PRÓLOGO
Y ahora llegan los payasos.
Sólo de verles entrar en la pista a trompicones, las voces de los chiquillos se unen en un único grito de entusiasmo. El payaso del traje a cuadros amarillos y negros es muy alto y grueso. En cambio, el del traje a cuadros rojos y blancos es muy bajo y delgado. Los dos llevan la cara maquillada de forma grotesca, unos zapatazos enormes, y los pantalones bombachos les sobran por todas partes. En la cabeza lucen un pequeño sombrerito.
¡Ay, qué función de circo tan estupenda!
Los rostros de los niños, sentados bajo la gigantesca carpa con sus padres, reflejan felicidad. Con gran regocijo habían aplaudido antes a los ponies negros que danzaban. Los leones, con sus rugidos, ya les produjeron cierto temor, y las preciosas trapecistas de maillots plateados, que realizaban increíbles proezas en el aire, resultaban también sumamente excitantes.
Pero ahora..., ¡los payasos!
—¿Jugamos a Guillermo Tell? —propone el del traje amarillo y negro.
—¿Que juguemos a qué? —contesta el vestido de rojo y blanca.
Hablan en voz muy alta, y cada cual se vuelve hacia su parte de circo, para que el público les entienda bien.
—¡A Guillermo Tell, hombre! Era aquel que, con una flecha, atravesó la manzana que su hijo llevaba encima de la cabeza. ¡Y lo hizo a cien pasos de distancia!
—¡Sí, sí, qué bien! —exclama el compañero menudo—. ¿Desde una distancia de cien pasos, dices? ¿Y acertó? ¡Pues yo quiero ser el niño! ¡Deja que sea yo, por favor!
—¡Tú serás el niño, claro!
—¿Y cómo se llama?
—Walterli.
—Conque Walterli, ¿eh? ¡El pequeño Walterli!
El payaso menudo se lleva una mano a la boca y confía su opinión a los espectadores.
—¡Ese memo no dará nunca en el blanco!
Los niños ríen.
Delante de todo, en la primera fila, hay una madre con su hijo. Luce ella un conjunto de pantalón y chaqueta de color amarillo pálido, y el chico viste un blazer azul marino, pantalón de franela, camisa blanca y la corbata de uniforme del colegio. Tiene unos siete años y mira resplandeciente a su mamá.
—¿Dónde está la manzana? —pregunta el payaso delgaducho.
—¡Aquí!
El payaso gordo extrae del bolsillo de su pantalón una manzana especialmente grande y bonita y le quita el sombrero al flaco. Luego le coloca la manzana encima de la cabeza. La fruta rueda en seguida al suelo. El payaso gordo la recoge, la pone de nuevo en su sitio y le suelta un puñetazo. La manzana vuelve a caer. También se cae el payaso delgado.
Los chiquillos gritan de alegría. Los adultos ríen.
La joven dama del conjunto amarillo mira con cariño a su hijo y le acaricia los negros cabellos. Ella, asimismo morena, los lleva muy cortos. En su fina cara dominan los grandes ojos negros, de mirada muy despierta, aunque en el fondo, y aunque la mujer ría, se adivina una tristeza. En lo blanco del ojo tiene una curiosa mancha oscura, semejante a un grano de hollín e igualmente negro. A pesar de lo pequeño que es, confiere a su rostro un encanto especial. La tez de la mujer recuerda la de aquellas personas que pasan la mayor parte de su vida al aire libre.
—¡Mi Pierre! —murmura la mujer.
El niño no la oye, de tanto como hace reír a todo el mundo el payaso delgado, que ahora dice:
—¡Con una manzana no lo conseguirás nunca, papaíto! Necesitamos otra cosa.
Saca un plátano de su bolsillo y se adorna con él la cabeza.
Los chiquillos disfrutan cada vez más.
—¡Deja de hacer tonterías! —protesta el gordinflón—. Ya te demostraré cómo se aguanta una manzana. ¡Tira el plátano!
El payaso delgado obedece.
El gordo da un mordisco a la manzana y coloca ésta en la cabeza del otro. Ahora sí que se sostiene la manzana.
—¿Lo ves, Walterli? ¡Así de fácil es! Espera un momento, que voy en busca del arco y la flecha.
—¿Dónde tienes el arco y la flecha, papaíto?
—En aquella maleta.
El payaso gordo había entrado en la pista con una enorme maleta negra, dejada en el centro. Ahora se encamina hacia ella. Tan pronto le ha dado la espalda al pequeño, éste agarra la manzana y también le pega un bocado. Mastica, traga y se frota la barriga. El gordo se vuelve, receloso. Pero el flaco ha sido más rápido que él, la manzana descansa nuevamente sobre su calva cabeza pintada de blanco.
¡Cómo ríen los niños!
El hombre que sueña todo esto, yace en una ancha cama. Su rostro esboza una furtiva sonrisa. El hombre que sueña todo esto, respira de manera profunda y relajada.
La mujer del pelo corto y los ojos negros oye la carcajada de un hombre. Se vuelve. Dos filas más atrás está ese hombre. Tiene la cara arrugada y el cabello canoso, aunque difícilmente pasará de los cuarenta y cinco años. Reconoce a la joven señora y la saluda con una inclinación de cabeza. Ella contesta del mismo modo. Al lado del caballero se encuentran su esposa, elegante y delicada, y dos niñas aún pequeñas, hijas del matrimonio, como sabe la madre de Pierre.
Los chiquillos gritan, jadean y hasta se atragantan de risa. Cada vez que el payaso grandote da dos pasos en dirección a la maleta negra, el flaco da otro mordisco a la manzana. Y cada vez que el receloso payaso gordo se vuelve, el flaco ha colocado nuevamente sobre su cabeza lo que queda de la manzana. El gordo se arrodilla delante de la maleta. Pero no logra abrirla. Mientras tanto, el payaso delgaducho ha acabado de comerse la manzana.
Los niños lanzan exclamaciones de júbilo.
El payaso gordo grita:
—¡Walterli!
—¿Qué quieres, papaíto?
—¡Ven acá y ayúdame!
El flaco se alza un poco los pantalones, mostrando sus calcetines morados y unas ligas verdes, y avanza trastabillando hacia el otro, que le mira desconfiado.
—¿Dónde está la manzana?
El flaco se señala la barriga.
—¡Muy bien! ¡Como tú quieras! —dice el payaso gordo—. ¡Lo haremos sin la manzana!
—¡Estupendo! ¡Estupendo! Sin manzana. ¡Sin manzana!
—Échame una mano.
Los dos se ponen a sacudir las cerraduras de la maleta negra. Por fin se levanta la tapa. Y, de pronto, los payasos se vuelven de cara al público, cada uno con una pistola ametralladora en sus manos, y comienzan a disparar sobre aquel sector de las filas de espectadores donde se hallan la joven madre con su niño y el caballero canoso con su familia.
Se desata el pánico. Niños que lloran, hombres que vocean, mujeres que chillan... Las pistolas ametralladoras disparar sin cesar. Aquí cae herida una criatura, allá una mujer, más lejos se desploma otro chiquillo. Todo es sangre y más sangre. El hombre de los cabellos grises parece saltar de su asiento. Una bala le ha perforado la frente, de la que brota un chorro de sangre. También la mujer y las niñas se desploman ensangrentadas. Pero los payasos siguen disparando sobre ellos.
El público, horrorizado, trata de huir. Las escaleras que separan los distintos sectores son demasiado estrechas. Los hombres se pegan por salir, golpeando incluso a mujeres y niños. La gente da traspiés. Hay quien pasa por encima de los demás. Y de una fila a otra cae la sangre, mucha sangre...
Un empleado del circo, que viste de uniforme, se precipita pistola en mano hacia los terroristas. El payaso ñaco le ve acercarse. Tres tiros, y el hombre se desploma. Queda tendido boca abajo. A su alrededor, el suelo se tiñe de rojo.
Al comienzo del asesinato en masa, la mujer del conjunto amarillo pálido empujó a su hijo bajo el banco, refugiándose junto a él. Su actuación fue rápida y experta como la de un soldado. Desde su escondrijo, la madre ve cómo los dos payasos se retiran hacia atrás sin dejar de disparar, hasta que alcanzan la salida posterior. La gente que está allí, se aparta o se arroja al suelo. Los dos terroristas echan a correr.
«Sin duda les aguarda fuera un coche», piensa la mujer.
Todos los pasillos están obstruidos. Aquí y allá gritan los heridos. Otros espectadores se pegan de manera brutal y absurda, movidos por el miedo. Son muchos los muertos. Los altavoces transmiten continuamente una voz masculina. Pero nadie entiende lo que dice.
El hombre dormido se revuelve inquieto en la cama. Pequeñas gotas de sudor asoman a su frente. La respiración es fatigosa, y los cabellos grises están en desorden. En su sueño, el hombre ve un cuerpo en medio de un charco de sangre. Se ve a sí mismo... ¡muerto! Ve a su mujer y a sus hijas, ¡todas muertas, muertas...! Las niñas han quedado colgadas de un banco. El hombre dormido gime...
La mujer del conjunto amarillo pálido se levanta. Arrastra consigo al hijo, que la sigue tambaleante. La pista está llena de gente. Los gritos de los heridos son horribles. Sin soltar la mano del niño, la joven mujer se abre paso, enérgica. El pequeño titubea y se le doblan las rodillas. La madre continúa tirando de él. No vacila en valerse de los codos, y también recibe golpes.
—¡Oiga! ¿Es que se ha vuelto loca?
—¡Maldita seas...! ¡Espera, tía cerda!
La mujer alcanza la explanada donde se hallan las taquillas. Al lado hay tres cabinas telefónicas. Abre con fuerza la primera, sin soltar al niño. Se apoya jadeante en una de las paredes de vidrio y marca un número.
- Hamburger Allgemeine -suena una voz de chica.
—Soy Norma Desmond. Necesito hablar con el director... ¡Es urgente!
—Un momento, Frau Desmond.
Un «clic» en la línea.
Otra voz femenina.
—Dirección.
—Soy Norma Desmond. El doctor Hanske, por favor. ¡En seguida...!
—Ahora mismo la pongo con él.
Clic.
Una voz de hombre.
—¿Qué hay, Norma?
La mujer se esfuerza en hablar claro.
—¡Günter! Estoy en el Circo Mondo, en Heiligengeistfeld. Ha habido un acto de terrorismo... Dos payasos han disparado con pistolas ametralladoras sobre el público...
- ¿Qué?
—Sí. Sobre la parte donde estaba yo con Pierre...
Fuera suena el aullido de las sirenas. Dos, tres, cuatro... Imposible contarlas. Un coche de la Policía penetra con su palpitante luz azul en el recinto circense. Otro le sigue. La gente se aparta a saltos. Norma ve llegar varias ambulancias.
—La Policía ya está aquí... Hay médicos, personal sanitario...
Hombres de bata blanca y otros de uniforme gris pasan corriendo. El aullido de las sirenas continúa.
—¿Cuántos muertos? ¿Cuántos heridos? —suena la voz del director del diario a través del auricular.
—No lo sé. Tal vez cincuenta. O sesenta. Escucha, Günter: por lo visto, los payasos tenían una misión muy concreta que cumplir. Debían matar a un determinado hombre. Y también a su familia. Dispararon contra él. El está muerto... Igualmente la mujer y las hijas.
—¿Tienes idea de quién...?
- ¡Lo sé, Günter!
—¿De quién se trata?
—Del profesor Martin Gellhorn.
- ¿Del profesor Gellhorn?
Alguien abre la puerta de la cabina. Norma se vuelve.
Delante tiene a un hombre alto, de cara lívida. Lleva gafas sin montura, y su traje está muy arrugado. Jadea.
—¿Qué quiere usted? —grita Norma.
El hombre pálido retrocede.
—Perdón... No me había dado cuenta de que...
La puerta se cierra. El hombre ha desaparecido.
—¡Norma! ¡Norma! —suena la voz a través del auricular.
—Sí... Dime...
—¿Qué pasaba?
—Lo ignoro. Un hombre...
—¿Dices que una de las víctimas es el profesor Gellhorn?
—¡Si!
—¿El del Hospital Virchow?
—¡SÍ!
—¡Pero si es un científico!-Microbiólogo, sí.
—¡Microbiólogo! ¿Y por qué matan a un microbiólogo?
—¡Y yo qué sé!
—¿Estás segura de que es Gellhorn?
—¡Y tan segura! Como si no hubiera visto nunca fotos de él...
—Pero..., ¿por qué habían de asesinarle?
—¡No me lo preguntes, por Dios! ¡Envía fotógrafos, inmediatamente! Y reporteros... A Joe, a Franziska, a Herbert, a Jimmy. Yo espero aquí. Reserva suficiente espacio en el periódico. ¿Cuál es el notición del día?
—La conferencia de la Comunidad Europea en Bruselas. De nuevo no se entienden. Lo dejaremos. Toda la primera página será para ti. Y la tercera, y más, si hace falta.
- Okay. Volveré a llamarte.
La mujer cuelga el auricular. Entonces se da cuenta de que su hijo está en el suelo. A su alrededor se ha formado un charco de sangre, que alcanza sus propios pies. Norma se arrodilla.
—Pierre... ¡Pierre!
El niño no contesta. Está muerto. La madre descubre una mancha oscura en el lado izquierdo de su blazer. Tiene que ser el orificio de la bala. Le desabrocha la chaqueta. La sangre brota incontenible, le mancha las manos, la ropa, los zapatos. Norma jadea; le falta el aire. «Debió de ser uno de los primeros disparos... Antes, incluso, de que yo le metiera debajo del banco... Y yo, sin darme cuenta... ¡Le he arrastrado muerto hasta aquí...!»
Nuevos aullidos de sirenas. Llegan más ambulancias y coches de Policía.
Estamos en Hamburgo. Son las 17.54 del lunes 25 de agosto de 1986.