios de los Acuerdos, por ejemplo, el derecho al desafío cuando alguien mate a sus empleados. Si algún poder sobrenatural trata de hacerle algo, tendrá la oportunidad de luchar y acabar ganando.
—¿Hay muchos de esos señores?
—No —dije—. Haré que Bob lo investigue. Tal vez veinte en todo el planeta. Dos dragones, Drakul (el original, no el pequeño Vlad), el Archivo, el presidente de Monoc Securities, una especie de gurú metamorfo semiinmortal de Ucrania… gente así. Los Acuerdos les permiten firmar como individuos y tienen los mismos derechos y obligaciones. La mayoría de la gente que considera la idea no está dispuesta a ser un buen anfitrión para un grupo de vampiros de la Corte Negra, y no quieren verse atrapados en una disputa entre los grandes poderes. No quieren ser objetivo de posibles desafíos, así que no muchos lo intentan. —Me froté la barbilla—. Nadie que sea solo humano lo ha intentado. Marcone es un pionero.
Murphy sacudió la cabeza.
—¿Y cómo lo convenciste para meterse en esto?
—Se necesita el voto de tres miembros actuales de los Acuerdos para poder firmar —expliqué—. Le prometí el mío.
—¿Puedes hablar por el Consejo respecto a ese tema?
—Cuando se trata de defender y proteger mi zona de responsabilidad como centinela, claro que puedo. Si al Consejo no le gusta, que no me hubieran obligado a aceptar el trabajo.
Murphy masticó los Cheerios, arrugó la nariz pensativa y me miró juiciosa.
—Estás usando a Marcone.
Asentí.
—Es solo cuestión de tiempo que alguien como Lara Raith trate de aumentar su poder en Chicago. Tarde o temprano me superarán en número y ambos sabemos que Investigaciones Especiales tendrá siempre las manos atadas con cinta roja y politiqueos. Si Marcone firma los Acuerdos, tendrá una fuerte motivación para oponerse a cualquier incursión así como los medios para hacerlo.
—Pero va a utilizar sus nuevos medios para asegurar su posición en el mundo real incluso con mayor firmeza —dijo Murphy—. Encontrará nuevos aliados, adquirirá nuevos recursos.
—Sí. Él también me está utilizando a mí. —Sacudí la cabeza—. No es una solución perfecta.
—No —reconoció Murphy—, no lo es.
—Pero es lo malo conocido.
Ninguno de los dos dijimos nada durante un rato.
—Sí —admitió Murphy—. Lo es.
Murphy me dejó en el hospital y fui directo a la habitación de Elaine.
La encontré dentro, vistiéndose. Se cubrió las piernas con unos vaqueros; eran tan esbeltas y fuertes como recordaba. Cuando abrí la puerta se giró, con la varita de espino en la mano.
—Tranqui, pistolera. No busco problemas —le dije con las manos en alto.
Elaine me miró burlona y guardó la vara en el pequeño estuche de cuero del cinturón de los vaqueros. No tenía buen aspecto, pero parecía bastante mejor que la última vez que la vi. Estaba un poco pálida y tenía los ojos hundidos y amoratados, pero conservaba sus fuerzas.
—No deberías sorprender a la gente de esa manera —me advirtió.
—Llamando a la puerta corría el riesgo de despertarte.
—Si hubieras llamado, te habrías perdido la ocasión sin igual de ver cómo me vestía —respondió.
—Touché. —Vi que había hecho una maleta. Mi estómago dio un pequeño vuelco, decepcionado—. ¿No deberías estar en la cama?
Sacudió la cabeza.
—¿Has intentado alguna vez tragarte la programación de la tele durante un día? Me alegré de que el aparato acabara reventando. Me volvería loca si permaneciera más tiempo ahí tumbada.
—¿Cómo te sientes?
—Mucho mejor —dijo Elaine—. Fuerte. Es otra razón para irme. No quiero tener una pesadilla y que mis poderes se carguen el respirador de un pobre abuelo.
Asentí.
—Entonces, ¿de vuelta a California?
—Sí, ya he hecho bastante daño en un solo viaje.
Me crucé de brazos y me apoyé en la puerta, observándola cepillarse el pelo y hacerse una coleta.
—¿Los cogiste? —me preguntó sin mirarme.
—Sí —dije.
Cerró los ojos, le dio un escalofrío y soltó el aire.
—De acuerdo. —Sacudió la cabeza—. No debería sentirme mejor por eso. A Anna no le va a servir de nada.
—Ayudará a otra mucha gente a largo plazo —dije.
De repente, lanzó el cepillo contra el pie de la cama.
—No vine aquí para ayudar a mucha gente sino a ella, maldita sea. —Miró el mango roto del cepillo y pareció desinflarse un poco. Lo arrojó hacia un rincón.
Me acerqué a ella y le puse una mano en el hombro.
—Acaba de llegarme una noticia a redacción. Elaine no es perfecta. Será portada en las noticias de las once.
Apoyó la mejilla en mi mano.
—Deberías saber que he conseguido una serie de compensaciones por parte de la Corte Blanca. Una indemnización para los familiares.
Parpadeó.
—¿Cómo?
—Mi encanto juvenil. ¿Me puedes conseguir la información de contacto de las familias de las víctimas? Haré que alguien les entregue el dinero.
—Sí —dijo—. Algunas no tenían a nadie, por ejemplo, Anna.
Gruñí y asentí.
—Creo que deberíamos usar ese dinero para construir algo.
Elaine me miró ceñuda.
—¿Qué?
Asentí.
—Para expandir la Ordo y construir una red de contactos. Crearemos un teléfono para las practicantes de clase media. Contactaremos con grupos similares en ciudades de todo el país. Correremos la voz de que si cualquier mujer se encuentra en algún tipo de aprieto sobrenatural, pueden contárselo a alguien a través de esa red. Tal vez si algo así vuelve a empezar podamos enterarnos pronto y pisar el fuego antes de que se propague. Impartiremos clases de defensa personal. Ayudaremos a la gente a coordinarse, cooperar, apoyarse los unos a los otros. Actuaremos.
Elaine se mordió el labio y me miró indecisa.
—¿Nosotros?
—Dices que quieres ayudar a la gente. Esto podría servir. ¿Qué me dices?
Se levantó, se puso de puntillas y me besó en los labios con suavidad. Después me miró fijamente, con los ojos brillantes y muy abiertos.
—Creo que a Anna le hubiera gustado mucho esa idea —me dijo en voz baja.
Ramírez se despertó tarde aquella noche, envuelto en vendajes y con la pierna herida en alto, y yo estaba a su lado cuando ocurrió. Lo habitual hubiese sido que el que se despertara desorientado, confuso y dolorido fuese yo.
Le di unos minutos para que se recompusiera antes de echarme hacia delante en la silla y revelar mi presencia.
—¿Qué tal, tío? —lo saludé.
—Harry —dijo áspero—. Sed.
Antes de que acabara de decirlo, cogí la pequeña botella de agua helada que habían dejado cerca de la cama y le puse la pajita entre los labios.
—¿Puedes sostenerla solo o lo hago yo?
Me miró con un poco de odio, levantó una mano y sostuvo la botella débilmente. Bebió un poco y apoyó luego la cabeza en la almohada.
—De acuerdo, ¿es grave?
—Bueno —dije—. Vivirás.
—¿Dónde estoy?
—En el hospital —le informé—. Estable. He llamado a Escucha el Viento y va a venir a recogerte por la mañana.
—¿Ganamos?
—Los malos hicieron bum —dije—. El rey Blanco sigue en el trono. El proceso de paz va a seguir adelante.
—Cuéntame.
Le relaté los últimos minutos de la batalla, salvo el papel de Lash.
—Harry Dresden —murmuró Ramírez—. La bola de cañón humana.
—Bang, bum, directo a la luna.
Sonrió un poco.
—¿Te cargaste a Cowl?
—Lo dudo —dije—. Estaba justo al lado del portal. Apuesto diez a uno a que cuando me vio escapar por la salida volvió dentro y lo cerró. De hecho, estoy bastante seguro de que lo hizo. Si hubiera habido un portal abierto allí dentro, la explosión se hubiera extendido al otro lado. No creo que nos hubiera lanzado tan fuerte.
—¿Y qué pasó con Vitto?
Sacudí la cabeza.
—Vitto estaba bastante ido antes de que las bombas explotaran. Estoy casi seguro de que nos lo cargamos, y a los necrófagos también.
—Fue una buena idea tener a ese ejército esperando, ¿eh? —dijo Ramírez con un leve soniquete en la voz.
—Eh —dije—, es tarde. Debería dejarte descansar.
—No —bramó Ramírez, ganando fuerza en la voz—. Tenemos que hablar.
Me senté un rato para recomponerme.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo unido que estás a los vampiros —explicó—. Sobre tus tratos con asquerosos gánsteres. Reconocí a Marcone. He visto su foto en los periódicos. —Sacudió la cabeza—. Dios mío, Harry. Se supone que estamos en el mismo bando. Se llama confianza, tío.
Quería escupir algo hostil, venenoso y bien merecido. Me controlé.
—Vaya. Un centinela que no confía en mí. Vaya cambio.
Ramírez pestañeó sorprendido.
—¿Qué?
—No te preocupes, estoy acostumbrado —me quejé—. Morgan ha estado metiendo las narices en cada rincón de mi existencia durante toda mi vida adulta.
Ramírez me miró un momento antes de soltar un débil gruñido.
—Saluden todos a la reina del drama, Harry Dresden… —Sacudió la cabeza—. Estoy hablando de que tú no confías en mí, tío.
Mi respuesta, llena de creciente rabia, murió antes de llegar a mi garganta.
—¿Qué?
Ramírez sacudió de nuevo la cabeza, cansado.
—Permíteme hacer algunas suposiciones. Una, no confías en el Consejo. Nunca lo has hecho, pero en los últimos tiempos ha sido peor. En especial, desde lo de Nuevo México. Crees que quienquiera que le está pasando información a los vampiros es un pez bastante gordo, y cuanto menos sepan en el Consejo de lo que haces, mejor.
Lo miré fijamente sin decir nada.
—Dos. Hay un nuevo jugador en este juego. Cowl está en el nuevo equipo. No sabemos quiénes son, pero parece que se les pone dura con la idea de joder a todo el mundo por igual, ya sean vampiros, mortales, magos o lo que sea. —Suspiró—. No eres el único que se ha dado cuenta de estas cosas, Harry.
Gruñí.
—¿Cómo los llamas?
—Los capuchas negras, en honor a nuestro amigo con ínfulas de nazgul, ese tal Cowl. ¿Y tú?
—El Consejo Negro —dije.
—Oooh —murmuró Ramírez—. El tuyo es mejor.
—Gracias —dije.
—¿Y el gánster? —preguntó Ramírez.
—Es una serpiente —reconocí—. Pero su palabra es buena. Madrigal y Vitto mataron a uno de los suyos. Sé que no trabaja para la organización de Cowl.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque Marcone trabaja para Marcone.
Ramírez abrió las manos débilmente.
—¿Tan difícil era hablar conmigo, Dresden?
Me eché hacia atrás en la silla. Mis hombros se relajaron de repente y me temblaron un poco. Cogí aire y lo solté unas cuantas veces.
—No —dije entonces.
Ramírez gruñó amable.
—Idiota.
—¿Crees que debería hablar con el merlín?
Ramírez abrió un ojo.
—¿Estás de broma? Te odia a muerte. Hará que te declaren traidor, te encierren y te ejecuten antes de que acabes la primera frase. —Cerró de nuevo el ojo—. Pero estoy contigo, tío. Hasta el final.
Cuando pasas por algo como lo que le había sucedido a Ramírez no tienes mucho aguante; se quedó dormido sin darse cuenta siquiera.
Me quedé allí sentado el resto de la noche hasta que Escucha el Viento, miembro del Consejo de Veteranos, llegó con su equipo de médicos antes del amanecer.
No se deja solo a un amigo herido.
Al día siguiente, llamé a la puerta de «Gimnasio para ejecutivos» y entré sin esperar respuesta.
—Esta noche te visitarán tres espíritus —anuncié—. Los fantasmas de la acusación pasada, presente y futura. Te enseñarán el verdadero significado de «todavía eres un criminal de mierda».
Marcone estaba sentado tras el escritorio con Helen Beckitt. Bueno, Helen Demeter, más bien. Llevaba su sugerente traje profesional y estaba sentada en el regazo de Marcone. El pelo y el vestido parecían algo alborotados. Marcone tenía el tercer botón de la camisa desabrochado.
Maldije mi sentido de la oportunidad. Si hubiera llegado diez minutos después, hubiera abierto la puerta en plena acción y hubiera sido infinitamente más extraño.
—Dresden —dijo Marcone en un tono amable. Helen no se movió de su posición ni hizo ademán de ello—. Es agradable verlo con vida. Y veo que su sentido del humor no ha cambiado, lo cual no me sorprende, ya que debió de morir en la adolescencia; supongo que hizo un pacto suicida con sus modales.
—Su buena opinión significa un mundo para mí —dije—. Veo que salió del Más Allá.
—Fue fácil —dijo Marcone—. Tuve que disparar a algunos de los vampiros una vez nos alejamos de la lucha. No me gustó la manera en la que estaban tratando de coaccionar a mis empleados.
—Demonios —suspiré—. ¿Mató a alguno?
—No fue necesario. Les disparé lo justo para dejar claras mis intenciones. Tras eso, nos entendimos perfectamente los unos con los otros, igual que usted y yo.
—Tengo entendido que ajustó las cuentas con los asesinos de Anna, señor Dresden —dijo Helen—. Contando con ayuda, por supuesto.
Marcone me sonrió con aquella ilegible sonrisa suya.
—La gente que lo hizo ya no la molestará más —le prometí—. Y la mayoría de los instigadores han tenido un temprano retiro. —Miré a Marcone—. Con ayuda.
—Pero no todos, ¿verdad? —preguntó Helen.
—Todos los que han podido responder por sus actos lo han hecho —aseguró Marcone—. Es poco probable que consigamos a más.
Algo me impulsó a intervenir.
—Y estoy tomando medidas para prevenir o mitigar esta clase de circunstancias en el futuro. Aquí y en cualquier parte.
Helen ladeó la cabeza, pareciendo comprender el sentido de mis palabras. Entonces asintió.
—Gracias —dijo en voz muy baja.
—Helen —dijo Marcone—, ¿tendrías la bondad de excusarnos unos momentos?
—No será mucho tiempo —añadí—. No me gusta estar aquí.
Helen sonrió ligeramente y se levantó del regazo de Marcone.
—Si le hace sentir mejor, señor Dresden, debería saber que a él tampoco le gusta tenerlo aquí.
—Debería ver lo que suben las primas de mi seguro tras una visita suya, Dresden. —Sacudió la cabeza—. Y me llaman a mí extorsionador. Helen, ¿puedes decirle a Bonnie que me traiga ese archivo?
—Claro.
Helen se marchó. Bonnie, la saludable morena con el ajustado vestuario de gimnasia, apareció con una carpeta manila, me dedicó una sonrisa Colgate y volvió a marcharse. Marcone abrió la carpeta, sacó un puñado de papeles y comenzó a hojearlos. Llegó a la última página, le dio la vuelta, la deslizó hacia mí sobre la mesa y sacó una pluma de su bolsillo.
—Este es el contrato que me mandó por fax. Firme ahí, por favor.
Me acerqué al escritorio, cogí todas las hojas y las leí desde la primera a la última. No se firma nunca un contrato sin leerlo antes, seas o no seas mago. Si lo eres, es incluso más importante todavía. La gente hace bromas sobre vender su propia alma o al hijo primogénito. En mi mundo, eso es posible.
Marcone pareció aceptarlo. Entrelazó las manos en la mesa y esperó a que terminara de leer con la paciencia de un gato bien alimentado.
El contrato era el clásico para aprobar un nuevo firmante en los Acuerdos y, aunque había hecho que lo volvieran a escribir a máquina, Marcone no había cambiado ni una coma. Probablemente. Seguí leyendo.
—Fue usted quien sugirió el apellido Demeter a Helen, ¿verdad? —le pregunté sin dejar de leer.
La expresión de Marcone nunca cambiaba.
—Sí.
—¿Cómo está Perséfone?
Me miró.
—Perséfone —continué—. La hija de Demeter. Se la llevó el señor del inframundo.
Los ojos de Marcone se volvieron fríos.
—La retuvo allí en Hades, pero Demeter congeló el mundo entero hasta que los otros dioses le convencieron de que devolviera a Perséfone a su madre. —Pasé de página—. La niña que está en coma en un hospital de alguna parte y a la que visita todas las semanas es la hija de Helen, ¿verdad? La pobre chica que se cruzó en uno de sus tiroteos.
Marcone no se movió.
—El artículo del periódico aseguraba que murió —añadí.
Leí varias páginas antes de que Marcone respondiera.
—Tono Vargassi, el que supongo que era mi predecesor, tenía un hijo. Marco. Marco decidió que me había convertido en una amenaza para su estatus en la organización. Fue él quien disparó.
—Pero la niña no murió —afirmé.
Marcone sacudió la cabeza.
—Aquello colocó a Vargassi en una situación difícil. Si la niña se recuperaba, podría identificar a su hijo como el autor de los disparos y ningún jurado dudaría a la hora de enviar a un matón que había disparado a una bonita niña pequeña a la cárcel. Pero si la niña moría y acusaban a Marco, tendría que afrontar un cargo de asesinato.
—Y los que matan a niñas pequeñas en Illinois se llevan la inyección —dije.
—Exacto. Había mucha corrupción en aquella época…
Gruñí.
La pequeña sonrisa de Marcone regresó un momento.
—Perdón. Digamos que Vargassi usó con mano firme su influencia en los asuntos oficiales. Hizo que la chica fuera declarada muerta. Convenció al forense para que firmara unos papeles falsos y escondió a la niña en otro hospital.
Gruñí.
—Si Marco era identificado como el autor y llevado a juicio, Vargassi se sacaría de la manga a la niña. Mirad, no está muerta. Juicio nulo.
—Era una posibilidad —respondió Marcone—. Y si las cosas se tranquilizaban, simplemente borrarían los archivos pasado un tiempo.
—Y a ella —dije.
—Sí.
—¿Qué fue del viejo Tony Vargassi? —pregunté.
Vi un destello en los dientes de Marcone.
—Su paradero es desconocido. Igual que el de Marco.
—¿Cuándo se enteró usted del asunto de la niña?
—Dos años después —explicó—. Se montó todo a través de una empresa ficticia. Podría seguir… —Apartó los ojos de mí—. Así indefinidamente. Nadie sabría quién era, ni cuál era su nombre.
—¿Lo sabe Helen? —le pregunté.
Sacudió la cabeza y permaneció callado otro momento.
—No puedo traer a Perséfone de vuelta de Hades. Helen quedó devastada por la muerte de la niña y su mundo sigue congelado. Si supiera que su hija fue… atrapada… que está allí tendida viviendo a medias… —Sacudió la cabeza—. Destrozaría su mundo, Dresden. No puedo permitirlo.
—He notado —dije con calma— que la mayoría de las señoritas que trabajan aquí tienen la edad de su hija.
—Sí.
—No es que sea una manera muy saludable de recuperarse.
—No —reconoció Marcone—, pero es lo que le queda.
Pensé en ello mientras seguía leyendo. Tal vez Helen merecía saber lo de su hija. Demonios, era probable que así fuera. Marcone era muchas cosas, pero no era tonto. Si pensaba que conocer el destino de su hija destrozaría a Helen, probablemente tenía razón. Estaba claro que ella debía saberlo, pero ¿tenía yo derecho a tomar esa decisión?
Seguro que no, ni aunque Marcone me perdonara la vida si lo hacía. Demonios, es probable que tuviera menos derecho a decidir sobre aquello que el propio Marcone. Él había invertido mucho más en la niña y su destino que yo.
Porque ese fue el secreto que vi en la visión del alma que le hice al caballero Johnnie Marcone hace años. El secreto que le daba la fuerza y la voluntad para gobernar las duras calles; se sentía responsable por la niña pequeña que paró una bala destinada a él.
Se había apoderado del mundo del crimen de Chicago con una eficacia inigualable, limitando siempre la violencia. Un par de personas sin relación con el hampa resultaron heridas en una pelea entre bandas. No se volvió a saber nada de los responsables. Siempre pensé que aquello se debió a que Marcone era un manipulador nato que pretendía mostrarse como una alternativa preferible a otros criminales sin escrúpulos que ocuparían su lugar si la poli lo detenía a él.
Nunca hubiera imaginado que le importara una mierda que gente inocente resultara herida.
Vale, pero aquello no cambiaba nada. Lideraba un negocio que mataba a más gente que cualquier daño colateral. Seguía siendo un criminal. Uno de los malos.
Pero…
Era lo malo conocido. Y es probable que pudiera ser peor.
Llegué a la última página y encontré espacio para tres firmas. Dos ya estaban.
—¿Donar Vadderung? —le pregunté a Marcone.
—El presidente de Monoc Securities —respondió—. Oslo.
—Y Lara Raith —murmuré.
—Firmando en nombre de su padre, el rey Blanco, quien, obviamente, está al cargo de la Corte Blanca. —Había un rastro de ironía en la voz de Marcone. No se tragó el espectáculo de marionetas.
Miré el espacio en blanco.
Lo firmé y me fui sin decir palabra.
No es un mundo perfecto. Lo hago lo mejor que puedo.
—Uh —exclamó la calavera de Bob mirando mi mano izquierda—. Parece que…
Estaba sentado en mi laboratorio con la mano extendida sobre la mesa para que la calavera examinara la palma.
Tuve una marca en ella durante años, una impecable porción de piel con la forma perfecta del sigilo angelical que era el nombre de Lasciel, intacta entre las cicatrices de las quemaduras.
La marca ya no estaba.
En su lugar había un parche irregular de piel sin quemar.
—Parece que ya no hay marca —dijo Bob.
Suspiré.
—Gracias, Bob —dije—. Siempre es bueno tener una opinión profesional.
—Bueno, ¿qué esperabas? —dijo Bob. La calavera se giró en la mesa y se inclinó hacia arriba para mirarme—. ¿Y dices que la entidad ya no te responde?
—No. Y siempre aparecía en cuanto la llamaba.
—Ummm, interesante —opinó Bob.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Bueno, por lo que me has contado, el ataque psíquico que la entidad bloqueó para ayudarte fue bastante severo.
Sentí un escalofrío al recordarlo.
—Sí.
—Y el proceso que utilizó para acelerar tu cerebro y el escudo fue igualmente traumático.
—Cierto. Me dijo que podría causarme daños cerebrales.
—Así es —dijo Bob—. Creo que fue así.
—¿Eh?
—¿Ves lo que digo? —me preguntó Bob alegremente—. Ya estás espeso.
—Harry coger martillo —dije—. Aplastar estúpida calavera parlante.
Para ser un tipo sin piernas daba marcha atrás con cierta gracia y rapidez.
—Tranquilo, jefe, no te emociones. No obstante, lo del daño cerebral es cierto.
Fruncí el ceño.
—Explícate, por favor.
—Bueno, ya te expliqué que la entidad en tu cabeza era como una grabación del auténtico Lasciel, ¿recuerdas?
—Sí.
—La grabación estaba escrita en tu cerebro, en zonas que no usas.
—Cierto.
—Creo que ahí es donde está el daño. Quiero decir que, ahora que te miro, tu cabeza está llena de agujeros, jefe.
Parpadeé y me pasé los dedos por la cabellera.
—A mí no me lo parece.
—Eso es porque tu cerebro no siente las heridas. Solo percibe las del resto de tu ser. Pero te digo que hay daños. Creo que ha borrado a la entidad.
—Borrado… ¿Te refieres a que…?
—La ha matado —dijo Bob—. Técnicamente nunca estuvo viva, era una construcción. Digamos que ha sido deconstruida y…
Fruncí el ceño.
—¿Y qué?
—Y te falta un pedazo de ti.
—Estoy seguro de que me hubiera dado cuenta de una cosa así —dije.
—Tu cuerpo no —repuso Bob—. Tu fuerza vital. Tu chi. Tu alma.
—Vaya, espera un momento. ¿Parte de mi alma ha desaparecido?
Bob suspiró.
—La gente se excita mucho cuando escucha esa palabra. Una parte de ti que no es meramente física, sí. Puedes llamarla como quieras. Te falta un poquito, así que tampoco hace falta que te entre el pánico.
—¿Parte de mi alma ha desaparecido y se supone que no debo preocuparme por ello? —pregunté.
—Pasa muchas veces —aseguró Bob—. Compartiste un pedazo con Susan y ella contigo. Es lo que te protegió de Lara Raith. También intercambiaste un poco con Murphy hace poco, parece que… deben de haberte dado un abrazo o algo. De verdad, Harry, deberías tirártela y acabar de…
Metí la mano debajo de la mesa, cogí un martillo y miré a Bob de pleno.
—Está bien, vale —masculló—. Volvamos al asunto. ¡Ah!, tu alma. Entregas partes de ella todo el tiempo. Algunas se van con la magia. Vuelven a crecer. Relájate, jefe.
—Si no es tan importante —quise saber—, ¿entonces por qué dices que es tan interesante?
—Oh, bueno —dijo Bob—. Es energía, ya sabes. Y me pregunto si tal vez… tal vez… Mira, Harry, había un poco de la energía de Lasciel en ti, apoyando a la entidad y dándote acceso al fuego infernal. Eso se ha desvanecido ya, pero la entidad debía de tener alguna clase de fuente de poder para volverse contra la esencia de su propio creador.
—Entonces, ¿estaba desgastando mi alma como si fuera una especie de batería?
—Eh —dijo Bob—, no te indignes tanto. Tú se la diste. La animaste a tomar sus propias decisiones, a rebelarse, a ejercer la libre voluntad. —Bob sacudió la cabeza—. La libre voluntad es horrible, Harry, créeme. Me alegro de no tenerla. Oh, no, gracias. Pero tú le entregaste a ella un poco. Le diste un nombre. La voluntad vino después.
Permanecí callado un momento.
—Y ella la utilizó para suicidarse.
—Algo así —dijo Bob—. Eligió las zonas de tu cerebro que iban a recibir la peor paliza y detuvo la bala psíquica dirigida a ti. Supongo que es casi lo mismo que elegir su muerte.
—No, no lo es —dije—. No eligió morir. Eligió ser feliz.
—Tal vez por eso lo llaman libre voluntad —dijo Bob—. Dime que al menos diste una vuelta en la noria antes de que la feria se marchara de la ciudad. Es decir, podría haberte hecho ver y sentir cualquier cosa, y… —Bob se detuvo y las luces que tenía por ojos parpadearon—. Eh, Harry, ¿estás llorando?
—No —espeté, y salí del laboratorio.
El apartamento parecía ahora… muy vacío.
Me senté con mi guitarra y traté de ordenar mis pensamientos. Era difícil, sentía una mezcla de rabia, confusión y tristeza. No paraba de decirme a mí mismo que era la resaca emocional del ataque psíquico de Malvora, pero una cosa es repetirse una y otra vez lo mismo y otra bien distinta estar sentado allí sintiéndome fatal.
Comencé a tocar.
Maravillosamente.
No es que fuera una interpretación perfecta. Un ordenador puede hacer lo mismo. No era una pieza demasiado complicada. Mis dedos no habían recobrado de manera repentina toda su destreza, pero la música cobró vida. Mis manos se movían con una seguridad y una confianza que solo había sentido en contados momentos de unos segundos de duración. Toqué una segunda pieza, luego una tercera, y mi ritmo siempre fue el correcto. Usé nuevos matices, variaciones de acordes que le daban profundidad y color a los temas sencillos que ya sabía tocar: una dulce tristeza a los acordes menores, poder a los mayores, acentuaciones y resoluciones que siempre había oído en mi cabeza pero nunca había podido expresar. Era como si alguien hubiera abierto una puerta en mi cabeza, como si me estuvieran ayudando.
Oí un susurro muy, muy débil, como un eco de la voz de Lash.
Todo lo que puedas, querido anfitrión.
Toqué otro rato antes de dejar de lado mi guitarra.
Entonces llamé al padre Forthill para decirle que viniera a coger el denario ennegrecido en cuanto yo lo sacara del sótano.
Vi a Thomas en el exterior de su apartamento y lo seguí de un lado de la ciudad a otro. Cogió el tren en dirección al Loop y volvió a caminar. Parecía tenso, más pálido de lo normal. Había gastado un montón de energía matando a los necrófagos y sabía que tenía que alimentarse (tal vez por medio de métodos peligrosos) para recuperar la energía perdida.
Lo llamé al día siguiente de la batalla y traté de hablar con él, pero se mostró reticente, lejano. Le dije que estaba preocupado por él después de que hubiera usado tal cantidad de energía. Me colgó. Me cortó otras dos llamadas desde entonces.
Así que, como soy un tipo inteligente y sensible que respeta los sentimientos de su hermano, lo estaba siguiendo para averiguar qué demonios estaba intentando ocultarme con tanto ahínco. Así le ahorraba el esfuerzo y el problema de contármelo, ya que lo averiguaría yo solito. Como he dicho, soy un tipo sensible. Y concienzudo. Y tal vez un poco testarudo.
Thomas no estaba siendo demasiado cuidadoso. Hubiera esperado que se moviera por la ciudad con el sigilo de un gato de larga cola en una convención de mecedoras, pero solo caminaba, vestido a la moda con sus oscuros pantalones de sport, su camisa roja oscura, las manos en los bolsillos y el pelo ocultando su rostro la mayoría del tiempo.
A pesar de ello, atraía, y mucho, la atención femenina. Era como un anuncio de colonia andante y parlante, salvo que, incluso cuando estaba quieto y en silencio, hacía que las mujeres se volvieran para mirarlo al tiempo que se atusaban el pelo, nerviosas.
Al final entró en Park Tower, en un estiloso y pequeño salón de belleza y café llamado Coiffure Cup. Miré la hora y pensé en seguirlo adentro. Podía ver a unas cuantas personas allí, donde una barra daba la espalda al escaparate frontal. Un par de chicas bastante guapas preparaban cosas tras el mostrador, pero no vi mucho más.
Encontré un lugar desde donde observar la puerta y espiar sin restricciones, algo más fácil de lo que parece incluso con mi estatura. Entraron dos mujeres cuyo peinado y uñas gritaban «esteticista». El recinto abrió unos minutos después de que Thomas llegara y muchas mujeres de ostentosa clase alta, terriblemente atractivas y en general jóvenes, comenzaron a salir y entrar.
Me encontraba en un dilema. Por una parte, no quería que nadie resultara herido por culpa de que mi hermano se hubiera empleado con tanto empeño para ayudarme. Por otra, no tenía ningún interés especial en entrar y encontrarme a mi hermano dominando a un puñado de mujeres que lo adoraban como a una especie de oscuro dios de la lujuria y las tinieblas.
Me mordí el labio un rato y decidí entrar. Si Thomas… si Thomas se había convertido en la clase de monstruo que eran el resto de miembros de su familia, por lo menos le debía un intento de hacerle entrar en razón. Tal vez obligarlo. Lo que fuera.
Empujé la puerta de Coiffure Cup y, para mi agrado, fui asaltado por el aroma a café de inmediato. Sonaba música tecno, machacona y estúpidamente positiva. La sala contenía algunas mesas y sillas pequeñas y un pequeño podio cercano a las pesadas cortinas. En cuanto entré, una de las jóvenes tras la barra se acercó a mí y me dedicó una sonrisa cafeinada.
—¡Hola! ¿Tiene cita? —me dijo a modo de saludo.
—No —contesté mirando hacia las cortinas—. Eh… Solo necesito hablar con alguien. Un segundo.
—Señor —protestó mientras trataba de interponerse en mi camino. Pero mis piernas eran más largas. Le sonreí y le gané terreno antes de llegar a las cortinas y descorrerlas.
La música tecno subió de volumen justo cuando entré. La habitación trasera olía igual que todos los salones de belleza, a productos químicos de peluquería. Contemplé una docena de cabinas de estilismo, seis a cada lado y todas ocupadas, que acababan en una gran y elaborada plataforma elevada. En la base de aquella plataforma había una estación de pedicura y una joven con una mascarilla de barro, rodajas de pepino y una pose de absoluta relajación estaba sometiéndose a un tratamiento de pies. Al otro lado, otra joven estaba bajo un secador de pelo leyendo una revista, su expresión era grave y relajada, con ese brillo propio que tienen las mujeres cuando les han arreglado el pelo. En la silla principal de la plataforma, un lujoso asiento con lavabo, otra joven con una expresión de absoluto placer estaba reclinada mientras alguien le lavaba el pelo.
Thomas.
Charlaban amigablemente mientras Thomas le enjuagaba el cabello. Ella no paraba de reír. Thomas se echó hacia delante y le dijo algo al oído. Aunque no pude oír sus palabras, parecía evidente que se trataba de algo «solo para chicas», y la joven se echó a reír de nuevo mientras contestaba de la misma manera.
Entonces mi hermano rió con ella y se dio la vuelta, casi tropezando con una bandeja de… utensilios de belleza, supongo. Regresó con una toalla y, lo juro por Dios, una docena de horquillas en la boca. Le secó el pelo y empezó a colocárselas.
—¡Señor! —protestó la chica del café, que me había seguido hasta allí.
Todo el mundo se detuvo para mirarme. Incluso la mujer de los pepinos en los ojos se quitó una rodaja para poderme ver.
Thomas se quedó congelado. Sus ojos se abrieron como platos. Tragó saliva y las horquillas se le cayeron de la boca.
Las mujeres nos miraban alternativamente, y se produjo un inmediato zumbido de susurros y comentarios en voz baja.
—Tienes que estar de broma —dije.
—Oh… —farfulló Thomas—. Ari.
Una de las estilistas nos miró a ambos.
—Thomas —dijo pronunciándolo con el acento raro de la mujer del contestador que oí en su casa—. ¿Quién es tu amigo?
Amigo. Oh, sí. Me froté el puente de la nariz con una mano. No me iba a escapar de esta. Ni aunque viviera quinientos años.
Thomas y yo nos sentamos a una mesa con sendas tazas de café.
—¿Esto…? —le pregunté sin preámbulos—. ¿Este es tu misterioso trabajo? ¿Esta es la máquina de hacer dinero?
—Primero fui a la escuela de estética —comenzó Thomas. Hablaba con un acento francés tan denso que apenas era inteligible—. Para pagarla, trabajé por las noches de guarda de seguridad en un almacén donde nunca apareció nadie.
Me froté de nuevo la nariz.
—Y luego… esto. Yo pensando que habías montado tu propio harén de esclavas mientras trabajabas de asesino contratado o algo, y… ¿estabas lavando cabezas?
Me resultaba muy difícil hablar en voz baja, pero hice el esfuerzo; había demasiados oídos en aquel lugar.
Thomas suspiró.
—Bueno. Sí. Lavo, corto, estilizo, tiño. Lo hago todo, nene.
—Apuesto a que sí. —Entonces caí—. Es así como te alimentas —dije—. Creía que hacía falta…
—¿Sexo? —me preguntó Thomas. Sacudió la cabeza—. Intimidad, confianza. Y créeme, aparte del sexo, lavarle el pelo y peinar a una mujer es lo más íntimo que puedes hacerle.
—Pero te alimentas de ellas —dije.
—No es lo mismo, Harry. No es tan peligroso, supongo que es como… dar un sorbo en vez de morder. No puedo coger mucho ni muy rápido. Pero estoy aquí todo el día… —Le recorrió un escalofrío—. Se va sumando. —Abrió los ojos y me miró—. Y no hay posibilidad de que pierda el control. Están a salvo. —Encogió un hombro—. Disfrutan con ello.
Vi a la mujer que estaba bajo el secador de pelo levantarse de su silla, sonreírle a Thomas y coger una taza de café al salir.
Thomas la observó marcharse con su habitual mirada de posesión y orgullo.
—Lo disfrutan mucho. —Me dedicó una de sus breves y rápidas sonrisas—. Imagino que muchos novios y maridos también lo acaban disfrutando.
—Pero son adictas a esto, me imagino.
Se volvió a encoger de hombros.
—Algunas. Tal vez. Trato de no centrarme demasiado en nadie. No es una solución perfecta…
—Pero es la que te queda —dije, y fruncí el ceño—. ¿Qué pasa cuando tratas de lavarle el pelo a alguien y resulta que está enamorada y, por lo tanto, protegida?
—El amor verdadero no es tan común como crees —dijo Thomas—. Especialmente entre personas tan ricas como para poder pagarme estas cantidades o tan superficiales como para pensar que es un dinero bien gastado.
—Pero ¿qué pasa cuando se presenta esa ocasión?
—Por eso tengo tanta ayuda contratada, tío. Sé lo que hago.
Sacudí la cabeza.
—Todo este tiempo y… —Gruñí y sorbí algo de café. Era increíble. Suave, rico, lo justo de dulce, y probablemente costaba más que un menú en un restaurante de comida rápida.
—Todas creen que soy tu amante, ¿verdad?
—Es un salón de clase alta, Harry. Nadie espera que un hombre en un sitio así sea heterosexual.
—¿Y el acento, Toumes?
Sonrió.
—Nadie le pagaría tanto a un estilista americano, por favor. —Se encogió de hombros—. Es absurdo y superficial, pero es así. —Miró a su alrededor, de repente consciente de algo. Bajó la voz y perdió el acento—. Oye, sé que es mucho pedir…
Me esforcé para no reírme de él, pero conseguí mirarlo con dureza y suspirar.
—Tu secreto está a salvo conmigo.
Parecía aliviado.
—Merci.
—Eh —dije—, ¿puedes pasarte esta noche por mi casa después del trabajo? Estoy montando algo que podría ser de ayuda si alguien intenta algo parecido a lo que hicieron esos pirados de la Corte Blanca. Pensé que tal vez querrías participar.
—Oh, sí. Sí, podemos hablar sobre ello.
Sorbí un poco de café.
—Tal vez Justine también pueda ayudar. Podría ser una manera de sacarla, si quieres hacerlo.
—¿Estás de broma? —preguntó Thomas—. Ha estado un año trabajando para acercarse a Lara.
Parpadeé sorprendido.
—Demonios, creía que actuaba de manera extraña —dije—. Parecía pillada, como una idiota fiestera, pero es cierto que un par de veces cambió sus formas. Pensé que era… bueno, una rareza.
Sacudió la cabeza.
—Me ha estado consiguiendo información. Nada importante de momento.
—¿Lo sabe Lara?
Thomas sacudió la cabeza.
—No lo ha averiguado todavía. Por lo que respecta a Lara, Justine es un cervatillo indefenso más. —Levantó la vista—. Lo hablé con ella. Quiere quedarse. La mayoría del tiempo es la ayudante de Lara.
Expulsé aire lentamente. Maldita sea. Si Justine se quedaba allí y estaba dispuesta a informar de lo que sabía… la información conseguida a ese nivel podría cambiar por completo el curso de la guerra, ya que, aunque la propuesta de paz de la Corte Blanca saliera adelante, solo significaría un cambio en el enfoque y la estrategia. Los vampiros no iban a ceder.
—Es peligroso —apunté con cautela.
—Quiere hacerlo —me aseguró.
Sacudí la cabeza.
—Supongo que has estado en contacto con Lara.
—Por supuesto —dijo Thomas—. Gracias a mi reciente heroísmo en defensa del rey Blanco, ahora tengo el favor de la Corte. —Su voz se tornó seca—. El hijo pródigo ha regresado a casa y lo han recibido con los brazos abiertos.
—¿En serio?
—Bueno —lo arregló Thomas—, tal vez con brazos reticentes e irritados. Lara está cabreada por lo de La Fosa.
—Supongo que las bombas no le hicieron mucho bien.
Thomas me enseñó los dientes.
—Se derrumbó entera. Hay un enorme agujero en el suelo, la fontanería de la mansión está destrozada y los cimientos se han resentido. Va a costar una fortuna arreglarla.
—Pobre Lara… —suspiré—. Se acabaron los lugares ideales para deshacerse de cadáveres.
Se echó a reír.
—Es agradable verla angustiada. Normalmente está muy segura de sí misma.
—Tengo un don.
Asintió.
—Lo tienes.
Nos quedamos allí sentados unos minutos.
—Thomas —dije al fin, haciendo un gesto hacia la sala—, ¿por qué no me lo contaste?
Se encogió de hombros y bajó la vista.
—Al principio, porque era humillante. Ya sabes… trabajar por las noches para pagar una escuela de estética. Empezar mi negocio y hacerme pasar por… —Se señaló a sí mismo agitando la mano—. Pensé… no lo sé. Pensé que no lo aprobarías o… o que te reirías de mí o algo.
No cambié de expresión.
—No. Nunca.
—Y después… bueno, mantuve el secreto. No quería que pensaras que no confío en ti.
Gruñí.
—En otras palabras, no confiabas en mí, en que lo comprendiera.
Sus mejillas se tornaron levemente rosadas.
—Supongo, sí. Lo siento.
—No te preocupes.
Cerró los ojos y asintió.
—Gracias, Harry.
Le puse la mano en el hombro durante un segundo y luego la aparté. No hacía falta decir nada.
Thomas me miró suspicaz.
—Ahora te vas a reír de mí.
—Puedo esperar a que te des la vuelta, si quieres.
Me sonrió de nuevo.
—Está bien. Dejó de importarme cuando me alimenté de manera continuada durante unas pocas semanas. Es agradable no estar siempre muriéndome de hambre. Ríete todo lo que quieras.
Eché un vistazo a aquel lugar durante un rato más. Las chicas del café estaban hablando entre ellas, era evidente que sobre nosotros, si es que las miradas fugaces o las sonrisitas eran una indicación de ello.
No pude evitarlo y me eché a reír a carcajadas.
Y me sentí bien.