Capítulo 19


Al espiar a la familia de su hermana cenando en la cocina, Sebastian se acordó de su exmujer. De Yumi. En aquella época trabajaba de policía en Baltimore con sus casi cien kilos de peso. Siempre recibiendo las peores asignaciones en los barrios más conflictivos. Por suerte, aquello era agua pasada. 

Conoció a Yumi en la biblioteca a la que solía acudir Sebastian en sus días libres. Ella era una asiática, con el pelo lacio y con una piel perfecta. Le gustó enseguida su exotismo y la exagerada timidez. Yumi trabajaba de cara al público, creando carnés, y anotando los préstamos o devoluciones. A Sebastian le costó un tiempo considerable pedirle una cita. 

Para ello ideó el siguiente plan. Durante un mes la esperó a la salida sin que ella se percatara. La siguió unos metros hasta que se hizo el encontradizo. Había ensayado durante semanas lo que diría. Pero a la hora de la verdad, las palabras se le trastabillaron. Yumi adivinó la intención de Sebastian. Las mejillas se le ruborizaron y salió corriendo, espantada. Sebastian, que se había tomado dos latas de cerveza para vencer su timidez, no le dejó escapar y salió tras ella. Los dos corriendo como forma de huir de una situación embarazosa. Era como si la madurez no hubiese aflorado del todo en ellos. 

Justo cuando pensaba Sebastian que estaba a punto de atraparla, Yumi llegó a casa y cerró la puerta tras de ella. Él se quedó mirándola a través de la puerta enrejada. Yumi respiraba agitada, al igual que Sebastian. Se miraron con fijeza como se miran dos seres extraños que se reconocen en el interior. Se examinaron cada detalle de su expresión facial. En silencio. 

Al día siguiente, Yumi salió de la biblioteca y esta vez Sebastian solo echó a andar detrás de ella. La alcanzó y ambos continuaron caminando uno al lado del otro. Sin decir una palabra, ni dirigirse una mirada. Simplemente sintiendo la compañía y la complicidad del otro. Sebastian se sentía cómodo de esa forma. Sin necesidad de recurrir a palabras carentes de significado, torpes, comunes… La sociedad valora poco el silencio y ambos lo sabían. Se dieron la mano mientras caminaban. Yumi siempre tiraba avergonzada, pero Sebastian no soltaba su mano. La agarraba con delicadeza porque temía lastimarla si apretaba lo más mínimo. 

Cuando ella decidió practicar el sexo con Sebastian, simplemente sostuvo la puerta del portal y lanzó una lánguida mirada. Sebastian no interpretó aquello como una invitación a procrear, sino a almorzar. Mientras esperaba sentado en el sofá del pequeño apartamento, se rascó la barbilla pensando en cómo le propondría matrimonio a Yumi. Bastaba con enseñarle el anillo que había comprado ese mismo día. ¿Para qué decir más? 

Soltó un respingo cuando vio a Yumi embutida en un traje ajustado de cuero. En su pequeña mano acarreaba una fusta. Su mirada cándida había desaparecido. En su lugar proyectaba una dureza infinita y voraz. Con un simple cambio de atuendo Yumi había cambiado de personalidad. De una tímida bibliotecaria a una mujer sedienta de morbo y dominio. Sebastian tragó saliva. No estaba muy convencido de si aquello le excitaba o no. Le hubiese gustado disponer de tiempo para sopesarlo. Quizá leer un libro del tema…

Yumi se acercó con paso decidido golpeando la fusta sobre la palma de su mano. Se detuvo frente a él y le clavó sus ojos oscuros por todo el cuerpo. Detrás de ella estaba colgado una serie de fotografías en blanco y negro de París. 

—Chúpame las botas —dijo con voz grave. 

Sebastian rebuscó en sí las esperadas reticencias. Aunque había algo en su tono imperativo que encontró irresistible. Y la forma cómo el cuero recortaba la silueta la convertían en una mujer intimidante. 

Por fin, se arrodilló delante de ella y comenzó a lamer las relucientes botas. Sintió el sabor a plástico calando en el paladar. Era repulsivo. 

—Lo haces muy bien. Buen chico —dijo ella pellizcando su moflete.  

—Espero que esto tenga su premio —dijo Sebastian alzando la mirada. 

Yumi le cruzó la mejilla con la fusta. Un hilillo de sangre manó del vértice de su boca. Sebastian no se quejó. Ella se agachó para tomarle de la barbilla con una mano. De un lametazo le limpió la sangre. 

—Este es tu premio —dijo ella sonriendo con arrogancia. 

A la semana siguiente, tomaron un vuelo rápido a Las Vegas y se casaron sin que la familia de Sebastian se enterara. Se engañó a sí mismo diciendo que sería una bonita sorpresa. A decir verdad, temía la reacción de su madre. Yumi solo tenía un primo, así que por la parte de ella no hubo ningún impedimento a la repentina boda. 

Cuatro meses después, el día de acción de gracias se la presentó a su familia, en Washington DC. Su madre se opuso desde el primer instante. Sebastian lo intuyó en la tibia mirada que le dedicó a su mujer nada más conocerla. 

Madre e hijo discutieron en la cocina, a los postres. Melissa escuchaba sin poder remediarlo. 

—¡No quiero a esa china en mi casa!

—No es china, es japonesa —dijo Sebastian, decepcionado con su madre. 

—¡Me da igual! Cada uno debe estar con los suyos. Mira tu hermana… con quién se ha casado. Escúchame bien, Sebastian, nunca la aceptaré. ¡Nunca!

Sebastian negó con la cabeza repetidas veces. Deambulaba nervioso, agitando los brazos. 

—¡Tendrás que aceptarla! ¡Es mi mujer! 

Su madre lanzó su plato al suelo, rompiéndose con estruendo. Sus ojos parecían que estaban a punto de explotar. Sebastian nunca había sospechado que su pensamiento racista fuese tan extremo. O quizá esperaba que sucediera un milagro. 

—He dicho que nunca, y será nunca. Antes prefiero morirme que sentarme a la mesa con esa —dijo su madre, y a continuación susurró—. Somos dos razas diferentes. ¿Es que no comprendes que estamos mejor sin ella? 

Cuando regresó a la mesa, Yumi se mordía el labio y su cuerpo temblaba de rencor. Su hermana era incapaz de reaccionar. Sebastian se sentó junto a su esposa, y le tomó de la mano. No necesitaban decirse nada. Bastaba con el silencio. 





La noche estrellada
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