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El momento peor de todos fue el de su regreso a casa, después del entierro. «No lo soportaré —se dijo—. Nunca más estará aquí, cuando yo vuelva. Nunca más me esperará. Nunca más sonarán en esta casa sus risas. Nunca más, en ninguna parte... Pierre reía mucho. Igual que su padre. Que también había vivido aquí. Y también está muerto. ¡Nunca, nunca más sonarán sus voces, y nunca más volveré a verles...! En ninguna parte. Pero esta casa... Esta vivienda es para mí lo que para un animal representa su madriguera... Un lugar donde refugiarse, si está cansado o herido o muy triste o hambriento, y prácticamente agotado. O contento y alegre, porque la caza o la pesca han sido buenas, o porque ha ganado en la carrera a otros animales... Hace muchos años que me mandan de un lado a otro —siguió pensando—, pero siempre regresaba a esta casa, y me sentía feliz al oír la voz de Pierre o la de su padre... Igualmente dichosa era cuando llegaba después de una larga jornada de trabajo... ¡A mi hogar! Porque esto es mi hogar. No tengo otro. Y si uno de ellos dos dormía ya, me sentaba a su lado para escuchar su respiración; la del padre, la del hijo. Perdí al padre, y me he quedado sin el hijo. Nunca más veré ni oiré al padre, y nunca más estará aquí el niño, cuando yo venga a esta casa, que ni siquiera podrá ser para mí lo que la guarida es para un animal, porque ahora, aunque todo resulte familiar, se ha vuelto a la vez terriblemente extraño. Me lo han arrebatado todo. Nunca volverá a ser nada como un día fue. Nunca más. La expresión más espantosa del mundo. Peor aún que el recuerdo de Hitler.»

Norma Desmond fue de una habitación a otra, y se sentía vacía y consumida, deseando estar muerta ella también. Y en sus oscuros ojos había dolor, ira y, al mismo tiempo, una humildad casi sumisa, tribulación y soledad... La soledad de la muerte, y la de la vida.

«Una vez hablé con el padre de Pierre sobre el modo en que nos gustaría morir —pensó—. Fue en Beirut, en octubre de 1978. Lo recuerdo perfectamente. Nos habían enviado a Beirut. Él trabajaba para "Agencia France Press". Hacía casi tres años que nos conocíamos. Nos habíamos visto por vez primera en enero de 1976, cuando hubo tantos muertos en la así llamada Línea Verde, la línea de demarcación entre Beirut Este y Beirut Oeste. Los cristianos residían en la zona oriental. Los musulmanes, en la occidental. Y en enero de 1976, los musulmanes exigían la presentación de tarjetas de identidad en la Línea Verde, y muchos cristianos, a los que atraparon, fueron muertos a tiros o secuestrados. Yo me encontraba entonces en Beirut Oeste, pero necesitaba pasar a la otra zona, y en la Línea Verde me detuvieron, y ya se me llevaban para fusilarme en la ruina más cercana cuando apareció Pierre Grimaud y, a grandes gritos, dijo que yo era extranjera y periodista, y recuerdo que no cesaba de señalar mi camiseta y la suya. En Beirut hacía un calor infernal, terriblemente bochornoso, y todos los reporteros llevábamos camiseta y pantalón corto, y en la camiseta decía, en lengua árabe e inglesa: no disparar, prensa.

»Pierre y dos musulmanes discutían de manera furiosa, mientras otros musulmanes seguían matando a tiros a sus prisioneros. En enero de 1976 hubo una barbaridad de víctimas en la Línea Verde. Todo aquello fue criminal desde el principio. Pero nosotros tuvimos suerte. Un artefacto estalló a un centenar de metros de distancia, y todo el mundo se arrojó al suelo. Mientras llovían sobre nosotros los cascotes, Pierre Grimaud —yo, entonces, ni siquiera sabía cómo se llamaba— me agarró con fuerza y los dos echamos a correr, agachados y en zigzag. Los musulmanes disparaban contra nosotros, pero por fortuna cayó una segunda bomba, y fue tanto el polvo y el humo levantado, que logramos escapar, y a partir de ese día estuvimos casi siempre juntos. Colaborábamos; él me ayudaba a mí, y yo le ayudaba a él. En 1976, Pierre tenía treinta y nueve años, nueve más que yo. A los dos nos habían enviado ya a muchas guerras, y ambos podíamos hablar de suerte, pero también era cierto que, entretanto, habíamos aprendido un poco a sobrevivir. Conocíamos una serie de trucos, algunos de ellos muy buenos. No obstante, aquella noche de octubre de 1978 hablamos de la muerte. Lógicamente, entretanto habíamos estado separados en muchas ocasiones, porque éramos enviados a uno u otro extremo del globo, pero siempre volvíamos a reunimos en Beirut, donde la situación era cada vez más explosiva. Aquella noche nos encontrábamos en el "Hotel Commodore" del Beirut Occidental. También teníamos habitación en el Hotel Alexandre", del Beirut Oriental. Eran muchos los reporteros que tenían dos habitaciones, una en cada zona. Dependía de dónde había que trabajar y, según y cómo, uno no podía pasar al otro lado. Tanto el "Commodore" como el "Alexandre" se veían castigados de continuo por las bombas, pero siempre eran restaurados a medias. Aquella noche estábamos estrechamente abrazados, y nuestros cuerpos se movían como uno solo, como siempre que nos uníamos; de un modo como ni Pierre ni yo hubiésemos creído antes que pudiera ser. Ya llevábamos tres años de relación amorosa, y no existían el ayer ni el mañana: sólo el ahora. "Sólo el ahora, sí, y que dure mucho y no pase... No nos tenemos más que a nosotros mismos, y sólo ahora, sí, sólo ahora, porque todo puede terminar de repente, después del ahora. No es éste el tiempo de vivir, sino el de morir, pero que no sea ahora... O sí. Si tiene que ser, que sea ahora, ¡ahora!"

»Luego permanecíamos echados uno al lado del otro, yo con la cabeza apoyada en su pecho, oyendo los latidos de su corazón, y fuera, en la noche, el matraqueo de las ametralladoras y el retumbar de un avión y grandes explosiones. Gritaba la gente, y las bombas caían cada vez más cerca.

»—Como sigan aproximándose —susurré yo—, acabará por ser tocado de nuevo el pobre "Commodore", con nosotros dentro... ¡A ver si tenemos suerte y no nos ocurre nada!

»—Ya verás como no —contestó Pierre, al mismo tiempo que una bomba caía en la calle, haciendo temblar el hotel.

»—Sería bonito que los dos siguiésemos con vida. Pero si ha llegado nuestra hora, al menos moriremos juntos. Es lo que siempre pido. Si ha de ser, que muramos los dos juntos. Sería horrible que quedara uno solo.

»El siguiente estruendo ya sonó más lejos. Pierre besó mis cabellos, y yo le besé la frente, y él dijo:

»—Hemos tenido suerte una vez más. Ya lo sabía yo. Estoy convencido de que moriré antes que tú, mon chou.

»-¡No; eso no!

»—Sí, Norma. Yo quiero morir primero. ¡Rezo por que así sea!

Fuera continuaba el fuego de las ametralladoras.

»-¿Tú rezas por que te llegue la muerte antes que a mí? —pregunté.

»—Cada noche —respondió él—. Siempre. Acabo de hacerlo.

»Me estreché todavía más contra Pierre y le besé en la boca. Muy lejos resonó el estruendo de una bomba, y yo protesté:

»—¡Ni hablar de eso! Yo debo morir primero.

»—No, mon chou. Dios ya lo dispondrá bien. Yo creo en él. Tú, en cambio, no.

»—Pues no me parece justo —rezongué.

»Un tanque pasó por delante del "Commodore" y, al oír el ruido de sus cadenas, me eché a llorar y pensé: "Pierre cree en un dios que dirige, y no en uno personal. En el caso contrario, yo podría discutir con él y quizá llegara a persuadirle. Pero si está convencido de la existencia de un dios universal, no tengo ninguna posibilidad, y a eso no hay derecho."

»—No quiero ser hipócrita, mon chou -dijo él y me rodeó con sus brazos—. Si quiero morir antes que tú, es porque no puedo imaginarme solo... De manera que lo mío es un egoísmo infame.

»—¡No hables así!

—Si lo hago, es porque puede sucederme cualquier día. También a ti.

»—Hasta ahora hemos tenido mucha suerte.

»—Sí; demasiada —musitó Pierre.

»—Elegimos una profesión equivocada —dije yo.

»—Eso no tiene nada que ver, Norma. Cuando dos se aman, siempre hay uno que muere antes. No importa lo que hagan o donde estén. La muerte siempre acecha a quienes se quieren. Eso es lo que no se me va de la cabeza, mon chou.

—También lo pienso yo —confesé—. Por eso deseo vivir sólo en el presente, sin que existan el mañana o aun más adelante. Sé que suena tonto...

—No es ninguna tontería —replicó Pierre—. Para nosotros siempre continuará el ahora. Nunca habrá un pasado para nosotros, o para uno de nosotros. Porque nos amamos, y cuando dos personas se aman, no hay pasado para ellas, mon petit chou... Todo el pasado será el ahora y el presente, ¡para toda la vida! «Solíamos hablar en francés, ya que él no dominaba el alemán. »-Pero..., ¿y si uno de los dos mueres? —pregunté, a la vez que oía latir su corazón y también el mío—. ¿Qué sucederá en tal caso?

»A gran distancia, en la zona cristiana dé la ciudad, estallaron tres bombas.

»—Nadie muere mientras haya alguien que piense en él y le ame —me contestó—. La persona muerta siempre existirá para quien la quiso, porque notará muy cerca su presencia. Lo mejor de la persona muerta queda junto a quien la amó. Podríamos decir que el muerto persiste en el vivo. De este modo, los dos permanecerán unidos eternamente.

»De nuevo hubo ráfagas de ametralladora.

»—Entonces —insistí—, ¿por qué tienes ese empeño en morir antes que yo? Yo sé por qué deseo morir antes que tú, Pierre; porque no creo en lo que acabas de decir. Te lo agradezco inmensamente, chéri. Pero no es cierto, y tú tampoco lo crees. ¡Reconócelo!

»-De acuerdo —admitió él—. No lo creo, no... ¡Pero me gustaría tanto!

»El calor era sofocante. Fuera continuaba el matraqueo de las ametralladoras, volvió el bombardero para arrojar su mortífera carga, y todo el hotel tembló. Cada noche era igual en Beirut...»

Con los payasos llegaron las lágrimas
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