En los momentos en que Philip estaba dentro de mí, en aquellos momentos en los que el placer que me proporcionaban sus arremetidas y retiradas menguaba y no me sentía prisionera de la más primitiva y esencial de las emociones, esa cosa silenciosamente, secretamente, avergonzadamente llamada sexo, mi imaginación volaba hacia otra fuente de placer. Un hombre que era la antítesis de Philip. Se llamaba Roland.
Su boca era como una isla en el mar que era su rostro; no me cabe duda de que tenía orejas y nariz y ojos y todo lo demás, pero yo solo veía su boca, a la que sabía capaz de hacer todas las cosas que suele hacer una boca, tales como tomar alimentos, fruncirse en señal de aprobación o de disgusto, sonreír, retorcerse pensativa. En su interior estaban los dientes y, detrás de ellos, su lengua. ¿Por qué le veía de esa forma, cómo llegué a verle de esa forma? Para mí era un misterio el hecho de que hubiera estado vivo todo aquel tiempo sin que yo supiera que existía y que aun así me sintiera perfectamente bien —me acostaba cuando llegaba la noche y era capaz de levantarme por la mañana y dar la bienvenida al nuevo día si era de mi agrado, podía peinarme y rascarme y seguía sintiéndome perfectamente bien—, y él estaba vivo, a veces habitando una casa cercana a la mía, a veces viviendo en una casa que estaba muy lejos, y su existencia era corriente y perfecta y equiparable a la mía, pero yo no sabía nada de él, aun cuando en algunas ocasiones estuviera lo bastante cerca de mí como para que yo notara que olía al cargamento que había estado descargando. Era estibador.
Su boca parecía realmente una isla flotando en un mar de color tostado como la leña, extendiéndose de este a oeste, más ancha hacia el centro, con diminutos pero bien marcados pliegues, de un color ligeramente más claro que el marrón de el mar de leña en el que flotaba, el punto en el que se unían los labios difuminados en el rosa más rosa que se pueda imaginar, y por mucho que hubiera tenido su boca en la mía mil veces, siempre era nueva para mí. Debe de haberme sonreído, aunque en realidad no lo sé, pero no me gusta pensar que pudiera amar a alguien que antes no me hubiera sonreído. Estaba lloviendo desde hacía rato, un fuerte aguacero, y yo me había cobijado bajo el soportal de una mercería con otras personas. La lluvia constituía un inoportuno trastorno, pues no era necesaria; había caído ya demasiada agua, y no seguía estando exclusivamente fuera, rebosando por encima de las cunetas, sino que ahora había agua también en el interior, cayendo a través de las goteras de los techos. Yo estaba bajo el soportal y me había sumergido profundamente en mi interior, disfrutando plenamente de la desesperación que mi propia existencia me hacía sentir. Llevaba un vestido; aquella mañana me había cepillado el pelo; aquella mañana me había aseado. No estaba mirando nada en particular cuando vi su boca. Estaba hablando con otra persona, pero me miraba a mí. La persona con la que estaba hablando era una mujer. En aquel momento su boca no parecía una isla en calma sobre el mar, sino una pequeña mancha de tierra vista desde gran altura y puesta en movimiento por una fuerza que todavía no podía verse.
Cuando vio que yo le miraba, abrió aún más la boca, y aquello tiene que haber sido la sonrisa. Vi entonces que tenía muy separados los dos dientes de delante, lo que probablemente significaba que no se podía confiar en él, pero no me importó. Yo tenía el vestido empapado, tenía los zapatos mojados, tenía el cabello mojado, tenía la piel helada, estaba rodeada de gente parada sobre pequeños charcos de agua y lodo, tiritando, pero empecé a sudar a causa de un esfuerzo que estaba haciendo sin ser consciente de ello; empecé a sudar porque tenía calor y empecé a sudar porque me sentía feliz. Llevaba el pelo recogido en dos trenzas cuyas puntas caían justo por debajo de la clavícula; toda la humedad que me empapaba el pelo se acumulaba goteando por las trenzas, como si fueran dos canalones de desagüe, el agua rezumaba por mi vestido, justo bajo la clavícula, y descendía deslizándose por el pecho, para detenerse en el punto en que las puntas de los senos se apretaban contra la tela, revelando, tan nítidos como si estuvieran recién estampados, los pezones. Me estaba mirando mientras hablaba con otra persona, y su boca se abría y se cerraba haciéndose más grande y más pequeña, y yo quería que se fijara en mí, pero había demasiado ruido: todos los que se habían refugiado de la intensa lluvia en aquel soportal tenían algo que querían decir, no acerca del clima (eso ya había sido suficientemente comentado), sino acerca de sus vidas, probablemente sobre sus decepciones en la mayoría de los casos, pues la alegría es tan efímera que no hay tiempo suficiente para explayarse con ella. El ruido, que empezó siendo un murmullo, fue creciendo hasta convertirse en una auténtica algarabía, y aquella ruidosa algarabía tenía un desagradable sabor a metal y vinagre, pero yo sabía que su boca podía hacerlo desaparecer si conseguía alcanzarla. Así que grité mi nombre, y supe que él me había oído de inmediato, pero no dejó de hablar con la mujer con la que estaba conversando, así que tuve que gritar mi nombre una y otra vez hasta que él dejó de hablar, y para entonces era ya como si mi nombre le tuviera encadenado, del mismo modo que la visión de su boca me había encadenado a mí. Y cuando nuestras miradas se encontraron, nos echamos a reír, porque nos sentíamos felices, pero fue también aterrador, pues aquella mirada lo preguntaba todo: quién traicionaría a quién, quién sería el cautivo, quién sería el captor, quién daría y quién recibiría, qué haría yo. Y cuando nuestras miradas se encontraron y ambos nos echamos a reír al mismo tiempo, dije: «Te quiero, te quiero», y él dijo: «Lo sé». No lo dijo por vanidad, no lo dijo por engreimiento, lo dijo solo porque era verdad.
Se llamaba Roland. No era ningún héroe, ni siquiera tenía una patria; era nativo de una isla, una pequeña isla que estaba entre un mar y un océano, y una pequeña isla no es ninguna patria. Y tampoco tenía historia; era un insignificante acontecimiento en la historia de alguna otra persona, pero él era un hombre. Yo podía verle mejor de lo que él podía verse a sí mismo, y eso era debido a que él era quien era y a que yo era yo, pero también a que era más alta que él. Era tosco, pero andaba con un porte que le hacía parecer precioso. Tenía las manos grandes y fuertes, y sin ninguna razón aparente, las extendía ante él de forma que parecían piezas salidas de alguna poderosa maquinaria. De la cadera a la rodilla tenía las piernas rectas, pero de la rodilla hacia abajo se curvaban en un ángulo que hacía pensar en la posibilidad de que hubiera estado demasiado tiempo en el mar, o sencillamente de que nunca hubiera aprendido a andar correctamente. Tenía el vello de las piernas tan ensortijado como si los pelos fueran pedazos de hilo enrollados entre el pulgar y el índice, listos para empezar a coser, y lo mismo sucedía con el vello de los brazos, el pelo de las axilas, el pelo del pecho; en aquellos lugares el pelo era negro y crecía de modo poco denso; el pelo de la cabeza y el pelo de entre las piernas era también negro y ensortijado, pero crecía con tal abundancia que me era imposible deslizar las manos a través de él. Al sentarse, al levantarse, al caminar o al estirarse, mantenía siempre un porte digno de un objeto precioso, pero no lo hacía porque fuera vanidoso, puesto que era verdad, él era algo precioso. Con todo, cuando estaba encima de mí me miraba como si yo fuera la única mujer que hubiera en el mundo, la única mujer a la que hubiera mirado nunca de aquella manera… Pero eso no era cierto, los hombres solo hacen eso cuando no es cierto. La primera vez que estuvo encima de mí me avergonzaba tanto el inmenso placer que sentía que me mordí con fuerza el labio inferior… pero no sangré, no por haberme mordido el labio, no entonces. Tenía la piel suave y cálida en los lugares en que no le había besado; en los lugares en que sí le había besado tenía la piel fría y áspera, y los poros estaban abiertos y erizados.
¿Se convirtió el mundo en un lugar hermoso? Por fin terminó la estación de las lluvias, llegó la estación soleada, y hacía un calor excesivo; el lecho del río se secó, la desembocadura se convirtió en un lugar de aguas superficiales y finalmente el calor se hizo tan tedioso como la lluvia; habría deseado que acabara, de no haber estado ocupada con esa otra sensación, una sensación que no tengo palabras para describir. Me sentía llena de felicidad, pero era un tipo de felicidad que no había experimentado nunca antes, y esa felicidad se desbordaría fuera de mí y bajaría vertiginosamente por una larga, larguísima carretera, y entonces la carretera terminaría y yo me sentiría vacía y triste, pues ¿qué podría venir después de eso? ¿Cómo terminaría?
No todo tiene un final, aun cuando lo que hay al principio cambie. La primera vez que nos acostamos juntos, nos tendimos sobre una delgada tabla cubierta con tela vieja, y ese pequeño detalle que evidenciaba nuestra pobreza —la gente de nuestra posición, un estibador y la criada de un médico, no se podía permitir un colchón como es debido— contribuyó en gran medida a mi goce, pues me permitió estar preparada para recibir sus sacudidas y acompasar mi respiración con la suya suspiro a suspiro. Pero ¿cómo es posible que un hombre capaz de cargarse a la espalda grandes sacos de azúcar o balas de algodón desde que amanece hasta el anochecer se agote en cinco minutos dentro de una mujer? No conocía la respuesta a eso, y sigo sin conocerla. Me besó. Se quedó dormido. Entonces hundí la cara entre sus piernas; olía a curry y cebollas, que eran las mercancías que había estado descargando durante todo el día. Otras veces que hundía la cara entre sus piernas —pues lo hacía a menudo, me gustaba hacerlo—, olía a azúcar, o a harina, o a las grandes bobinas de algodón barato de las que robaba unos pocos metros, que me daba para que me hiciera un vestido.
¿Qué es lo cotidiano? ¿Qué es lo corriente? Un día, camino de la farmacia del Gobierno para recoger algunos suministros —una de mis obligaciones como sirviente de un hombre que estaba enamorado de mí sin remedio, hasta tal punto de que hacía tiempo que había dejado de intentar sustraerse a sus sentimientos hacia mí, un hombre al que yo no hacía el menor caso, excepto cuando quería que me proporcionara placer—, me encontré por primera vez cara a cara con la esposa de Roland. Estaba en pie ante mí como un centinela…, severa, solemne, defendiendo la noble idea, si no el noble ideal, que era su marido. No tapaba el sol, que brillaba a mi derecha; a mi izquierda, había un gran nubarrón negro; en la lejanía estaba lloviendo; no se veía el arco iris en el horizonte. Permanecimos en pie sobre la estrecha franja de cemento que era la acera. Una parte de una valla de madera que teóricamente mantenía un patio a resguardo de los transeúntes que pasaban por la calle estaba rota y sobresalía hacia fuera, y unos pocos tirones de cualquiera que no tuviera cuidado habrían acabado del todo con su utilidad. En aquel patio había un arbusto de prímulas que florecía de forma antinatural, con sus hojas demasiado grandes y sus flores espectacularmente llamativas; había brotes por todas partes, sus semillas habían prosperado a pesar de toda aquella humedad. No estábamos solas. A nuestro lado pasó un hombre con un alfanje en el zurrón y, dos pasos detrás de él, un perro maltratado; pasó una mujer con un gran cesto de comida en la cabeza; unos niños volvían del colegio a casa, pero no iban juntos; había un hombre asomado a una ventana, escupiendo, mascaba tabaco. Yo llevaba un par de zapatos con un poco de tacón, rojos, no precisamente el color más adecuado para ir a trabajar durante el día, pero así era exactamente como me sentía desde hacía un tiempo, roja de pasión, como aquel hibiscus que crecía bajo la ventana desde la que aquel hombre que mascaba tabaco no dejaba de escupir. Y la esposa de Roland me llamó puta, marrana, cerda, serpiente, víbora, rata, vil, parásita y malvada. Me di cuenta de que sus labios pronunciaban aquellas palabras con fluidez y naturalidad…, pobre desgraciada, estaba muy acostumbrada a decir aquellas cosas. No me sorprendió. Yo no podría haber amado a Roland de la forma en que lo hacía si él no hubiera amado a otras mujeres. Y no estaba sorprendida; había notado de inmediato la separación entre sus dientes. No me sorprendía que ella supiera de mí; los hombres no saben guardar un secreto, los hombres siempre quieren que todas las mujeres que conocen se conozcan entre sí.
Creo que dije lo siguiente: «Amo a Roland; cuando está conmigo deseo que me haga el amor; cuando no está conmigo, pienso en él haciéndome el amor. No te amo a ti. Amo a Roland». Eso es lo que quería decir y eso es lo que creo que dije. Ella me cruzó la cara de una bofetada; tenía la mano grande y dura como un remo de madera; ella, también ella, estaba habituada al trabajo duro. Su mano abarcó todo un lado de mi cara: la mandíbula, la piel por debajo del ojo y por debajo del mentón, una pequeña parte de la nariz y el lóbulo de la oreja. Yo era entonces una mujer joven de poco más de veinte años de edad; tenía la piel elástica, suave, los poros no eran apreciables a simple vista. No sentía ningún odio ni rencor cuando, al mirar su rostro, un rostro que me interesaba demasiado poco como para tomarme el trabajo de describirlo, pensé: ¿Qué es lo que hace del matrimonio algo tan deseable como para que todas las mujeres tengan miedo de no llegar a casarse? ¿Y por qué esta mujer, que hasta ahora no me había visto nunca, a la que nunca he hecho ninguna promesa, a la que nada debo, me odia tanto? Ella esperaba que le devolviera la bofetada, pero en lugar de hacer eso le dije, también sin odio ni rencor: «Considero que pelear por un hombre sería rebajarme».
Yo llevaba un vestido azul celeste de lino irlandés. No me podía permitir comprar un tejido como aquel, pues procedía de un país auténtico, no de un falso país como era el mío; supongo que había llegado un barco de Irlanda con una remesa de esa tela en azul, en rosa, en verde lima y en beige, y Roland me había dado unos cuantos metros de cada color escamoteados de las bobinas. Aquel día llevaba puesto mi vestido azul de lino irlandés, que era sobradamente recatado —una falda plisada que me llegaba bastante más abajo de las rodillas, un cinturón que me ceñía la cintura, las mangas abotonadas en las muñecas, un escote alto que me cubría las clavículas—, pero debajo del vestido no llevaba absolutamente nada, ni una sola prenda de ropa interior, solo las medias, que también me había dado Roland, procedentes de otro embarque, en este caso de lencería, cada una de ellas sostenida por dos tiras de goma elástica que había cosido para hacer una liga. Mi declaración de lo que consideraba rebajarme debió de enfurecer a la esposa de Roland, pues agarró mi vestido azul por el cuello y dio un tremendo tirón, rasgándolo por la mitad desde el cuello a la cintura. Mis senos pendían blandamente del pecho, como dos pequeños pedazos de masa que no hubiera subido, impasibles ante la cólera de aquella mujer; no sucedía lo mismo cuando sentían el contacto de la boca de su esposo, pues él me quitaba el vestido, empezando por desabrochar pacientemente todos los botones, para luego tirar hacia abajo del corpiño, y entonces tomaba uno de los pechos en la boca, y este crecía hasta hacerse mucho más grande de lo que su boca podía abarcar, y él lo dejaba y se giraba hacia el otro; la saliva evaporándose de la piel de aquel pecho me producía una sensación completamente distinta de la que experimentaba en el pecho que tenía en su boca, lo que me partía en dos, pues no era capaz de decidir cuál de las dos sensaciones prefería que predominara. Pasaba una hora besándome de esa manera y luego, cuando le tenía encima, se agotaba en cinco minutos. Le quería tanto… En la penumbra no podía verle con claridad, solo distinguía un perfil, una densa sombra; cuando le veía a la luz del día estaba completamente vestido. Tras desgarrar mi vestido, un vestido hecho de un tejido que conocía muy bien, pues también ella tenía uno hecho de la misma tela, su esposa me lo contó todo de él: no era una historia larga, no era una historia triste, en ella no había muerto nadie, ninguna tierra había sido devastada hasta quedar baldía, ninguna herencia había sido usurpada; ella tenía una lista llena de nombres, pero no eran nombres de países.
¿De qué color había sido el día de su matrimonio? La primera vez que le vio, ¿se había sentido abrumada por el deseo? El impulso de la posesión está vivo en todos los corazones; hay quien elige vastas llanuras, quien elige altas montañas, hay quien elige extensos mares y quien elige un esposo; yo elijo poseerme a mí misma. Yo era parecida a un árbol, un alto árbol con largas y fuertes ramas; mi aspecto era delicado, pero cualquier hombre al que hubiera estrechado entre mis brazos sabía que era fuerte; tenía el pelo largo y abundante y por naturaleza ensortijado, y lo llevaba recogido en trenzas y prendido con alfileres, porque, cuando me lo dejaba suelto sobre los hombros, causaba excitación en los demás… A veces en hombres, a veces en mujeres, a algunas personas les gustaba y a otras no. El porte que adoptaba al andar dependía de quién supusiera que iba a verme y de la impresión que quisiera dar. Mi rostro era bonito, a mí me lo parecía.
Y, sin embargo, me encontraba frente a una mujer que se sentía incapaz de conservar el mayor botín de su vida en un arca segura, una mujer cuya voz había dejado de salir de la garganta y ahora procedía de la boca del estómago, una mujer cuyo odio iba dirigido a la persona equivocada. Bajé la vista hacia nuestros pies, los suyos y los míos, esperando ver pasar ante mis ojos como en un relámpago mi breve existencia; en lugar de eso, vi que ella no llevaba zapatos. Sin embargo, tenía un par de zapatos, yo se los había visto; eran blancos, ordinarios, con la puntera redonda y cordones mate, necesitaban una buena capa de betún, los llevaba solo los domingos para ir a la iglesia. Yo tenía muchos pares de zapatos, de colores llamativos, brillantes y chillones; eran incómodos, los llevaba a diario, jamás iba a la iglesia.
Estiré mis fuertes brazos para acariciar a Roland, que estaba tendido a mi espalda, desnudo; yo también estaba desnuda. Sabía cuál era nombre de su esposa, pero no lo dije; él, también él, sabía cuál era el nombre de su esposa, pero no lo dijo. No me sabía la larga lista de nombres que no eran países que su esposa había aprendido de memoria. Él mismo no se sabía la larga lista de nombres; él no había aprendido esa lista de memoria. Eso no era producto de ningún engaño, ni tampoco del descuido. Era una persona tan habituada a gozar de una gran fortuna que la daba por sentada; no tenía cuenta bancaria, no tenía libro mayor, tenía una fortuna…, pero aun así no había perdido su interés por acumular más riqueza. Sintiendo contracciones en el útero, crucé la habitación, todavía desnuda; de mi cuerpo cayeron pequeñas gotas de sangre, la prueba más evidente de mi negativa a aceptar su silencioso ofrecimiento. Y Roland me observaba; la expresión de su rostro llena de perplejidad. ¿Por qué no le daba hijos? Él era consciente de las ocasiones en que yo era fértil, y, sin embargo, todos los meses fluía sangre de mi cuerpo, y todos los meses yo mostraba abiertamente una total seguridad respecto a la inminencia de su aparición y de su desaparición, y siempre me llenaba de alegría la exactitud de mis predicciones. Cuando le veía en ese estado, con una expresión en el rostro que era una mezcla de confusión, estupefacción y frustración, sentía una gran pena por él, pues su vida se reducía a una lista de nombres que no eran países y al número de veces que había hecho que se interrumpiera el flujo mensual de sangre. Su vida se reducía a mujeres, algunas de ellas muy hermosas, que llevaban vestidos hechos con metros de tela que había quitado subrepticiamente de las bobinas que traían los barcos en los que trabajaba como estibador.
Por aquel entonces, yo le amaba más allá de las palabras; le amaba cuando le tenía frente a mí y le amaba cuando estaba fuera del alcance de mi vista. Todavía era una mujer joven. Todavía no había aparecido en las partes más delicadas de mi piel la menor señal, ni siquiera la causada por el dedito de un niño; tenía las piernas largas y firmes, como si hubieran sido diseñadas para permitirme recorrer una larga distancia; tenía los brazos largos y fuertes, como preparados para llevar cargas pesadas. Estaba enamorada de Roland. Era un hombre. Pero ¿quién era realmente? No surcaba los mares, no cruzaba los océanos, se limitaba a trabajar en el casco de los barcos que lo habían hecho; no había montañas que llevaran su nombre, ni valles, nada. Pero seguía siendo un hombre, y quería algo que iba más allá de la mera satisfacción de la mediocridad —algo más que una esposa, un amor y una morada con las paredes de barro y el techo de hojas de caña, algo más que la pequeña parcela de terreno donde los mismos árboles darán el mismo fruto año tras año—, pues todo acaba únicamente con la muerte; y aunque ninguna historia escrita todavía le hubiera incluido, aunque no pudiera identificar las pequeñas rebeliones que había en su interior, aunque negara las pequeñas rebeliones que había en su interior, había ocasiones en las que se apoderaba de él una extraña calma, una fría quietud, y, puesto que no era capaz de encontrar palabras para describirla, se sentía momentáneamente cegado por la vergüenza.
Una noche Roland y yo estábamos sentados en los escalones del malecón, dando la espalda al pequeño mundo al que pertenecíamos, el mundo en cuyas carreteras había curvas cerradas y peligrosas, el mundo de escarpadas montañas de reciente formación volcánica cubiertas de un verde tan humilde que nadie había suspirado nunca por ellas, de 365 pequeños riachuelos que nunca se unirían para producir juntos un majestuoso fragor, de nubes que no eran otra cosa que grandes receptáculos que contenían interminables días de agua, de personas que nunca habían sido consideradas como personas. Escudriñábamos la noche, su negrura no nos sorprendía, una luna llena de una mortecina luz blanca surcaba la superficie de un cielo negro rutilante; yo llevaba un vestido hecho con otra pieza de tela que me había dado él, otra pieza de tela robada de las bobinas de un barco; en la falda había un bolsillo falso, un bolsillo que no tenía fondo, y Roland metió la mano en el bolsillo y bajó hasta alcanzar el punto en el que podía tocarme metiéndose también dentro de mí. Observé su rostro, vi su boca extendiéndose de lado a lado de la cara como una isla; y, también como una isla, ocultaba secretos y era peligrosa y podía engullir de un solo bocado cosas que eran mucho más grandes que ella misma; desvié la vista para observar el horizonte; aunque no podía verlo, sabía que estaba allí de todas formas, y lo mismo sucedía con el final de mi amor por Roland.