CAPÍTULO 26

La segunda prueba

¡DIJISTE que ya habías descifrado el enigma! —exclamó Hermione indignada.

—¡Baja la voz! Sólo me falta… afinar un poco, ¿de acuerdo?

Ocupaban un pupitre justo al final del aula de Encantamientos. Aquel día tenían que practicar lo contrario del encantamiento convocador: el encantamiento repulsor. Debido a la posibilidad de que ocurrieran desagradables percances cuando los objetos cruzaban el aula por los aires, el profesor Flitwick había entregado a cada estudiante una pila de cojines con los que practicar, suponiendo que éstos no le harían daño a nadie aunque erraran su diana. No era una idea desacertada, pero no acababa de funcionar. La puntería de Neville, sin ir más lejos, era tan mala que no paraba de lanzar por el aula cosas mucho más pesadas: como, por ejemplo, al propio profesor Flitwick.

—Olvidaos por un minuto del huevo ese, ¿queréis? —susurró Harry, mientras el profesor Flitwick, con aspecto resignado, pasaba volando por su lado e iba a aterrizar sobre un armario grande—. Lo que quiero es hablaros de Snape y Moody…

Aquella clase era el marco ideal para contar secretos, porque la gente se divertía demasiado para prestar atención a las conversaciones de otros. Durante la última media hora, en episodios susurrados, Harry les había relatado su aventura de la noche anterior.

—¿Snape dijo que Moody también había registrado su despacho? —preguntó Ron con los ojos encendidos de interés, mientras repelía un cojín con un movimiento de la varita (el almohadón se elevó en el aire y golpeó contra el sombrero de Parvati, el cual fue a parar al suelo)—. Esto… ¿crees que Moody ha venido a vigilar a Snape además de a Karkarov?

—Bueno, no sé si eso es lo que Dumbledore le pidió hacer, pero desde luego es lo que está haciendo —dijo Harry, moviendo la varita sin prestar mucha atención, de forma que el cojín se precipitó del pupitre al suelo—. Moody dijo que si Dumbledore permitía a Snape quedarse aquí era por darle una segunda oportunidad…

—¿Qué? —exclamó Ron, sorprendido, mientras su segundo almohadón salía por el aire rotando, rebotaba en la lámpara del techo y caía pesadamente sobre la mesa de Flitwick—. Harry… ¡a lo mejor Moody cree que fue Snape el que puso tu nombre en el cáliz de fuego!

—Vamos, Ron —dijo Hermione, escéptica—, ya creímos en cierta ocasión que Snape intentaba matar a Harry, y resultó que le estaba salvando la vida, ¿recuerdas?

Mientras hablaba, repelió un cojín, que se fue volando por el aula y aterrizó en la caja a la que se suponía que estaban apuntando todos. Harry miró a Hermione, pensando… Era verdad que Snape le había salvado la vida en una ocasión, pero lo raro era que no había duda alguna de que lo odiaba, lo odiaba tal como había odiado a su padre cuando estudiaban juntos. Le encantaba quitarle puntos a Gryffindor por su causa, y nunca había dejado escapar la ocasión de castigarlo, e incluso de sugerir que lo expulsaran del colegio.

—Me da igual lo que diga Moody —siguió Hermione—. Dumbledore no es tonto. No se equivocó al confiar en Hagrid y en el profesor Lupin, aunque hay muchos que no les habrían dado trabajo; así que ¿por qué no va a tener razón también con Snape, aunque sea un poco…

—… diabólico? —se apresuró a decir Ron—. Vamos, Hermione, a ver, ¿por qué le registran el despacho todos esos buscadores de magos tenebrosos?

—¿Y por qué se hace el enfermo el señor Crouch? —preguntó a su vez Hermione—. Es un poco raro que no pueda venir al baile de Navidad pero que, cuando le apetece, se meta en el castillo en medio de la noche.

—Lo que pasa es que le tienes manía a Crouch por lo de esa elfina, Winky —dijo Ron lanzando un cojín contra la ventana.

—Y tú sólo quieres creer que Snape trama algo —contestó Hermione metiendo el suyo en la caja.

—Yo me conformaría con saber qué hizo Snape en su primera oportunidad, si es que va ya por la segunda —dijo Harry en tono grave. Para su sorpresa, el cojín cruzó el aula sin desviarse y aterrizó de forma impecable sobre el de Hermione.

Para cumplir el encargo de Sirius de ser informado sobre cualquier cosa rara que ocurriera en Hogwarts, Harry le envió aquella noche una lechuza parda con una carta en la que le explicaba todo lo referente a la incursión del señor Crouch en el despacho de Snape y la conversación entre éste y Moody. Luego dedicó toda la atención al problema más apremiante que tenía a la vista: cómo sobrevivir bajo el agua durante una hora el día 24 de febrero.

A Ron le parecía bien la idea de volver a utilizar el encantamiento convocador: Harry le había hablado de las escafandras, y Ron no veía ningún inconveniente a la idea de que Harry llamara una desde la ciudad muggle más próxima. Hermione le echó el plan por los suelos al señalarle que, en el improbable caso de que Harry lograra desenvolverse con ella en el plazo de una hora, lo descalificarían con toda seguridad por quebrantar el Estatuto Internacional del Secreto de los Brujos: era demasiado pedir que ningún muggle viera la escafandra cruzando el aire en veloz vuelo hacia Hogwarts.

—Por supuesto, la solución ideal sería que te transformaras en un submarino o algo así —comentó ella—. ¡Si hubiéramos dado ya la transformación humana! Pero no creo que empecemos a verla hasta sexto, y si uno no sabe muy bien cómo es la cosa, el resultado puede ser un desastre…

—Sí, ya. No me hace mucha gracia andar por ahí con un periscopio que me salga de la cabeza. A lo mejor, si atacara a alguien delante de Moody, él podría convertirme en uno…

—Sin embargo, no creo que te diera a escoger en qué convertirte —respondió Hermione con seriedad—. No, creo que lo mejor será utilizar algún tipo de encantamiento.

De forma que Harry, diciéndose que pronto habría acumulado bastantes sesiones de biblioteca para el resto de su vida, se volvió a enfrascar en polvorientos volúmenes, buscando algún embrujo que capacitara a un ser humano para sobrevivir sin oxígeno. Pero, a pesar de que él, Ron y Hermione investigaron durante los mediodías, las noches y los fines de semana, y aunque Harry solicitó a la profesora McGonagall un permiso para usar la Sección Prohibida, y hasta le pidió ayuda a la irritable señora Pince, que tenía aspecto de buitre, no encontraron nada en absoluto que capacitara a Harry para sumergirse una hora en el agua y vivir para contarlo.

Harry estaba empezando a sentir accesos de pánico, que ya le resultaban conocidos, y volvió a tener dificultad para concentrarse en las clases. El lago, que para Harry había sido siempre un elemento más de los terrenos del colegio, actuaba como un imán cada vez que en un aula se sentaba próximo a alguna ventana, y le atrapaba la mirada con su gran extensión de agua casi congelada de color gris hierro, cuyas profundidades oscuras y heladas empezaban a parecerle tan distantes como la luna.

Exactamente igual que había ocurrido antes de enfrentarse al colacuerno, el tiempo se puso a correr como si alguien hubiera embrujado los relojes para que fueran más aprisa. Faltaba una semana para el 24 de febrero (aún quedaba tiempo); cinco días (tenía que ir encontrando algo sin demora); tres días (¡por favor, que pueda encontrar algo!, ¡por favor!).

Cuando quedaban dos días, Harry volvió a perder el apetito. Lo único bueno del desayuno del lunes fue el regreso de la lechuza parda que le había enviado a Sirius. Le arrancó el pergamino, lo desenrolló y vio la carta más corta que Sirius le había escrito nunca:

Envíame la lechuza de vuelta indicando la fecha de vuestro próximo permiso para ir a Hogsmeade.

Harry giró la hoja para ver si ponía algo más, pero estaba en blanco.

—Este fin de semana no, el siguiente —susurró Hermione, que había leído la nota por encima del hombro de Harry—. Toma, ten mi pluma y envíale otra vez la lechuza.

Harry anotó la fecha en el reverso de la carta de Sirius, la ató de nuevo a la pata de la lechuza parda y la vio remontar el vuelo. ¿Qué esperaba? ¿Algún consejo sobre cómo sobrevivir bajo el agua? Había estado tan obcecado con contarle a Sirius todo lo relativo a Snape y Moody que se había olvidado por completo de mencionar el enigma del huevo.

—¿Para qué querrá saber lo del próximo permiso para ir a Hogsmeade? —preguntó Ron.

—No lo sé —dijo Harry desanimado. Se había esfumado la momentánea felicidad que lo había embargado al ver la lechuza—. Vamos, nos toca Cuidado de Criaturas Mágicas.

Ya fuera porque Hagrid intentara compensarlos por los escregutos de cola explosiva, o porque sólo quedaran ya dos, o porque intentara demostrar que era capaz de hacer lo mismo que la profesora Grubbly-Plank, el caso es que desde su vuelta había proseguido las clases de ésta sobre los unicornios. Resultó que Hagrid sabía de unicornios tanto como de monstruos, aunque era evidente que encontraba decepcionante la carencia de colmillos venenosos.

Aquel día había logrado capturar dos potrillos de unicornio, que, a diferencia de los unicornios adultos, eran de color dorado. Parvati y Lavender se quedaron extasiadas al verlos, e incluso Pansy Parkinson tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular lo mucho que le gustaban.

—Son más fáciles de ver que los adultos —explicaba Hagrid a la clase—. Cuando tienen unos dos años de edad se vuelven de color plateado, y a los cuatro les sale el cuerno. No se vuelven completamente blancos hasta que son plenamente adultos, más o menos a los siete años. De recién nacidos son más confiados… admiten incluso a los chicos. Vamos, acercaos un poco. Si queréis podéis acariciarlos… Dadles unos terrones de azúcar de ésos.

—¿Estás bien, Harry? —murmuró Hagrid, haciéndose a un lado, mientras la mayoría se arracimaba en torno a los potros.

—Sí.

—Pero un poco nervioso, ¿verdad?

—Un poco.

—Harry —dijo Hagrid apoyándole en el hombro su enorme mano, lo que hizo que las rodillas de Harry se doblaran bajo el peso—, me preocuparía por ti si no te hubiera visto enfrentarte a ese colacuerno. Pero ahora sé que eres capaz de cualquier cosa, así que no estoy nada preocupado. Lo harás muy bien. Ya has descifrado el enigma, ¿no?

Harry afirmó con la cabeza, pero al hacerlo lo acometió un loco impulso de confesar que no tenía ni idea de cómo aguantar una hora bajo el agua. Alzó la vista para mirar a Hagrid. Tal vez fuera de vez en cuando al lago para atender a las criaturas que vivían en él. Porque cuidaba de todos los animales de los terrenos del colegio…

—Vas a ganar —masculló Hagrid, volviendo a darle palmadas en el hombro, de forma que Harry sintió que se hundía cinco centímetros en el suelo embarrado—. Lo sé. Lo presiento. ¡Vas a ganar, Harry!

No tuvo valor para borrar de la cara de Hagrid la feliz sonrisa de confianza. Fingiendo que se interesaba por los pequeños unicornios, hizo un esfuerzo para sonreír a su vez y se adelantó para acariciarles el cuello, como hacían todos.

La noche precedente a la segunda prueba, Harry se sintió como atrapado en una pesadilla. Se daba perfecta cuenta de que, aunque por algún milagro lograra hallar el encantamiento adecuado, le sería muy difícil aprendérselo durante la noche. ¿Cómo había podido dejar que pasara aquello? ¿Por qué no habría empezado antes a plantearse el enigma del huevo? ¿Por qué se había permitido distraerse en las clases? ¿Y si algún profesor hubiera mencionado en alguna ocasión cómo respirar en el agua?

Él, Ron y Hermione estaban en la biblioteca a la puesta del sol, pasando febrilmente página tras página de encantamientos, ocultos unos de otros por enormes pilas de libros amontonados en la mesa. El corazón le daba un vuelco a Harry cada vez que encontraba en una página la palabra «agua», pero casi siempre era algo así como: «Prepare un litro de agua, doscientos gramos de hojas de mandrágora cortadas en juliana y una salamandra…»

—Creo que es imposible —declaró la voz de Ron desde el otro lado de la mesa—. No hay nada. Nada. Lo que más se aproxima a lo que necesitamos es este encantamiento desecador para drenar charcos y estanques, pero no es ni mucho menos lo bastante potente para desecar el lago.

—Tiene que haber alguna manera —murmuró Hermione, acercándose una vela. Tenía los ojos tan fatigados que escudriñaba la diminuta letra de Encantamientos y embrujos antiguos caídos en el olvido con la nariz a tres dedos de distancia de la página—. Nunca habrían puesto una prueba que no se pudiera realizar.

—Ahora lo han hecho —replicó Ron—. Harry, lo que tienes que hacer mañana es bajar al lago, meter la cabeza dentro, gritarles a las sirenas que te devuelvan lo que sea que te hayan mangado y ver si te hacen caso. Es tu opción más segura.

—¡Hay una manera de hacerlo! —insistió Hermione enfadada—. ¡Tiene que haberla!

Parecía tomarse como una afrenta personal la falta de información útil que había sobre el tema en la biblioteca. Nunca le había fallado.

—Ya sé lo que tendría que haber hecho —dijo Harry, dejando descansar la cabeza en el libro Trucos ingeniosos para casos peliagudos—. Tendría que haber aprendido a hacerme animago como Sirius.

—¡Claro, así podrías convertirte en carpa cuando quisieras! —corroboró Ron.

—O en una rana —añadió Harry con un bostezo. Estaba exhausto.

—Lleva unos cuantos años convertirse en animago, y después hay que registrarse y todo eso —dijo Hermione vagamente, echándole un vistazo al índice de Problemas mágicos extraordinarios y sus soluciones—. La profesora McGonagall nos lo dijo, ¿recordáis? Hay que registrarse en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia, y decir en qué animal se convierte uno y con qué marcas, de qué color… para que no se pueda hacer mal uso de ello.

—Estaba hablando en broma, Hermione —le aclaró Harry cansinamente—. Ya sé que no me puedo convertir en rana mañana por la mañana.

—¡Ah, esto no sirve de nada! —se quejó Hermione cerrando de un golpe los Problemas mágicos extraordinarios—. Pero ¡quién demonios va a querer hacerse tirabuzones en los pelos de la nariz!

—A mí no me importaría —dijo la voz de Fred Weasley—. Daría que hablar, ¿no?

Harry, Ron y Hermione levantaron la vista. Fred y George acababan de salir de detrás de unas estanterías.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó Ron.

—Buscaros —repuso George—. McGonagall quiere que vayas, Ron. Y tú también, Hermione.

—¿Por qué? —dijo Hermione, sorprendida.

—Ni idea… pero estaba muy seria —contestó Fred.

—Tenemos que llevaros a su despacho —explicó George.

Ron y Hermione miraron a Harry, que sintió un vuelco en el estómago. ¿Iría a echarles una reprimenda? A lo mejor se había dado cuenta de lo mucho que lo ayudaban, cuando se suponía que tenía que arreglárselas él solo.

—Nos veremos en la sala común —le dijo Hermione a Harry al levantarse con Ron. Los dos parecían nerviosos—. Llévate todos los libros que puedas, ¿vale?

—Bien —asintió Harry, incómodo.

Hacia las ocho, la señora Pince había apagado todas las luces y le metía prisa para que saliera de la biblioteca. Tambaleándose por el peso de todos los libros que pudo coger, volvió a la sala común de Gryffindor, se llevó una mesa a un rincón y siguió buscando. No encontró nada en Magia disparatada para brujos disparatados, ni tampoco en Guía de la brujería medieval, ni una mención a proezas submarinas en la Antología de los encantamientos del siglo XVIII, ni en Los espantosos moradores de las profundidades, ni en Poderes que no sabías que tenías y lo que puedes hacer con ellos ahora que te has enterado.

Crookshanks se subió al regazo de Harry y se ovilló, ronroneando. La sala común se fue vaciando poco a poco. No paraban de desearle suerte para la mañana siguiente con voces tan alegres y confiadas como la de Hagrid: todos parecían convencidos de que estaba a punto de llevar a cabo otra sorprendente actuación como la de la primera prueba. Harry no les podía contestar; sólo movía la cabeza de arriba abajo, como si tuviera una pelota de goma en mitad de la garganta. Cuando faltaban diez minutos para las doce de la noche, se quedó en la sala a solas con Crookshanks. Había mirado ya en todos los libros que tenía, y Ron y Hermione seguían sin volver.

«Me rindo —se dijo a sí mismo—. No puedo. No tendré más remedio que bajar al lago mañana y decírselo a los jueces…»

Se imaginó explicando que no podía hacer la prueba: vio ante sí la cara de sorpresa de Bagman, sus ojos como platos; y la sonrisa de satisfacción de Karkarov, con sus dientes amarillos; casi oyó realmente decir a Fleur Delacour: «Lo sabía… Es demasiado joven, no es más que un niño»; vio a Malfoy, al frente de la multitud, exhibiendo la insignia donde decía «POTTER APESTA»; vio la cara de tristeza y decepción de Hagrid…

Olvidando que tenía a Crookshanks en el regazo, se levantó de repente. El gato bufó molesto al caer al suelo, le dirigió a Harry una mirada de enfado y se marchó ofendido con su cola de cepillo levantada, pero en esos momentos Harry subía ya a toda prisa por la escalera de caracol que llevaba al dormitorio. Cogería la capa invisible y volvería a la biblioteca. Si no había más remedio, pasaría la noche en ella.

¡Lumos! —susurró Harry quince minutos después, al abrir la puerta de la biblioteca.

Con la luz de la punta de la varita encendida, pasó por entre las estanterías, cogiendo más libros: libros sobre maleficios y encantamientos, sobre sirenas, tritones y monstruos marinos, sobre brujas y magos famosos, sobre inventos mágicos, sobre cualquier cosa que pudiera incluir una referencia de pasada a la supervivencia bajo el agua. Se los llevó a una mesa y se puso a trabajar, hojeando los libros al delgado haz de luz de la varita. De vez en cuando consultaba el reloj.

La una de la madrugada… las dos de la madrugada… la única forma de aguantar era repetirse una y otra vez: «En el próximo libro, lo encontraré en el próximo libro…»

La sirena del cuadro del baño de los prefectos se estaba riendo. Harry salía a flote como un corcho y se volvía a hundir en el agua espumosa que rodeaba la roca, mientras ella sujetaba la Saeta de Fuego por encima de la cabeza de él.

—¡Ven a cogerla! —le decía entre risas—. ¡Vamos, salta!

—¡No puedo! —respondía jadeando Harry, que intentaba alcanzar la Saeta de Fuego mientras hacía lo imposible por no hundirse—. ¡Dámela!

Pero ella se limitó a punzarlo en un costado con el palo de la escoba, riéndose.

—Me haces daño… quita… ¡ay!

—¡Harry Potter debe despertar, señor!

—¡Deja de golpearme!

—¡Dobby debe golpear a Harry Potter para que despierte, señor!

Abrió los ojos. Seguía en la biblioteca. La capa invisible se le había caído al dormirse, y la mejilla que tenía apoyada en el libro Donde hay una varita, hay una manera se le había pegado a la página. Se incorporó y se colocó bien las gafas, parpadeando ante la brillante luz del día.

—¡Harry Potter tiene que darse prisa! —chilló Dobby—. La segunda prueba comienza dentro de diez minutos, y Harry Potter…

—¿Diez minutos? —repitió Harry con voz ronca—. ¿Diez… diez minutos?

Miró su reloj. Dobby tenía razón: eran las nueve y veinte. Un enorme peso muerto le cayó del pecho al estómago.

—¡Aprisa, Harry Potter! —lo apremió Dobby, tirándole de la manga—. ¡Se supone que tiene que bajar al lago con los otros campeones, señor!

—Es demasiado tarde, Dobby —dijo Harry desesperanzado—. No puedo afrontar la prueba, porque no sé cómo…

—¡Harry Potter afrontará la prueba! —exclamó el elfo con su aguda vocecita—. Dobby sabía que Harry no había encontrado el libro adecuado, así que Dobby lo ha hecho por él.

—¿Qué? Pero tú no sabes en qué consiste la segunda prueba.

—¡Claro que Dobby lo sabe, señor! Harry Potter tiene que entrar en el lago, buscar su prenda…

—¿Buscar mi qué?

—… y liberarla de las sirenas y los tritones.

—¿Qué quiere decir «prenda»?

—Su prenda, señor, su prenda. ¡La prenda que le dio este jersey a Dobby!

Dobby tiraba del encogido jersey de color rojo oscuro que llevaba encima de los pantalones cortos.

—¿Qué? —dijo Harry con un hilo de voz—. ¿Tienen… tienen a Ron?

—¡Lo que Harry Potter más puede valorar, señor! —chilló Dobby—. Y pasada una hora…

—«… ¡negras perspectivas!» —recitó Harry, mirando horrorizado al elfo—; «demasiado tarde, ya no habrá salida…» ¿Qué tengo que hacer, Dobby?

—¡Tiene que comerse esto, señor! —dijo el elfo, y, metiéndose la mano en el bolsillo de los pantalones, sacó una bola de algo que parecían viscosas colas de rata de color gris verdoso—. Justo antes de entrar en el lago, señor: ¡branquialgas!

—¿Para qué? —preguntó Harry, mirando las branquialgas.

—¡Gracias a ellas, Harry Potter podrá respirar bajo el agua, señor!

—Dobby —le dijo Harry frenético—, escucha… ¿estás seguro de eso?

No era fácil olvidar que la última vez que Dobby había intentado ayudarlo había acabado sin huesos en el brazo derecho.

—¡Dobby está completamente seguro, señor! —contestó el elfo muy serio—. Dobby oye cosas, señor. Es un elfo doméstico, y recorre el castillo encendiendo chimeneas y fregando suelos. Dobby oyó a la profesora McGonagall y al profesor Moody en la sala de profesores, hablando sobre la próxima prueba… ¡Dobby no puede permitir que Harry Potter pierda su prenda!

Las dudas de Harry quedaron despejadas. Poniéndose en pie de un salto, se quitó la capa invisible, la guardó en la mochila, cogió las branquialgas y se las metió en el bolsillo, y luego salió a toda velocidad de la biblioteca, con Dobby pisándole los talones.

—¡Dobby tiene que volver a las cocinas, señor! —chilló Dobby al entrar en el corredor—. Si no, se darán cuenta de que no está. ¡Buena suerte, Harry Potter, señor, buena suerte!

—¡Hasta luego, Dobby! —gritó Harry, que echó a correr lo más aprisa que podía por el corredor, y luego bajó los peldaños de la escalera de tres en tres.

En el vestíbulo se encontró con algunos rezagados que dejaban el Gran Comedor después de desayunar y, traspasando las puertas de roble, se dirigían al lago para contemplar la segunda prueba. Se quedaron mirando a Harry, que pasó a su lado como una flecha, arrollando a Colin y Dennis Creevey al sortear de un salto la breve escalinata de piedra, para luego salir al frío y claro exterior.

Al bajar a la carrera por la explanada, vio que las mismas tribunas que habían rodeado en noviembre el cercado de los dragones estaban ahora dispuestas a lo largo de una de las orillas del lago. Las gradas, llenas a rebosar, se reflejaban en el agua. El eco de la algarabía de la emocionada multitud se propagaba de forma extraña por la superficie del agua y llegaba hasta la orilla por la que Harry corría a toda velocidad hacia el tribunal, que estaba sentado en el borde del lago a una mesa cubierta con tela dorada. Cedric, Fleur y Krum se hallaban junto a la mesa, y lo observaban acercarse.

—Estoy… aquí… —dijo sin aliento Harry, que patinó en el barro al tratar de detenerse en seco y salpicó sin querer la túnica de Fleur.

—¿Dónde estabas? —inquirió una voz severa y autoritaria—. ¡La prueba está a punto de dar comienzo!

Miró hacia el lugar del que provenía la voz. Era Percy Weasley, sentado a la mesa del tribunal. Nuevamente faltaba el señor Crouch.

—¡Bueno, bueno, Percy! —dijo Ludo Bagman, que parecía muy contento de ver a Harry—. ¡Dejémoslo que recupere el aliento!

Dumbledore le sonrió, pero Karkarov y Madame Maxime no parecían nada contentos de verlo… Por las caras, resultaba obvio que habían pensado que no aparecería.

Se inclinó hacia delante poniendo las manos en las rodillas, y respiró hondo. Tenía flato en el costado, que le dolía como un cuchillo clavado entre las costillas, pero no había tiempo para esperar a que se le pasara. Ludo Bagman iba en aquel momento entre los campeones, espaciándolos por la orilla del lago a una distancia de tres metros. Harry quedó en un extremo, al lado de Krum, que se había puesto el bañador y sostenía en la mano la varita.

—¿Todo bien, Harry? —susurró Bagman, distanciándolo un poco más de Krum—. ¿Tienes algún plan?

—Sí —musitó Harry, frotándose las costillas.

Bagman le dio un apretón en el hombro y volvió a la mesa del tribunal. Apuntó a la garganta con la varita como había hecho en los Mundiales, dijo «¡Sonorus!», y su voz retumbó por las oscuras aguas hasta las tribunas.

—Bien, todos los campeones están listos para la segunda prueba, que comenzará cuando suene el silbato. Disponen exactamente de una hora para recuperar lo que se les ha quitado. Así que, cuando cuente tres: uno… dos… ¡tres!

El silbato sonó en el aire frío y calmado. Las tribunas se convirtieron en un hervidero de gritos y aplausos. Sin pararse a mirar lo que hacían los otros campeones, Harry se quitó zapatos y calcetines, sacó del bolsillo el puñado de branquialgas, se lo metió en la boca y entró en el lago.

El agua estaba tan fría que sintió que la piel de las piernas le quemaba como si hubiera entrado en fuego. A medida que se adentraba, la túnica empapada le pesaba cada vez más. El agua ya le llegaba a las rodillas, y los entumecidos pies se deslizaban por encima de sedimentos y piedras planas y viscosas. Masticaba las branquialgas con toda la prisa y fuerza de que era capaz. Eran desagradablemente gomosas, como tentáculos de pulpo. Cuando el agua helada le llegaba a la cintura, se detuvo, tragó las branquialgas y esperó a que sucediera algo.

Se dio cuenta de que había risas entre la multitud, y sabía que debía de parecer tonto, entrando en el agua sin mostrar ningún signo de poder mágico. En la parte del cuerpo que aún no se le había mojado tenía carne de gallina. Medio sumergido en el agua helada y con la brisa levantándole el pelo, empezó a tiritar. Evitó mirar hacia las tribunas. La risa se hacía más fuerte, y los de Slytherin lo silbaban y abucheaban…

Entonces, de repente, sintió como si le hubieran tapado la boca y la nariz con una almohada invisible. Intentó respirar, pero eso hizo que la cabeza le diera vueltas. Tenía los pulmones vacíos, y notaba un dolor agudo a ambos lados del cuello.

Se llevó las manos a la garganta, y notó dos grandes rajas justo debajo de las orejas, agitándose en el aire frío: ¡eran agallas! Sin pararse a pensarlo, hizo lo único que tenía sentido en aquel momento: se echó al agua.

El primer trago de agua helada fue como respirar vida. La cabeza dejó de darle vueltas. Tomó otro trago de agua, y notó cómo pasaba suavemente por entre las branquias y le enviaba oxígeno al cerebro. Extendió las manos y se las miró: parecían verdes y fantasmales bajo el agua, y le habían nacido membranas entre los dedos. Se retorció para verse los pies desnudos: se habían alargado y también les habían salido membranas: era como si tuviera aletas.

El agua ya no parecía helada. Al contrario, resultaba agradablemente fresca y muy fácil de atravesar… Harry nadó, asombrándose de lo lejos y rápido que lo propulsaban por el agua sus pies con aspecto de aletas, y también de lo claramente que veía, y de que no necesitara parpadear. Se había alejado tanto de la orilla que ya no veía el fondo. Se hundió en las profundidades.

Al deslizarse por aquel paisaje extraño, oscuro y neblinoso, el silencio le presionaba los oídos. No veía más allá de tres metros a la redonda, de forma que, mientras nadaba velozmente, las cosas surgían de repente de la oscuridad: bosques de algas ondulantes y enmarañadas, extensas planicies de barro con piedras iluminadas por un levísimo resplandor. Bajó más y más hondo hacia las profundidades del lago, con los ojos abiertos, escudriñando, entre la misteriosa luz gris que lo rodeaba, las sombras que había más allá, donde el agua se volvía opaca.

Pequeños peces pasaban en todas direcciones como dardos de plata. Una o dos veces creyó ver algo más grande ante él, pero al acercarse descubría que no era otra cosa que algún tronco grande y ennegrecido o un denso macizo de algas. No había ni rastro de los otros campeones, de sirenas ni tritones, de Ron ni, afortunadamente, tampoco del calamar gigante.

Unas algas de color esmeralda de sesenta centímetros de altura se extendían ante él hasta donde le alcanzaba la vista, como un prado de hierba muy crecida. Miraba hacia delante sin parpadear, intentando distinguir alguna forma en la oscuridad… y entonces, sin previo aviso, algo lo agarró por el tobillo.

Se retorció para mirar y vio que un grindylow, un pequeño demonio marino con cuernos, le había aferrado la pierna con sus largos dedos y le enseñaba los afilados colmillos. Se apresuró a meterse en el bolsillo la mano membranosa, y buscó a tientas la varita mágica. Pero, para cuando logró hacerse con ella, otros dos grindylows habían salido de las algas y, cogiéndolo de la túnica, intentaban arrastrarlo hacia abajo.

¡Relaxo! —gritó Harry.

Pero no salió ningún sonido de la boca, sino una burbuja grande, y la varita, en vez de lanzar chispas contra los grindylows, les arrojó lo que parecía un chorro de agua hirviendo, porque donde les daba les producía en la piel verde unas ronchas rojas de aspecto infeccioso. Harry se soltó el tobillo del grindylow y escapó tan rápido como pudo, echando a discreción de vez en cuando más chorros de agua hirviendo por encima del hombro. Cada vez que notaba que alguno de los grindylows le volvía a agarrar el tobillo, le lanzaba una patada muy fuerte. Por fin, sintió que su pie había golpeado una cabeza con cuernos; volviéndose a mirar, vio al aturdido grindylow alejarse en el agua, bizqueando, mientras sus compañeros amenazaban a Harry con el puño y se hundían otra vez entre las algas.

Aminoró un tanto, guardó la varita en la túnica, y miró en torno, escuchando, mientras describía en el agua un círculo completo. La presión del silencio contra los tímpanos se había incrementado. Debía de hallarse a mayor profundidad, pero nada se movía salvo las ondulantes algas.

—¿Cómo te va?

Harry creyó que le daba un infarto. Se volvió de inmediato, y vio a Myrtle la Llorona flotando vaporosamente delante de él, mirándolo a través de sus gruesas gafas nacaradas.

—¡Myrtle! —intentó gritar Harry.

Pero, una vez más, lo único que le salió de la boca fue una burbuja muy grande. Myrtle la Llorona se rió.

—¡Deberías mirar por allá! —le dijo, señalando en una dirección—. No te acompaño. No me gustan mucho: me persiguen cada vez que me acerco.

Harry le hizo un gesto de agradecimiento con la mano, y se fue en la dirección indicada, con cuidado de nadar algo más distanciado de las algas para evitar a otros grindylows que pudieran estar al acecho.

Siguió nadando durante unos veinte minutos, hasta que llegó a unas vastas extensiones de barro negro, que enturbiaba el agua en pequeños remolinos cuando él pasaba aleteando. Luego, por fin, percibió un retazo del canto de las criaturas marinas:

Nos hemos llevado lo que más valoras,

y para encontrarlo tienes una hora…

Harry nadó más aprisa, y no tardó en ver aparecer frente a él una roca grande que se alzaba del lodo. Había en ella pinturas de sirenas y tritones que portaban lanzas y parecían estar tratando de dar caza al calamar gigante. Harry pasó la roca, guiado por la canción:

… ya ha pasado media hora, así que no nos des largas

si no quieres que lo que buscas se quede criando algas…

De repente, de la oscuridad que lo envolvía todo surgió un grupo de casas de piedra sin labrar y cubiertas de algas. Harry distinguió rostros en las ventanas, rostros que no guardaban ninguna semejanza con el del cuadro de la sirena que había en el baño de los prefectos…

Las sirenas y los tritones tenían la piel cetrina y el pelo verde oscuro, largo y revuelto. Los ojos eran amarillos, del mismo color que sus dientes partidos, y llevaban alrededor del cuello unas gruesas cuerdas con guijarros ensartados. Le dirigieron a Harry sonrisas malévolas. Dos de aquellas criaturas, que enarbolaban una lanza, salieron de sus moradas para observarlo, mientras batían el agua con sus fuertes colas de pez plateadas.

Harry siguió, mirando a su alrededor, y enseguida las casas se hicieron más numerosas. Alrededor de algunas de ellas había jardines de algas, y hasta vio un grindylow que parecían tener de mascota, atado a una estaca a la puerta de una de las moradas. Para entonces las sirenas y los tritones salían de todos lados y lo contemplaban con mucha curiosidad; señalaban sus branquias y las membranas de sus extremidades, y se tapaban la boca con las manos para hablar entre ellos. Harry dobló muy aprisa una esquina, y vio de pronto algo muy raro.

Una multitud de sirenas y tritones flotaba delante de las casas que se alineaban en lo que parecía una versión submarina de la plaza de un pueblo pintoresco. En el medio cantaba un coro de tritones y sirenas para atraer a los campeones, y tras ellos se erguía una tosca estatua que representaba a una sirena gigante tallada en una mole de piedra. Había cuatro personas ligadas con cuerdas a la cola de la sirena.

Ron estaba atado entre Hermione y Cho Chang. Había también una niña que no parecía contar más de ocho años y cuyo pelo plateado le indicó a Harry que debía de ser hermana de Fleur Delacour. Daba la impresión de que los cuatro se hallaban sumidos en un sueño muy profundo: la cabeza les colgaba sobre los hombros, y de la boca les salía una fina hilera de burbujas.

Se acercó rápidamente a ellos, temiendo que los tritones bajaran las lanzas para atacarlo, pero no hicieron nada. Las cuerdas de algas que sujetaban a los rehenes a la estatua eran gruesas, viscosas y muy fuertes. Por una fracción de segundo, pensó en la navaja que Sirius le había regalado por Navidad y que tenía guardada en el baúl, dentro del castillo, a cuatrocientos metros de allí, donde no le podía servir de nada en absoluto.

Miró a su alrededor. Muchos de los tritones y sirenas que los rodeaban llevaban lanzas. Se acercó rápidamente a un tritón de más de dos metros de altura que lucía una larga barba verde y un collar de colmillos de tiburón, y le pidió por señas la lanza. El tritón se rió y negó con la cabeza.

—No ayudamos —declaró con una voz ronca.

—¡Vamos! —dijo Harry furioso (aunque sólo le salieron burbujas de la boca), e intentó arrancarle la lanza al tritón, pero él tiró de ella, sin dejar de negar ni de reírse.

Harry se volvió y buscó algo afilado… algo…

Había piedras en el fondo del lago. Se hundió para coger una particularmente dentada, y regresó junto a la estatua. Comenzó a cortar las cuerdas que ataban a Ron, y, tras varios minutos de duro trabajo, lo consiguió. Ron flotó, inconsciente, unos centímetros por encima del fondo del lago, balanceándose ligeramente con el flujo del agua.

Harry miró a su alrededor. No había señal de ninguno de los otros campeones. ¿Qué hacían? ¿Por qué no se daban prisa? Se volvió hacia Hermione, levantó la piedra dentada y se dispuso a cortarle las cuerdas también a ella…

De inmediato lo agarraron varios pares de fuertes manos grises. Media docena de tritones lo separaban de Hermione, negando con la cabeza y riéndose.

—Llévate el tuyo —le dijo uno de ellos—. ¡Deja a los otros!

—¡De ninguna manera! —respondió Harry furioso… pero de la boca sólo le salieron dos burbujas grandes.

—Tu misión consiste en liberar a tu amigo… ¡Deja a los otros!

—¡Ella también es amiga mía! —gritó Harry, señalando a Hermione y sin echar por la boca más que una enorme burbuja plateada—. ¡Y tampoco quiero que ellas mueran!

La cabeza de Cho se inclinaba sobre el hombro de Hermione. La niña del pelo plateado estaba espectralmente pálida y verdosa. Harry intentó apartar a los tritones, pero ellos se reían más fuerte que antes, deteniéndolo. Harry miró a su alrededor, desesperado. ¿Dónde estaban los otros? ¿Le daría tiempo de subir con Ron a la superficie y volver por Hermione y las otras? ¿Podría encontrarlas otra vez? Miró el reloj para ver cuánto tiempo le quedaba, pero se le había parado.

Entonces los tritones y las sirenas que lo rodeaban señalaron hacia lo alto. Al levantar la vista, Harry vio a Cedric nadando hacia allí. Tenía una enorme burbuja alrededor de la cabeza, que agrandaba extrañamente los rasgos de su cara.

—¡Nos perdimos! —dijo moviendo los labios, sin pronunciar ningún sonido, y estremecido de horror—. ¡Fleur y Krum vienen detrás!

Muy aliviado, Harry vio a Cedric sacar un cuchillo del bolsillo y liberar con él a Cho, para luego subir con ella hasta perderse de vista.

Harry miró a su alrededor, esperando. ¿Dónde estaban Fleur y Krum? El tiempo se agotaba y, de acuerdo con la canción, si la hora de plazo concluía, los rehenes se quedarían allí para siempre.

De pronto, los tritones y las sirenas prorrumpieron en alaridos de excitación. Los que sujetaban a Harry aflojaron las manos, mirando hacia atrás. Harry se volvió y vio algo monstruoso que se dirigía hacia ellos abriéndose paso por el agua: el cuerpo de un hombre en bañador con cabeza de tiburón: era Krum. Parecía que se había transformado, pero mal.

El hombre-tiburón fue directamente hasta Hermione y empezó a morderle las cuerdas. El problema estaba en que los nuevos dientes de Krum se hallaban en una posición poco práctica para morder nada que fuera más pequeño que un delfín, y Harry se dio cuenta de que, si Krum no ponía mucho cuidado, cortaría a Hermione por la mitad. Lanzándose hacia Krum, le dio un golpe en el hombro y le entregó la piedra dentada. Krum la cogió y la usó para liberar a Hermione. Al cabo de unos segundos ya lo había logrado. Cogió a Hermione por la cintura y, sin una mirada hacia atrás, se impulsó rápidamente hacia la superficie con ella.

«¿Y ahora qué?», pensó Harry desesperado. Si estuviera seguro de que llegaría Fleur… pero no había ni rastro de ella.

Cogió la piedra que Krum había tirado al suelo, pero los tritones se acercaron a él y a la niña, negando con la cabeza.

Harry sacó la varita.

—¡Apartaos!

Sólo le salieron burbujas de la boca, pero tenía la clara impresión de que los tritones habían comprendido, porque de repente dejaron de reírse. Sus amarillos ojos estaban fijos en la varita de Harry, y parecían asustados. Podían ser muchos más que él, pero viendo sus caras comprendió que no sabían más de magia que el calamar gigante.

—¡Contaré hasta tres! —gritó. Salió una fila de burbujas, pero levantó tres dedos para asegurarse de que entendían el mensaje—. Uno… —bajó un dedo—, dos… —bajó el segundo.

Se dispersaron. Harry se lanzó hacia la niña y empezó a cortarle las cuerdas que la ataban a la estatua. Y al final la liberó. Cogió a la niña por la cintura y a Ron por el cuello de la túnica, y comenzó a ascender.

El ascenso era muy lento, porque ya no podía usar las manos palmeadas para avanzar. Movió las aletas con furia, pero Ron y la hermana de Fleur eran como sacos de patatas que tiraban de él hacia abajo… Alzó los ojos hacia el cielo, aunque sabía que aún debía de encontrarse muy hondo porque el agua estaba oscura por encima de él.

Los tritones y las sirenas lo acompañaban en la subida. Los vio girar a su alrededor con gracilidad, observando cómo él forcejeaba contra las aguas. ¿Lo arrastrarían a las profundidades cuando el tiempo hubiera concluido? Tal vez devoraban humanos… Las piernas se le agarrotaban del esfuerzo de nadar, y los hombros le dolían terriblemente de arrastrar a Ron y a la niña…

Respiraba con dificultad. Volvían a dolerle los lados del cuello, y era muy consciente de la humedad del agua en la boca… pero, por otro lado, el agua se aclaraba. Podía ver sobre él la luz del día…

Dio un potente coletazo con las aletas, pero descubrió entonces que ya no eran más que pies… El agua que le entraba por la boca le inundaba los pulmones. Empezaba a marearse, pero sabía que la luz y el aire se hallaban sólo a unos tres metros por encima de él. Tenía que llegar… tenía que conseguirlo…

Hizo tal esfuerzo con las piernas que le pareció que los músculos se quejaban a gritos. Incluso su cerebro parecía lleno de agua: no podía respirar, necesitaba oxígeno, tenía que seguir subiendo, no podía parar…

Y entonces notó que rompía con la cabeza la superficie del agua. Un aire limpio, fresco y maravilloso le produjo escozor en la cara empapada. Tomó una bocanada de aquel aire, con la sensación de que nunca había respirado de verdad y, jadeando, tiró de Ron y de la niña hasta la superficie. Alrededor de ellos, por todas partes, emergían unas primitivas cabezas de pelo verde, pero ahora le sonreían.

Desde las tribunas, la multitud armaba muchísimo jaleo: todos estaban de pie, gritando y chillando. Tuvo la impresión de que creían que Ron y la niña habían muerto, pero se equivocaban: tanto uno como otro habían abierto los ojos. La niña parecía asustada y confusa, pero Ron simplemente echó un chorro de agua por la boca, parpadeó a la brillante luz del día y se volvió hacia Harry.

—Esto está muy húmedo, ¿eh? —comentó; luego miró a la hermana de Fleur—. ¿Para qué la has traído?

—Fleur no apareció. No podía dejarla allí —contestó Harry jadeando.

—Harry, serás ingenuo… —dijo Ron—. ¡No me digas que te tomaste la canción en serio! Dumbledore no nos habría dejado ahogarnos allí.

—Pero la canción decía…

—¡Era sólo para asegurarse de que te dabas prisa en volver! —replicó Ron—. ¡Espero que no perdieras el tiempo allí abajo interpretando el papel de héroe!

Harry se sintió al mismo tiempo estúpido y enfadado. Para Ron había sido muy fácil: había permanecido dormido, no se había dado cuenta de lo sobrecogedor que era el lago y verse rodeado de tritones y sirenas armados de lanzas, que parecían más que capaces de asesinar.

—Vamos —dijo Harry—, ayúdame a llevarla. Creo que no nada muy bien.

Con la compañía de veinte sirenas y tritones, que hacían de guardia de honor cantando sus horribles cánticos que parecían chirridos, llevaron a la hermana de Fleur por el agua hasta la orilla, desde donde los observaban los miembros del tribunal.

Harry vio a la señora Pomfrey prodigando sus atenciones a Hermione, Krum, Cedric y Cho, que estaban envueltos en mantas muy gruesas. Desde la orilla a la que se dirigían, Dumbledore y Ludo Bagman les sonreían, pero Percy, que parecía muy pálido y, en cierto modo, más joven de lo habitual, fue a su encuentro chapoteando en el agua. Mientras tanto, Madame Maxime intentaba sujetar a Fleur Delacour, que estaba completamente histérica y peleaba con uñas y dientes para volver al agua.

—¡«Gabguielle»!, ¡«Gabguielle»! ¿Está viva? ¿Está «heguida»?

—¡Está bien! —intentó decirle Harry, pero llegaba tan cansado que apenas podía hablar, y mucho menos gritar.

Percy agarró a Ron y tiró de él hacia la orilla («¡Déjame en paz, Percy, estoy bien!»); Dumbledore y Bagman cogieron a Harry; Fleur se había soltado de Madame Maxime y corría a abrazar a su hermana.

—Fue «pog» los «guindylows»… Me «atacagon»… ¡Ah, Gabguielle, pensé… pensé…!

—Tú, ven aquí —dijo la voz de la señora Pomfrey.

Agarró a Harry y, llevándolo hasta donde estaban Hermione y los otros, lo envolvió tan apretado en una manta que le pareció que le había puesto una camisa de fuerza, y lo obligó a beber una poción muy caliente que le hizo salir humo por las orejas.

—¡Muy bien, Harry! —gritó Hermione—. ¡Lo hiciste, averiguaste el modo, y todo por ti mismo!

—Bueno… —contestó Harry. Le hubiera contado lo de Dobby, pero se acababa de dar cuenta de que Karkarov lo miraba. Era el único miembro del tribunal que no se había levantado de la mesa, el único que no mostraba señales de alivio al ver volver sanos y salvos a Harry, Ron y la hermana de Fleur—. Sí, es verdad —dijo Harry, elevando algo la voz para que lo oyera Karkarov.

—Tienes un «escarrabajo» en el pelo, Herr… mío… ne —dijo Krum.

Harry tuvo la impresión de que Krum intentaba recuperar la atención de Hermione, tal vez para recordarle que había sido él quien la había rescatado del lago, pero Hermione se quitó el escarabajo del pelo con un gesto de impaciencia y continuó:

—Pero te has pasado un montón del tiempo, Harry… ¿Te costó mucho encontrarnos?

—No, os encontré sin problemas.

Harry se sentía más idiota a cada momento. Una vez fuera del agua, le parecía evidente que las medidas de seguridad de Dumbledore no habrían permitido la muerte de uno de los rehenes sólo porque el campeón no hubiera conseguido llegar a tiempo. ¿Por qué no había cogido a Ron y se había marchado con él? Habría sido el primero… Ni Cedric ni Krum habían perdido un instante preocupándose por los otros: no se habían tomado en serio la canción de las sirenas.

Dumbledore estaba agachado en la orilla, trabando conversación con la que parecía la jefa de las sirenas, que tenía un aspecto especialmente feroz y salvaje. El director hacía el mismo tipo de ruidos estridentes que las sirenas y los tritones producían fuera del agua: evidentemente, Dumbledore hablaba sirenio. Finalmente se enderezó, se volvió hacia los otros miembros del tribunal y les dijo:

—Me parece que tenemos que hablar antes de dar la puntuación.

Los miembros del tribunal hicieron un corrillo para discutir. La señora Pomfrey había ido a rescatar a Ron de las garras de Percy; lo llevó con Harry y los otros, le dio una manta y un poco de poción pimentónica, y luego fue en busca de Fleur y su hermana. Fleur tenía muchos cortes en la cara y los brazos, y la túnica rasgada; pero no parecía que eso le preocupara, y no permitió que la señora Pomfrey se ocupara de ella.

—Atienda a «Gabguielle» —le dijo, y luego se volvió hacia Harry—. Tú la has salvado —le dijo casi sin resuello—. Aunque no «ega» tu «gueén».

—Sí —asintió Harry, que en ese momento estaba muy arrepentido de no haber dejado a las tres atadas a la estatua.

Fleur se inclinó, besó a Harry dos veces en cada mejilla (él sintió que la cara le ardía, y no le habría extrañado que le hubiera vuelto a salir humo por las orejas), y luego le dijo a Ron:

—Tú también la ayudaste.

—Sí —dijo Ron muy ilusionado—, un poco.

Fleur se abalanzó también sobre él para besarlo. Hermione parecía furiosa, pero justo entonces la voz mágicamente amplificada de Ludo Bagman retumbó junto a ellos y los sobresaltó. En las gradas, la multitud se quedó de repente en silencio.

—Damas y caballeros, hemos tomado una decisión. Murcus, la jefa sirena, nos ha explicado qué ha ocurrido exactamente en el fondo del lago, y hemos puntuado en consecuencia. El total de nuestras puntuaciones, que se dan sobre un máximo de cincuenta puntos a cada uno de los campeones, es el siguiente:

»La señorita Delacour, aunque ha demostrado un uso excelente del encantamiento casco-burbuja, fue atacada por los grindylows cuando se acercaba a su meta, y no consiguió recuperar a su hermana. Le concedemos veinticinco puntos.

Aplaudieron en las tribunas.

—Me «meguezco» un «cego» —dijo Fleur con voz ronca, agitando su magnífica cabellera.

—El señor Diggory, que también ha utilizado el encantamiento casco-burbuja, ha sido el primero en volver con su rehén, aunque lo hizo un minuto después de concluida la hora.

Se escucharon unos vítores atronadores procedentes de la zona de Hufflepuff. Harry vio que, entre la multitud, Cho le dirigía a Cedric una mirada entusiasmada.

—Por tanto le concedemos cuarenta y siete puntos.

A Harry se le cayó el alma a los pies. Si Cedric había llegado demasiado tarde, él desde luego mucho más.

—El señor Viktor Krum ha utilizado una forma de transformación incompleta, que sin embargo dio buen resultado, y ha sido el segundo en volver con su rescatada. Le concedemos cuarenta puntos.

Karkarov aplaudió muy fuerte y de manera muy arrogante.

—El señor Harry Potter ha utilizado con mucho éxito las branquialgas —prosiguió Bagman—. Volvió en último lugar, y mucho después de terminado el plazo de una hora. Pero la jefa sirena nos ha comunicado que el señor Potter fue el primero en llegar hasta los rehenes, y que el retraso en su vuelta se debió a su firme decisión de salvarlos a todos, no sólo al suyo.

Tanto Ron como Hermione dirigieron a Harry miradas que eran en parte de exasperación, en parte de compasión.

—La mayoría de los miembros del tribunal —y aquí Bagman le dirigió a Karkarov una mirada muy desagradable— están de acuerdo en que esto demuestra una gran altura moral y que merece ser recompensado con la máxima puntuación. No obstante… la puntuación del señor Potter son cuarenta y cinco puntos.

A Harry le dio un vuelco el estómago. Estaba empatado en el primer puesto con Cedric Diggory. Ron y Hermione, muy sorprendidos, miraron a Harry; luego se rieron y empezaron a aplaudir muy fuerte con el resto de la multitud.

—¿Has visto, Harry? —le gritó Ron por encima del estruendo—. ¡Después de todo, no fuiste tan tonto! ¡Estabas demostrando gran altura moral!

Fleur también aplaudía con mucho entusiasmo. Krum, en cambio, no parecía nada contento. Volvió a intentar entablar conversación con Hermione, pero ella estaba demasiado ocupada vitoreando a Harry para escuchar.

—La tercera y última prueba tendrá lugar al anochecer del día veinticuatro de junio —continuó Bagman—. A los campeones se les notificará en qué consiste dicha prueba justo un mes antes. Gracias a todos por el apoyo que les brindáis.

«Ya ha pasado», pensaba Harry algo aturdido mientras la señora Pomfrey se lo llevaba con el resto de los campeones y los rehenes de regreso al castillo, para que se pusieran ropa seca. Ya había pasado todo: había superado la prueba, y no tenía que preocuparse por nada más hasta el 24 de junio…

Mientras subía la escalinata de piedra que daba acceso al castillo, decidió que en cuanto volviera a Hogsmeade le compraría a Dobby un par de calcetines para cada día del año.