Capítulo 25
Al día siguiente, Sebastian se apostó frente a la casa del hombre que había agredido a Dora. Estaba en la calle S, en la parte noroeste de la ciudad. Esperó alrededor de una hora observando al detalle la fachada. Estaba pintada entera de blanco, con un porche pequeño pero elegante, con unas escaleras estrechas y relucientes. A ambos lados de la entrada un jardín de reducidas dimensiones aliviaba el aspecto sólido y macizo de la vivienda. La distribución de las ventanas era asimétrica: tres ventanas en la planta inferior y tres en la planta superior. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo para mirar el dinero que le quedaba del entregado por Dora. Doscientos cuarenta dólares.
En medio de una suave lluvia, un Mercedes plateado se detuvo en frente del garaje privado. Sebastian miró a ambos lados de la calle. Un taxi se alejaba y poco más destacable. Se trataba de un barrio apacible de gente rica.
Sebastian cruzó la calle mientras evocaba el recuerdo de aquella calva donde sobresalían las patillas de las gafas. La visión en la casa de Dora había sido nítida y sin posibilidad de error.
Antes de que la puerta enrejada cerrara el paso, Sebastian logró colarse. Las luces de los frenos desaparecieron del Mercedes. El motor se apagó en un armonioso y mecánico chasquido. A continuación, se oyó cómo la radio se apagaba y el conductor sacaba la llave del contacto.
Sebastian lanzó una última mirada detrás de él, por si acaso cruzaba la calle algún vecino curioso. Solo una joven paseando un perro en la otra acera. Con la mano libre consultaba la pantalla de su teléfono móvil.
La puerta del Mercedes se abrió de par en par. Sebastian se acercó de forma sigilosa. El hombre se apeó. En cuanto reconoció la calva y las patillas, le agarró de los hombros y lo tiró al suelo. El hombre soltó un grito cuando chocó contra el suelo del garaje. Sebastian sintió la respiración agitada. Nunca había sido un hombre especialmente violento. Pero la rabia que anidaba en su interior le propulsaba.
El hombre, desconcertado, se ajustó las gafas ya que habían quedado descolocadas por la caída. Su pierna derecha estaba extendida y la izquierda doblada. En el fondo de sus ojos asomó el pánico cuando miró a Sebastian. Con presteza metió la mano en el bolsillo interior de su traje y sacó la cartera. Temblando se la mostró a Sebastian. Llevaba una alianza.
—Tome, no me haga daño. Hay doscientos dólares.
De un manotazo Sebastian tiró la cartera al suelo. El hombre vestía con una gabardina de Burberry. Del bolsillo de la americana asomaba la esquina de un pañuelo blanco.
—Sé lo que haces a las putas —dijo Sebastian con los puños cerrados.
—¿De qué estás hablando? —dijo con la voz temblorosa.
—Te gusta atizarlas. Seguramente te crees más hombre.
—Yo no he hecho nada, te confundes de persona.
El hombre quiso incorporarse apoyando las manos en el suelo. Pero Sebastian lo agarró por las solapas de la gabardina y lo empujó contra la pared. Olió su apestoso aliento a ajo y cerveza.
—Ahora vas a entrar dentro de tu casa y vas a decirle a tu mujer que te gusta pegar a las mujeres. ¿Me has entendido?
—¡Estás loco! ¡Largo de aquí o llamo a la policía! —exclamó luchando por zafarse.
Sebastian metió la mano en su abrigo, tomó a su fiel compañera y le apuntó al pecho a menos de un centímetro. El hombre tragó saliva. De su frente brotaron gotas de sudor.
—Vamos a la casa, ahora —dijo Sebastian clavando la mirada.
—Yo no he hecho nada… Se lo juro.
—Diga la verdad o apretaré el gatillo y tus sucias entrañas se esparcirán por el suelo —dijo recordando que aún no había comprado balas.
Sebastian le tomó del brazo y lo llevó hasta el porche con discreción. Ocultó el arma para que nadie que pasara por la calle se percatase de ella. El hombre se tropezó y cayó al suelo. Sebastian lo miró sintiendo una arcada. Ambos habían pagado por acostarse con Dora. De una forma oscura y degenerada estaban conectados.
Del interior de la casa salieron una serie ruidos. Sebastian ayudó al hombre a incorporarse. Su impoluta y cara gabardina estaba manchada.
—Escúcheme, va a arruinar mi matrimonio. Ella no tiene la culpa de nada —rogó el hombre.
—Tampoco Dora de que seas un desgraciado.
La luz del recibidor se encendió. El rostro de una mujer madura apareció por el estrecho cristal de la puerta. Sebastian seguía sujetando al hombre con firmeza.
—No olvides que estoy apuntando —susurró.
La puerta se abrió. La mujer alzó las cejas y se llevó la mano a la boca. Vestía un jersey rojo de cuello vuelto. Era espigada, con unos largos brazos que parecían remos.
—¡Francis! ¿Qué ocurre? —preguntó mirando al hombre y a Sebastian.
—Victoria, tranquila —dijo el hombre alzando la mano a duras penas. El golpe de la última caída le ocasionaba un tremendo dolor en la pierna.
—Su marido tiene algo que decirle. Algo que ocurrió el pasado martes por la noche. A eso de las ocho de la tarde…
—¿Qué? —dijo la mujer arrugando el entrecejo. Estaba indecisa de si acercarse a su marido o permanecer bajo el umbral de la puerta. Por un instante, miró hacia la calle a las casas de enfrente.
—Yo… —dijo Francis, vacilando.
Sebastian apretó el brazo como unas tenazas.
—Pegué a una mujer, Victoria —dijo bajando la mirada, derrotado.
—Pero… —dijo su esposa mirando a Sebastian.
—Le pegó en la cara. A una asidua prostituta a la que recurre marido —dijo Sebastian mirando a la mujer.
—¿Es eso cierto, Francis?
El hombre asintió con la cabeza. Su mujer cambió de expresión, el desconcierto se transformó en una cierta dignidad. En una frágil apariencia que a Sebastian no le resultó extraña en la condición humana.
Victoria se acercó a su marido y le ayudó a caminar hacia el vestíbulo. Antes de que desaparecieran de su vida, Victoria se giró hacia Sebastian. Lo miró de arriba a abajo.
—Como no se vaya de aquí inmediatamente, llamaré a la policía —dijo con altivez.
Cerró la puerta y a través del cristal, Sebastian observó cómo la mujer ayudaba a Francis a subir las escaleras que conducían al primer piso. El hombre cojeaba. Su mujer le sujetaba por la cadera.