El presente siempre es perfecto. No importa lo feliz que haya sido en el pasado, ya no siento anhelo por él. El presente es siempre el momento por el que vivo. Nunca anhelo el futuro, puede llegar y puede no llegar; un día no llegará. Pero no lo vislumbro ante mí, nunca me encuentro en un estado de anticipación. El futuro no es ni siquiera como el negro espacio sobre el cielo, con una chispa de luz intermitente; se parece más a un espacio sin techo, ni suelo, ni paredes, es el presente el que le da esa forma, es el presente el que cerca el espacio. El pasado es un espacio lleno de bagaje y de desechos, y a veces de cosas que son útiles, pero, si realmente son útiles, las he conservado.

Me casé con un hombre al que no amaba, pero nunca me habría casado con un hombre al que amara lo más mínimo. Me casé con el amigo de mi padre, un hombre llamado Philip Bailey, un hombre con formación para curar a los enfermos, algo en lo que podía tener éxito de vez en cuando; pero incluso entonces, solo temporalmente, pues todo el mundo, en todas partes, sucumbe finalmente a la abrumadora quietud que es la muerte. Me amó, y después de eso me deseó, y después de eso murió. Murió siendo un hombre solitario, lejos del lugar en el que había nacido, lejos de todo lo que había sido importante para él cuando era niño, apartado de una mujer que quizá le había amado, su primera esposa. Ella ya había muerto cuando él se casó conmigo. Sus amigos le abandonaron, pues se dieron cuenta de que sus sentimientos hacia mí eran auténticos, y él me amaba. Después de casarnos, nos mudamos muy lejos entre las montañas, a la tierra en la que mi madre y el pueblo al que pertenecía habían nacido.

Para cuando me casé, mi útero se había secado, estaba marchito como un vegetal caduco dejado a la intemperie demasiado tiempo. El resto de mi cuerpo también se estaba secando; la piel no se me arrugaba tanto como parecía evaporarse la humedad de la misma. Nunca había dejado de observarme a mí misma, y por aquel entonces me daba cuenta de que lo que había perdido en atractivo físico o en belleza lo había ganado en personalidad. La llevaba escrita en todo mi cuerpo; no dejaba de despertar la curiosidad de cualquiera que fuera capaz de sentirla. Se había hablado mucho de mí, había sido juzgada y condenada. Había sido amada y había sido odiada. Ahora estaba por encima de todo eso, todo yacía a mis pies. De mí se decía que había envenenado a la primera esposa de mi marido, pero no lo había hecho; me había limitado a observar cómo ella misma se envenenaba a diario sin intentar detenerla. Había descubierto —yo le había dado a conocer aquel descubrimiento— que con las grandes flores blancas de la más bella de las plantas, si se dejaban secar y se hacía una infusión, podía obtenerse un brebaje que creaba una intensa sensación de bienestar e inducía placenteras alucinaciones. Yo había conocido aquella planta durante uno de mis numerosos vagabundeos, cuando desaparecía para liberar mi útero de cargas que no quería que llevara, cargas que yo no quería llevar, cargas que eran una consecuencia del placer, no una consecuencia de la verdad; pero a mí esa planta no me servía para nada más, porque yo no necesitaba experimentar ninguna sensación de bienestar, yo no necesitaba tener alucinaciones placenteras. Finalmente su necesidad de tomar aquel brebaje se hizo más y más apremiante y, antes de causarle la muerte, aquel brebaje hizo que se le pusiera la piel negra. Había vivido entre personas cuya piel era de ese color durante la mayor parte de su vida, y justamente por esa razón y solo por esa razón las había despreciado; no sabía nada de ellas, excepto que la cubierta protectora de su caparazón, su piel, era de color negro, y que no le gustaba, pero ese era el color del que se había puesto ella antes de morir, negro, y quizá le gustara o quizá no, pero en cualquier caso, murió de todas formas. A menudo me sentía conmovida por su sufrimiento, pues realmente sufrió, pero luego, otra vez, era frecuente que no me afectara. Antes de hundirse en su última ensoñación, suplicaba sin cesar, y todas sus súplicas estaban basadas en la identidad de la persona que creía ser, y la identidad de la persona que creía ser estaba basada en su país de origen, que era Inglaterra. En ella estaba perdida desde siempre la conciencia de las complicaciones de ser quien creía ser esencialmente; no era muy distinta de mi hermana Elizabeth. La esposa de mi marido, aquel frágil ser humano, encontraba sentido a ser quien era en el poder de su país de origen, un país que en los tiempos en que ella había nacido tenía la capacidad y los medios para reglamentar la existencia cotidiana de una cuarta parte de la población mundial, y en su estrechez mental, creía que esa situación era no solo debida al destino sino también eterna, sin la menor conciencia de las limitaciones que ella misma tenía ni la menor compasión por su propia fragilidad. Pensaba en sí misma como en alguien con valores y educación y con una sólida certeza acerca del mundo, como si no pudiera haber nada nuevo, como si las cosas hubieran llegado a un punto muerto, como si con la llegada de ella y de su pueblo la vida hubiera alcanzado un grado tal de perfección que todo lo demás, cualquier cosa que fuera distinta de ella, debiera únicamente yacer y morir. Era ella quien yacería y moriría; todo lo demás continuó, y eso, también eso, finalmente yacería y moriría, pero algo más incalificable que la vanidad, algo que estaba más allá del miedo, quizá fuera ignorancia, le hizo creer que el mundo tal y como ella lo conocía era perfecto. Pero murió y se transformó en polvo, o tierra, o en el viento, o el mar, o lo que quiera que sea en que nos transformamos todos al morir.

También mi padre murió, no mucho después de que me casara con su amigo. ¿Qué les convirtió en amigos? Mi padre admiraba el jardín de Philip, en el que este cultivaba frutos de las distintas regiones tropicales del mundo, con la particularidad de que hacía que fueran de un tamaño anormal; a veces hacía que fueran más grandes de lo normal, a veces los convertía en meras miniaturas. Philip pertenecía a ese tipo de personas inquietas incapaces de vivir en soledad, incapaces de observar demasiado tiempo seguido cualquier cosa sin sentirse intranquilas por su existencia misma; el silencio es algo ajeno a ellas. Mi padre, también él, tenía una mente inquieta, pero el destino, el acto de la conquista, le había hecho permanecer inmóvil. Todo lo que podía hacer era mirar a ese hombre, Philip, y observarle cultivar un mango del tamaño de la cabeza de una persona adulta, aunque luego el fruto no tenía sabor, era solo bonito, digno de ver; luego dedicó mucho tiempo a procurar que ese manjar resultara sabroso y estimulante para las papilas gustativas. Nunca supe si Philip lo consiguió; jamás comí nada de lo que él cultivaba.

Mi padre necesitó mucho tiempo para morir. Padeció terribles dolores, y su sufrimiento casi me hizo creer en la justicia, pero solo casi, pues hay muchas iniquidades que nada puede remediar jamás, el pasado del mundo tal y como yo lo conozco es irreversible. No le importaba morir, decía. Hablaba muy conmovedoramente del mundo de la agonía y del mundo de la muerte, y hablaba muy conmovedoramente de la vida que había llevado. Yo no reconocía la vida que había llevado cuando él hablaba de ella; tampoco me sentía conmovida. A él, naturalmente, su vida le parecía espléndida; de no haber sido así, se habría perdonado a sí mismo con una demostración de arrepentimiento, con un gran despliegue de buenas palabras. Todas las personas a las que había despojado de sus bienes materiales estaban muertas o casi; todas las personas que le habían despojado a él de sus bienes materiales, que habían frustrado cualquier intento que él hubiera podido hacer por ser un ser humano, estaban muertas o finalmente lo estarían. Con todo, mientras agonizaba, tenía presente la enorme cantidad de tierra que había adquirido, cada parcela de rica tierra volcánica sembrada con algún valioso cultivo: café, vainilla, pomelos, limas, limones, bananas. Era dueño de numerosas casas en Roseau, y a final de cada mes, un hombre medio muerto —pues hacia el final de su vida mi padre tenía sus propios sicarios y subordinados que trabajaban para él— le llevaba la recaudación de los alquileres que pagaban inquilinos que en ocasiones no tenían mucho que comer. Murió siendo un hombre rico, y no creía que eso fuera a impedirle atravesar el umbral de aquel lugar que él llamaba paraíso.

Cuando murió le eché de menos, y antes de que muriera ya sabía que iba a ser así. Deseaba no echarle de menos, pero a pesar de todo así era. No había conocido a mi madre y, sin embargo, el amor que sentía por ella la siguió a la eternidad. Mi madre había muerto cuando yo nací, incapaz de protegerse a sí misma en un mundo más cruel de lo que se pueda imaginar, imposibilitada de protegerme a mí. Mi padre podía protegerme, pero no lo hizo. Pienso que en lugar de eso me puso en las fauces de la muerte a muy temprana edad. Cuando me pregunto cómo conseguí escapar, no consigo imaginar una respuesta. No amaba a mi padre, llegué a amar el hecho de no amar a mi padre, y eché de menos su presencia, lo irritante que resultaba aquel amor desprovisto de amor. Murió. Vi cómo la luz desaparecía de sus ojos, vi cómo el aliento abandonaba su cuerpo, sentí cómo su piel pasaba del calor al frío. Durante mucho tiempo, horas después de su muerte, conservó el aspecto que había tenido cuando aún estaba vivo, allí, inmóvil, y luego adquirió el aspecto de otra cosa, de otra cosa cualquiera, de todas las cosas que están muertas. Estaba aquietado; su cuerpo estaba quieto, su mente estaba quieta. Fue en aquel momento cuando supe que la muerte era algo real; la muerte de mi madre comparada con aquello no era una muerte en absoluto.

Elegí personalmente las ropas con las que mi padre fue enterrado; eran las ropas que llevaba el día de la boda de mi hermana, un traje blanco de lino irlandés. Se me permitió hacer eso, elegir sus ropas, porque hacía tiempo que su esposa había perdido todo interés por él. Mi hermana me cedió ese honor porque mi matrimonio me había situado en una posición superior: Philip pertenecía a la clase de los conquistadores. Mi hermana sentía una especie de temor reverencial ante mi propia conquista —así es como lo veía ella—, y me despreciaba todavía más por ello. Nunca se le ocurrió pensar que Philip estaba totalmente vacío de auténtica vida y de energía, gastado, demasiado cansado incluso para proporcionarse placer a sí mismo, que yo no le quería; nunca se le ocurrió pensar que mi matrimonio significaba una especie de tragedia, una especie de derrota, nada, sin embargo, capaz de hacer que el mundo dejara de girar un solo instante… Nada de todo eso se le pasó por la cabeza.

Mi padre conservó su aspecto habitual durante muchas horas después de su muerte; sus rasgos eran los mismos que yo le había conocido en vida: tenía una imperceptible sonrisa en el rostro, los labios estaban ligeramente entreabiertos, sus ojos cerrados casi se perdían en las bolsas de piel de las mejillas, sus grandes orejas sobresalían separadas de la cabeza, de una manera extraña si no te gustaba su aspecto, bonitas si eran de tu agrado. Yo adoraba las orejas de mi padre. Su piel entonces, justo después de su muerte, tenía el color de algo útil: utensilios de cocina, copra, la tierra, el color del día a primera hora de la mañana, cuando ha dejado de estar oscuro pero todavía no hay luz. Horas después de que el último aliento abandonara su cuerpo, tuvo el aspecto que tienen todos los muertos: anónimo, sin carácter, sin individualidad. Si no le habías conocido, no eras capaz de decir si su vida se había distinguido por actos buenos o malos, por ningún tipo en absoluto de actos. Tenía el aspecto de los muertos, no podía decir su nombre, no podía justificar su propia conducta, no podía defenderse; pertenecía a aquel mundo, el mundo de los muertos, un mundo más allá del silencio; nada. Cuando bajé la vista para mirarle, sentí una gran tristeza. Sentí mucha pena, pues estaba muerto; nunca volvería a andar, nunca volvería a hablar. Todas las cosas que le habían gustado, los frutos de sus malas acciones, habían dejado de importarle; sus acciones eran como una ola al romper rizándose, que solo es importante para las personas que están en la costa y no pueden evitar mojarse los pies. Y, por otra parte, cuando bajé la vista para mirarle y le vi muerto, me sentí superior, me sentí superior por el hecho de estar viva mientras que él estaba muerto y, a pesar de que sabía y creía que la muerte era también mi destino, me sentí superior a él, como si sufrir una humillación como aquella que suponía la muerte no fuera a sucederme nunca a mí. Yo era una niña entonces, pero se es niño mientras las personas que te han traído a este mundo no estén muertas; sigues siendo niño mientras no comprendas y creas que las personas que te han traído a este mundo están muertas.

Mi padre fue enterrado. No sé si le habría divertido la absoluta indiferencia con que acogió su ausencia el mundo que dejaba atrás.

Yo llevaba toda mi vida viviendo en el fin del mundo; así había sido en el momento de nacer, pues mi madre había muerto cuando nací yo. Pero ahora, con mi padre muerto, estaba viviendo en la antesala de la eternidad, era como si ese aspecto de mi vida hubiera despertado de repente de su estado habitual, como si su viejo significado hubiera adquirido mayor relieve. Las dos personas de las que yo procedía ya no existían. No había permitido que nadie viniera de mí. Una nueva sensación de soledad me invadió entonces; me sentía cada vez más agitada y acalorada, luego un intenso frío me aquietó. Me fui acostumbrando a aquella soledad, y un día admití que en ella estaban las cosas que había perdido y las cosas que podría haber tenido pero había rechazado. Llegué a querer a mi padre, mas no antes de que estuviera muerto, en aquel momento en que seguía teniendo su apariencia de siempre, pero ya no podía continuar causando daño, cuando no era más que un ser inmóvil, muerto. Era como un recuerdo, no una fotografía, simplemente un recuerdo. Y, sin embargo, no se puede confiar en un recuerdo, pues gran parte de la experiencia del pasado está determinada por la experiencia del presente.

Para mi boda llevé un vestido de tisú de seda rosa. Alrededor del cuello llevaba un collar de perlas naturales que me había dado mi padre, un collar que ni mi hermana ni su madre querían que tuviera yo. Dijeron que se había perdido, pero el día de mi matrimonio me lo hicieron llegar. Mi esposo y yo no formábamos una pareja alegre; estábamos ambos muy serios repitiendo los votos de lealtad hasta que la muerte nos separase. Y el momento de nuestra unión en la tierra, resultaba tan palpable, tan seguro, que casi podíamos tocarlo con las manos.

Mi hermana murió. Su esposo murió. Su madre murió. Todas las personas a las que había conocido íntimamente durante toda mi vida murieron. Hubiera debido echar de menos su presencia, pero no fue así.

Nunca he sido una sentimental. Mi vida empezó con un amplio panorama de posibilidades: mi nacimiento mismo fue muy parecido a otros nacimientos; era nueva, las páginas de mi vida no habían sido escritas todavía, estaban impolutas, tan limpias, tan suaves, tan nuevas. Si hubiera podido verme a mí misma entonces, quizá habría imaginado que mi futuro llenaría volúmenes enteros. ¿Por qué el mundo de la aventura tiene que permanecer siempre cerrado para mí, el descubrimiento de montañas, vastos mares, kilómetros y kilómetros de llanuras vacías, los cielos, los paraísos, incluso la cruel sumisión de otras personas? ¿Por qué a las grandes transgresiones les sigue una profunda expiación, una expiación de tal magnitud que tiene la capacidad de hacer que mis propias transgresiones me revuelvan el estómago, aunque no dejen de ser parecidas a las ingenuas y simples travesuras de un niño? Ese fue también el caso de un hombre que comerciaba con seres humanos y que escribió un himno, un himno que alcanzó tal fama que los descendientes de los seres humanos con los que había comerciado lo cantaban los domingos en la iglesia con un fervor y una sinceridad de las que él, el autor del himno y a la vez el transgresor, no era capaz. Los abismos del mal, sus resultados, estaban más que claros para mí: sus satisfacciones, sus recompensas, las sensaciones gloriosas, los elogios, el sentimiento de exaltación y superioridad que el mal obtiene cuando tiene éxito, el sentimiento de ser invencible… He tenido ocasión de observar todo eso muy de cerca, de primera mano. Todos los caminos llevan a un final, y todos los finales son el mismo, desvanecerse en la nada. Incluso un eco acabará siendo silenciado.

Yo pertenezco a los vencidos, pertenezco a los derrotados. El pasado es un punto fijo, el futuro está abierto; para mí el futuro debe conservar la capacidad de arrojar una luz tal sobre el pasado que en mi derrota se oculte la semilla de mi gran victoria, que mi derrota esconda el principio de mi gran venganza. Me siento impulsada por el bien, para mí el bien es serme útil y tratarme bien a mí misma. No soy ningún pueblo, no soy ninguna nación. Solo deseo, de vez en cuando, hacer que mis acciones sean las acciones de un pueblo, hacer que mis acciones sean las acciones de una nación.

Me casé con un hombre al que no amaba. No lo hice por capricho, no lo hice por interés, pero ese matrimonio tuvo sus ventajas. Me permitió hacer de mi vida una novela romántica, me permitió pensar en todos mis actos y en mí misma con cariño en la profunda oscuridad de la noche, en ciertas ocasiones en que lo necesitaba. El romanticismo es el refugio de los derrotados; los derrotados necesitan baladas que les alivien, necesitan una dulce melodía que les alivie, pues todo su ser es una herida, necesitan una cama blanda para dormir, pues la vigilia es una pesadilla para ellos, la ensoñación del sueño es su realidad. Me casé con un hombre al que no amaba, pero esa palabra, amor, ese concepto, amor…, ¿qué significado podría tener para mí, qué significado debería tener para mí? No lo sabía y, sin embargo, le habría salvado, le habría salvado de la muerte, le habría salvado de una muerte que no había autorizado yo misma, le habría salvado si hubiera necesitado alguna vez la salvación, siempre que no hubiera sido a costa de mí misma. ¿Era eso, pues, una forma de amor, un amor incompleto, o no era amor en absoluto? No lo sabía. Creo que mi vida entera carecía de tal cosa, de amor, de esa clase de amor por el que mueres o esa clase de amor que te hace vivir eternamente, y, si no era realmente así, ninguna otra cosa solo parecida podía convencerme de que fuera amor.

Y ese hombre con el que me casé era del bando de los vencedores, y una parte importante de él se correspondía con esa condición, la condición del conquistador, que solo leyendo un libro de historia es capaz de recordar un tiempo en el que podría haber sido otra cosa, alguien como yo, uno de los vencidos, de los derrotados. Observaba el cielo nocturno, pero este le estaba vedado; lo mismo sucedía con el cielo del mediodía, vedado; los mares le estaban vedados, la tierra sobre la que caminaba le estaba vedada. No tenía un futuro, contaba solo con el pasado, así vivía; no era un pasado del que él personalmente fuera responsable, era un pasado que había heredado. No ponía reparos a su herencia; era una buena herencia, con la salvedad de que no daba la felicidad; y habría replicado lo correcto ante tal afirmación: ¿Qué puede dar la felicidad? En el momento en que el conquistador se hace esa pregunta, su derrota es segura. Conocí a mi esposo cuando estaba en ese momento de su vida, el momento en que la derrota, la suya, la del pueblo al que pertenecía, era segura. Podría decir que me amaba si necesitara oír que era amada, pero nunca lo diré. Llegó a vivir para oír el sonido de mis pasos, así que con frecuencia caminaba sin hacer el menor ruido; adoraba el sonido de mi voz, así que durante días no pronunciaba una sola palabra; cuando le permití tocarme, ya hacía mucho tiempo que había dejado de ser sensible a las caricias de nadie.

Tanto él como yo vivíamos inmersos en ese hechizo, el hechizo de la historia. Yo me vestía de negro, el color de las plañideras. A él le vestía con los colores de los recién nacidos, los inocentes, los débiles, la juventud: blanco, azul celeste, amarillo pálido, y cualquier cosa que estuviera descolorida; no eran los colores de ninguna bandera. Todas las mañanas teníamos frente a nosotros por un lado las montañas perpetuamente cubiertas de verde, por el otro, la gran media luna de la costa con sus aguas grises. El cielo, la luna y las estrellas y el sol en aquel mismo cielo… Ninguna de esas cosas estaba bajo el hechizo de la historia, ni de la de él, ni de la mía, ni de la de nadie. Ah, formar parte de algo así, formar parte de cualquier cosa que esté fuera de la historia, formar parte de algo que pueda rechazar el movimiento de la mano del hombre, el latido del corazón humano, la mirada del ojo humano, hasta el mismo deseo humano. Y él todos los días recorría el perímetro de la tierra en que vivía; siempre le resultaría extraña, aquella tierra en la que había pasado la mayor parte de su vida. Daba traspiés, no conocía bien sus contornos, nunca llegaría a familiarizarse con esa tierra; no había nacido en ella, solo moriría en ella, pidiendo que le enterraran mirando hacia el este, en la dirección de la tierra en la que había nacido. Daba traspiés mientras recorría aquel perímetro hasta llegar a un lugar donde la tierra se había partido en dos, un precipicio, un abismo, pero incluso eso estaba cerrado para él, el abismo estaba cerrado para él. La visión de él mirando fijamente el fondo de una sima abierta en la tierra no me conmovía, no me daba lástima; ninguno de los gestos que él hacía entonces, pasarse las manos por su escaso cabello, frotarse el mentón, pasarse los brazos alrededor de los hombros o del torso, nada de eso me enternecía lo bastante como para tomar en consideración todo su ser, de tal manera que su sufrimiento me pareciera real. Era perfectamente capaz de hacerlo, de hacer que su sufrimiento fuera algo real para mí, pero no estaba dispuesta a permitírmelo.

Hablaba conmigo, yo hablaba con él; él me hablaba en inglés, yo le hablaba en criollo. Nos entendíamos mucho mejor de esa manera, hablándonos en la lengua en la que cada uno de los dos pensaba. Cuando hablaba conmigo, lo hacía en voz baja, como si también él quisiera oír lo que me estaba diciendo. Su voz estaba llena de ternura, a veces tenía el mismo sonido que tiene un arroyo cuando te topas con él inesperadamente en un lugar que nunca olvidarás. Cuando yo era joven, cuando me conoció, cuando todavía no sabía que mi presencia en su vida sería permanente, le gustaba el brillo de mis dientes bajo cualquier luz intensa, hacía todo lo posible para conseguir que tuviera la boca abierta; me hacía suspirar, me hacía hablar, pero no podía hacerme reír, nunca abriría la boca para reírme para él. Verle comer era siempre un espectáculo repugnante para mí, pero había aprendido a dejar de sorprenderme por eso hacía mucho tiempo, cuando me di cuenta de que muchas de las cosas que me recordaban que él también era humano y frágil me provocaban una indignación que no podía dominar; porque si él era humano, ¿no serían también humanos todos aquellos de los que descendía, y en qué lugar nos dejaba eso a mí y a todos aquellos de los que yo descendía?

No era un hombre sofisticado, no tenía ningún talento. Sabía muchas cosas, pero no por su propia experiencia; sabía cosas destiladas y condensadas a partir de la experiencia de muchas personas, a ninguna de las cuales conocía, pero no podía condenarle por eso; ¿acaso no es habitual creer en ideas —e incluso dar la vida por esas ideas— cuyo origen se debe a personas que nunca podrías conocer y nunca conocerás? Era un heredero y, como le sucedía a toda la gente como él, el origen de su herencia suponía una carga. No era un hombre ignorante, tenía sentido de la justicia, sentido de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Era incluso un hombre de cierta valentía; era capaz de condenarse a sí mismo. Pero condenarte a ti mismo equivale a perdonarte, y perdonarte tus propios pecados contra otras personas no es un derecho que nadie pueda reclamar.

Antes de casarnos y hasta poco tiempo después de casarnos, vivíamos en la capital de Dominica, Roseau. En sitios como Roseau hay guerras, se libran batallas, pero no hay victorias, solo treguas, solo un hasta la próxima vez. Nos marchamos de Roseau con un estado de ánimo, una tranquilidad casi divina, pues fue un acto que estaba por encima de la reflexión y de lo impulsivo. Nos mudamos a un lugar que estaba a mucha altura en las montañas, aunque no en la cima de la montaña más alta. Estábamos hastiados; estábamos hastiados de ser nosotros, hastiados de nuestros propios legados. Él me veneraba, me amaba; el hecho de que no se lo pidiera no hacía más que acentuar sus sentimientos hacia mí. Pensaba que yo le hacía olvidar el pasado; él no tenía futuro, quería vivir solo el presente, cada día era solo aquel día, cada momento aquel momento nada más. Pero ¿quién puede olvidar realmente el pasado? No puede hacerlo el vencedor, y tampoco el vencido, pues, aun cuando estén prohibidas las palabras, la memoria tiene otras maneras de traicionarnos: el desencuentro de las miradas, el movimiento de la mano que significa exactamente lo contrario de un saludo amistoso de bienvenida o un adiós amistoso. O sentarse en una habitación a solas, creyéndose a solas, permitiendo que el espíritu busque un lugar en el que descansar sin encontrarlo (pues tal lugar no existe, solo en la muerte, únicamente hay un sueño sin sueños)…, esas manifestaciones de la verdad reflejadas en el rostro, o en la disposición misma del cuerpo.

¿Quién puede olvidar? Ese hombre con el que viví durante muchos años, y sin cuya presencia viviría después aún mucho tiempo, reunía en torno a él diversas cosas. A lo largo de su vida, por tradición, había llegado a convencerse de cierta verdad, y esa verdad estaba basada en la degradación, de forma que solo aquello que sobrevivía merecía ser considerado como algo digno de respeto. Él y los que eran como él habían sobrevivido hasta entonces. Observaba la tierra en la que vivía, tomaba decisiones, sus decisiones se limitaban a lo que le gustaba, a su idea de lo que podía ser bello, y luego a lo que ya era bello. Limpiaba la tierra; nada de lo que crecía en ella le interesaba lo más mínimo. La inflorescencia de todo aquello, decía, no era significativa; y pronunciaba la palabra «inflorescencia» con tal autoridad que se hubiera dicho que era él mismo quien había creado inflorescencias, lo que me hacía reír tan a gusto que por un momento perdía conciencia de mi propia existencia. Encolaba láminas de cristal para fabricar cajas en las que metía un lagarto, un cangrejo cuyo hábitat natural era la tierra…, no el mar, tampoco ambas cosas, solo la tierra; metía en una caja de cristal una tortuga cuyo hábitat natural era la tierra, no el mar, tampoco ambas cosas, solo la tierra; metía en una caja de cristal una pequeña rana tras otra; todas morían, congeladas en esa actitud de total inmovilidad que adoptan de forma natural las ranas para despistar a sus enemigos. Elaboraba largos listados bajo el encabezamiento «Género», elaboraba largos listados bajo el encabezamiento «Especies». Yo, de vez en cuando, liberaba al espécimen que tuviera entonces en cautividad y lo reemplazaba por otro de su misma especie, su congénere: un lagarto era reemplazado por otro lagarto, un cangrejo reemplazado por otro cangrejo, una rana por otra rana. No sabría decir si él lo notó nunca. En su fuero interno estaba completamente seguro de que todos sus conocimientos eran correctos, no de que fueran verdad, pero sí correctos. La verdad habría sido su perdición, la verdad está siempre llena de incertidumbre.

Cuando fui definitivamente huérfana, mi padre por fin había muerto, y había muerto sin conocerme, sin haberme hablado nunca utilizando un lenguaje en que pudiera tener confianza, un lenguaje con el que pudiera creer en las cosas que decía… Cuando fui definitivamente huérfana, pues, la verdadera dimensión de todo lo sola que había estado en el mundo, la conciencia de que iba a estarlo aún más, fue como una bocanada de sosiego. Durante toda mi vida hasta el momento, a lo largo de setenta años de vida, siempre me había infundido pavor pensar en el momento en que me quedaría sola; las dos personas de las que descendía, las dos personas que me habían concebido, muertas; pero entonces me invadió por fin un gran sosiego, una paz que no era silencio ni aceptación, simplemente una indescriptible sensación de sosiego, la sensación de que algo había quedado resuelto. Estaba sola y no tenía miedo, lo acepté de la misma manera que aceptaba todo lo que era verdad acerca de mí: mis dos manos, mis dos ojos, mis dos pies, mis dos orejas, mis cinco sentidos, todo lo que se podía saber de mí, todo lo que no sabía. La evidencia de que estaba sola se había convertido en una de esas verdades. Este hecho no llevaba vinculado ningún codicilo, metafóricamente hablando, ningún asterisco formaba parte de esa afirmación. No había ningún aparte. Estaba sola en el mundo.

El hombre con el que me había casado, mi esposo, también estaba solo, pero él no lo aceptaba, le faltaba fuerza para hacerlo. Se aferraba al fragor del mundo en el que había nacido, a sus conquistas, su éxito en el desbaratamiento de los mundos de otros pueblos, pueblos cuya realidad ni él ni aquellos de los que descendía eran capaces de comprender, así que, en lugar de inclinarse frente a la evidencia de su incomprensión, irguieron sus cabezas y cometieron asesinato. Ahora se mantenía ocupado con los muertos, ordenando, desordenando, reordenando los libros en la estantería, tomos de historia, geografía, ciencia, filosofía, ensayos: ninguno de ellos le proporcionaba sosiego. Ahora vivía en un mundo cuya lengua no sabía hablar. Yo le hacía de intérprete, traducía para él. No siempre le decía la verdad, no siempre se lo decía absolutamente todo. Bloqueé su posibilidad de entrar en el mundo en que vivía; finalmente bloqueé su posibilidad de entrar en todos los mundos que había llegado a conocer. Se convirtió en todos los hijos cuyo nacimiento yo no había permitido, algunos engendrados por él, algunos engendrados por otros hombres. Supervisé también su fin. Me ocupé de que tuviera un entierro bonito y emotivo, aun cuando ya no podía importarle. ¿Qué es lo que hace que el mundo gire? Él nunca necesitó una respuesta a esa pregunta.

¿Alguna vez tanta tristeza encerró en ella a dos personas? Sin embargo, no con la misma clase de tristeza, pues no procedía de la misma fuente, esa tristeza. La vida de él, la parte externa de ella, estaba llena de victorias, apenas había un solo deseo que no pudiera ser satisfecho, y poseía el poder de hacer que el mundo fuese como él lo quería. Y sin embargo —ah, sin embargo—, ¿cómo es posible estar tan perdido? Hay muchas formas de perderse. No dejan de ser todas formas distintas de estar perdido. Así, ¿hasta qué punto debería apiadarme de él? ¿Puede culpársele por creer que el éxito de las hazañas cometidas por sus antepasados le otorgaba el derecho de actuar con una prepotencia sin precedentes y de no sufrir las consecuencias? Él creía en una raza, creía en una nación, creía tan ciegamente en todo eso que se sentía capaz incluso de desmarcarse un tanto. Hacia el final de su vida, lo único que quería era morir acompañado de mí, a pesar de que yo no era de su raza, no pertenecía a su nación.

¿Quién era yo? Mi madre murió en el momento en que yo nací. En el momento en que naces todavía no eres nada. El hecho de que mi madre muriera en el momento de mi nacimiento se convirtió en uno de los motivos centrales de mi vida. No puedo recordar cuándo me enteré de ese hecho fundamental en mi vida; no puedo recordar el tiempo en que todavía no estaba enterada de ese hecho fundamental en mi vida; quizá fuera en el momento en que fui capaz de reconocer mi propia mano, pero una vez más no encuentro ningún momento que pueda recordar de cuando todavía no me conocía a mí misma por completo. Ahora mi cuerpo está inmóvil; cuando se mueve, se mueve hacia adentro, contrayéndose dentro de sí mismo, marchitándose como fruta muriendo en una parra, no pudriéndose como fruta que ha sido cogida del árbol y yace olvidada sin que nadie la coma en un plato sucio. Durante años y años, mi cuerpo se hinchaba ligeramente todos los meses, remedando la maternidad, anhelando concebir, llevando luto por la decisión que tanto mi corazón como mi mente habían tomado de no traer nunca un hijo al mundo. Rechazaba la idea de formar parte de una raza, rechazaba la idea de aceptar una nación. Lo único que deseaba, y deseo todavía, era observar a la gente que lo hace. No tengo coraje para soportar el crimen que supone aceptar esas identidades, algo que ahora sé mejor que nunca. ¿No soy nada, entonces? No lo creo así, pero, si no ser nada es una condena, entonces estaré encantada de ser condenada.

Ahora puedo oír el sonido de mucha vaciedad. Un movimiento de cabeza así o asá, hacia la derecha o hacia la izquierda; lo oigo, un sonido impetuoso pero tenue, esperando mientras va creciendo, amplificándose, esperando para envolverme. No me causa temor, solo una creciente curiosidad. Solo deseo saberlo para poder, un día, explicarme a mí misma la historia de mi existencia antes de que esta termine. No resulta divertido. Saberlo todo es imposible, pero solo eso me podría satisfacer. Invertir el pasado me haría totalmente feliz. Un acontecimiento así —pues sería eso, un acontecimiento— haría que mi mundo tocara de pies en el suelo; durante mucho tiempo, y también ahora, ha estado cabeza abajo. Una vez, en un momento de extrema imprudencia, le expliqué eso a mi marido… Imprudencia porque permitirle atisbar en mis pensamientos más profundos suponía darle una pista para comprenderme, aunque no fuera en gran medida. Una vez le dije que había nacido cabeza abajo, que el mundo estaba del revés en el momento en que abrí los ojos, y le puse la vista encima por primera vez, y él respondió, riendo, que todos veníamos al mundo de esa forma. Yo no era como todos, y me alegró comprobar que no lo había comprendido. Se rio cuando me dijo aquello, yo también me reí cuando me dijo aquello. Al reírse, su rostro se expandió lleno de satisfacción, se le ensanchó como si fuera a partirse en dos; pero, cuando vio mi propia satisfacción por su satisfacción, comprendió que se había equivocado; no podíamos sentirnos felices los dos al mismo tiempo. La vida, la historia, se llame como se llame, había hecho que eso fuera imposible. Él nunca estaba hosco ni meditabundo, en su vida no había desventura, no era consciente de sus propias decepciones. Su vida se fue ensombreciendo poco a poco, las puertas que tenía abiertas se le fueron cerrando. Viéndole en esa situación —de pie al borde de un acantilado que estaba orientado hacia el este, la misma dirección en que sería enterrado, allí de pie justo en el borde, en precario equilibrio y sin embargo con firmeza, como un pájaro, no un ave de rapiña, sino un humilde ser alado capaz de inspirar ternura y echar a volar la imaginación de los niños—, sentía deseos de empujarle hacia el fondo del abismo, y no con deliberada furia, sino con unas palmaditas como de reconocimiento, como si fuera un acto de amistad, como diciéndole: No has sido el gran amor de mi vida, y por eso te comprendo perfectamente, y ese sentimiento resulta inusual, único solo para mí. ¡Ahhh!

Este relato de mi vida ha sido el relato de la vida de mi madre en la misma medida en que lo ha sido de la mía, y aun así, una vez más, es el relato de la vida de los hijos que no tuve, así como es también su relato acerca de mí. En mí está la voz que nunca oí, el rostro que nunca vi, el ser del que vine. En mí están las voces que habrían debido salir de mí, los rostros que nunca permití que se formaran, los ojos que nunca permití que me vieran. Este relato es un relato de la persona a la que nunca se le permitió ser y un relato de la persona en la que nunca me permití a mí misma convertirme.

Los días son largos, los días son cortos. Las noches son un gran espacio en blanco; escuchan atentamente algo, pero me niego a familiarizarme con ello. Profeso cierta indiferencia por ese período de tiempo al que llaman día. Es una actitud vanidosa y arrogante, pero solo yo la conozco; he hecho que sea personal todo lo que es impersonal. Puesto que yo no importo, tampoco anhelo importar, pero de todos modos importo. Anhelo encontrar eso que tiene más grandeza que yo, eso a lo que me puedo someter. No está en un libro de historia, no se trata del trabajo de nadie cuyo nombre puedan pronunciar mis labios. La muerte es la única realidad, pues es la única certeza, inevitable para todas las cosas.