Mi madre murió en el momento en que yo nací, y así, durante toda mi vida, no hubo nunca nada entre yo y la eternidad; a mi espalda soplaba siempre un viento negro y desolado. Al principio de mi existencia, yo no podía saber que iba a ser así; no lo supe hasta llegar a la mitad de mi vida, justo en aquel tiempo en que había dejado de ser joven y descubrí que algunas de las cosas que siempre había tenido dé sobra ahora eran menos abundantes, y que poseía más de algunas otras de las que apenas había disfrutado en absoluto. Y ese descubrimiento de pérdida y de recompensa me hizo reflexionar acerca del pasado y del futuro: en mi origen estaba esa mujer cuyo rostro yo nunca había visto, pero al final no había nada, nadie entre mi persona y ese negro espacio que es el mundo. Sentí entonces que durante toda mi vida había estado al borde de un precipicio, que mi pérdida me había hecho vulnerable, dura y desvalida; tomar conciencia de ello me permitió vencer la tristeza, la vergüenza y la autocompasión.
Cuando mi madre murió dejándome a mí, una vulnerable criatura, enfrentada al mundo entero, mi padre me puso al cuidado de la misma mujer a la que pagaba para que le lavase la ropa. Cabe la posibilidad de que le recalcara la diferencia entre los dos bultos: uno de ellos era su hija, no el único hijo que había traído al mundo, pero sí el único que tenía con la única mujer con la que se había casado hasta entonces; el otro contenía su ropa sucia. Habría llevado con más suavidad uno que el otro, le habría dado a ella instrucciones precisas de que fuera más cuidadosa con uno que con el otro, habría esperado que se tratara con mayor delicadeza uno que el otro, pero no sé cuál de los dos le habría preocupado más, porque era un hombre muy vanidoso, su aspecto era algo muy importante para él. El hecho de que yo constituía una carga lo sé; sé que también su ropa sucia constituía una carga; y sé que no era capaz de cuidar de mí, y tampoco de lavar su propia ropa.
Había vivido con mi madre en una casa muy pequeña. Era pobre, pero no porque fuera una buena persona; aún no había cometido suficientes maldades como para hacerse rico. La casa estaba en una colina, y él había bajado por la ladera llevando en equilibrio en una mano a su hija y en la otra su ropa; y había entregado los dos bultos, el fardo de ropa y el bebé, a una mujer que no era familiar de él ni de mi madre; se llamaba Eunice Paul, y tenía ya seis hijos, el último de los cuales era todavía un recién nacido. Por eso le quedaba todavía algo de leche en los pechos para darme, pero a mí me sabía amarga y no la mamaba. Vivía en una casa alejada de todas las demás, desde la que se divisaba una amplia vista del mar y las montañas, y, cuando yo me mostraba irritable y desconsolada, me envolvía en trapos viejos y me dejaba apoyada a la sombra de un árbol, y, ante la panorámica de aquel mar y aquellas montañas, inconsolable, yo me deshacía en lágrimas hasta quedar exhausta.
Ma Eunice no era mala: me trataba exactamente igual que a sus propios hijos… aunque eso no significa que fuera precisamente tierna con sus propios hijos. En un lugar como ese, la brutalidad es la única herencia verdadera, y a veces la crueldad es lo único que se ofrece con franqueza. A mí ella no me gustaba, y echaba de menos el rostro que nunca había visto; miraba por encima del hombro para ver si se acercaba alguien, como si esperase que fuera a llegar alguien, y Ma Eunice me preguntaba qué estaba mirando, al principio en broma, pero poco tiempo después, cuando empecé a hacerlo continuamente, creyó que eso significaba que era capaz de ver espíritus. Yo no veía en absoluto espíritus o fantasmas, simplemente estaba buscando aquel rostro, el rostro que jamás vería, aunque viviera eternamente.
Nunca llegué a querer a esa mujer con la que me dejó mi padre, esa mujer que no era mala conmigo, pero que tampoco era capaz de demostrar ternura porque no sabía cómo hacerlo… y quizá no pudiese quererla porque tampoco yo sabía cómo hacerlo. Me alimentó con papillas cuando rechazaba su leche y todavía no tenía dientes; cuando me salieron los dientes, lo primero que hice fue hundírselos en la mano mientras me daba de comer. De su boca brotó un sonido sofocado, más de sorpresa que de dolor, y supo interpretar aquello como lo que realmente era —mi primera manifestación de ingratitud—, lo que la puso en guardia contra mí para el resto del tiempo en que tuvimos relación.
No hablé hasta cumplir los cuatro años. Eso no enturbió la felicidad de nadie ni por un segundo; no había nadie que fuera a preocuparse por ello. Yo sabía que podía hablar, pero no quería hacerlo. Veía a mi padre cada quince días, cuando venía a recoger su ropa limpia. Nunca se me ocurrió pensar que fuera allí para verme; mi idea de las cosas era que venía a recoger su ropa limpia. Cuando aparecía, me llevaban con él y él me preguntaba cómo estaba, pero solo era una formalidad; nunca me tocaba ni me miraba a los ojos. ¿Acaso había algo que ver en mis ojos? Eunice lavaba, planchaba y plegaba su ropa; la envolvía en tela de nanquín como si se tratara de un regalo, en dos pulcros e impecables paquetes que colocaba sobre una mesa, la única mesa de la casa, en la que permanecían hasta que él venía a recogerlos. Hacía sus visitas con bastante regularidad, de manera que, cuando una vez no apareció como solía, lo noté y dije: «¿Dónde está mi padre?».
Lo dije en inglés —no en criollo francés ni en criollo inglés, sino en inglés puro y llano—, y eso hubiera debido ser lo sorprendente: no el hecho de que hablara, sino de que lo hiciera en inglés, una lengua en la que nunca había oído hablar a nadie. Ma Eunice y sus hijos hablaban en la lengua de Dominica, el criollo francés, y en cuanto a mi padre, cuando hablaba conmigo, también se dirigía a mí en esa lengua, no por ofenderme, sino porque creía que era lo único que yo entendía. Pero nadie se dio cuenta; todos se limitaron a maravillarse de que por fin hubiera hablado y hubiera preguntado por la ausencia de mi padre. El hecho de que las primeras palabras que articulé en mi vida fueran dichas en la lengua de un pueblo que nunca me gustaría y al que jamás apreciaría ya no constituye ahora ningún misterio para mí; todo en mi vida, bueno o malo, todo aquello a lo que estoy inextricablemente atada, es fuente de dolor.
Entonces tenía cuatro años de edad y veía el mundo como una serie de líneas suaves y difuminadas unidas entre sí, como un esbozo en carboncillo; así, cuando mi padre venía a llevarse su ropa, lo único que veía era que aparecía de repente en el estrecho sendero que conducía desde el camino principal hasta la puerta de la casa en la que yo vivía y que luego, hecho lo que había venido a hacer, desaparecía de nuevo tras la curva en el cruce de caminos. Yo no sabía qué había más allá del sendero, no sabía si cuando le perdía de vista continuaba siendo mi padre o se desvanecía para convertirse en algo completamente distinto y no volvería a verle nunca bajo la forma de mi padre. Era algo que habría aceptado sin más. Podría haber llegado a creer que así era como funcionaba el mundo. Yo no hablaba y no tenía intención de hablar.
Un día, sin querer, rompí un plato, el único plato de aquel tipo que Eunice había tenido nunca, un plato de porcelana fina, y mis labios no pronunciaron las palabras «lo siento». La tristeza que ella expresó ante esa pérdida me fascinó; era una aflicción tan concentrada, tan abrumadora, tan profunda como si hubiera muerto un ser querido. Se pellizcó los gruesos y fláccidos pliegues del vientre, se tiró de los pelos, se dio golpes en el pecho; de sus ojos manaron grandes lagrimones que se deslizaron por sus mejillas, tan profusamente que para mi mente infantil no habría sido ninguna sorpresa ver que de ellas brotaban de repente sendos manantiales de agua, como en una fábula o un cuento de hadas. Me había advertido en repetidas ocasiones que no tocara aquel plato, pues me había visto observarlo con una curiosidad obsesiva. Yo lo miraba y pensaba en el dibujo pintado en su superficie, la imagen de un paisaje campestre repleto de hierba y flores, con los más delicados matices de amarillo, rosa, azul y verde; el cielo estaba iluminado por un sol reluciente pero no abrasador; las nubes eran delgadas, desvaídas y dispersas a modo de detalle decorativo, no densos cúmulos amenazadores, no el presagio de un desastre. Aquella imagen no representaba más que un campo lleno de hierba y flores en un día soleado, pero de ella emanaba cierta atmósfera de secreta exuberancia, felicidad y sosiego; en la parte inferior había una sola palabra escrita en letras doradas: PARAÍSO. Naturalmente, no se trataba en absoluto de ninguna alegoría del paraíso; era una imagen idealizada de la campiña inglesa, pero eso yo no lo sabía; no sabía siquiera que tal cosa, la campiña inglesa, existiera. Y tampoco lo sabía Eunice; ella creía que aquella pintura era una imagen del paraíso que le ofrecía secretamente la promesa de una vida libre de preocupaciones, responsabilidades y deseos.
Cuando rompí el plato de porcelana en el que estaba pintada esa imagen y cuya pérdida hizo llorar tanto a Ma Eunice, no sentí la necesidad de pedir perdón de forma inmediata, ni sentí la necesidad de pedir perdón al poco rato. No sentí la necesidad de perdirle perdón hasta mucho tiempo después, y para entonces ya era demasiado tarde para decírselo, porque había muerto; quizá fue al paraíso y vio realizada la promesa que simbolizaba aquel plato. Cuando rompí el plato y no pedí perdón, maldijo a mi madre muerta, maldijo a mi padre, me maldijo a mí. Las palabras que utilizó no significaban nada; las comprendí, pero no me hirieron, porque no sentía afecto por ella. Y ella no sentía afecto por mí. Me hizo poner de rodillas sobre un montón de piedras que estaban apiladas, como debía ser, en un lugar en el que daba el sol durante todo el día, con las manos levantadas por encima de la cabeza y sosteniendo en cada una de ellas un enorme pedrusco. Su intención era tenerme en esa postura hasta que dijera las palabras «lo siento», pero yo no las pronuncié, no pude pronunciarlas. Era más fuerte que mi propia voluntad; aquellas palabras no podían salir de mis labios. Permanecí en aquella posición hasta que a ella ya no le quedaron fuerzas para seguir maldiciéndome a mí y a todos mis antepasados.
¿Por qué aquel castigo habría de causar en mí una impresión tan imborrable, impregnado como estaba en todos sus aspectos del aroma que envuelve la relación existente entre el carcelero y el cautivo, el amo y el esclavo, con su patente simbolismo acerca del grande y el pequeño, el poderoso y el desvalido, el fuerte y el débil, y enmarcado en un escenario de tierra, mar y cielo, y Eunice en pie ante mí, mostrándose en una sucesión de metamorfosis que la convertían en un ser más furioso e inhumano a cada palabra que salía de sus labios, con su raído vestido de algodón mal tejido cuya parte superior era de un color y dibujo que no iban a tono con la falda, su pelo enmarañado y sin lavar desde hacía muchos meses envuelto en un pedazo de tela vieja que llevaba sin lavar aún más tiempo que el cabello? El vestido, otra vez: en algún momento había estado nuevo y limpio, y la suciedad lo había ajado, pero la propia suciedad había hecho que fuera nuevo una vez más, al proporcionarle una pátina de sombras y colores que no había tenido antes, y esa misma suciedad acabaría desintegrándolo por completo, aunque ella no era una mujer sucia: se lavaba los pies todas las noches.
El día estaba despejado, no era tiempo de lluvias; había algunos hombres en el mar lanzando las redes, aunque no iban a tener buena pesca precisamente porque era un día claro. Tres de sus hijos estaban comiendo pan y formaban con la miga pequeñas bolitas que me arrojaban como si fueran piedras mientras estaba allí arrodillada, riéndose de mí; y en el cielo no había una sola nube y no corría ni una brizna de aire; y una mosca volaba sin cesar por delante de mi cara, a veces posándose en la comisura de mi boca; un fruto demasiado maduro cayó de un árbol del pan, y el sonido que produjo al caer fue como el de un puño golpeando una zona blanda y carnosa del cuerpo. Todo eso, todo eso lo recuerdo… ¿Por qué aquello habría de causar en mí una impresión tan imborrable?
Mientras estaba allí arrodillada, vi tres tortugas de tierra entrando y saliendo lentamente del pequeño espacio que quedaba bajo la casa, y me enamoré de ellas; quería tenerlas cerca, quería hablar solo con ellas todos los días durante toda mi vida. Mucho después de que finalizara mi tormento —zanjado de un modo que no gustó a Ma Eunice, puesto que yo no había pedido perdón—, cogí las tres tortugas y las coloqué en un espacio cercado del que no podían entrar y salir a su antojo, de forma que su existencia dependía por completo de mí. Yo les llevaba hojas de hortalizas y agua en pequeñas conchas marinas. Me parecían hermosas, con sus caparazones de color gris oscuro con pálidos círculos amarillos, sus largos cuellos, sus ojos de mirada impasible, su manera lenta y deliberada de moverse. Pero se escondían en el interior de sus caparazones cuando yo no quería que lo hicieran, y, cuando las llamaba, no salían. Para darles una lección, cogí un poco de barro del lecho del río, tapé con él los pequeños orificios por los que sacaban el cuello y dejé que se secara. Cubrí con piedras el lugar en el que vivían y durante bastantes días me olvidé de ellas. Cuando las recordé de nuevo, fui a echarles un vistazo al lugar en que las había dejado. Para entonces estaban todas muertas.
Mi padre quería que me llevaran a la escuela. Era una petición poco habitual; las niñas no iban a la escuela; de los hijos de Ma Eunice, ninguna de las niñas asistía a las clases. Nunca sabré qué le indujo a él a hacer tal cosa. Lo único que se me ocurre es que deseaba algo así para mí sin haber pensado demasiado en ello, porque, al fin y al cabo, ¿de qué le iba a servir la educación a alguien como yo? No puedo hablar más que de aquello que no tuve; solo puedo valorarlo comparándolo con lo que sí tuve y encontrar en la diferencia la desdicha como resultado. Y sin embargo, sin embargo… esa fue la razón de que viera por primera vez lo que había más allá del sendero que se alejaba de mi casa. Y qué bien recuerdo el tacto que tenía la tela de mi falda y mi blusa —áspero porque eran nuevas—, una falda verde y una blusa beige, un uniforme cuyos colores y estilo imitaban los colores y el estilo de una escuela perteneciente a otro lugar, un lugar muy lejano; y llevaba un par de zapatos de gruesa lona marrón y calcetines de algodón marrones que mi padre había conseguido, yo no sabía dónde, para mí. Y mencionar que no sabía de dónde habían salido aquellas cosas, decir que me intrigaban, es referirme en realidad al hecho de que aquella era la primera vez en mi vida que llevaba zapatos y calcetines, que hicieron que los pies me dolieran y se me hincharan y fueron la causa de que me salieran ampollas y llagas en la piel, pero yo tenía que llevarlos hasta que mis pies se acostumbraran a ellos, y mis pies —todo mi cuerpo— así lo hicieron. Aquella era una mañana como cualquier otra, tan normal como para parecer profunda: había lugares soleados y otros que no lo eran, y ambos (soleados, nubosos) ocupaban diferentes espacios en el cielo con naturalidad; estaba el verde de las hojas, la roja explosión de las flores en los vistosos árboles, el fruto amarillo pálido de los anacardos, el olor de la lima, el olor de los almendros, el café en mi aliento, la falda de Eunice golpeándome en la cara llevada por el viento, y los excitantes olores procedentes de su entrepierna que nunca olvidaré, hasta el punto de que siempre que siento mi propio olor me acuerdo de ella. El río estaba bajo, por lo que no oí el rumor del agua corriendo sobre las piedras; soplaba una brisa tan suave que las hojas no susurraban en los árboles.
Experimenté todas esas sensaciones para la vista, el olfato y el oído durante el trayecto por el sendero, bajando por el camino de la escuela. Cuando llegué a la carretera y puse en ella mi pie recién calzado, estaba haciendo aquello por primera vez. Fui consciente de ello. Era una carretera hecha de piedras pequeñas y tierra muy prensada, y a cada paso que daba me sentía torpe; el suelo se movía bajo mis pies, que resbalaban hacia atrás. La carretera se extendía ante mí hasta desvanecerse tras una curva; seguimos andando hacia ella y, al llegar, la curva dio paso a otro tramo de carretera, al final del cual había otra curva. Llegamos a la escuela antes de que acabara la última curva. Era un edificio pequeño con una puerta y cuatro ventanas; tenía el suelo de madera; un pequeño reptil se arrastraba sobre una viga en el techo; había tres largos pupitres alineados uno detrás del otro; había una gran mesa de madera y una silla frente a los tres pupitres largos; en la pared, detrás de la mesa y la silla de madera, había un mapa; en la parte superior del mapa estaban las palabras «EL IMPERIO BRITÁNICO». Esas fueron las primeras palabras que aprendí a leer.
En aquella estancia siempre había exclusivamente chicos; no me senté en un aula con otras chicas hasta que fui mayor. No estaba asustada ante aquella situación, nueva para mí: no conocía ese sentimiento entonces y sigo sin conocerlo ahora. No estaba asustada porque mi madre había muerto ya, y eso es lo único de lo que un niño tiene realmente miedo; cuando yo nací, mi madre murió, y yo llevaba ya todos aquellos años viviendo con Eunice, una mujer que no era mi madre y no podía quererme, y sin mi padre, sin saber nunca cuándo iba a verle de nuevo, así que no estaba asustada por la nueva situación que me tocaba vivir. (Quizá no sea del todo cierto que no estuviera asustada entonces, pero sin duda aquella no iba a ser la única ocasión en la que no quisiera reconocer mi propia vulnerabilidad).
Si hablo ahora de aquellos primeros días con claridad y capacidad de reflexión no es porque invente nada, ni tendría por qué sorprender; por aquel entonces cada detalle, en el momento en que se presentaba, quedaba grabado en mi mente con tal intensidad y nitidez que ahora no dudo de la fidelidad de mis recuerdos. En aquel momento no significaban nada, carecían de contexto, yo no sabía aún cuál iba a ser el curso de los acontecimientos, no conocía los antecedentes. Mi maestra era una mujer que había sido educada por misioneras metodistas; pertenecía al pueblo africano, yo lo veía claramente, y había encontrado en ello una fuente de humillación y de aversión por sí misma; llevaba la desesperación como si fuera una prenda de vestir, como un manto o un bastón en el que apoyarse constantemente, una herencia que nos transmitiría a nosotros. No sentía afecto por nosotros; nosotros no sentíamos afecto por ella; no sentíamos afecto el uno por el otro entonces, ni nunca. Éramos siete niños y yo. Los niños también pertenecían todos al pueblo africano. Mi maestra y esos niños no dejaban de mirarme: yo tenía las cejas muy pobladas; mi cabello era áspero, tupido y ondulado; tenía los ojos muy separados y almendrados; mis labios eran grandes y se estrechaban de repente. Yo pertenecía al pueblo africano, pero no exclusivamente. Mi madre era caribeña, y eso era lo que veían cuando me miraban: el pueblo caribeño había sido vencido y luego exterminado, arrojado y esparcido como semillas en un jardín; el pueblo africano había sido derrotado pero había sobrevivido. Cuando me miraban a mí veían solo la parte correspondiente al pueblo caribeño. Se equivocaban, pero yo no se lo dije.
Empecé a hablar bastante abiertamente entonces; conmigo misma muy frecuentemente, con otras personas solo cuando era absolutamente necesario. En la escuela hablábamos inglés —inglés correcto, no criollo—, mientras que entre nosotros hablábamos francés criollo, una lengua que no se consideraba correcta en absoluto, una lengua que nadie procedente de Francia sabía hablar y a duras penas comprendía. Yo hablaba sola porque empezó a gustarme el sonido de mi propia voz. Me parecía dulce, atenuaba mi soledad, pues me sentía sola y deseaba ver a personas en cuyos rostros pudiera reconocer algo de mí misma. Porque, ¿quién era yo? Mi madre había muerto; no había visto a mi padre desde hacía mucho tiempo.
Aprendí a leer y escribir muy deprisa. Mi memoria, mi capacidad para retener información, para reparar en los más mínimos detalles, para recordar quién había dicho qué y cuándo, fue vista con recelo y se consideró como algo insólito, tan insólito que mi maestra, que había sido educada para pensar desde el punto de vista del bien y del mal, y cuyo criterio al respecto era siempre equivocado, declaró que yo era el mal, que estaba poseída. Y para demostrar que no había duda de ello señaló de nuevo el hecho de que mi madre fuera caribeña.
Mi mundo entonces —silencioso, suave, tan vulnerable que parecía vegetal, sujeto a los caprichos impuestos por otras personas, diurno, que empezaba cada mañana con la pálida luz que se abría paso en el horizonte y finalizaba con la súbita caída de la noche cuando llegaba el ocaso— constituía para mí tanto un misterio como una fuente inagotable de placer: adoraba la cara gris del cielo, poroso, veteado, húmedo, siguiéndome camino de la escuela infinidad de mañanas, lanzándome desde arriba punzantes flechas de agua; la otra cara de ese mismo cielo, cuando era un azul duro sin refugio posible, un telón de fondo para un sol cruel; el agobiante calor que acababa por formar parte de mí, como mi sangre; los altivos árboles (los brotes de algunos de los cuales tenían el tamaño de pequeños troncos), que crecían sin moderación, como si la belleza residiera en el tamaño, y que yo podía nombrar uno por uno cerrando los ojos y escuchando el sonido que producían sus hojas al rozar unas con otras; y adoraba el momento en que las blancas flores del cedro empezaban a caer sobre la tierra con un silencio que yo era capaz de oír, sus pétalos al principio todavía frescos, un suave beso rosa y blanco, luego, un día más tarde, aplastados, marchitos y marrones, una visión molesta; y el río, que se había convertido en un pequeño lago cuando un día, sin previo aviso, cambió su curso, en cuya orilla me sentaba a observar familias de pájaros, ranas poniendo sus huevos, mientras el cielo iba cambiando alternativamente del negro al azul y del azul al negro, y la lluvia caía sobre el mar, más allá del lago, pero no en la montaña que había más allá del mar. Estando sentada en ese lugar, fue cuando soñé con mi madre por primera vez; me había quedado dormida sobre las piedras que cubrían la tierra a mi alrededor, con mi pequeño cuerpo hundido en esa superficie como si se tratara de un montón de plumas. Vi a mi madre bajando por una escalera. Llevaba un largo vestido blanco que le llegaba a los talones, y esa era la única parte de su cuerpo que quedaba a la vista, los talones; ella seguía bajando, pero nunca se revelaba ningún otro rasgo. Solo sus talones y la orla del vestido. Al principio anhelaba ver más, pero luego me conformé con ver sus talones bajando hacia mí. Al despertar, no era la misma niña que antes de quedarme dormida. Deseé fervientemente ver a mi padre y estar constantemente en su presencia.
Un día que no había empezado de ninguna manera especial, que yo recuerde, me enseñaron cuáles eran los principios básicos para escribir una carta. Una carta tiene seis partes: la dirección de quien la envía, la fecha, la dirección del destinatario, el saludo de cortesía, el cuerpo de la carta, el acabamiento de la carta. Todo el mundo sabía que ninguna persona de la posición que yo estaba destinada a ocupar —la posición de una mujer, y pobre— necesitaría nunca escribir una carta, pero la satisfacción que les proporcionó a todas las personas relacionadas con el hecho de enseñarme a mí eso, escribir una carta, tuvo que ser inmensa. Me pegaban y me regañaban con severidad cuando cometía algún error. El ejercicio de copiar cartas de alguien cuyas penas, reflexiones o alegrías no me interesaban no me irritó entonces —yo era demasiado joven para comprender que la arrogancia puede ser un arma tan peligrosa como un puñal—; en lugar de irritarme, me indujo a escribir mis propias cartas, cartas en las que expresar mis sentimientos acerca de mi propia vida, tal y como yo la veía a los siete años de edad. Empecé a escribirle a mi padre. Escribí «mi querido papá» con una bonita y elegante caligrafía, una caligrafía que era el resultado de muchos cachetes y regañinas. Le decía que Eunice me maltrataba, tanto con palabras como físicamente, que le echaba de menos y que le quería mucho. Le escribí lo mismo una y otra vez. No entraba en detalles. No era más que el lastimero grito de socorro de un animalillo herido: «Mi querido papá, tú eres lo único que tengo en este mundo, nadie me quiere, solo tú puedes quererme, me hacen daño con palabras, me golpean con palos, me tiran piedras, eres lo que más quiero, solo tú puedes salvarme». Esas palabras no iban destinadas a mi padre en absoluto, sino a la persona de la que solo podía ver los talones. Noche tras noche veía sus talones, solo sus talones bajando a mi encuentro, bajando a mi encuentro para no volver a separarse nunca de mí.
Escribí esas cartas sin intención alguna de enviárselas a mi padre; no sabía cómo hacer aquello, enviarlas. Las doblaba de tal manera que, si las hubiera roto en pedazos, habrían quedado ocho cuadrados pequeños. No había ningún significado misterioso en ello; lo hacía solo para esconderlas mejor bajo una gran piedra que había junto a la verja de la escuela. Cada día, al salir, colocaba una carta que había escrito a mi padre debajo de la piedra. Había escrito esas cartas a escondidas, durante el poco tiempo que nos dejaban de recreo o cuando había terminado mi tarea y nadie se fijaba en mí. Fingiendo estar absorta en el trabajo que debía hacer, me dedicaba en realidad a escribirle una carta a mi padre.
Este insignificante grito pidiendo ayuda no me procuró alivio instantáneo. Me sabía desgraciada, pero la posibilidad de mitigar mi tristeza —de que mi vida cambiara, de que mis circunstancias cambiaran— ni se me pasaba por la cabeza.
Mis cartas no permanecieron en secreto. Un niño llamado Roman me había visto ocultándolas en su escondrijo y, sin que yo lo viera, las sacó de allí. No pude contar con su complicidad, no tuvo compasión; todo instinto de protección por los más débiles había sido aniquilado en él. Le llevó mis cartas a nuestra profesora. En las cartas a mi padre yo había escrito «todo el mundo me odia, solo tú me quieres», pero no había ni pensado en enviárselas de veras a mi padre, ni siquiera estaban realmente dirigidas a mi padre. Si me hubieran preguntado entonces si de verdad sentía que todo el mundo me odiaba, que solo me quería mi padre, no habría sabido qué responder. Pero la reacción de la maestra al ver mis cartas, aquellos pequeños garabatos, me resultó estimulante. Por su parte creyó que al decir «todo el mundo» me refería a ella y solo a ella. Dijo que mis palabras eran mentira, una calumnia, que estaba avergonzada de mí, que no me tenía miedo. La maestra me dijo todo eso delante de los demás alumnos de la escuela. Ellos pensaron que me sentía humillada y se alegraron de verme caer tan bajo. Yo no me sentí humillada en absoluto. Noté algunas cosas. Me fijé en que sus dientes estaban torcidos y amarillos, y me pregunté cómo habían llegado a aquel estado. Grandes manchas de sudor en forma de media luna empapaban su vestido en las axilas, y me pregunté si yo también, al convertirme en mujer, transpiraría tan profusamente, y cómo olería. En la pared, detrás de su hombro, había una gran araña hembra con su bolsa de huevos a cuestas, y deseé alcanzarla y aplastarla con la palma de la mano, pues me preguntaba si sería del mismo tipo o de la misma familia que la araña que había estado chupándome saliva de la comisura de los labios la noche anterior mientras dormía, dejando tres pequeñas y dolorosas picaduras. Fuera lloviznaba, oía el repiqueteo de la lluvia en el techo galvanizado.
Envió las cartas a mi padre para demostrarme que tenía la conciencia tranquila. Dijo que yo había interpretado mal sus regañinas, que me las daba porque me quería y no porque me odiara como yo creía, y que eso demostraba que había caído en el pecado del orgullo. Y dijo también que tenía la esperanza de que aprendiera a ver la diferencia entre ambas cosas: el amor y el odio. Desde entonces he intentado distinguir el amor del odio y sigo sin poder hacerlo, porque a menudo se esconden tras el mismo rostro. Cuando me dijo eso, la miré a la cara intentando discernir si era cierto que me quería y que sus palabras, que tan a menudo parecían violentos bofetones, eran realmente una expresión de amor. En aquel momento, su rostro no me pareció amoroso, pero quizá me equivocaba; quizás era todavía demasiado niña para juzgarlo, demasiado niña como para saberlo.
En el primer momento no me di cuenta del alcance de lo que había sucedido, de lo que había hecho: por mucho que no lo hiciera conscientemente, por mucho que careciera de objetivo, lo cierto es que, con solo utilizar unas pocas palabras, hice que cambiara mi situación; puede incluso que me salvara la vida. Después de aquello, hablar de mi propia situación, conmigo misma o con otras personas, es algo que ya siempre haría. Fue así como me convertí en una persona tan extremadamente consciente de mí misma, tan preocupada por mis propias necesidades, tan resuelta a satisfacerlas, consciente de mis oprobios, consciente de mis placeres. Aquella azarosa e infantil expresión de dolor y sufrimiento hizo que cambiara mi vida, y tomé buena nota de ello.
Mi padre vino a buscarme vestido con un uniforme de carcelero. Para él eso no quería decir nada, carecía de significado. Había vuelto a Roseau procedente del poblado de St. Joseph, donde había estado desempeñando sus funciones de policía. Nadie me había avisado de que llegaría aquel día, y no le esperaba. Volvía de la escuela cuando le vi aguardando en la última curva de la carretera que llevaba hasta la casa en que vivía. Me sorprendió verle, pero solo reconocí que estaba sorprendida para mis adentros; no permití que nadie más se diera cuenta de ello. La razón de que hubiera echado tanto de menos a mi padre —la razón por la que había dejado de venir a la casa en que yo vivía para traer su ropa sucia y llevarse la limpia— era que se había vuelto a casar. Me lo habían explicado, pero para mí era un misterio lo que eso pudiera significar; no fue distinto de la primera vez que me explicaron que el mundo era redondo; pensé: ¿Qué puede significar eso, qué debe de ser? Mi padre se había vuelto a casar. Me cogió de la mano, dijo algo, hablaba en inglés; su boca empezó a retorcerse alrededor de las palabras que estaba pronunciando en una mueca que le hizo aparecer ante mí como alguien bueno, atractivo, incluso cariñoso. Comprendí lo que me dijo: ahora tenía una casa para mí, una buena casa; me gustaría su esposa, mi nueva madre; me quería tanto como a sí mismo, quizá más, porque le recordaba a alguien a quien sin duda había querido más que a sí mismo. Me encantaría mi nueva casa; iba a adorar el cielo sobre mi cabeza y la tierra que pisaba.
Pronunció la palabra «amor» con tal frecuencia que acabó por convertirse para mi corazón de siete años de edad, para mi mente de siete años de edad, en un indicio de que tal cosa no existía. Los ojos de mi padre se hacían diminutos y luego volvían a agrandarse; él creía en lo que estaba diciendo, que eso era bueno, porque yo no lo creía así. Pero no haría nada por detener aquella evolución, aquella novedad, aquella oportunidad de alejarme de allí; y no es que le creyera, pero no tenía ninguna razón para oponerme, ninguna razón de peso. Aún no era tan cínica como para pensar que todo lo que oía escondía en el fondo otra realidad, la auténtica verdad.
Le di las gracias a Eunice por haber cuidado de mí. No era sincera, no podía ser sincera, no sabía cómo ser sincera al decir algo así, pero si lo dijera ahora sí sería sincera. No me despedí; en el mundo en que vivía entonces, y también en el mundo en el que vivo ahora, las despedidas no existen, es un mundo pequeño. Todas mis pertenencias cupieron en una mochila de muselina que él metió en la bolsa que cargaba el burro que le había llevado hasta allí. Me montó en el burro y él se sentó detrás de mí. Esa era la imagen que ofrecíamos mientras le daba la espalda a la pequeña casa en la que había pasado los primeros siete años de mi vida: un hombre, un hombre que ya era importante, con su hijita, a lomos de un burro, al final del día, un día corriente, un día sin nada especial si tú contabas menos que una mota en una página impresa. Oía la respiración de mi padre; no era la respiración que daba aliento a mi vida. De vez en cuando mi nuca tocaba su pecho, oía el latido de su corazón a través de la camisa, de aquel uniforme que asustaba a la gente cuando le veían acercarse con él puesto, pues su presencia cuando llevaba aquellas ropas casi nunca significaba nada bueno. Pero en mi vida, en aquel momento, su presencia era benéfica; resultaba terrible que no hubiera pensado en cambiarse de ropa; era terrible que yo notara que no lo había hecho, era terrible que una cosa así fuera importante para mí.
Asumí de inmediato esta nueva experiencia —dejar atrás el pasado definitivamente, trasladarme de un lugar a otro sabiendo que todo lo que había vivido quedaría segado en ese punto para siempre— como si se tratara de un regalo de la naturaleza, como si fuera ley de vida. Este, el más simple de los actos, dar la espalda a algo, es una de las cosas más difíciles que se puedan hacer, pero una vez consumado cuesta creer que te haya resultado duro en absoluto. Yo no había sido capaz de hacerlo sola, pero me daba cuenta de que sí había desencadenado una serie de acontecimientos que lo habían hecho posible. Si por alguna razón me hubiera vuelto a encontrar sentada en aquella aula de la escuela, o sentada de nuevo en el patio de Eunice, durmiendo en su cama, comiendo con sus hijos, nada de eso habría ejercido sobre mí una influencia tan poderosa como antes, no habría tenido el poder de hacerme sentir desamparada y avergonzada de mi propio desamparo.
Mientras cabalgábamos, yo no podía ver la expresión del rostro de mi padre, no sabía lo que estaba pensando, no le conocía lo bastante como para adivinarlo. Emprendió el camino carretera abajo en la dirección opuesta de la que llevaba a la escuela. Aquel tramo de carretera era nuevo para mí y, sin embargo, había cierta familiaridad en él que me hizo sentir triste. Al doblar cada curva, aparecía el familiar color verde oscuro de los árboles que crecían con una ferocidad que ninguna mano había intentado todavía restringir, un verde tan implacable que alcanzaba al mismo tiempo una gran belleza y una gran fealdad y, sin embargo, también una gran humildad; era, existía en sí mismo: no se le podía añadir nada; no se le podía quitar nada. Todos y cada uno de los precipicios que se encontraban a lo largo de la carretera eran escarpados y peligrosos, y caer por cualquiera de ellos habría supuesto la muerte o quedar tullido para siempre. Y a todas y cada una de las cuestas les seguía una pendiente, siempre estrangulada al fondo por la misma exuberancia de plantas florecientes cuyo sentido todavía desconozco. Y cada una de las curvas que giraban a la izquierda dejaba pronto paso a otra curva que giraba a la derecha.
El día empezó entonces a teñirse con los colores del fin, los colores de un funeral, gris, malva, negro; la tristeza que llevaba dentro se me hizo patente. Yo formaba parte de un cortejo de nostalgia que se iba alejando de mi antigua vida, una existencia que había vivido durante solo siete años. Pero no me sentí vencida. La oscuridad de la noche cayó sobre nosotros como siempre de repente, sin previo aviso. Tampoco entonces me sentí vencida. Mi padre me rodeó con el brazo, como para protegerme de algo: de algún peligro que yo no veía en el aire frío, de un espíritu maligno, de una caída. Al principio su abrazo era suave; luego se fue estrechando hasta hacerse tan fuerte como un cinturón de hierro, pero incluso entonces no me sentí vencida.
Entramos en el poblado rodeados de oscuridad. No había luces por ninguna parte, no ladraba un solo perro, no nos cruzamos con nadie. Entramos en la casa en la que vivía mi padre; había una luz procedente de una bonita lámpara de cristal, un objeto que yo no había visto nunca antes; la llama se alimentaba gracias a un líquido claro que contenía la base de la lámpara, en la que había grabados en relieve que representaban cabezas de animales desconocidos para mí. La lámpara estaba en una estantería, y la estantería estaba hecha de caoba, con los soportes acabados en forma de garras apretadas. La estancia estaba atestada, había una silla en la que podían sentarse dos personas al mismo tiempo, otras dos sillas individuales y una mesita baja cubierta con un pedazo de lino blanco. Las paredes y el tabique que separaba aquella habitación del resto de la casa estaban forrados de papel, y el papel estaba decorado con pequeñas rosas de color pálido. Nunca había visto nada igual, excepto una vez, mientras hojeaba un libro en la escuela, pero la imagen que había visto entonces era un dibujo que ilustraba una historia acerca de las actividades domésticas de un pequeño mamífero que vivía en el campo con su familia. En su madriguera, las paredes estaban cubiertas de un papel parecido. Yo había creído que aquella historia del pequeño mamífero era una invención para divertir a los niños, pero esto era realmente la casa de mi padre, una casa con una brillante lámpara en una habitación, y una habitación que parecía existir solo provisionalmente.
En aquel momento, me di cuenta de que había muchas cosas que yo no conocía, aparte de la más importante de las cosas que no conocía: a mi madre. No conocía a mi padre; no sabía de dónde era ni qué tipo de personas o cosas le gustaban; no conocía la tierra por la que acababa de pasar a lomos de un animal; no sabía quién era yo ni qué estaba haciendo allí de pie, en aquella habitación provisional con la lámpara. Un gran océano de todas las cosas que desconocía se abrió ante mí, y sus poderosas y traicioneras corrientes empezaron a girar en mi cabeza una y otra vez hasta que estuve segura de estar muerta.
Solo me había desmayado. Poco después abrí los ojos para ver el rostro de la esposa de mi padre sobre el mío, bastante cerca. Tenía el rostro del mal. No se me ocurría ningún otro rostro con el que comparar el suyo; yo solo sabía que su rostro era el del mal. No le gusté. Lo noté. No sintió afecto por mí. Lo noté. No pude ver en seguida el resto de su persona… solo su rostro. Pertenecía al pueblo africano y al pueblo francés. Era de noche y estaba en su casa, así que llevaba el cabello descubierto; era suave y a la vez muy rizado, y lo llevaba dividido con la raya en medio formando dos trenzas prendidas con horquillas por detrás. Sus labios tenían la forma propia de las personas que viven en un clima frío: eran delgados y poco generosos. Sus ojos eran negros, pero no estaban llenos de belleza, sino de mentira. Tenía la nariz larga y afilada, como una flecha; también sus pómulos eran prominentes. Yo no le gustaba. No me quería. Lo notaba en la expresión de su rostro. Mi espíritu se elevó para afrontar aquel desafío. Sin amor: era capaz de vivir en un lugar así. Conocía aquella atmósfera demasiado bien. El amor me había defraudado. El amor siempre me defraudaría. Podía vivir perfectamente en un ambiente sin amor; podía tener mi propia vida en aquella atmósfera carente de amor. Me acercó una taza a la boca, con la otra mano me acarició la cara, y sentí frío; me estaba dando una infusión, algo para reanimarme, pero sabía amargo, como una pócima dañina. Mi pequeña lengua impidió que me entrara en la boca más de una gota, pero su sabor amargo reconfortó mi joven corazón. Me senté. Nuestras miradas no se encontraron; era aún demasiado niña para hacer frente a un desafío así, no podía hacer otra cosa que dejarme guiar por el instinto.
Me condujeron por un corto corredor hasta una habitación. Aquella iba a ser mi alcoba; mi padre vivía en una casa en la que había suficientes habitaciones como para que yo pudiera ocupar una solo para mí. Este hecho insignificante se convirtió de inmediato en algo esencial para mi vida: asumí la evidencia de que iba a gozar de intimidad sin poner reparos. Mi habitación estaba iluminada por una lámpara pequeña, del tamaño de mi ya crecido puño, a la luz de la cual vi mi cama: pequeña, de madera, una sábana blanca sobre el colchón relleno de copra, una almohada plana, cuadrada. Tenía un lavamanos en el que había una jofaina y una jarra con agua. No vi ninguna toalla. (De todas formas, yo entonces no sabía asearme como es debido, y la lección que más adelante recibí al respecto fue acompañada de un montón de improperios). No había ningún cuadro en la pared. Las paredes no estaban empapeladas; la madera desnuda, de pino, no estaba pintada. Era la más sencilla y humilde de las habitaciones, pero había en ella más lujo del que hubiera imaginado nunca, me ofrecía algo que hasta entonces ni siquiera sabía que necesitaba: me ofrecía soledad. Todo mi pequeño ser podría encontrar un poco de paz, tanto física como espiritual ahí, en ese pequeño espacio que era mío, en el que podía sentarme y hacer balance de mi vida.
Me senté en la cama. Tenía el corazón destrozado; quería llorar, me sentía muy sola. Me sentía en peligro, me sentía amenazada; a cada minuto que pasaba sentía con mayor certeza que alguien deseaba mi muerte. La esposa de mi padre vino a darme las buenas noches y apagó la lámpara. En ese momento me habló en criollo francés; estando él presente me había hablado en inglés. Luego haría eso conmigo siempre, mientras duró nuestra relación, pero aquella primera vez, en el refugio de mi habitación, a mis siete años de edad, reconocí en ello un intento por su parte de despojarme de toda legitimidad, de asociarme con aquella lengua bastarda de la gente considerada irreal, la gente convertida en sombras, los eternamente humillados, los que siempre estarían en el peldaño más bajo. Se dirigió entonces a la parte de la casa en la que ella y mi padre dormían; estaba lo bastante alejada como para que pudiera oír el sonido de sus pasos apagándose hasta desvanecerse por completo; aun así, les oí hablar, oí el timbre de sus voces ascendiendo como un remolino hacia el espacio vacío que quedaba bajo el techo. Mantenían una conversación; no pude llegar a descifrar sus palabras; las emociones parecían neutras, ni apasionadas ni frías. Se produjo un silencio; breves jadeos y suspiros; los ruidos que hace la gente cuando duerme, dejando escapar el aire por la boca.
Me tumbé para dormir y soñar con mi madre…, pues sabía que eso era lo que haría, sabía que me forzaría a hacerlo, lo necesitaba. Ella bajaba por las escaleras sin descanso, una y otra vez, solo visibles sus talones y el borde de su vestido blanco; abajo, abajo, una y otra vez. Pasé la noche entera observándola en mi sueño. No veía su rostro. No me sentía decepcionada. Me hubiera encantado ver su rostro, pero eso había dejado de representar un anhelo que me produjera ansiedad. Ella cantaba una canción, pero no había palabras en ella; no era una canción de cuna, no era sentimental, no pretendía tranquilizarme cuando la hostilidad y rudeza de la vida agitaban mi alma; solo era una canción, pero el sonido de su voz era como un pequeño tesoro en un cofre abandonado, un tesoro que en lugar de estupefacción inspira alegría y eterno placer.
Dormí toda la noche y, mientras dormía, vi sus pies bajando la escalera, peldaño tras peldaño, sin llegar a ver nunca su rostro, oyendo cómo su voz entonaba aquella canción, a veces limitándose a tararearla, otras a pleno pulmón. Todavía hoy sigue apareciendo de vez en cuando en mis sueños, aunque ya no canta ni emite ningún tipo de sonido… Ahora vuelve a ser como al principio, solo su imagen bajando una escalera, dejando ver únicamente sus talones y la orla blanca del vestido sobre ellos.
Llegué a la casa de mi padre envuelta en el manto de voluptuosa negrura que es la noche; siguió naturalmente una mañana. Desperté en el falso paraíso en que había nacido, el falso paraíso en el que moriré, el mismo paisaje que había conocido siempre, por encima de cualquier crítica en todos y cada uno de sus aspectos, a la vez hermoso y repulsivo, humilde y orgulloso; lleno de vida, lleno de muerte, capaz de sustentar la primera, inevitablemente abocado a reclamar la segunda.
La esposa de mi padre me enseñó a asearme. No lo hizo con amabilidad. Mi constitución y mi olor personal le proporcionaron la oportunidad de cubrirme de desprecio. Reaccioné de una forma que a estas alturas se ha convertido en uno de los rasgos característicos de mi personalidad: me gustaba todo aquello que me decían debía aborrecer, y me gustaba más que ninguna otra cosa. Me encantaba el olor de la gruesa capa de suciedad que llevaba detrás de las orejas, el olor de mi aliento, pues no me lavaba la boca, el olor que me llegaba de entre las piernas, el olor de las axilas, el olor de mis pies sin lavar. Cualquier cosa de mi persona que resultara ofensiva, cualquier cosa que fuera innata en mí, cualquier cosa que no pudiera evitar y no supusiera una debilidad moral…, todas esas cosas que formaban parte de mi naturaleza yo las adoraba con un fervor casi devoto. Sus manos estaban frías, y cuando me tocó con ellas me hizo daño. Nunca llegaríamos a querernos. En ella anidaba una desesperación que tenía sus raíces en un deseo frustrado durante mucho tiempo: aún no había podido darle a mi padre ningún hijo. Me tenía miedo; tenía miedo de que por mi culpa mi padre pensara en mi madre más que en ella. Aquella primera mañana me dio algo de comer y estaba rancio, mohoso, como si hubiera estado conservándolo expresamente para que me causara repugnancia. Después de eso ya nunca más volví a comer lo que ella me daba; aprendí a prepararme mi propia comida, lo que se convirtió en un rasgo característico por el que todo el mundo me conocería: era una niña que se preparaba su propia comida.
Algunas partes de mi vida, ciertos incidentes de mi vida de entonces, cuando los recuerdo ahora parecen haber sucedido en un lugar muy pequeño y oscuro, un lugar del tamaño de una casa de muñecas, y la casa de muñecas está en el fondo de un agujero, y yo estoy arriba, por encima del agujero, atisbando el interior de esa casa diminuta, intentando descubrir exactamente qué es lo que pasó allá abajo. Y a veces, cuando observo esa imagen, ciertas cosas no están en el mismo sitio que la última vez que miré: son distintas las cosas que se encuentran sumidas en las sombras en cada momento, distintas las cosas que están iluminadas.
La esposa de mi padre deseaba verme muerta; al principio de una forma que le habría permitido hacer una gran exhibición del profundo dolor que sentía por mi muerte: un accidente, un designio de Dios. Pero luego, cuando empezó a pasar el tiempo sin que ocurriera ningún accidente y sin que a Dios pareciera preocuparle en absoluto si yo estaba viva o muerta, intentó ocuparse ella misma de mi muerte. Me regaló un collar hecho de bayas secas, madera pulimentada, piedras y conchas marinas. Era precioso, demasiado bonito para una niña, pero cualquier niña, una niña de verdad, se habría sentido deslumbrada por su belleza, se habría dejado seducir y se lo habría puesto de inmediato alrededor del cuello. Yo no era una niña de verdad. Me deshice en agradecimientos. Le di las gracias otra vez. No me llevé el collar a mi pequeña habitación. No quise ni tenerlo cerca durante mucho tiempo. Le busqué un sitio en la siempre exuberante arboleda que había en la parte trasera de la casa. Ella no lo sabía todavía; cuando finalmente lo descubrió, envió a vivir allí algo que yo no podía ver y que me hizo huir despavorida. Fue en aquel lugar secreto en el que había dejado el collar hasta que me sintiera capaz de decidir qué hacer con él. Ella me miraba el cuello y notaba que no lo llevaba puesto, pero nunca volvió a mencionar el collar. Ni una sola vez. Nunca me animó a ponérmelo en absoluto. Tenía un perro que se llevaba al campo con ella; el perro era un regalo de mi padre, para protegerla del daño que le pudieran hacer los seres humanos de carne y hueso, un peligro que en este caso sí era real. Se trataba de que de alguna manera se sintiera a salvo. Un día le puse el collar al perro alrededor del cuello, ocultándolo entre los pelos; en veinticuatro horas se volvió rabioso y murió. Si ella encontró el collar alrededor de su cuello nunca me lo mencionó. Después de eso quedó embarazada y dio a luz al primero de sus dos hijos, con lo que empezó a prestarme menos atención; pero no por ello dejó de desear mi muerte.
La escuela a cuyas clases asistía se encontraba en el siguiente poblado, a unos ocho kilómetros de distancia, que recorría en compañía de otros niños, la mayoría chicos. Teníamos que cruzar un río, pero durante la estación seca eso equivalía a andar tranquilamente sobre las piedras del lecho del río. Cuando llovía y el nivel del agua estaba muy alto, nos quitábamos la ropa, hacíamos un atado con ella, nos lo poníamos en la cabeza y cruzábamos el río desnudos. Un día en que el río bajaba muy alto y lo estábamos cruzando desnudos, vimos a una mujer cerca de la desembocadura al mar. Allí había bastante profundidad, y no podíamos asegurar si estaba sentada o de pie, pero sabíamos que estaba desnuda. Era una mujer muy bella, más bella que ninguna otra mujer que hubiera visto antes, de una belleza que tenía sentido para nosotros, no una belleza a la manera europea: tenía la piel de color marrón oscuro, su pelo era negro y brillante, ondulado en apretados rizos que le cubrían la cabeza. Su rostro era como una luna, una luna suave, marrón y reluciente. Abrió la boca y de ella surgió un sonido extraño y dulce. Yo estaba hipnotizada; todos nos paramos a mirarla. Estaba rodeada de mangos —era la estación propia de ese fruto—, todos ellos maduros, y aquellas sombras de rojo, rosa y amarillo resultaban tentadoras y sumamente apetitosas. Nos hizo señas para que nos acercáramos a ella. Alguien dijo que no era en absoluto una mujer auténtica, que no debíamos ir, que teníamos que huir de allí. Pero no podíamos marcharnos. Y entonces aquel chico, cuyo rostro recuerdo porque era como una máscara, como la máxima expresión masculina que yo hubiera conocido de fanfarronería y presunción, empezó a avanzar hacia ella, y cuanto más se acercaba más se reía. Cuando pareció llegar al lugar en que ella se encontraba, esta se alejó, aun sin dejar de estar en el mismo sitio; él nadó hacia ella y la fruta, y cada vez que estaba a punto de llegar, ella volvía a alejarse como por arte de magia. Él siguió nadando hasta que le fallaron las fuerzas y empezó a hundirse; los demás ya solo pudimos ver parte de su cabeza, solo pudimos ver sus manos. Luego desapareció por completo de nuestra vista y ya no vimos nada excepto una serie de círculos concéntricos que se expandían a partir del punto en que él había estado, como si alguien hubiera arrojado allí un guijarro. También la mujer y su fruta se desvanecieron, como si nunca hubieran estado allí, como si nada de todo aquello hubiera sucedido nunca.
El chico desapareció; no volvió a ser visto nunca, ni siquiera muerto, y cuando el río se secó en aquel lugar, fuimos en su busca, pero no estaba allí. Fue como si nunca hubiera sucedido, y entre nosotros hablábamos de aquello como si fuera producto de nuestra imaginación, pues nunca lo mencionábamos en voz alta, nos limitábamos a aceptar que había ocurrido, hasta que llegó a existir únicamente en nuestras mentes, como un acto de fe, como la Inmaculada Concepción para algunas personas u otros milagros similares. Y tenía el mismo poder de despertar la fe y la incredulidad, con la única diferencia respecto a la Inmaculada Concepción de que aquello lo habíamos visto con nuestros propios ojos. Yo vi cómo sucedía. Vi a un chico en cuya compañía solía ir andando hasta la escuela nadar desnudo al encuentro de una mujer también desnuda y rodeada de fruta madura, y desaparecer bajo las turbias aguas del río en la zona de su desembocadura, donde se une al mar. Aquel chico desapareció allí y nadie volvió a verle nunca. Aquella mujer no era en realidad una mujer; era alguna otra cosa que adoptó la forma de una mujer. Fue casi como si la realidad de aquel horror resultara tan sobrecogedora que acabó por convertirse en leyenda, como si hubiera sucedido hacía muchísimo tiempo y a otras personas, no a nosotros. Sé de algunos amigos que fueron testigos de ese suceso junto conmigo y que, olvidando que yo estaba presente, me lo han relatado de una cierta forma muy particular, como desafiándome a creerles; pero es así solo porque ellos mismos no acaban de creer en lo que dicen; han dejado de creer en lo que vieron con sus propios ojos, o en su propia realidad. Para mí todo esto ha dejado de carecer de explicación. Todo lo que nos concierne está en cuestión, y somos nosotros, los derrotados, quienes definimos todo aquello que es irreal, todo lo que no es humano, todo lo que ha sido despojado de amor, todo lo que carece de compasión. Nuestra experiencia no puede ser interpretada por nosotros mismos; nosotros no conocemos la auténtica verdad acerca de ella. El nuestro no era el Dios correcto, la nuestra no era una forma respetable de comprender el significado de paraíso e infierno. Creer en aquella aparición de una mujer desnuda con los brazos extendidos llamando por señas a un niño para que fuera al encuentro de su propia muerte era una creencia propia de los hijos ilegítimos de la tierra, de los pobres, de los que están abajo. Yo creí en aquella aparición entonces y sigo creyendo en ella ahora.
¿Quién era mi padre? No simplemente quién era para mí, su hija, sino… ¿quién era él realmente? Era un policía, pero no un policía corriente; el grado de temor que inspiraba era mayor del que podía esperarse de cualquiera que ocupara su cargo. Citaba a las personas que quería ver, hombres, en su casa, el lugar en el que vivía con su familia —esa unidad de la que ahora, en cierto modo, también yo formaba parte—, y luego hacía esperar a esas personas durante horas; en ocasiones ni siquiera se presentaba a sus citas. Aquellos hombres le aguardaban, algunas veces sentados sobre una piedra que había a la entrada del patio, otras paseando arriba y abajo, entrando y saliendo del patio, haciendo chirriar la verja, y eso siempre provocaba el enfado de su esposa, que salía a quejarse a aquella gente, hablándoles groseramente, con una mala educación exagerada para la molestia que pudiera suponer el chirrido de la verja. Ellos le esperaban sin quejarse, quedándose dormidos de pie, quedándose dormidos mientras esperaban sentados en el suelo, con la boca abierta y cayéndoles la baba, las moscas chupando su saliva de la comisura de los labios. Esperaban, y cuando él no se dignaba siquiera aparecer por allí, se iban para volver al día siguiente, con la esperanza de poderle ver; a veces lo conseguían, otras no. Ese modo de comportarse no tenía consecuencias negativas para él; sencillamente, era su forma de tratar a la gente. No le interesaba, o eso es lo que yo pensé al principio… Pero por supuesto que le interesaba; esa forma suya de causar sufrimiento estaba muy bien calculada; él formaba parte de todo un sistema de vida imperante en la isla que perpetuaba el dolor.
En la época en que yo fui a vivir con él, hacía poco que había acabado de dar forma definitivamente a la máscara que sería ya su rostro para lo que le quedaba de vida: la piel tirante, los ojos pequeños y hundidos como si estuvieran profundamente clavados en el interior de su cabeza, de tal forma que era imposible encontrar en ellos ningún indicio acerca de él, los labios separados en una sonrisa. Parecía digno de confianza. Su ropa estaba siempre bien planchada, limpia, inmaculada. No le gustaba que la gente le conociera demasiado bien; intentaba no comer nunca en presencia de extraños, ni delante de las personas que le tenían miedo.
¿Quién era? Todavía hoy no he dejado de preguntármelo ni un instante. ¿Quién era? Era un hombre alto; tenía el pelo rojo; sus ojos eran grises. Su esposa, la mujer con la que se casó tras la muerte de mi madre al darme a luz a mí, era única hija de un ladrón, un hombre que cultivaba bananas y café y cacao en tierra de su propiedad (estas cosechas eran luego vendidas a un tercero, un europeo que las exportaba). Se entregó a mi padre sin dinero, pero su progenitor le proporcionó al mío muy buenos contactos. Compraban juntos la tierra de otras personas, repartían las ganancias de forma satisfactoria para ambos, nunca discutían, pero tampoco parecían ser grandes amigos. Mi padre nunca tuvo nada parecido a un buen amigo. No sé cuándo conoció a la hija del que había sido su cómplice en las fechorías que cometió. Puede que haya sido durante una noche estrellada, o una noche sin ninguna luz brillando allá arriba, o durante un día con un sol grande y reluciente en el cielo, o tan inhóspito que uno se sintiera triste solo por el hecho de estar vivo. No lo sé y no quiero averiguarlo. Ella tenía una voz un tanto chillona y vehemente; si existe alguna lengua capaz de hacer que su voz resultara musical y por lo tanto invitara al deseo, yo aún no la conozco.
Por aquel entonces mi padre debía de quererme, pero nunca me lo dijo. Jamás le oí decirle esas palabras a nadie. Deseaba que yo siguiera yendo a la escuela, y se aseguró de que así fuera, pero no sé por qué lo hizo. Él quería que continuara yendo a la escuela durante más tiempo del que era habitual para la mayor parte de las niñas. Y fui a la escuela hasta después de los trece años. Nadie me dijo lo que debía hacer con mi vida cuando acabara la escuela. El hecho de que yo fuera a la escuela suponía un gran sacrificio, pues como su esposa señalaba frecuentemente, habría resultado mucho más útil en la casa. Él me daba libros de lectura. Me dio una biografía de John Wesley, fundador del metodismo, y mientras la leía me pregunté qué tendría que ver conmigo la vida de un hombre tan lleno de tumultuosa espiritualidad y devoción. Mi padre se había convertido al metodismo, asistía a la iglesia todos los domingos; enseñaba en la escuela dominical. Cuanto más robaba, cuanto más dinero tenía, más a menudo iba a la iglesia. No es insólito que ambas cosas estén relacionadas. Y, a medida que iba aumentando su riqueza, también se hacía más inalterable la máscara que llevaba por rostro, hasta el punto de que ya no recuerdo cuál era su verdadero aspecto, el que tenía las primeras veces que le vi, hace tanto tiempo, antes de vivir con él. Así pues, en aquel tiempo, tanto mi madre como mi padre eran un misterio para mí: una a causa de la muerte, el otro a causa del laberinto de la vida; a una no la había visto nunca, al otro le veía constantemente.
Mi pequeño mundo estaba lleno de peligro y falsedad, pero no me atemoricé, no fui más cauta por ello. Aunque no era insensible al peligro que la esposa de mi padre suponía para mí, y tampoco era insensible al peligro que en su opinión mi presencia suponía para ella. Así, en casa de mi padre, que era el hogar de ella, intentaba disimular mis sentimientos camuflándome bajo una actitud apocada y timorata. En realidad, no me sentía en deuda por nada en absoluto, no había hecho nada, ni deliberada ni accidentalmente, que justificara aquella forma mía de estar siempre como suplicando perdón, pero esa apariencia pusilánime era un arma… una manera de desviar su atención de mí, de persuadirla para que pensara en mí como en alguien digno de compasión, una niña ignorante. Ella no me gustaba, yo no deseaba su muerte, solo quería que me dejara en paz. Tenía mucho cuidado de no ir demasiado lejos con ese talante bondadoso, porque no quería granjearme la simpatía de nadie más, y la de mi padre menos que ninguna, ya que contaba con la posibilidad de que se sintiera celosa. Tenía otra versión de esa rectitud que era la que mostraba en la escuela. Para mis profesores yo parecía callada y estudiosa; era pudorosa, es decir, ante ellos no parecía sentir el más mínimo interés por mi cuerpo ni por el cuerpo de ninguna otra persona. Esta fastidiosa y aburrida pretensión era solo una de las muchas cosas que se me exigían por el mero hecho de pertenecer al sexo femenino. Desde el instante en que salía de la cama a primera hora de la mañana hasta que volvía a acostarme en la oscuridad de la noche, transigía en actuar infinidad de veces con falsedad y engaño, pero sabía muy bien quién y cómo era yo realmente.
Mientras yacía en mi cama durante la noche, afinaba el oído para escuchar los sonidos tanto del interior como del exterior de la casa, identificando cada ruido, distinguiendo lo real de lo irreal: discernía si los chillidos que rasgaban la noche, dejando que la oscuridad cayera sobre la tierra como en multitud de jirones, eran chillidos de murciélagos o procedían de alguien que había adoptado la forma de un murciélago; si el sonido de alas batiendo en aquel espacio totalmente desprovisto de luz era el vuelo de un pájaro o alguien que había adoptado la forma de un pájaro. El sonido de la verja al abrirse era mi padre llegando a casa mucho después de que la quietud del sueño se hubiera apoderado de la mayor parte de su familia, sus pasos furtivos pero firmes, entrando en el patio, subiendo los peldaños; su mano abriendo la puerta de entrada de su casa, cerrando la puerta tras él, haciendo girar la barra que atrancaba la puerta, andando hacia el otro lado de la casa; nunca comía nada cuando volvía a casa tarde por la noche. Entonces, durante la noche, el sonido del mar se oía con toda claridad, a veces como un suave silbido, un ligero chapoteo de olas lamiendo la costa de rocas negras, otras veces con la furia del agua hirviente de una caldera que se sostuviera de forma inestable sobre un gran fuego. Y algunas veces, cuando la noche era absolutamente silenciosa y absolutamente negra, oía, fuera, el prolongado suspiro de alguien que iba camino de la eternidad; y de todas las cosas, era eso lo que turbaba la inquieta paz de todo lo que era real: los perros durmiendo bajo las casas, las gallinas en los árboles, los propios árboles agitándose, no de una forma que sugiriera la posibilidad de que fueran a desarraigarse, solo agitándose, como si desearan poder huir corriendo. Y, si seguía escuchando, podía oír el sonido de aquellos seres que se arrastraban sobre el vientre, el de los que llevaban aguijones emponzoñados, y los que llevaban un veneno mortal en su saliva; oía a los que estaban cazando, a los que eran cazados, el lastimero grito de aquellos que estaban a punto de ser devorados, seguido por la momentánea satisfacción de los que devoraban: noche tras noche oía todo eso, una y otra vez. Solo dejaba de escuchar después de que mis manos hubieran recorrido todo mi cuerpo acariciándolo amorosamente, deteniéndose por fin en ese lugar suave y húmedo entre las piernas, y un grito sofocado de placer que no habría permitido a nadie oír hubiera escapado de mis labios.