Quizás era inevitable que en cuanto llegara a conocer como la palma de la mano el largo camino que llevaba desde la casa de mi padre hasta la escuela, en el siguiente poblado, tuviera que dejarlo atrás. Ese trayecto, ocho kilómetros a la ida, ocho kilómetros a la vuelta, nunca dejó de inspirarnos cierto espanto a todos los niños que lo recorríamos, por lo que procurábamos no estar nunca solos. Siempre íbamos en grupo. Ningún año, en ningún momento, superamos la docena, más niños que niñas. No éramos amigos; eso no era visto con aprobación. No debíamos confiar jamás los unos en los otros. Era una especie de consigna que continuamente nos repetían nuestros padres; fue parte de mi educación, como una forma de demostrar buenos modales: No puedes confiar en esa gente, me decía mi padre, exactamente las mismas palabras que los padres de los demás niños les decían a ellos, hasta puede que en el mismo momento. El hecho de que «esa gente» fuéramos nosotros mismos, aquella insistencia en que desconfiáramos de los demás… la razón de que personas de apariencia física tan parecida, que compartíamos una historia común de sufrimiento y humillación y esclavitud, tuviéramos que aprender a desconfiar entre nosotros ya desde niños, ha dejado de ser un misterio para mí. Las personas de las que instintivamente hubiéramos debido desconfiar escapaban a nuestra influencia por completo; nuestra necesidad de derrotarlas, de liberarnos de ellas, era algo mucho más profundo que la desconfianza. La desconfianza era solo uno de los muchos sentimientos que abrigábamos el uno por el otro entre nosotros mismos, todos ellos opuestos al amor, todos ocupando el lugar del amor. Era como si compitiéramos entre nosotros por un premio secreto y temiéramos que lo consiguiera otro; cualquier expresión de amor, por tanto, no habría sido sincera, pues el amor podría darle ventaja a otro.

No éramos amigos. Caminábamos juntos impulsados por un compañerismo fundado en el miedo, miedo a cosas que no podíamos ver, y cuando aquellas cosas se veían, a menudo no éramos capaces de comprender del todo el peligro que entrañaban, hasta tal punto era confusa gran parte de la realidad. No nos acercábamos los unos a los otros hasta estar fuera de los límites de nuestro poblado y del alcance de la vista de nuestros padres. Charlábamos, pero nuestra conversación giraba siempre en torno al miedo. ¿Cómo no iba a ser así? Habíamos visto a aquel chico ahogarse en la desembocadura del río que cruzábamos todos los días. Si nuestra educación hubiera sido fructífera, la mayoría nos habríamos negado a creer que habíamos sido testigos de algo así. Afirmar que habíamos visto a aquel chico manteniéndose a flote mientras iba al encuentro de una mujer rodeada de fruta, y luego desvanecerse en las crecidas aguas de la desembocadura del río, era como admitir que vivíamos en una oscuridad de la que no podíamos ser redimidos. En cuanto a mí, no necesito ni necesitaba entonces ninguna redención.

Mi padre no creyó que hubiera presenciado cómo se ahogaba aquel chico. Se enfadó conmigo por decir que lo había visto; echó la culpa a las compañías de las que me rodeaba. Dijo que no debía hablar con aquellos otros niños; dijo que no procedían de casas respetables ni de buenas familias; dijo que tenía que recordar que él era mi padre y que ocupaba un importante cargo oficial, y que el hecho de que yo dijera ese tipo de cosas no podía causarle más que dificultades. Recuerdo sobre todo la forma en que me dijo que yo no había visto lo que sabía entonces y sé todavía hoy: lo que vi. Mi padre había heredado del suyo una palidez fantasmal, una piel por cuyo aspecto se diría que está esperando ser cubierta por una nueva piel, una piel de verdad, y sus ojos eran grises, también como los de su padre, y lo mismo sucedía con el pelo, que era rojo y castaño, una vez más igual al de su padre; solo en la textura del cabello, espeso y ensortijado, se parecía a su madre. Era una mujer originaria de África, nadie sabía exactamente de qué lugar de África, y tampoco habría servido de nada averiguarlo, simplemente era de algún lugar de África, aquella parte del mapa que era un conjunto de formas y sombras amarillas. Y él me señaló con su dedo rosa-pardusco, su dedo pardo-rosado, y me dijo que no había visto lo que había visto, que no podía haber visto lo que vi, que no, que no, que no; pero yo lo vi, lo vi, lo vi. Aunque no iba a insistirle a él precisamente acerca de aquello que yo sabía real. Y no le conté nada de lo ocurrido aquel día en que, volviendo sola de la escuela, vi un mono moteado en un árbol y le lancé tres piedras. El mono cazó al vuelo la tercera y me la devolvió, golpeándome encima del ojo izquierdo, justo en la ceja, y empecé a sangrar furiosamente, como si no fuera a parar nunca. Supe de alguna manera que las bayas rojas de un determinado arbusto detendrían la hemorragia. Mi padre, al ver la herida, pensó que era obra de algún compañero de colegio, un chico, alguien cuya identidad me negaba a revelar solo para protegerle. Fue entonces cuando empezó a hacer planes para enviarme a la escuela de Roseau, para alejarme de la mala influencia de los niños que me atacaban, a los que yo protegía de su cólera y que además, de eso estaba seguro, pertenecían al sexo masculino. Y tras esa explosión emocional, con la que quería expresar su amor por mí, pero que solo consiguió hacerme sentir una vez más el odio y el aislamiento en que todos nosotros vivíamos inmersos, su rostro se convirtió de nuevo en una máscara; imposible leer nada en ella.

En aquella carretera que tan bien llegué a conocer, pasé algunos de los mejores momentos de mi vida. Había un largo trecho desde el que al atardecer veía la luz del sol reflejada en la superficie del mar, y aquella luz tenía siempre la calidad expectante de la inminencia, de un anhelo que estuviera a punto de verse satisfecho, como si en cualquier momento fuera a surgir una ciudad hecha de aquella luz tan especial que el sol reflejaba en el agua y de ella pudiera fluir una alegría que no era capaz de imaginar siquiera. Y conocía un lugar, justo a un lado de esa carretera, donde crecían los más fragantes anacardos; el zumo de su fruto me ulceraba los labios y me daba la sensación de tener la lengua como atrapada entre un amasijo de hilos, haciendo que temporalmente me costara hablar. Y a mí eso, tener dificultades para hablar, considerar la posibilidad de que quizá tuviera que luchar denodadamente si quería recobrar el habla, me parecía delicioso. Fue en aquella carretera donde por primera vez pasé sin solución de continuidad de unas condiciones climatológicas a otras: de una lluvia intensa y fría al calor de un mediodía límpido y radiante. Y fue en aquella carretera donde mi hermana, la hija de mi padre y su esposa, cuando volvía en bicicleta de un encuentro con un hombre al que mi padre le había prohibido ver y con el que se casaría, tuvo un accidente, cayó por un precipicio, lo que la dejó lisiada y estéril, y le afectó también a la vista. Ese no es un recuerdo feliz; su sufrimiento, todavía hoy, sigue siendo algo muy tangible para mí.

No mucho después de que fuera a vivir con ellos, la esposa de mi padre empezó a tener sus propios hijos. Primero dio a luz un niño, luego tuvo una niña. Eso tuvo como resultado dos cosas perfectamente previsibles: a mí me dejó en paz y demostró mucha más estima por su hijo que por su hija. Que no se preocupara mucho de la persona que más se parecía a ella, una hija, una hembra, era algo tan normal que pasaba desapercibido, otro tipo de actitud sí habría llamado la atención: para la gente como nosotros, desdeñar cualquier cosa que se nos asemejara era casi ley de vida. Este hecho ineludible en la vida de mi hermana me hizo sentir una abrumadora compasión por ella. Yo no le gustaba: su madre le había dicho que era su enemiga, que no se podía confiar en mí, que en aquella casa era como un ladrón, esperando el momento adecuado para robarles su herencia. Todo eso resultaba convincente para mi hermana, y ella desconfiaba de mí y me tenía aversión; las primeras palabras insultantes que supo pronunciar fueron dirigidas contra mí. La esposa de mi padre siempre me había dicho, en privado, cuando mi padre no estaba, que yo no podía ser hija suya porque no me parecía a él, y era cierto que no poseía ninguno de sus rasgos físicos. Mi hermana, sin embargo, sí se le parecía: tenía el pelo y los ojos del mismo color que él, rojo y gris; también su piel era del mismo color que la de él, fina y roja, pero no el mismo rojo que el del cabello, otro rojo, como el color que tiene la tierra en algunos lugares. Pero no tenía la serenidad y la paciencia de él; caminaba como un guerrero y no era capaz de contener la rabia que llevaba dentro. Tampoco tenía su habilidad para guardar silencio; necesitaba expresar en voz alta cualquier pensamiento que se le pasara por la cabeza, así que siempre que me veía me hacía saber de inmediato lo que fuera que mi presencia le inspirase. Nunca la odié, solo sentía compasión por ella. Su tragedia era mayor que la mía; su madre no la amaba, pero su madre estaba viva, y ella veía todos los días a su madre, y todos los días su madre hacía que se supiera no amada. Mi madre estaba muerta. Por lo que respecta a la esposa de mi padre, era su hijo el más privilegiado, no el más amado, puesto que ella era incapaz de eso…, de amar; le trataba de forma privilegiada porque no era como ella: no era hembra, era varón. El chico creía, y le animaban a que lo creyera así, que era como su padre tanto en lo físico como en lo espiritual, hasta el punto de que se decía de él que tenía los andares de su padre y que ciertos gestos eran iguales a los de su padre, pero eso no era cierto; no era así, no de verdad. Andaba como mi padre, tenía algunos de sus gestos, pero esa forma de andar de mi padre no era innata en mi padre, y tampoco sus gestos eran innatos en él. Mi padre se había inventado a sí mismo, se había creado a sí mismo sobre la marcha; cuando quería algo, se adaptaba a las circunstancias, bailaba al son que le tocaban y cambiaba de chaqueta cuando hacía falta. El hombre, mi padre, al que veían su esposa y su hijo, el hombre que querían que fuera aquel niño, existía, pero la persona que veían era una manifestación de los deseos de mi padre, una manifestación de sus necesidades. La personalidad que contemplaban era como un traje que mi padre se había hecho a la medida, y acabó por llevarlo puesto durante tanto tiempo que ya se hizo imposible quitárselo, y ocultaba por completo quién era realmente él; quién hubiera podido ser en realidad se convirtió en un enigma, incluso para él mismo. Mi padre era un ladrón, era un carcelero, decía falsedades, se aprovechaba de los más débiles; así era fundamentalmente; esa fue su forma de actuar en todo momento a lo largo de su vida, pero incluso hacia el final de la misma el carcelero, el ladrón, el farsante, el cobarde…, todos eran desconocidos para él, ignoraba que existiesen. Él se creía un adalid de la libertad, un hombre honrado y valeroso; creía en ello con tanta convicción como creía en la realidad de cualquier cosa que pudiese ver con sus propios ojos, como en el calor del sol o el azul del cielo, y nada le habría podido persuadir de que la verdad era justamente lo contrario. No era algo que su esposa o su hijo supieran ni pudieran saber, y en consecuencia aquel niño vivió desde el principio una existencia penosa, una vida de imitación, una vida cuyos orígenes desconocía. Verle a los once años de edad, poco más o menos, enfundado en un traje de lino blanco que era una copia exacta del de su padre; tan delgaducho, tan pálido; su pelo negro, idéntico al de su madre, estirado y pegado al cuero cabelludo; su desgarbado modo de andar, vacilante, como si acabara de adquirir la capacidad de usar los pies… Verle andando hacia la iglesia, para adorar a un dios en el que mi padre no creía realmente, pues mi padre era incapaz de creer en ningún dios; verle hacer auténticos esfuerzos por parecerse a ese hombre al que no conocía, en cuyos actos nunca se había parado a pensar, solo me inspiraba compasión y tristeza; por eso cuando murió, antes de cumplir los diecinueve años, no me pareció que fuera una tragedia, solo pensé que era una suerte que su vida, tan atormentada y llena de desdicha, hubiera sido tan corta. Tuvo una muerte larga y dolorosa cuya causa era desconocida, quizás inconcebible; al morir no dejó ningún vacío, y tanto la aflicción de su madre como la de mi padre a menudo parecían rodeadas de misterio, como un enorme qué y por qué, motivado por quién era aquel chico, aquella persona cuya pérdida lloraban.

Y así había llegado a conocer bien el mundo en el que vivía. Sabía cómo interpretar los largos silencios que la esposa de mi padre había erigido entre nosotras. A veces en esos silencios no había nada en absoluto; otras veces estaban llenos de pura maldad; a veces quería verme muerta, otras veces, que yo estuviera viva o muerta no le interesaba. El hecho de que deseara mi muerte era una respuesta instintiva; nunca me había querido, para empezar nunca había deseado verme viva, así que cuando me vio, cuando me vio de verdad, me observó y se dio cuenta de quién era, no pudo hacer otra cosa que desear mi muerte. Pero aparte de su primer intento real —en la ocasión en que me regaló un collar que luego yo le regalé a su perro favorito, consiguiendo así que el collar le produjera al perro la muerte que me estaba destinada a mí—, sus demás intentos de quitarme la vida no fueron más que tímidos amagos; en parte fue así porque había admitido mi voluntad de seguir viva, y en parte porque había empezado a preocuparle su condición de madre de alguien que iba a convertirse en un gran hombre. Cuando su hijo murió, yo ya no vivía en su casa, ya no estaba al alcance de su vista, no me tenía allí para observarme y quizá vengarse en mí por el hecho de que yo continuara viviendo.

Observar a cualquier ser humano desde su infancia, ver cómo alguien viene al mundo, como si fuera el capullo de una nueva flor, con los pétalos apretados al principio uno alrededor del otro, luego separándose, desplegándose según el curso natural de las cosas, abriéndose en su eclosión, la vida de ese florecimiento, tiene que ser maravilloso contemplarlo; ver la experiencia acumulada en los ojos, en las comisuras de los labios, la gravedad del ceño, la pesada carga en el corazón y el alma, la capa cada vez más gruesa alrededor de la cintura, los pechos, el paso más pausado no por la senectud, sino solo por la prudencia que infunde la vida… Todo eso es algo tan maravilloso de observar…, es maravilloso contemplarlo; el deleite que supone para el observador, para quien lo contempla, establece una corriente invisible entre ambos, el observado y el observador, el contemplado y aquel que contempla, y personalmente creo que ninguna vida está completa, ninguna vida es realmente plena sin esa corriente invisible, que es en muchos aspectos una definición del amor. Nadie me observaba ni me contemplaba a mí, solo yo me observaba y me contemplaba a mí misma; la corriente invisible salía de mí para volver a mí. Acabé amándome a mí misma tercamente, como fruto de la desesperación, porque no había nada más. Un amor así puede servir, pero solo servir, no es precisamente lo ideal; tiene el sabor de algo que se ha dejado en la alacena tanto tiempo que se ha vuelto rancio y al comerlo te revuelve el estómago. Puede servir, puede servir, pero solo porque no hay nada más que ocupe su lugar; no es como para recomendarlo.

Y tanto era así que, cuando vi por primera vez el denso y rojo flujo de sangre de mi menstruación, no sentí sorpresa ni temor. Nunca había oído hablar de ello, no me lo esperaba, tenía doce años, pero su aparición tuvo para mi mente infantil, para mi cuerpo y mi alma, la fuerza del destino cumplido. Fue como si siempre lo hubiera sabido, pero nunca me hubiera permitido tener conciencia de ello, como si nunca hubiera sabido cómo expresarlo con palabras. Aquella primera vez vino tan densa, roja y abundante que era imposible pensar que pudiera tratarse solo de un presagio, algún tipo de advertencia, un símbolo; era algo real y nada más que eso, mi flujo menstrual; y supe de inmediato que, si no volvía a aparecer con regularidad cada cierto tiempo, significaría que iba a tener graves problemas. Quizá supe ya entonces que la niña que llevaba dentro nunca estaría lo bastante serena como para permitirme tener un hijo propio. Le compré a un panadero cuatro sacos de los que se utilizaban para embarcar la harina, y tras borrar la tinta de las marcas estampadas en ellos mediante un largo proceso de lavado y blanqueado bajo el ardiente sol, corté cuatro piezas cuadradas de cada uno y las utilicé como pañales para absorber la sangre que fluía de entre mis piernas. Tras haberme visto hacer de principio a fin lo que acabo de describir, la esposa de mi padre me dijo que, cuando me convirtiera en mujer, ella tendría que defenderse de mí. En aquel momento tal afirmación me pareció injustificada, ya que después de todo era yo quien continuaba estando en guardia por lo que se refería a ella. También fue más o menos entonces cuando la estructura y el olor de mi cuerpo empezaron a cambiar; aparecieron gruesos pelos bajo mis brazos y en el espacio entre mis piernas en el que hasta entonces no había habido un solo pelo, se me ensancharon las caderas, el pecho se hizo más consistente y ligeramente abultado al principio, y se formó una profunda hendidura entre ambos senos. El pelo de la cabeza me creció largo y suave y se hizo más ondulado, los labios adquirieron mayor protagonismo en el conjunto de mi rostro, eran más gruesos y tenían la forma de un corazón perfectamente perfilado. Solía mirarme en un viejo pedazo de espejo roto que había encontrado entre la basura debajo de la casa de mi padre. La visión de los cambios que se producían en mí no me asustó, solo me preguntaba qué aspecto tendría finalmente; nunca dudé de que me gustaría plenamente lo que fuera que acabara mirándome desde el espejo. Y así, también el olor que tenía en las axilas y entre las piernas cambió, y ese cambio me gustó. En aquellos lugares, el olor se hizo acre, penetrante, como si hubiera algo en proceso de fermentación, fermentando lentamente; en privado, entonces como ahora, mis manos casi nunca abandonaban esos sitios, y cuando me encontraba en público, esas mismas manos estaban siempre cerca de la nariz, tanto gozaba con mi propio olor, entonces y ahora.

A los catorce años de edad, había agotado los recursos de la pequeña escuela de Massacre, el minúsculo poblado entre Roseau y Mahaut. Realmente sabía mucho más de lo que podían enseñarme en aquella escuela. Percibía desde el principio de mi vida que sabría cualquier cosa cuando necesitara saberla; sabía desde hacía mucho tiempo que podía confiar en mi propio instinto acerca de las cosas, que, si alguna vez me encontraba en una situación difícil, solo con reflexionar acerca de ella el tiempo necesario se me revelaría la solución. No podía saber que tener una visión de la vida como aquella implicaría ciertas limitaciones, pero, en cualquier caso, mi vida era ya insignificante y limitada a su manera.

Conocía también la historia de una impresionante cantidad de gente con la que nunca me toparía. Ese hecho en sí mismo no era razón suficiente como para que la ignorase; era solo que esa historia de pueblos que yo nunca conocería —romanos, galos, sajones, bretones, el pueblo británico— escondía un propósito malévolo: hacerme sentir humillada, humilde, pequeña. Una vez hube identificado y aceptado esa mala voluntad dirigida contra mí, me sentí fascinada por lo que tenía de expresión de vanidad: el aroma del propio nombre y las propias hazañas resulta embriagador, y hace que nunca se sienta uno abatido ni exhausto; es fuente de inspiración en sí mismo, se renueva a sí mismo. Y aprendí también que nadie puede juzgarse a sí mismo con veracidad; describir tus propios pecados es como absolverte de ellos; confesar tus malas acciones es al mismo tiempo perdonarte, y así, el silencio se convierte en la única forma de castigarse a sí mismo: vivir para siempre encerrado en una jaula de hierro hecha con tu propio silencio, y entonces, de vez en cuando, romper ese silencio por boca de un divulgador que tú mismo hayas designado, alguien que repite una y otra vez, de forma coherente o con frases inacabadas, una lista de transgresiones, las malas acciones cometidas.

Nunca había estado en Roseau hasta aquel día, cuando tenía quince años, en que mi padre me llevó a la casa de un conocido suyo, monsieur LaBatte, monsieur Jacques LaBatte, Jack, como llegué a llamarle en la amarga y dulce oscuridad de la noche. Él, también él, era un hombre sin principios, y eso no me sorprendió ni me decepcionó, no hizo que me gustara más ni que me gustara menos. Mi padre y él se conocían por los acuerdos económicos que establecían entre ellos. Se llamaban amigos, pero la fragilidad de los cimientos sobre los que estaba construida su amistad no podría infundir más que tristeza en el ánimo de cualquiera que no idolatre este mundo y sus bienes materiales. Y Roseau, incluso entonces, cuando la realidad era en todos los aspectos tan terrible que la mayoría de situaciones tenían que ser disfrazadas llamándolas por otro nombre, un nombre totalmente antagónico a su esencia, Roseau no era calificada meramente de ciudad, todo el mundo la llamaba la capital, la capital de Dominica. También sus cimientos eran frágiles, y cada cierto tiempo se veía asolada por las fuerzas de la naturaleza, un huracán o lluvias torrenciales, agua y más agua cayendo del cielo como si de repente tuviéramos el mar encima y los cielos debajo. Roseau no podía ser calificada de ciudad, porque no podía representar tan nobles aspiraciones: centro de comercio y cultura y de intercambio de ideas entre sus gentes, lugar de intrigas, un lugar en el que se traman conspiraciones y se deciden los destinos de muchas personas; no poseía las características propias de una ciudad, era una especie de destacamento, la última parada en el camino de gentes a las que las cosas les habían ido mal, ya fuera a causa de sus propias acciones o sin tener culpa; y había entonces muchos sitios como Roseau, reductos de desesperación; lo mismo para el conquistador que para el conquistado, esos lugares eran las capitales nada más que de la desesperación. Eso no era ninguna sorpresa para quienes se habían visto forzados a vivir en un lugar como ese, pero aun así había allí cierta belleza, apasionante por lo inesperada; podía percibirse en la forma en que las casas se apiñaban una junto a otra, amontonadas, pequeñas e inclinadas, como si hubieran sido mal construidas ex profeso, pintadas con los tonos más chillones de rojo, azul, verde o amarillo, o a veces sin pintar en absoluto, la madera desnuda expuesta a los elementos, tiñéndose entonces de un gris brillante. En casas como esas vivían personas cuya piel exhausta relucía y cuyos rostros expresaban tristeza incluso cuando tenían alguna razón para sentirse felices, personas para quienes la historia había sido un inmenso vacío tenebroso que les hacía odiar el silencio. Y a veces soplaba una ligera brisa y otras solo había quietud en los árboles, y a veces se ponía el sol y otras empezaba a amanecer, y el olor dulzón, mareante, de las azucenas blancas que solo florecían durante la noche, y el olor dulzón, nauseabundo, de algo muerto, algo animal en proceso de putrefacción. Cuando percibí por primera vez esa belleza —la fui descubriendo por partes, no al primer golpe de vista—, me sentí afortunada de estar viva; no sabría explicar ese sentimiento de euforia que me producía la visión de lo que para mí era nuevo y exótico, lo desconocido. Y luego mucho, muchísimo más adelante, cuando todas esas cosas se habían convertido en una parte de mí, una parte de mi vida cotidiana, ya no me era posible recuperar ese sentimiento exultante, aunque lo anhelaba, ansiaba sentir la novedad una vez más, encontrar una fuente de alegría brotando en mi interior, sentirme llena de esperanza, sentirme joven otra vez. Todavía hoy suspiro por volver a sentirme vigorosa, por sentir que no moriré nunca, pero ya no es posible; lo más que puedo hacer es desearlo, nunca volveré a ser como era entonces.

Mucho después de que mi padre me apartara de su casa y de la presencia de su esposa, comprendí que él sabía que era necesario hacerlo. Nunca supe qué había observado en mí, nunca supe lo que quería para mí o de mí; en aquel momento, llevárseme a Roseau parecía tener un propósito; quería que continuara yendo a la escuela, quería que algún día me convirtiera en maestra, quería poder decir que su hija era maestra en una escuela. El hecho de que yo pudiera tener mis propias aspiraciones ni se le pasaba por la cabeza, y si tenía mis propias aspiraciones, ni yo misma lo sabía. Tampoco sabía cómo vivía él el ambiente que se respiraba en su propio hogar. Jamás me dijo qué era lo que había visto en mi rostro. Pero me llevó a la casa de un hombre al que conocía por negocios y me dejó al cuidado de ese hombre y de su esposa. Yo era su huésped, pero a mi manera pagaba. A cambio de la habitación y la comida, realizaba algunas tareas domésticas. No hice objeciones, no podía hacer objeciones, no quería hacer objeciones, entonces no sabía cómo hacer objeciones abiertamente.

Conocí a monsieur y a madame una tarde, una tarde muy calurosa. Eso es lo que eran para mí entonces: monsieur y madame. Primero la conocí a ella, sola; él estaba, también solo, en una habitación al otro lado de la casa, una habitación en la que guardaba dinero que le gustaba contar una y otra vez; no era todo el dinero que poseía en el mundo. La primera vez que vi a madame LaBatte estaba de pie junto al umbral de su preciosa casa, en la puerta de entrada, con su bonito y pulcro patio lleno de flores y piedras apiladas primorosamente; a izquierda y derecha tenía dos grandes matas de plumbago con sus flores azules inmóviles bajo el aire caliente. Llevaba un vestido blanco de un tejido grueso y adornado con bordados de flores y hojas; reparé en ello porque era un vestido que en Mahaut nadie habría llevado más que para ir a la iglesia los domingos. Su vestido no estaba gastado y lo llevaba limpio; no tenía un corte elegante sino suelto, no le sentaba bien, como si su propio cuerpo hubiera dejado de tener interés para ella. Mi padre habló con ella, ella habló con mi padre, habló conmigo; me observó, yo la observé a ella. No lo hicimos para estudiarnos mutuamente; no sé lo que creyó ver en mis ojos, pero por mi parte, ahora puedo decir que sentí una simpatía instintiva por ella. No sé por qué sentí simpatía y no todo lo contrario, pero el caso es que sentí simpatía. Quizá fuera porque tenía el aspecto de alguien que ha conseguido obtener algo que deseaba enormemente.

Había deseado con todas sus fuerzas casarse con monsieur LaBatte. Me lo dijo la mujer que venía todos los días a lavarles la ropa. El hecho de querer desesperadamente casarse con hombres, por lo que yo he visto, no es un error de las mujeres, sino solo que, bueno, ¿qué otra cosa les queda a las mujeres, qué otra cosa pueden hacer? Nunca me explicaron por qué deseaba casarse con él. Lo supuse: era un hombre físicamente fuerte, ella debió de sentirse atraída por su fornido cuerpo, sus fuertes manos, su poderosa boca; era una boca grande y ancha, que debía cubrir completamente la de ella cada vez que la besaba. Prácticamente engullía la mía cuando me besaba a mí. Ella no era una mujer frágil cuando se conocieron, se hizo frágil más tarde; él fue el responsable de su deterioro. Cuando se conocieron, no estaba dispuesto a casarse con ella. No quería casarse con ninguna mujer. Las mujeres le daban hijos y, si eran niños, él les daba sus apellidos, pero nunca se casaba con las madres. Madame LaBatte encontró la manera de conseguirlo: le dio a comer un plato que había cocinado con una salsa elaborada con la sangre de su menstruación, eso le ató a ella y se casaron. Con el tiempo ese hechizo perdía su poder, y si se ponía en práctica por segunda vez no funcionaba. Él reaccionó volviéndose contra ella —no porque estuviera enojado, pues nunca llegó a descubrir la trampa que le había tendido—; se volvió contra ella con toda la fuerza de aquel arma que llevaba entre las piernas hasta dejarla consumida. Ella tenía el pelo gris, y no precisamente a causa de la edad. Como tantas otras cosas de su persona, había perdido toda vitalidad, caía sin vida desde su cabeza; los brazos le colgaban a los lados, como inertes. De joven había sido hermosa, había poseído esa belleza que le confiere a todo el mundo la juventud, pero en su rostro se reflejaba entonces la persona en la que realmente se había convertido: aniquilada. La derrota no es bella; no es fea, pero tampoco es bella. Yo era joven entonces; era joven, no sabía. Cuando la miraba sentía simpatía, pero también repugnancia. Pensaba: Esto no debe pasarme nunca a mí, con la pretensión de no permitir que ni el paso del tiempo ni todo el peso del deseo me dejaran huella. Era joven —tan joven—, y creía profundamente en mis propias convicciones; me sentía fuerte y pensaba que sería siempre así, me sentía llena de frescura y pensaba que también eso sería siempre así. Y en aquel momento la ropa que llevaba se me quedó pequeña; los pechos me crecieron, tirando pujantes de la blusa, el cabello me rozaba los hombros en una caricia que me hacía estremecer, mis piernas eran cálidas y entre ellas había una humedad pegajosa de la que emanaba un olor dulce y penetrante. Estaba viva; me daba cuenta de que ante mí tenía a una mujer que no lo estaba. Fue casi como si presintiera que me acechaba algún peligro y me apresurara a defenderme de él; la visión de aquello en lo que podía llegar a convertirme me transformó muy tempranamente en lo contrario.

Yo le gusté. Le gusté a aquella mujer; le gusté a su marido; ella se alegró de que le gustara a él. Para cuando este salió de la habitación en la que guardaba su dinero para darnos la bienvenida a mi padre y a mí, madame LaBatte me había dicho ya que estaba en mi casa, que la considerara como a mi propia madre, que podía sentirme a salvo siempre que ella estuviera cerca. No podía saber lo que esas palabras significaban para mí, lo que suponía para mí oír a una mujer diciéndome precisamente eso. Por supuesto, no la creí, no me quise engañar, pero supe que hablaba en serio cuando me decía esas cosas, que las decía sinceramente. A mí ella me encantó, la sombra de lo que había sido, tan agradecida por mi presencia, consciente de que ya no estaba sola con su premio y su derrota. En cuanto a él, no tuvo prisa por dirigirme la palabra; le daba igual que fuera yo o cualquier otra la persona para la que mi padre le pedía alojamiento. A él le gustaba la callada codicia de mi padre y a mi padre le gustaba la codicia pura y simple de él. Eran tal para cual; cualquiera de los dos podía traicionar al otro a la menor ocasión, quizás en aquel momento ya lo habían hecho. Monsieur LaBatte era ya un hombre rico, más rico que mi padre. Tenía mejores relaciones; no había perdido el tiempo casándose con una pobre mujer caribeña por amor.

Vivía en aquella casa, en la que ocupaba una habitación pegada a la cocina; la cocina no formaba parte de la casa propiamente dicha. Me alegraba haberme librado de la constante amenaza que suponía para mí la esposa de mi padre, aun sin dejar de sentir la carga que pesaba sobre mi vida: el breve pasado, la incógnita del futuro. Podía escribir cartas a mi padre, cartas que contenían simples verdades: los días parecían más cortos en Roseau que en Mahaut, las noches parecían más calurosas en Roseau que en Mahaut… Madame LaBatte es muy amable conmigo, me guarda como si fuera un regalo la parte del pescado que más me gusta. La parte del pescado que más me gusta es la cabeza, algo de lo que mi padre no tenía ni idea. Le enviaba estas cartas sin temor alguno. Nunca recibí una respuesta personal; tenía noticias suyas a través de las cartas que le escribía a monsieur LaBatte; siempre decía que esperaba que me fuera todo bien y me deseaba lo mejor.

Mi profunda amistad, porque era eso, una amistad —quizá la única que haya tenido nunca—, mi profunda amistad con madame LaBatte fue en aumento. Ella siempre estaba sola. Era así incluso cuando se hallaba en compañía de otras personas, estaba muy sola. Creía que me sentía obligada a estar con ella cuando se sentaba en la terraza a coser o simplemente para observar con mirada inexpresiva el paisaje que tenía delante, pero en realidad yo quería permanecer sentada junto a ella. Disfrutaba de esa nueva experiencia, la experiencia de vivir un silencio lleno de expectación y de deseo; ella quería algo de mí, lo notaba, y anhelaba que llegara el momento, el momento en que me revelara qué era lo que quería exactamente. Nunca se me pasó por la cabeza negárselo. Un día, sin previo aviso, me dio un bonito vestido que ya no se ponía; todavía le iba bien, pero ya no lo llevaba nunca. Mientras me probaba el vestido, oí sus pensamientos: pensaba en su juventud, en la persona que había sido cuando estrenó aquel vestido que acababa de darme, en las cosas que había deseado, las cosas que nunca había obtenido, la superficialidad de su vida entera. Todo eso llenó el aire de la habitación en que nos encontrábamos, la habitación en la que estaba la cama donde dormía con su esposo. Mis propios pensamientos dieron respuesta a los suyos: Fuiste una estúpida. No debiste dejar que te pasara esto. La culpa es tuya. Yo no tenía compasión, mi condena me fue llenando la cabeza con un lento fragor hasta que creí que iba a perder el conocimiento, y entonces me invadió poco a poco un pensamiento que me salvó de desmayarme: Quiere hacer de mí un regalo para su marido; quiere entregarme a él, espera que no me importe. Estaba en pie en aquella habitación delante de ella, quitándome la ropa, poniéndome otra ropa, desnuda, vestida, pero la vulnerabilidad que sentía no tenía nada que ver con el cuerpo, sino con el espíritu, con el alma. Comunicarme tan íntimamente con alguien, que alguien me hablara mediante el silencio y yo lo comprendiera más claramente aún que si me lo hubiera dicho a voz en grito, fue algo que nunca volví a experimentar con nadie en toda mi vida. Acepté el vestido que me ofrecía. No me lo puse, jamás lo llevaría puesto; me limité a cogerlo y guardarlo durante algún tiempo.

Lo inevitable no supone una conmoción menor solo por el hecho de ser inevitable. Estaba un día, bastante tarde ya, sentada en una pequeña zona que quedaba entre sombras en la parte trasera de la casa, un lugar que, aunque habían plantado algunas flores, no podía llamarse jardín, pues no estaba muy cuidado. El sol todavía no se había puesto del todo; era ese momento del día en que las criaturas diurnas están ya en silencio, pero las criaturas de la noche aún no han empezado a dejar oír sus voces. Ese momento del día en el que resulta más opresivo pensar en todo aquello que has perdido: tu madre, en caso de que la hayas perdido; tu hogar, si lo has perdido; las voces de las personas que quizá te hayan amado o que simplemente deseas que te hayan amado; los lugares en los que te sucedió algo bueno, algo que nunca olvidarás. Esos sentimientos de anhelo y de nostalgia por lo que has perdido se convierten en una carga más pesada bajo esa luz. El día casi ha terminado, la noche está a punto de empezar. Yo había dejado de llevar ropa interior, me resultaba incómoda, y mientras estaba allí sentada, me tocaba varias partes del cuerpo, a ratos distraídamente, a ratos concentrada en ello. Estaba deslizando los dedos de la mano izquierda por la pequeña y tupida masa de pelos de entre mis piernas y pensando en cómo había transcurrido mi vida hasta entonces, quince años ya, cuando vi que monsieur LaBatte estaba en pie observándome desde no muy lejos. Él no mostró turbación ni se marchó, y tampoco yo eché a correr avergonzada. Permanecimos mirándonos fijamente a los ojos, sin apartar la vista. Aparté los dedos de entre las piernas y me los llevé a la cara, quería sentir mi propio olor. El día tocaba a su fin, mi olor era bastante intenso. Esa escena, yo poniéndome la mano entre las piernas y luego deleitándome con mi olor, y monsieur LaBatte observándome, se prolongó hasta que, tan de repente como era habitual, la oscuridad cayó sobre nosotros, y así, cuando él se acercó y me pidió que me quitara la ropa, le dije, bastante segura de mí misma, sabiendo cuál era mi deseo, que estaba demasiado oscuro, que no veía nada. Me llevó a la habitación en la que contaba su dinero, aquel dinero que era solo parte del dinero que poseía. Era una habitación oscura, por lo que mantenía una lámpara encendida permanentemente en ella. Me quité la ropa y también él se desnudó. Era el primer hombre al que veía desnudo, y me sorprendió: no es el cuerpo lo que hace deseable a un hombre, es lo que su cuerpo puede hacerte sentir al tocarte lo que te estremece, la anticipación de lo que ese cuerpo te hará sentir, y luego la realidad resulta mejor que la anticipación y el mundo es total y únicamente eso, se convierte en una totalidad recorrida por una corriente que lo atraviesa, una corriente de puro placer. Pero cuando le vi, en el primer momento, con las manos colgándole a los lados, sin acariciar mi cabello todavía, sin estar aún dentro de mí, sin llevarse aún a la boca las pequeñas turgencias que eran mis senos, antes de que me abriera la boca todo lo posible para poder introducir en ella su lengua más profundamente aún, la carne cayendo en fláccidos pliegues de su vientre, la carne endurecida entre sus piernas, me sorprendió comprobar la fealdad en general de su persona, allí de pie ante mí; fue la anticipación lo que me estremeció, lo que me mantuvo cautivada. Y la fuerza de sentirle entrando en mí, inevitable ya, llegó como una nueva conmoción, una larga y brusca brecha de agudo dolor que luego me arrastró con el ímpetu de una ola gigantesca, una larga y aguda brecha de placer; y cada vez que me desgarraba por dentro yo emitía un grito que era siempre el mismo grito, un grito de tristeza, pues aun sin hacer de ello algo que no era realmente, ya no volvería a ser la misma. No era un hombre capaz de amar, yo no necesitaba que lo fuera. Cuando estaba conmigo y yo con él, yacía encima de mí, resollando con indiferencia; tenía la cabeza en otras cosas. Vi que en un pequeño anaquel que tenía a su espalda había colocado muchas monedas cuidadosamente alineadas, todas con la cara hacia arriba; llevaban grabada la efigie de un rey.

En la habitación en la que yo dormía, una habitación con el suelo de tierra, eché agua en una palangana de hojalata y me lavé la delgada costra de sangre que se había quedado seca entre mis piernas y más abajo, en la parte interna de los muslos. Aquella sangre no era ningún misterio para mí, sabía por qué estaba allí, sabía lo que acababa de pasarme. Quise ver qué aspecto tenía, pero no pude hacerlo. Me abstraje en mis propias sensaciones; notaba la piel tersa y suave, como recién untada en aceites y lustrada. Aquel lugar entre las piernas me dolía, los pechos me dolían, los labios me dolían, las muñecas me dolían. Cuando no había querido que le tocase, me había puesto sus enormes manos sobre las muñecas, sujetándolas firmemente contra el suelo; cuando mis gemidos le habían aturdido, me había sellado los labios con su boca. A través de todas las partes de mi cuerpo que ahora me dolían, reviví el intenso placer que acababa de experimentar. A la mañana siguiente, al despertar, tuve la sensación de no haber dormido en absoluto; me sentía como si solo hubiera perdido el conocimiento momentáneamente, y recomencé donde lo había dejado, en mi dolor colmado de placer.

Había llovido durante la noche, una lluvia más que torrencial, y por la mañana no paró, y la tarde que siguió a aquella mañana no paró; la lluvia no cesó en muchos muchos días. Cayó con tal intensidad y durante tanto tiempo que parecía tener la capacidad de cambiar la faz y el destino mundo de aquel emplazamiento llamado Roseau, hasta el punto de que cuando dejara de llover nada sería como antes: ni la misma tierra que pisábamos, ni el resultado de una disputa siquiera. Pero no fue así; cuando dejó de llover, las aguas formaron arroyos, los arroyos desembocaron en ríos, los ríos desembocaron en el mar; la tierra conservó su conformación. Yo estaba trastornada, como sacudida por un cataclismo. No seguiría siendo la misma, hasta yo me daba cuenta de eso; lo respetable, lo previsible… no iba a ser ese mi destino.

Durante los días y las noches en los que estuvo cayendo la lluvia, no pude seguir con mi rutina cotidiana: hacerme el desayuno, llevar a cabo algunas tareas domésticas en la casa principal, donde vivían madame y monsieur, luego ir a pie hasta la escuela, en la que todas las estudiantes eran chicas, procurando evitar su pueril compañía, volver a casa, hacer algunos recados para madame, volver a casa, reanudar los quehaceres domésticos, lavarme la ropa y ocuparme de mi persona y de mis cosas en general. Me fue imposible hacer nada de eso por culpa de la lluvia.

Yo estaba allí de pie, en medio de una versión reducida de aquella otra inundación mayor; el diluvio caía sobre mí a través del techo de mi habitación, que era de hojalata. Eran las mismas sensaciones; todavía no estaba acostumbrada a ellas, pero la lluvia me resultaba familiar Un golpe llamando en la puerta, una orden; la puerta abierta de una sacudida. Ella vino a rescatarme, sabía cuánto debía estar sufriendo mojada hasta los huesos, ella estaba en la cocina y desde allí podía oír mi sufrimiento, causado por aquella inesperada inundación, aquel desmedido aguacero; estar sola bajo él me haría sufrir enormemente, de hecho ella oía ya mi sufrimiento. Pero yo no hacía ningún ruido en absoluto, solo los suaves suspiros de satisfacción en el recuerdo. Me llevó al interior de la casa; me hizo café, fuerte y caliente, con leche fresca que había traído aquella misma mañana recién ordeñada de unas cuantas vacas que guardaba no demasiado lejos de la casa. Él no estaba en casa ahora; había venido y se había vuelto a marchar. Pasé el día con ella; pasé la noche con él.

No fue un pacto hecho con palabras, no podía ser hecho con palabras. Aquel día me mostró cómo debía prepararle a él una taza de café; le gustaba tomar el café tan fuerte que su aroma dominara sobre el de cualquier otra cosa que se le quisiera añadir. Ella lo expresó diciendo: «Tiene un sabor tan fuerte que podrías echarle cualquier cosa, él nunca lo notaría». Entre nosotras, cuando estábamos solas hablábamos en criollo francés, la lengua del cautivo, del ilegítimo; nunca hablábamos acerca de lo que estábamos haciendo, nunca hablábamos mucho rato seguido, hablábamos de las cosas que teníamos delante y luego guardábamos silencio. Las instrucciones para preparar café habían estado precedidas de un silencio; siguió luego otro silencio. No se lo dije a ella, pero no quería hacer café para él, jamás le haría un café, no necesitaba saber cómo debía prepararle el café a ese hombre, ¡ningún hombre bebería nunca un café preparado por mis manos de esa forma! Eso no lo dije en voz alta. Ella me lavó el pelo y me lo aclaró con una infusión de ortigas; me lo peinó amorosamente, admirando lo abundante y espeso que lo tenía; me dio una fricción en el cuero cabelludo con aceite de ricino que ella misma había extraído de las semillas de esa planta; me recogió el pelo en dos trenzas, como yo siempre lo llevaba. Luego me bañó y me hizo poner otro vestido que ella había llevado cuando era una mujer joven. El vestido me sentaba perfectamente bien, pero me sentía sumamente incómoda enfundada en él, no veía el momento de quitármelo y volver a ponerme mi ropa.

Nos sentamos en dos sillas, sin mirarnos de frente, conversando sin pronunciar una sola palabra, intercambiando pensamientos. Me habló de su vida, de una ocasión en la que estaba nadando; era un domingo, había estado en la iglesia, se fue a nadar y estuvo a punto de ahogarse, y desde entonces no había vuelto a nadar, nunca más, aunque habían pasado muchos años. Aquello le había sucedido cuando era todavía una niña; ahora nunca se metía en el agua cuando iba al mar, se limitaba a contemplarlo. Y no respondió a mi silenciosa pregunta, si cuando contemplaba el mar no lamentaba no poder ya formar parte de su inmensidad; no pudo responder, tanta era la melancolía que había aplastado su vida. En el mismo instante en que conoció a su monsieur LaBatte —así le llamaba entonces, más tarde empezó a llamarle Jack, ahora le llamaba Él— quiso que la poseyera. No recordaba el color que tenía la luz de aquel día. Él no se fijó en ella, no deseó poseerla; sus brazos eran poderosos, sus labios eran poderosos, caminaba con paso decidido, con un propósito, incluso cuando no se dirigía a ningún lugar concreto; ella le ató a su persona, un hechizo, quería injertarse en él, como se hace con los árboles. Empezó en el mundo de lo sobrenatural; tenía la esperanza de acabar en el mundo real. Lo único que quería era tenerle; él no iba a ser tenido, no sería contenido. Desear lo que nunca tendrás y darte cuenta demasiado tarde de que nunca lo tendrás equivale a una vida aplastada por la melancolía. Ella quería un hijo, pero su útero era como un colador; nunca contendría un hijo, no contenía nada ahora. Yacía marchito dentro de ella; quizá su rostro era el reflejo de aquel: marchito, seco, como una fruta que ha perdido todo su jugo. ¿Valoraba yo mi juventud, atesoraba la frescura que había en mí, allí sentada junto a ella en una silla? No lo hacía; ¿cómo hubiera podido? Mi lista de pérdidas no incluía aún la juventud; en mi lista de pérdidas estaba mi madre; el amor no estaba todavía en mi lista de pérdidas. Aún no había sido nunca amada, no sabría decir si la forma en que me había peinado ella era una expresión de amor. No sabría decir si la ternura con que me había bañado, pasándome el paño por los pechos, por delante y por detrás entre las piernas, bajando por los muslos, por las pantorrillas…, si eso era amor. No sabría decir si preocuparse de secarme y ponerme a cubierto cuando estaba empapada, si alimentarme cuando estaba hambrienta…, si eso era amor. Tampoco por mi parte había amado todavía; no constaba en mi lista de ganancias, así que no podía estar en mi lista de pérdidas. La lluvia caía y nosotras ya no la oíamos, solo oiríamos su ausencia, mis días llenos de silencio y a la vez repletos de palabras, mis noches llenas de suspiros, tenues y también muy audibles, suspiros de agonía y de placer. A veces pronunciaba su nombre, Jack, como un epíteto, otras veces como una oración. Nunca estábamos solos y juntos los tres; ella le veía en una habitación, yo le veía en otra. Él nunca hablaba conmigo, ni siquiera en silencio. Se comportaba sabiendo muy bien lo que hacía, yo en cambio me dejaba llevar por un sentimiento, actuaba instintivamente. El sentimiento que me arrebataba, el instinto que guiaba mis actos, todo era nuevo para mí. Ella nos oía. Nunca me dio a entender que así lo hacía, que nos oía. Había querido un hijo, había querido tener hijos; podía oírselo decir. Yo no era una hija, ya no podía ser una hija; ella podía oírmelo decir. Una vez más quería algo de mí, quería el hijo que yo pudiera tener; no dejé que se enterara de que había oído también eso; aquella visión que ella tenía de un hijo en mis entrañas, que después estaría entre sus brazos, flotaba en el aire como un fantasma, algo que solo quien fuera especial podría percibir. No al alcance de cualquier mirada, era solo para mis ojos, pero yo nunca lo vería, a pesar de que desapareciera y volviera a aparecer de manera recurrente, ese fantasma de mí misma con un hijo en las entrañas. Le di la espalda; mis oídos se volvieron sordos para él; mi corazón dejaba de latir. Ella estaba cosiendo para mí una prenda hecha con bonitas telas viejas que había ido guardando en diferentes épocas de su vida, las épocas felices, las épocas desdichadas. Era un sudario hecho de recuerdos; cuánto deseaba ella entretejerme a mí por las costuras, por sus numerosas costuras. Cuánto se esforzó por conseguirlo; pero con cada chasquido del dedal chocandocon la aguja, yo me escapaba. Tanto su frustración como mi satisfacción eran a su manera palpables.

No era posible que me convirtiera de nuevo en una colegiala, aunque al principio no fui consciente de ello. El ambiente siguió siendo el mismo, el clima cambió. Monsieur se marchó. Durante algún tiempo no vi su despacho. Tenía en todos los rincones y a lo largo de las paredes, en el suelo, pequeños montones de cuartos de penique; había apilado en una mesa más monedas, de un chelín, de dos chelines. Tenía tantas monedas por toda la estancia, apiladas, que cuando la lámpara estaba encendida la habitación resplandecía. Me despertaba durante la noche y le encontraba contando su dinero, una y otra vez, como si no supiera cuánto tenía realmente o como si el hecho de contarlo pudiera suponer alguna diferencia. Nunca me ofreció dinero, sabía que no lo quería, sabía que no quería ni un penique. La habitación no era fría, ni cálida, ni asfixiante, pero tampoco era ideal; no quería pasar el resto de mi vida en ella. No quería pasar el resto de mi vida con la persona a la que pertenecía una habitación como aquella. Cuando él no estaba en casa, pasaba las noches en mi habitación con suelo de tierra en el exterior, junto a la cocina. Los días los pasaba en una escuela. La educación que recibía nunca fue tan satisfactoria como me habían dicho; solo conseguía llenarme de preguntas que quedaban sin respuesta, solo conseguía llenarme de ira. No podía gustarme aquello a lo que me conducía: una humillación tan permanente que acabas sintiéndote con ella como en tu propia piel. Y tu nombre, cualquiera que sea, al final no constituía el pórtico de entrada a la persona que realmente eras, y nunca podrías decirte a ti misma: Me llamo Xuela Claudette Desvarieux. Así se llamaba mi madre, pero no puedo decir que ese fuera su verdadero nombre, pues en una vida como la suya, como en la mía, ¿qué es un nombre verdadero? Yo me llamo como ella, Xuela Claudette, y en lugar de Desvarieux, Richardson, que es el apellido de mi padre; pero ¿quiénes son esas personas, Claudette, Desvarieux y Richardson? Investigarlo, examinarlo, solo podría llenarte de desesperación; la humillación no haría más que emborracharte de aborrecimiento por ti misma. Pues el nombre de cada persona es a la vez la historia de su vida recapitulada y abreviada, y declararlo, esa persona se eleva o se rebaja, y quien lo oye eleva o rebaja su concepto de ella.

A mi madre la dejó a las puertas de un convento una mujer que se cree era su propia madre cuando tenía quizá un día de vida; estaba envuelta en algunos pedazos de tela vieja y limpia, y el nombre Xuela estaba escrito en esos pedazos de tela; estaba escrito con tinta color índigo, un tinte extraído de una planta. No descubrieron su presencia porque estuviera llorando; ni siquiera siendo una recién nacida llamó la atención sobre sí misma. La encontró una mujer, una monja que seguía su camino causando más estragos en las vidas de los sobrevivientes que constituían los últimos restos de un pueblo abocado a la desaparición; se llamaba Claudette Desvarieux. Le dio su nombre a mi madre, llamó a mi madre con su nombre; no sé cómo se conservó el nombre de Xuela, pero mi padre me lo puso a mí también cuando ella murió, justo después de que yo naciera. Él la amó; no sé en qué medida la persona que era entonces, romántica y tierna, sobrevivió en él.

Aquella época de mi vida fue idílica: la paz y la alegría de una feminidad joven e inocente durante el día, que pasaba en una gran aula en compañía de otras personas jóvenes de mi mismo sexo, todas ellas fruto de uniones legítimas, pues aquella escuela fundada por misioneras acólitas de John Wesley no admitía niñas nacidas fuera del matrimonio, lo que, aparte de todo lo demás, era una de las causas de que la escuela continuara siendo muy pequeña, ya que la mayoría de los niños habían nacido fuera del matrimonio. Todos los días estaba rodeada por las futuras vencidas, las futuras resentidas, el sordo zumbido de las voces de esas chicas; sus cuerpos, que eran ya una fuente de ansiedad y vergüenza para ellas, estaban embutidos en una especie de sacos azules hechos de un algodón áspero al tacto, un uniforme. Y luego una vez más estaban mis noches de silencios y suspiros…, todo un idilio, hasta su final podía verlo como tal. No sabía cómo ni cuándo llegaría ese final, pero lo podía ver de todas formas, y era un pensamiento que no me llenaba precisamente de temor.

Un día me puse muy enferma. Estaba embarazada, pero no lo sabía. No tenía experiencia acerca de los síntomas de ese estado, así que no supe de inmediato lo que me pasaba. Fue Lise quien me explicó lo que me sucedía. Acababa de vomitar todo lo que había comido en mi vida entera y sentía que me moría, así que la llamé, y lo hice por su nombre de pila. «Lise», dije, no madame LaBatte. Ella me hizo estirar en su cama y se tumbó junto a mí, sosteniéndome entre sus brazos. Me dijo que estaba «encinta»; lo dijo en inglés. En su voz había ternura y simpatía, y lo repitió una y otra vez, que iba a tener un hijo, y entonces su voz sonaba bastante feliz, mientras me acariciaba el cabello y me rozaba la mejilla con el dorso de la mano, como si también yo fuera un bebé; y en un estado de irritación tal que me impedía articular palabra, sus caricias demostraron ser eficaces para tranquilizarme. Sus palabras, sin embargo, me infundieron terror. Al principio no la creí, pero luego la creí sin reservas, y al instante pensé que, si llevaba un hijo en las entrañas, podría expulsarlo simplemente con la fuerza de mi voluntad. Le ordenaba que saliera de mí. Lo hice día tras día, pero no salió. Del fondo de las axilas de Lise me llegaba un perfume. Estaba elaborado con la esencia de una flor. Ese olor llenaba la habitación; penetró por las ventanas de mi nariz invadiendo mi pituitaria, bajó hasta el estómago y volvió a subir hasta la boca en oleadas, en arcadas que presagiaban el vómito; su sabor me asfixiaba lentamente. Creí que iba a morir, y quizá porque ya no tenía ningún futuro posible, empecé a sentir enormes deseos de tenerlo. Pero no sabía lo que tal cosa, tener un futuro, podía significar para mí, pues estaba al borde de un agujero negro. La otra alternativa era otro agujero negro, un nuevo agujero negro que no conocía; elegí el que no conocía.

Un día me encontraba sola, todavía tendida en la cama de Lise; me había dejado sola. Me levanté y fui hasta el despacho de monsieur LaBatte; metí la mano en una pequeña bolsa de azafrán que solo contenía chelines y saqué de ella un puñado de monedas. Me dirigí andando a la casa de una mujer que ahora ya ha muerto, y cuando me abrió la puerta, le puse mi puñado de chelines en las manos y me quedé mirándola a la cara. No dije una sola palabra. No sabía su verdadero nombre, todos la llamaban Sange-Sange, pero ese no era su verdadero nombre. Me dio a beber una taza de un jarabe espeso y negro, y luego me condujo hasta un pequeño hueco practicado en el suelo de tierra para que me acostara en él. Estuve allí tumbada cuatro días, durante los cuales todo mi cuerpo fue un volcán de dolor; no sucedió nada, pero después, y durante otros cuatro días, estuvo fluyendo sangre de entre mis piernas, lenta e ininterrumpidamente, como un manantial eterno. Y entonces cesó. El dolor no era comparable a nada que yo hubiera podido siquiera imaginar, era como la definición misma del dolor; cualquier otro dolor era solo un débil reflejo de este, una referencia, una imitación, un intento fallido de ser tan intenso como el que yo sentí entonces. Era una persona nueva, había aprendido cosas que no sabía antes, sabía cosas que solo se aprenden pasando por lo que yo acababa de pasar. Había tenido mi vida en mis manos.