Capítulo 28
Almorzó un emparedado de jamón y un zumo de naranja en un deli del barrio. Masticó con lentitud saboreando los ingredientes con el sabor dulce y refrescante de la bebida. Aunque resultaba complicado, dejó su mente en blanco y se concentró en ese momento de sosiego. El encargado, detrás del mostrador, observaba un partido de baloncesto. Para ese hombre era un día ordinario, para Sebastian supondría un punto de giro en su existencia. Ya la había cagado con Dora. Y no podía permitirse un nuevo traspié.
Pensó que cuando terminara todo aquello, si continuaba con vida, se entregaría a las autoridades por el homicidio de Sam Darden. ¿A cuánto tiempo le condenarían a pasarlo entre rejas? Pensó en Murphy y en el daño que le podría ocasionar. Pero el peso de la conciencia era mayor. No se veía a sí mismo viviendo en otro país.
Se bajó en la parada de metro de Vernon y se fue al apartamento de Rules, en la calle Ridges. A través de la ventana observó que un cuerpo se movía en el salón de un lado a otro. Parecía que hablaba por teléfono.
Marcó el número de teléfono de El Duque y esperó que alguien contestara. Estaba de pie, mirando los coches pasar bajo en una tarde nublada. Se había levantado un viento helado y tenía los labios resecos.
—¿Quién es? —preguntó El Duque con brusquedad.
—Soy Sam. ¿Cuándo me vais a llamar para decirme la información de Ivonne?
—Estamos esperando el dinero, querido mío.
—Se lo entregué ayer a Rules. Eran unos ocho mil dólares.
Se produjo un súbito silencio. Al otro lado de la línea, Sebastian se imaginó la semilla de recelo germinando en la mente de El Duque.
—¿Es que acaso no se lo ha entregado? —insistió Sebastian.
—Tengo que confirmarlo con él. ¿A qué hora sucedió todo?
—¿El qué?
—Lo del dinero, ¿a qué hora lo conseguiste y a qué hora se lo entregaste?
—Fue ayer, entre las cinco y la siete. Más o menos.
Se oyó un suave chasquido en la línea. El Duque había colgado. Miró el reloj y supuso que dispondría del tiempo suficiente. Y esta vez su fiel compañera ya disponía de balas. Después de regresar del centro de detención, había recuperado la Beretta de casa de Dora y comprado una caja de munición.
Esperó unos veinte minutos. Aprovechó que unos niños entraban al portal para colarse dentro del edificio. Usando como referencia la ventana donde había visto a Rules, subió al segundo piso. Se oían las voces de los niños armando alboroto en el rellano. Sebastian miró el pasillo y luego las puertas. En una de ellas había un aviso de desahucio. Siguió caminando hasta que llegó a la segunda puerta. Acababan de barnizar el marco.
Usó los nudillos para llamar a la puerta. Una voz dentro enmudeció, luego se oyeron los pasos. La puerta se abrió unos veinte centímetros debido a la cadena. Fue por ahí por dónde se asomó la cara de Rules. Al ver a Sebastian arrugó el entrecejo.
—Tengo el dinero —dijo Sebastian con voz firme.
—¿Por qué has venido aquí?
—Me dijo El Duque que viniera a entregártelo.
Rules hizo una mueca con la boca, miró hacia el pasillo y cerró la puerta. Al volver a abrir, Sebastian a la velocidad del rayo empujó la hoja y golpeó a Rules en la frente. Este dio unos pasos para atrás, desconcertado. Sebastian aprovechó el momento para mostrarle el cañón de su fiel compañera. Mientras Rules se llevaba la mano a la herida, cerró los ojos con expresión de hastío más que de miedo.
—¿Y ahora qué quieres? —preguntó Rules.
—¿Hay alguien más en la habitación?
—No.
—¿Con quién estabas hablando?
—No es de tu incumbencia —dijo señalando a su espalda.
Sebastian esparció la mirada. Una barra americana llena de platos sucios, los taburetes desordenados y un sofá tapizado de un color marrón. La puerta del dormitorio dejaba entrever una cama.
—¿Dónde tienes la semiautomática? —preguntó Sebastian.
—En ningún…
Antes de que respondiera Sebastian le disparó a la punta del pie. Rules aulló de dolor y cayó al suelo.
—¿Qué haces, desgraciado?
—¿Dónde está la semiautomática?
—¡En el primer cajón! —exclamó señalando la cómoda.
Registró a Rules por si acaso guardaba otra arma y a continuación, sin dejar de apuntarle, se desplazó hasta el mueble. Al abrir el cajón estaba la pistola. Sebastian se apoderó de ella y se la guardó en su abrigo.
Rules, con la mano tapando la herida, no dejaba de quejarse.
—¿Dónde está la chica? —preguntó Sebastian—. Basta de ya juegos.
—¿Esa que se llama Ivonne?
—Sí.
—Está con el hermano de El Duque —dijo hablando con dificultad. Hacía gestos ostensibles de dolor.
—¿Dónde la tiene?
—¡Tengo que ir a Urgencias!
—¿Dónde la tiene?
—¡No tengo ni idea!
—¿En su casa?
—No, en otra parte, pero no se lo ha dicho a nadie. Está muy receloso desde que tuvo que mover a su hermano a las afueras. Los vecinos le hicieron chantaje al saber que tenían a alguien encerrado. ¡Tengo que ir a Urgencias!
En su mente cristalizó la imagen del joven Breeze en el Paradise y el padre en su casa. Los dos con un disparo en la frente por culpa de una bala del calibre 25. La semiautomática era del calibre 45. Por lo tanto, otro esbirro de El Duque se encargó de las ejecuciones.
—¿Cómo se enteraron? —preguntó Sebastian.
—Por un mensaje que escribió la chica y que dejó caer en el césped de la casa. Los Breeze vivían al lado. El padre y el hijo se pelearon, y el hijo decidió ir por libre para sacar más dinero. Unos idiotas, vamos. No sabían que trataban con El Duque.
Seguramente los Breeze leyeron uno de los carteles repartidos por Dora y María por la ciudad, pensó Sebastian. Los pardillos se imaginaron que les había tocado la lotería.
Llamaron a la puerta. Debía ser El Duque. Sebastian miró a Rules con objeto de valorar si constituía una amenaza. Este entendió que debía guardar silencio si acaso no deseaba otra bala en el cuerpo. La única baza de Sebastian es que no tenía nada que perder.
Tragó saliva y se dirigió la puerta. Cambió a su fiel compañera por la semiautomática. Imponía un mayor respeto a todo el mundo. Antes de abrir, lanzó una mirada nerviosa a Rules. El hombre seguía sentado en el suelo, con la mano sobre la herida y con gesto de dolor. Se observaba una mancha de sangre alrededor de la bota.
Sebastian se colocó justo al lado del marco de la puerta. Aguzó el oído pensando que El Duque vendría acompañado. Se humedeció los labios y abrió la puerta con la mano izquierda sin moverse del sitio. En cuanto dispuso del espacio suficiente metió el cañón de la semiautomática.
El Duque estaba acompañado del joven que conducía el coche cuando conoció a Rules, cerca del apartamento de Dora. Ese tal Lucky. Cuando descubrió el arma, la cara de El Duque pasó del desconcierto a la rabia. La cara de Lucky se volvió pálida.
—Adentro —dijo abriendo la puerta al tiempo que apuntó con la cabeza al interior de la vivienda.
Notó la mano sudorosa apretando con fuerza la empuñadura de la automática.
El Duque descubrió a Rules en el suelo y negó con la cabeza. Seguramente reprobando su desconfianza en él.
—Desnudaos —ordenó Sebastian.
—¿Qué? ¿A qué viene esa tontería? —gruñó El Duque.
Sebastian, a modo persuasivo, le apuntó a la cabeza para demostrar que no necesitaba ofrecer más argumentos. El Duque le clavó una mirada afilada por el odio.
—Cuando te vi jamás pensé que serías un optimista, porque solo un optimista sería capaz de pensar que va a salir fácilmente de este embrollo —dijo El Duque mientras se despojaba del abrigo.
—Pensaste que ante de eliminarme, te podría hacer ganar ocho mil dólares sin moverte del asiento —dijo Sebastian.
El Duque asintió con la cabeza. Esbozó una sonrisa de niño travieso.
—Al menos tenía que intentarlo. Era una solución creativa, tienes que admitirlo.
La cara de Lucky seguía blanca como la cal. Pero también obedeció. Pronto ambos se quedaron en calzoncillos. La constitución de El Duque era más corpulenta de lo que parecía a simple vista. Llevaba el pecho depilado y sus brazos dejaban ver su amor por el gimnasio. El cuerpo de Lucky estaba menos trabajado. Y una pelambrera de oso le cubría pecho y espalda. Los dos hombres, desprovistos de la ropa, parecían insignificantes. Si disponían de alguna arma, no estaba a su alcance.
—Arrodillaos —dijo Sebastian.
Los dos hombres obedecieron. Sebastian dio un paso atrás para obtener una mejor perspectiva de los tres.
—¿Dónde está la chica? —preguntó fijando la mirada en El Duque, quien apretaba los labios una y otra vez.
—Deja que se vaya Rules, necesita una ambulancia —dijo Lucky.
—¿Dónde está la chica?
—Murió cuando sufrió el aborto. Mala suerte —dijo El Duque.
—¿Fue después de muerta cuando envió su mensaje de auxilio? ¿Fue acaso desde el más allá? —preguntó Sebastian con sarcasmo.
El Duque se encogió de hombros.
Sebastian rodeó a los dos hombres desnudos para colocarse a su espalda. De esta forma continuaba vigilando a Rules. Colocó el cañón a un metro de la cabeza de El Duque.
—¿Dónde está Ivonne? —preguntó mientras su corazón se le aceleraba a mil.
—Prefiero que me mates antes de decírtelo —dijo El Duque desafiándole con la mirada.
Fue una respuesta que sorprendió a Sebastian.
—¿Por qué?
—Eso no te incumbe. Mátame o cierra el pico —dijo sin alterar el tono de su voz.
Solo por un segundo dejó de vigilar a Rules. Pero en ese fugaz intervalo Rules alargó el brazo e introdujo la mano bajo el cojín del sofá. El brillo de una pistola Glock causó que Sebastian apretara el gatillo. Cuando la bala salió de la semiautomática, Rules ya empuñaba el arma y apuntaba hacia él. Al recibir el disparo en el pecho, Rules se desequilibró mientras disparaba. La bala acabó depositada en la frente de El Duque. Cayó de espaldas con los ojos abiertos. Y los pies se quedaron en una postura forzada.
Sebastian maldijo para sus adentros.
—Dime donde está la chica o te vuelo la tapa de los sesos —dijo dirigiéndose a Lucky.
—¡No lo sé! ¡Te lo juro! Por favor, no me mates —dijo con una profunda expresión de pánico—. Rules era su hombre de confianza, no yo.
Lucky vomitó sobre la alfombra. Después rompió a llorar como un niño, en posición fetal.
La desesperación se apoderó de Sebastian. Su única oportunidad de conocer el paradero de Ivonne se esfumó en un instante. Cerró los ojos y maldijo en voz alta. Había fallado.
Un murmullo capturó su atención a su espalda. Cuando se giró vio la boca de Rules manando sangre. Tumbado en el suelo, pugnaba por decir algo. Sus últimas palabras.
Sebastian se movió hacia él. Rules parpadeó y tosió un par de veces. La bala le había perforado un pulmón. Sus ojillos se movían inquietos.
—¿Dónde está la chica? —preguntó Sebastian una vez más. Arrodillado, con la cabeza inclinada sobre la sanguinolenta boca del vaquero, aguzó el oído.
Rules respondió en un susurro que heló el alma de Sebastian.
—La… noche… estrellada…
Le fue imposible ir más allá. Rules cerró los ojos y dejó de moverse. Comprobó el pulso con dos dedos sobre la yugular. Estaba muerto.
«La noche estrellada». Aquellas palabras resonaron en la cabeza de Sebastian. El cuadro de Van Gogh. Pero sus palabras ¿eran fruto del delirio o realmente la conciencia de Rules ansiaba la redención?