Capítulo 11
El autolavado formaba parte de la gasolinera de la avenida Massachussets. A pesar de su céntrica ubicación, la frecuencia de los clientes no era abrumadora, sino más bien un goteo constante. Aquella mañana fresca de enero no era una excepción. El camión de Shell aprovisionaba el depósito de la gasolinera mientras varios coches repostaban. Las caras de todos reflejaban la pesadumbre de la rutina. Era milagroso descubrir una genuina sonrisa entre tanta fealdad.
Sebastian acudió una hora antes de la cita con Murphy. Si lo pensaba con detenimiento, citarse en el autolavado era una temeridad. La avenida Massachussetts atraviesa toda la ciudad en diagonal. Y es muy concurrida. Las posibilidades de cruzarse con alguien conocido eran considerables. Aun así, recordó una frase de la modelo Kate Moss que le impactó profundamente cuando trabajaba en la DIA: «Cuanto más te expones, más te escondes». Una parte de él le aseguraba que entre la multitud estaría a salvo.
Por otro lado —por qué no decirlo— citarse allí era una especie de absurdo guiño al pasado. Fue en el autolavado donde empezó todo. Cuando Murphy le abordó para desvelarle que andaban detrás de Sam Darden. Fue el momento decisivo. El causante de que cambiara su vida para siempre.
Una mujer de piernas largas con aspecto de modelo echaba unas monedas a la máquina de autolavado. Dirigió una mirada suspicaz a Sebastian. Pero él no le concedió mayor importancia. Sabía que su andrajoso aspecto no invitaba a confidencias a la medianoche.
Transcurridos unos diez minutos de la hora acordada, Sebastian comenzó a impacientarse. Las palabras de su excompañero afirmando su ausencia revolotearon por la cabeza. Si no viene, se acordará de mí, pensó mientras deambulaba por la parte trasera del autolavado, por donde salen los coches.
Al poco, reconoció enseguida a Murphy al volante. Ya no conducía un Cadillac como aquella mañana de mayo de 2014, sino un cromado BMW. El coche pasó la gasolinera y se colocó en la entrada del autolavado. Murphy echó las monedas y se metió en el coche. Aunque sus miradas no coincidieron, Sebastian intuyó que lo había visto por el rabillo del ojo. Se acercó con paso decidido y subió al coche cuando el motor del autolavado empezó a ronronear.
Ninguno de los tendió la mano al otro. La atmósfera no era hostil pero afirmar que era cordial sería exagerado.
—Te juro que esta es la última vez que quedo contigo —dijo Murphy con una voz áspera—. Que te quede bien claro. No soy tu confidente ni me vas a usar a tu antojo.
—Una chica ha desaparecido y parece que a nadie le importa —dijo Sebastian observando cómo el agua comenzaba a caer sobre el limpiaparabrisas.
—¿Tiene algo que ver con el asesinato del hotel Paradise?
—Creo que sí.
—¿Está la policía al corriente de la conexión? —preguntó Murphy arrugando el entrecejo.
—La chica es una mexicana que está ilegal.
Murphy lanzó un suspiro. Llevaba un traje de marca, con chaleco. Había cambiado de peinado. Ahora su corte era con raya a la izquierda. Su piel parecía algo más bronceada de lo habitual. Seguramente celebró su ascenso en Hawái. El cristal de su caro reloj de pulsera emitió un destello.
—Sebastian, por Dios Santo, ¿en qué lío andas metido? —dijo abriendo los brazos. Como harto de todo.
Le gustó oír su antiguo nombre, pero no dijo nada.
—Te puse todas las facilidades para que abandonaras el país —dijo Murphy clavando la vista en su excompañero—. Y tú vas, y te quedas aquí actuando de héroe de los inmigrantes. ¿Es que no comprendes que puedes pasarte el resto de tu vida en la cárcel? ¿Que asesinaste a un hombre en dudosas circunstancias? ¡Te tomaste la justicia por tu mano! Si yo no te hubiera cubierto, te habrían caído quince años como mínimo.
Sebastian apretó las mandíbulas. No necesitaba que nadie le recordase lo de Sam Darden.
—¿Tienes lo que pedí o no? —preguntó Sebastian con brusquedad.
Murphy alargó el brazo y abrió la guantera. Sacó dos hojas dobladas que entregó a su excompañero.
—Es la última vez que vienes a buscarme. Te lo juro —dijo con una mirada de acero.
Sebastian asintió con la cabeza y desplegó los papeles. Eran unas fotocopias de la ficha policial del caso. El nombre del muerto era George Breeze, de 18 años. Natural de Pennsylvania. Un disparo en la frente le había producido un derrame cerebral. La bala era de un calibre pequeño, 25. Se habían interrogado al recepcionista y a los vecinos del bloque. Nadie oyó nada. George llevaba dos días alojado. Había pagado en efectivo y no había causado ningún problema. Se encontró ADN diferente al de la víctima, pero la base de datos no arrojaba la identidad de ningún sospechoso. Parecía uno de esos crímenes que solo servirían para engrosar las estadísticas.
—Es llamativo que un chico tan joven estuviera alojado en un hotelucho —dijo Sebastian.
—Se habría fugado de casa —dijo Murphy encogiéndose de hombros.
El jabón se derramó por la carrocería del vehículo. A continuación fue el turno de nuevo del agua purificadora.
El informe más abajo hacía referencia a la familia de George. Su padre se llamaba Brian. Formaba parte de una congregación religiosa llamada los Hijos del Cielo. Había sido detenido una vez por altercado público. De la madre se informaba que estaba en paradero desconocido. En el último renglón se informaba de la última dirección conocida de los Breeze. No estaba lejos de Mayfair.
—Una familia modelo… —dijo Sebastian para sí mismo.
—¿Y ahora qué vas a hacer con esta información? Cómo te atrape la policía y te empiece a hacer preguntas… Prefiero no imaginármelo. ¿Por qué confié en que me harías caso? No lo sé.
Sebastian guardó los papeles en el bolsillo interior de su abrigo. Justo en ese momento el secador había finalizado. El motor del autolavado se apagaba poco a poco.
—Tengo que saber dónde está la chica, Murphy. Su hermana la busca. Es posible que algo grave le haya pasado o le esté pasando mientras estamos hablando —dijo mirando hacia el frente.
Murphy le miró.
—Sal del país. Vete a dónde quieras, empieza una nueva vida. ¿Tienes dinero? ¿Lo necesitas? Yo te lo prestaré. Ve a Zihuatanejo, como hizo Tim Robbins en la película «Cadena perpetua». Échate una novia y monta un restaurante. Deja las cruzadas para otros y busca una vida sin complicaciones —dijo dándole una palmada amistosa en el hombro—. Te lo mereces.
Sebastian apretó los labios, respiró hondo y se apeó del BMW cromado sin decir adiós. Tenía en la cabeza su próximo movimiento.