Mi padre tenía la piel del color de la corrupción: cobre, oro, mineral; tenía los ojos grises, tenía el cabello rojo, tenía la nariz larga y estrecha; su padre era un hombre escocés, su madre pertenecía al pueblo africano, y esta distinción entre hombre y pueblo era una distinción importante, pues uno de ellos desembarcó siendo parte de una horda, ya condenada, con la mente vacía de todo lo que no fuera sufrimiento humano, cada rostro idéntico al que tenía a su lado; el otro desembarcó por voluntad propia, ambicionando realizar un destino, llevando en la imaginación la visión de sí mismo con la que soñaba. Fue un enlace legítimo y tuvo lugar en una iglesia metodista del poblado de All Saints, en el distrito de St. Paul, en Antigua, un domingo por la tarde de finales del siglo XIX. Él se llamaba John Richardson; ella, Mary. No sé si la palabra felicidad se asociaba al matrimonio entonces. Tuvieron dos hijos, varones, a los que llamaron Alfred y Albert; Alfred se convirtió en mi padre. Qué opinión tenía mi padre de sus padres, no lo sé. No sé si su madre era guapa; no había ninguna fotografía de ella, y mi padre nunca habló de ella en ese sentido. No sé si su padre era apuesto; no había ninguna fotografía de él y mi padre nunca habló de él en ese sentido. Su madre no debió de haber nacido en la esclavitud, pero sin duda los padres de ella fueron esclavos; paralelamente, entonces su padre no podía haber sido dueño de esclavos, pero los padres de él sí podían haberlo sido. Cómo esas dos personas se conocieron y se enamoraron no lo sé; ni siquiera sé si, en efecto, se enamoraron, pero no descarto ni esa ni ninguna otra posibilidad acerca de sus sentimientos. Ese hombre llamado John Richardson comerciaba con ron y había vivido en todas las Antillas que se encontraban bajo dominio inglés, aunque había pasado más tiempo en la isla de Anguila que en ninguna otra, antes de establecerse con su esposa, Mary, en Antigua. Tenía muchos hijos de muchas mujeres distintas en todos aquellos lugares en los que había vivido; todos eran varones y resultaba evidente que eran hijos de John Richardson, pues todos tenían el mismo pelo rojo, un cabello rojo tan singular que se sentían orgullosos de tenerlo, el cabello de John Richardson. Yo lo sabía porque mi padre solía contar a la gente que él era hijo de aquel hombre, y describía a su padre de esta forma, como un hombre que había vivido aquí y allá y que tenía hijos, todos varones y pelirrojos. Explicaba también que, siempre que veía a un hombre con el pelo rojo, sabía que estaba emparentado con él. Y siempre decía esas cosas lleno de satisfacción y orgullo, no con ironía, amargura o tristeza por la estela de desdicha que aquel borracho escocés había dejado a su paso.

Yo no tenía el pelo rojo, no era un hombre.

En cuanto a su madre, recordaba sus rasgos vagamente, a pesar de que ella debió de haber remendado sus ropas, cocinado su comida, cuidado sus heridas cuando era un colegial, debió de haberle animado en sus ambiciones y aliviado su frente herida; me habría gustado que mi madre hiciera esas cosas, si la hubiera tenido. Finalmente, John Richardson desapareció en el mar durante una tempestad, un acontecimiento sospechosamente oportuno, pues no me sorprendería enterarme de que después de todo hubiera vuelto a Escocia, donde tenía más hijos, todos varones y con el pelo también rojo, aunque de textura distinta. Mary murió poco después no se sabe bien de qué, quizá de un colapso cardíaco, quizá no. Mi padre no asistió a su funeral. Era entonces policía en St. Kitts e iba ya camino de forjar su propia pequeña dinastía de varones pelirrojos; no se había casado todavía. Era alto y, de acuerdo con un modelo de belleza que no coincidía con mi criterio, se le consideraba un hombre muy atractivo; llevara lo que llevara, toda la ropa le sentaba bien; tenía un aspecto magnífico con su uniforme, tenía un aspecto magnífico con el traje de lino que llevaba para ir a la iglesia los domingos; era un hombre vanidoso, tan vanidoso que había necesitado práctica y una gran dosis de autodisciplina para evitar lanzar miradas a hurtadillas a su propio reflejo cuando estaba en público; estoy convencida de que gran parte del tiempo que pasaba encerrado en una habitación haciendo creer a su familia que estaba preparando la lección para la escuela dominical, lo dedicaba en realidad a ensayar diversas poses que luego adoptaría en público; era un hombre ambicioso, le gustaba hacer las cosas bien y detestaba que no se reconociera su esfuerzo. Nunca llevaba dinero en el bolsillo, nunca se rodeaba de dinero auténtico, pero en el fondo eso no dejaba de ser lo mismo que cuando se ejercitaba para no mirarse en público: ser visto con dinero equivalía a confesar hasta qué punto lo adoraba, y apreciaba más un cuarto de penique que un penique, y apreciaba más un penique que un chelín, y apreciaba más un chelín que una libra, y eso solo le podría parecer un disparate a una persona que no comprendiera el dinero ni el amor, una persona como yo; pero mi padre, que no comprendía el amor en relación con las personas, que solo comprendía el amor cuando se trataba de dinero, había comprendido que es en las pequeñas partes de algo en las que está contenida su verdadera totalidad, que es en las pequeñas partes de algo donde reside su auténtica belleza. Sabía que en una libra hay 960 cuartos de penique, y que 960 monedas de cuarto de penique esparcidas por el suelo de una habitación vacía resultan hipnóticas, hechizan y, si son vistas por la persona adecuada, constituyen los cimientos sobre los que se edifican todos los mundos posibles. Era especialmente cruel con los niños y las personas que se encontraban en una posición más débil; no porque fuera un cobarde, sino sencillamente porque nunca había sentido verdadera rabia contra nadie más poderoso que él. Parecía tomarse su vida, a sí mismo y todo lo que le rodeaba con humor; cuando estaba en público, llevaba permanentemente una sonrisa dibujada en los labios, pero era una sonrisa dirigida hacia dentro, no hacia el exterior. Esa sonrisa le servía también para conseguir algo que quizá ni siquiera se había propuesto: hacía que a las personas menos poderosas que él les acobardara acercársele, y al mismo tiempo hacía que las personas más poderosas que él se sintieran cómodas a su lado; y una vez más, aquella sonrisa era un disfraz, algo que se obligaba a hacer en público; se obligaba a sonreír con la misma determinación con que reprimía sus deseos de mirar su imagen reflejada; se trataba de enmascarar todo lo que sentía por el prójimo, y todo lo que sentía era negativo. Mi padre nunca me llegó a gustar; quizá le amara, pero nunca sería capaz de admitirlo. No me gustaba. En mi padre concurrían el hombre escocés y el pueblo africano. No sé cómo se sentía él al respecto; no sé si esa era una de las cosas en las que pensaba cuando se sentaba en una habitación de su casa, una habitación con vistas al mar, el negro mar de Dominica, un mar que era una tumba y que encerraba una historia hecha con el hombre y con el pueblo. Su condición podría haberle paralizado a la hora de decidir quién ser, hombre o pueblo; por su apariencia externa, que era del color de la corrupción: oro, cobre, mineral (aunque si le hubiera amado, si fuera benévola con él, lo habría descrito como del color del pan, la esencia de la vida), era más parecido a los vencedores (el hombre escocés) que a los vencidos (el pueblo africano), pero eso no era razón suficiente para elegir al primero por encima del segundo. Mi padre rechazó las dificultades a las que se enfrentaban los vencidos; eligió la vida fácil y cómoda de los vencedores. De haber tenido su apariencia, entre los vencidos habría podido sentir el vacío al que todos los seres humanos se enfrentan día tras día, un vacío que esperan llenar y que a veces consiguen llenar, aunque raramente sea así, y esas personas, ese pueblo africano en el que podría haber encontrado una mitad de si mismo…, siendo también ellos humanos, habrían sentido el vacío y habrían intentado llenarlo con lo habitual: el tiempo dividido en años, meses, días, o algo parecido. Ellos, también ellos, habrían hecho un fetiche de las cosas corrientes: la piel más externa del pene, la delgada membrana en la abertura de la vagina; ellos, también ellos, habrían fabricado cosas, utensilios de materiales diversos, de formas diversas, con utilidades diversas; ellos, también ellos, habrían observado alguna manifestación violenta de la naturaleza —la tierra quebrándose, mares donde solía haber tierra firme—, y habrían interpretado esas manifestaciones como promesas de algún tipo, razones por las que seguir vivos, rituales, y cierta consciencia de ser especiales, puesto que habían sobrevivido a la catástrofe; y ellos, también ellos, habrían tenido mitos relacionados con inicios y mitos relacionados con finales. El vacío es el caos del que se han rescatado a sí mismos para darle algún sentido a sus vidas, volviendo siempre sobre sus pasos y siempre de la misma forma. Y esa vida les había sido arrebatada a las personas de aquel pueblo por el hombre escocés o cualquier otro hombre con gentilicio, incapaz de existir simplemente como hombre, que existe solo gracias al gentilicio o al signo de linaje que acompaña a la palabra hombre.

Fuera, fuera de mi padre, fuera de la isla en la que había nacido, fuera de la isla en la que ahora vivía su vida, el mundo seguía su curso, cada gran acontecimiento un ensayo para el futuro, cada gran acontecimiento una recapitulación del pasado; pero dentro, dentro de mi padre (y también dentro de la isla en la que había nacido, dentro de la isla en la que ahora vivía), un acontecimiento que se había producido hacía cientos de años continuaba vivo, siguiendo un curso tan sutil que se había convertido en la auténtica expresión de su personalidad, se había convertido en la esencia de quién era realmente él; y él había llegado a despreciar a todos aquellos que se comportaban como pertenecientes al pueblo africano: no todos aquellos que tenían su apariencia, solo quienes se comportaban como tales, todos los que habían sido derrotados, condenados, conquistados, los pobres, los enfermos, los que tenían la cabeza gacha y la mente entumecida por la crueldad. Y creía que estaba siendo él mismo un día en que un hombre llamado Lazarus, un sepulturero, acudió a él para pedirle unos cuantos clavos que necesitaba para reconstruir el tejado de su casa; su casa era una endeble y pequeña estructura de pino pintada de rojo y amarillo, y había sido destruida por un huracán dos años antes; por aquel entonces, mi padre era el máximo representante del gobierno en Mahaut; el gobierno colonial le proporcionaba toda clase de cosas para que se las diera gratuitamente a los más necesitados cuando sucedía algún desastre. En el caso del huracán le habían proporcionado materiales de construcción de no muy buena calidad. Mi padre disponía de parte de aquellas cosas correctamente, entregándoselas a la gente necesitada, pero daba solo lo justo para evitar un escándalo; el resto lo vendía, y cuanto menos podía pagar una persona, cuanto más necesitada estaba, más le cobraba. Lazarus era una de esas personas, de las más necesitadas, sin posibilidades de pagar; el acontecimiento del encuentro entre el pueblo africano y el hombre con linaje había calado en él, también en él, tan sutilmente que cualquier forma que eligiese para expresarse era un recordatorio de aquello: le habría sonado a música celestial todo lo que tuviera que ver con la idea de la libertad, lo contrario de pasar el día tumbado en la arena cerca del mar, con una placidez llena de abulia. Así, cuando Lazarus le pidió a mi padre los clavos que necesitaba para acabar el tejado de su casa, la lucha que mi padre libraba interiormente entre el hombre con linaje y la horda había quedado zanjada hacía tiempo, también ahora había vencido el hombre con linaje, y mi padre le dijo a Lazarus que no le quedaban clavos. Por aquel entonces yo tenía diez años de edad; no conocía a mi madre, había muerto en el momento en que yo salía de sus entrañas, solo conocía a mi padre. No le entendía; me encantaba observarle de cerca desde algún lugar en que él no me pudiera ver observándole, su cabello rojo centelleante bajo la luz del sol; me encantaba observarle cuando llevaba su uniforme de gala: los pantalones azul marino de estameña y la chaqueta cruzada de algodón blanco con botones dorados, el uniforme que llevaba en el desfile con que se celebraba el cumpleaños del rey de Inglaterra. Pero en aquel momento, cuando le negó los clavos a Lazarus, empezó a hacerse real, no únicamente mi padre, sino la persona que quizá fuera realmente. Yo sabía que tenía un enorme tonel lleno de clavos y otras cosas en un cobertizo que había en la parte trasera de la casa, así que en mi inocencia, convencida de que quizá se hubiera olvidado por completo de él, se lo recordé, le hablé del tonel lleno de clavos, le dije dónde estaba exactamente el tonel, qué aspecto tenía el tonel, cómo eran los clavos —fríos, brillantes— que estaban amontonados eh el tonel. Él volvió a negar que tuviera ningún clavo en absoluto. El sonido de su voz no había cambiado; era simplemente que le oía por primera vez. No hizo que se rompiera nada en mi interior, no hizo que se rompiera nada fuera de mí, no fue repentino, no fue inesperado, aunque tampoco lo esperaba… Fue algo natural, un hecho consumado, como el brusco cambio de altura de las montañas o el azul del cielo, o la luna. Ese era mi padre, el mismo hombre que había conocido siempre, solo que sabía más de él.

Cuando Lazarus se hubo marchado, sin los clavos que había venido a buscar, sin los clavos que necesitaba, mi padre me agarró por la parte posterior del cuello del vestido que llevaba puesto, me arrastró por toda la casa hasta el cobertizo donde tenía el tonel lleno de clavos y me hundió la cara en él, mientras me decía en criollo francés: «Ahora sabes dónde están los clavos, ahora sí que sabes exactamente dónde están los clavos». Solo hablaba criollo, francés o inglés, con su familia o con las personas que le conocían desde que era niño, y yo asociaba la imagen de él hablando criollo con manifestaciones de su verdadera forma de ser, así que supe con seguridad que todo aquel dolor que me estaba causando, asfixiándome en un tonel lleno de clavos, expresaba de verdad sus sentimientos. Me dio un último empujón en la cabeza y luego me soltó rápidamente. Fue a sentarse en la habitación que daba al mar, la habitación que no tenía ninguna utilidad concreta, que solo se usaba en raras ocasiones. La superficie del mar estaba en calma y, mientras la observaba, se sacó cera de la oreja y se la llevó a la boca para comérsela.

¿Y en qué podría estar pensando mi padre sentado en aquella habitación, sentado en una silla que era una réplica de otra silla que aparecía en una pintura del salón de algún horrible inglés, una réplica de aquella silla hecha por las manos de alguien de quien sin duda alguna él se había aprovechado? ¿Qué podría estar pensando mientras observaba aquel mar cuya superficie estaba a veces agitada, a veces en calma? Un ser humano, una persona, muchas personas, un pueblo, dirán que lo que les rodea, lo que les rodea físicamente, forma su conciencia, su verdadera esencia. Al levantarse todas las mañanas, esas personas miran hacia las verdes colinas, los blancos acantilados, las montañas plateadas, los dorados campos de trigo, los ríos de centelleante agua azul, y en la belleza de todo ello —y es realmente bello, no pueden evitar que les parezca hermoso— conquistan invisible, mágicamente, la distancia existente entre ellas y la belleza que están contemplando, sintiendo que se convierten en una unidad con la naturaleza, que les proporciona fuerza, les inspira para cantar melodías, para componer versos; se inventan a sí mismas y se reinventan a sí mismas y se sienten inspiradas (una vez más), pero esta vez para llevar a cabo pequeñas acciones, pequeñas hazañas, y finalmente grandes actos, grandes hazañas, y cada suceso supone la legitimación de la idea original, del sentimiento original, la fusión del pueblo y el lugar. El encuentro entre una persona y el lugar al que pertenece no es fortuito, es algo que va más allá del destino, es algo tan primordial que no hay palabras para describirlo. Para mi padre el mar, el inmenso y bellísimo mar, a veces una reluciente sábana azul, a veces una reluciente sábana negra, a veces una reluciente sábana gris, no podría ser fuente de tan generosa inspiración, no podría ser una fuente de bienestar tan abundante, no podría nunca ser fuente de nada bueno; su belleza estaba perdida para él, vacía; mirarla, verla, suponía recordar al mismo tiempo la desesperación de los vencedores y la desesperación de los vencidos; pues la vaciedad de la conquista permanece en el conquistador, enfrentado como está al interminable deseo de poseer más y más y más, hasta que la muerte, solo la muerte, silencia ese deseo; y el pozo sin fondo de dolor y desdicha que experimenta el conquistado…, nada puede saciar su sed de venganza ni borrar la gran injusticia que se ha perpetrado contra él. Y así, puesto, que en mi padre existían a la vez el vencedor y el vencido, el perpetrador y la víctima, eligió, lo que no resultaba en absoluto sorprendente, ocultarse bajo el manto del primero, siempre del primero. Eso no significa que estuviera en guerra consigo mismo; significa únicamente que con ello demostraba ser un humano vulgar y corriente, pues quién de nosotros aparte de los santos no habría escogido contarse entre quienes mantienen la cabeza alta, no entre quienes viven con la cabeza gacha, humillados, e incluso los santos saben que en último término, al final de los tiempos, ellos se encontrarán entre quienes mantienen la cabeza alta.

Los insensibles, lo cínicos, los descreídos dirán, quizás en un momento ingrávido, quizás en un momento en el que vean en un destello cegador el fin del mundo y se nieguen a empezar de nuevo, que la vida es un juego: un juego en el que gana el mejor, un juego en el que pierde el peor: un juego en el que ganar significa poseerlo todo y perder es no tener nada, o un juego como el de las sillas y la música, en el que cuando termina la música ganar es sentarse en una silla y no dejar jamás espacio al perdedor, que está condenado a permanecer eternamente de pie. Ni que decir tiene que contarse entre los insensibles, los cínicos, los descreídos, es contarse entre los vencedores, pues quienes han perdido nunca se resignan a su pérdida; la sienten profundamente siempre, por toda la eternidad. Nadie que haya perdido se atreve a dudar, a dudar realmente, de la bondad humana; para el que ha perdido, el último aliento es un susurro: «Oh, Dios». Siempre.

Al observar a mi padre, no dejaba de comprenderle, no dejaba de sentir un poco de lástima por él. Cuando era un niño —una idea, una realidad que a veces me costaba asimilar: él vulnerable, necesitado de afecto o de cuidados que aliviaran altísimas fiebres, con magulladuras en las rodillas y los codos, necesitado de palabras tranquilizadoras cuando su voluntad de chico vigoroso flaqueara y desfalleciera, necesitado de otra tranquilizadora seguridad: que el sol volvería a salir, que la marea bajaría, que la tierra seguiría girando (no tenía más remedio que creer ciegamente en esa realidad, puesto que tal período de la vida era normal, aunque ahora había desarrollado otra piel que cubría por completo su auténtica piel, una piel que no se percibía a simple vista, pero que de todos modos era tan real como el caparazón protector de una tortuga o el escudo de un guerrero)—, cuando mi padre era un niño, pues, una vecina de su madre y su padre le dio un huevo. Era un regalo de agradecimiento de aquella mujer, porque mi padre había sido muy amable con ella —era anciana y vivía sola, y él le hacía a veces recados sin que se lo pidiera y sin esperar que se lo agradeciera—, y cuando le dio aquel huevo —tenía tres gallinas, un gallo y un cerdo que vivían en el patio, cerca de la letrina, las aves dormían en un árbol que se elevaba por encima de ella—, se llevó una sorpresa, nunca había esperado que le agradecieran sus favores, y cogió encantado aquel huevo —era marrón con motas de un marrón más oscuro—, pero no hizo una tortilla ni ningún otro plato con él, sino que lo puso bajo una gallina, otra gallina que pertenecía a su madre, para que lo incubara junto con otros huevos, y, cuando los polluelos rompieron el cascarón, reclamó uno de ellos como suyo. Aquel polluelo se convirtió en una gallina y puso huevos, y esos huevos fueron incubados y se convirtieron en gallinas, y esas gallinas pusieron más huevos y así sucesivamente, un ciclo sin fin solo interrumpido por la venta de algunos huevos y algunas gallinas, a cambio de los cuales conseguía un beneficio que se traducía en cuartos de penique, medios peniques y peniques. Después de aquello, nunca comió huevos (no en todo el tiempo que yo le conocí); después de aquello, nunca comió pollo (no en todo el tiempo que yo le conocí), limitándose a acumular el cobre rojo del dinero y a lustrarlo hasta que le sacaba brillo para luego dárselo a su madre, quien lo metía en un calcetín viejo que guardaba día y noche en la pechera. Cuando su padre decidió visitar su tierra natal y emprendió el viaje de regreso a Escocia (luego se dijo que había acabado naufragando y pereciendo ahogado en el mar), mi padre le dio a su padre los beneficios que había obtenido a partir de aquel primer huevo: un regalo. Se había convertido en una enorme cantidad, suficiente para comprar tela, tela inglesa, con la que pensaba hacerse un traje que llevaría solo los domingos. Pero mi padre nunca volvió a ver a su padre, mi padre nunca volvió a ver sus beneficios, y puede que haya pasado el resto de su vida intentando una y otra vez encontrar y enfundarse aquel primer traje con el que se había imaginado —aunque no creo que él supiera que era eso lo que estaba haciendo—, y puede que toda su vida haya consistido en una serie de recompensas de las que nunca podría disfrutar, aunque no debe de haberse dado cuenta de eso.

«Era un hermoso día, un día tan hermoso que quedó grabado para siempre en mi memoria», me decía mi padre, hablándome del día en que su padre embarcó rumbo a Escocia. Aquel barco no alcanzó nunca su destino, así que aquel retrato que empezaba con la luz del sol acababa con el color negro del agua helada, y el rostro de mi padre, la verdadera esencia de mi padre, era el lienzo en el que estaba pintado. Yo era una niña pequeña, de solo ocho años de edad, cuando empezó a hablarme de ese importante detalle de su vida, la misma edad que tenía él cuando se enteró de que nunca volvería a ver a su padre. Yo no era físicamente vigorosa, tenía una vocecita débil, era niña, con él hablaba solo en inglés, en inglés correcto. Él se sentaba en una silla hecha con madera de la India, y los brazos de esa silla acababan en forma de garra, la garra cerrada de un animal cuyo nombre yo no conocía, igual que las dos patas delanteras, y yo me sentaba frente a él en un suelo que había sido encerado el día anterior, y agarraba con fuerza la falda del vestido de popelina blanca que llevaba puesto, y también la popelina procedía de algún lugar muy lejano. La habitación en la que nos sentábamos era la habitación que no tenía ninguna utilidad concreta. Cuando hablaba de la última vez que había visto a su padre, su rostro se convertía en una serie de referencias geométricas, líneas regulares e irregulares, ángulos agudos y suaves, las planas zonas bajo las mejillas cada vez más llenas y redondeadas; adquiría el aspecto del niño que había sido entonces, o por lo menos del niño que él pensaba que había sido entonces, y su voz se hacía líquida y blanda, áurea, como si estuviera hablando de otra persona, no de sí mismo, de alguien a quien hubiera conocido muy bien, pero no de sí mismo, y a quien hubiera querido profundamente, una vez más no él mismo. Su padre se hizo a la mar a bordo de un barco llamado el John Hawkins, pero no era el nombre de aquel infame criminal lo que había causado que el rostro de mi padre se oscureciera y adquiriera un aspecto sucio, criminal, no era aquello lo que había hecho desaparecer la luz de sus ojos de niño.

¿Se preguntó mi padre a sí mismo alguna vez: ¿Quién soy yo, quién soy?, no como un lamento que surgiera del oscuro agujero de la desesperación, sino como indicio de que de vez en cuando sufría el azote de la inocente curiosidad de los necios? No lo sé; no puedo saberlo. ¿Se conocía a sí mismo? Si la respuesta es sí, o si la respuesta es sí pero no del todo, o si la respuesta es sí pero con una gran estrechez de miras, entonces gozaba de placeres secretos en la misma medida en que se conocía a sí mismo; pero yo no lo sé, no conozco la respuesta. No le conocía, era mi padre pero no le conocía; todo lo que digo acerca de él es producto únicamente de mi observación, es solo mi opinión, y eso tiene que ser motivo suficiente para que cualquier niño se sienta avergonzado —para mí lo era—, el hecho de que esa persona, que era una de las fuentes de mi propia existencia, fuera desconocida para mí, no un misterio, simplemente desconocida.

La primera vez que mi padre pasó la mano por la piel de mi madre —la piel del rostro, la piel de las piernas, la piel de entre las piernas, la piel de los brazos, la piel bajo los brazos, la piel de la espalda, la piel de más abajo de la espalda, la piel de los pechos, la piel por debajo de los pechos— no debió de comparar su textura con el satén ni con la seda, pues no era una mujer extraordinariamente bella y delicada. El color de su piel —moreno, del intenso anaranjado de una puesta de sol bien avanzada— no era el resultado de un ineluctable encuentro entre el conquistador y el vencido, el pesar y la desesperación, la vanidad y la humillación; no era más que ese color, un hecho imperturbable: ella pertenecía al pueblo caribeño. Él no debió de preguntar: ¿Quiénes son el pueblo caribeño?, o más acertadamente: ¿Quiénes «eran» el pueblo caribeño?, pues ya no existían, se habían extinguido. Solo unos pocos centenares seguían con vida, mi madre era una de ellos, eran los últimos supervivientes. Eran como fósiles vivientes, el lugar que les correspondía era un museo, puestos en un anaquel, conservados en una urna de cristal. Sin duda esas gentes, el pueblo de mi madre, se encontraban en precario equilibrio al borde del abismo de la eternidad, esperando a ser engullidos por el enorme bostezo de la nada, pero lo más amargo era constatar que habían perdido sin tener ninguna culpa, y que habían perdido de la forma más extrema que se pueda imaginar. No solo habían perdido el derecho a conservar su identidad, se habían perdido a sí mismos. Eso era mi madre. Era alta (según me dicen…, yo no la conocía, murió en el momento en que yo nací); su cabello era negro, tenía los dedos largos, tenía las piernas largas, tenía los pies largos y estrechos y el empeine alto, tenía el rostro delgado y enjuto, tenía el mentón afilado, los pómulos prominentes y anchos, tenía los labios grandes y delgados, su cuerpo era largo y esbelto, tenía una gracia natural en el andar, no era muy habladora. Quizá nunca dijo nada que fuera demasiado importante, nadie me ha comentado nunca nada al respecto; no sé en qué lengua hablaba; si alguna vez le dijo a mi padre que le amaba, no sé en qué lengua se lo habría dicho. No la conocí; murió en el momento en que yo nací. Jamás vi su rostro, ni siquiera cuando se me aparecía en sueños lo veía nunca, solo veía la parte posterior de los pies, los talones, bajando por una escalera, sus pies desnudos, bajando, y siempre despertaba sin llegar a verla subiendo la escalera de nuevo.

Cuando nació mi madre (eso me dijeron), su madre la envolvió con unos cuantos trozos de tela limpia y la dejó a la puerta de un lugar donde vivían monjas francesas. Ellas la criaron, la bautizaron como cristiana y la obligaron a ser una persona silenciosa, tímida, sufrida, incondicional, modesta y deseosa de morir joven. Se convirtió en ese tipo de persona. El vínculo, tanto físico como espiritual, que supuestamente une a cualquier madre con su hijo, la confusión que se establece a la hora de delimitar quién es quién, carne de la misma carne, la inseparabilidad que supuestamente existe entre madre e hijo… Todo eso estuvo ausente entre mi madre y su propia madre. ¿Cómo explicar el hecho de haber sido abandonada así, qué hijo es capaz de comprenderlo? Ese vínculo, tanto físico como espiritual, esa confusión acerca de quién es quién, carne de la misma carne, todo eso que estuvo ausente entre mi madre y su madre, estuvo también ausente entre mi madre y yo, puesto que ella murió en el momento en que yo nací, y por mucho que quiera ser sensata y decirme a mí misma que aquello había sido inevitable —quién puede evitar la muerte—, hay que preguntarse una vez más cómo puede ningún hijo comprender una cosa así, un abandono tan profundo. Yo me había negado a traer hijos al mundo.

¿Y cómo debe de haber sido realmente su niñez, viviendo con personas como aquellas…? Porque no puede haber disfrutado de ninguna alegría, no puede haber gozado de ningún momento completamente ocioso, en el que habría sido una reina imaginaria de un país imaginario con un ejército imaginario preparado para conquistar a un pueblo imaginario; pero tal experiencia pertenece exclusivamente a las mentes libres de la zafiedad de la vida, como debería ser la mentalidad de cualquier niño. Ella llevaba un vestido de nanquín, un vestido suelto y sin formas, un sudario; le cubría los brazos, las rodillas, le caía hasta los tobillos. Llevaba también un pedazo de tela a juego que cubría su hermoso cabello por completo.

¿Cuándo la vio mi padre por primera vez? Es posible que la viera por primera vez una de esas mañanas de Dominica claras y a la vez brumosas (eso existe), yendo hacia él por el estrecho camino (la carretera) que discurre serpenteante alrededor del perímetro de la isla (una gran masa de tierra elevándose sobre el aún más grande mar), con un bulto en la cabeza, y sin duda a él le había parecido hermosa, no por los rasgos del rostro ni por la gracia de su figura (no lo sé, no puedo más que imaginármelo), ni tampoco porque notara que era inteligente por la expresión de su rostro; no, su belleza debió de residir para mi padre en su tristeza, su debilidad, su aura de estar perdida desde hacía mucho tiempo, las huellas de arrugas ancestrales, su abatimiento, la falsa humildad que era en realidad la manifestación de la derrota. Por aquel entonces, él ya no era simplemente un vulgar, vil y tosco sicario; para entonces ya llevaba un uniforme, y puede que incluso llevara algún galón o algún tipo de distintivo que demostraba que había sido convenientemente cruel y despiadado con personas que no lo merecían. Para entonces había estado yendo de isla en isla y había engendrado hijos de mujeres cuyos nombres no recordaba, los nombres de los niños ni siquiera los sabía. Al verla debe de haber sentido la necesidad de afincarse en algún lugar. ¡Mi pobre madre! Con todo, si dijera que me entristece no haberla conocido no estaría diciendo la verdad en absoluto; lo que me entristece es saber que tuvo que existir una vida como la suya. Todos los días de su vida debe de haberse planteado si merecía la pena seguir viva o valía más morir. En cuanto a él, tomarse la molestia de cortejar a esa mujer no debe de habérsele pasado siquiera por la imaginación. Se casaron en una iglesia de Roseau, y al cabo de un año ella estaba ya enterrada en su cementerio. La gente dice que él sufrió esa pérdida, la pérdida de la única mujer con la que se había casado; la gente dice que se sintió destrozado de dolor; la gente dice que después de eso no volvió a disfrutar de la vida; la gente dice que le invadió una gran tristeza, y que eso le llevó a sentir una profunda devoción por Dios y a convertirse en diácono de su iglesia. Eso dice la gente, la gente dice esas cosas, pero esa misma gente no puede decir que a causa de su propio sufrimiento se identificara con el sufrimiento de los demás o sintiera compasión por ellos; la gente no puede decir que su pérdida le convirtiera en una persona generosa, de buen corazón, que no estuviera siempre dispuesto a aprovecharse de los demás, que se hiciera cada vez más bondadoso, que su bondad llegara a eclipsar por completo sus errores y defectos; la gente no puede decir nada de eso porque no sería cierto.

Y esa mujer cuyo rostro no he visto jamás, ni siquiera en sueños…, ¿qué pensaba ella, qué pensamientos le pasaron por la cabeza cuando vio por vez primera a aquel hombre? Es posible que él le pareciera otra fuerza irresistible, la última de su vida; es posible que le amara apasionadamente.

Entristece pensar que, a menos que seas una especie de dios, la vida constituye un misterio desde su mismo principio. Te conciben; naces: esas cosas son ciertas, cómo podrían no serlo, pero tú no lo sabes; no te queda más que creer en ellas, pues no existe ninguna otra explicación. Eres una niña y te encuentras con un mundo grande y redondo en el que debes encontrar tu lugar. Cómo conseguirlo es otro misterio, nadie te lo puede explicar exactamente. Te conviertes en mujer, en una persona adulta. Contra toda evidencia, en contra de toda sensatez, crees en la constancia de las cosas, tienes fe en su cotidianeidad. Un día abres la puerta de tu casa, sales al patio, pero el suelo ya no está allí, y caes por un agujero sin fondo que no tiene paredes ni color. El misterio del agujero en el suelo deja paso al misterio de tu caída; justo cuando te has acostumbrado a la idea de caer y caer eternamente, te detienes; y el hecho de que te detengas constituye otro misterio, uno más, puesto que no sabes por qué te has detenido, para explicarlo no hay respuesta, como no hay respuesta para explicar por qué empezaste a caer en primer lugar. Quién eres constituye un misterio para el que nadie tiene la respuesta, ni siquiera tú. ¡Y por qué no, por qué no!