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Tenía ahora cuarenta años, y llevaba diecinueve de profesión. Hacía diecinueve años que la enviaban de un extremo al otro del mundo, como reportera. A cada guerra —¡y continuamente había alguna!—, a cada revolución, a cada catástrofe, a cada levantamiento. A cada proceso sensacional. A cada odioso caso de corrupción, tráfico de armas o de drogas, o allí donde se había producido un delito económico. A cada brutal ocupación de un país pequeño por otro mayor... Apenas existía un famoso político, científico, filósofo, escritor, actor, pintor, director de cine o de escena, compositor o escultor al que no hubiese entrevistado en esos diecinueve años. Sus reportajes eran traducidos a muchas lenguas y publicados en los diarios más importantes. En todas partes se la conocía como una de las mejores periodistas de su época. Pese a haber recibido y seguir recibiendo ofertas de los rotativos y de las revistas de mayor tirada, Norma Desmond continuaba fiel al Hamburger Allgemeine, que gracias a su colaboración se había convertido en una hoja de categoría internacional. En realidad, Norma era el Hamburger Allgemeine. Poseía premios y distinciones, y sus grandes reportajes y entrevistas habían aparecido en forma de distintos volúmenes. El hijo estaba interno en una escuela próxima a Hamburgo. Siempre que podía, le llevaba al piso de la Parkstrasse, muy cerca del Elba. Lógicamente, después de la catástrofe de Chernobyl, a Norma le había tocado asistir a las conferencias de Prensa celebradas en Moscú y, también, rodear el prohibido recinto de la central nuclear averiada. De regreso en Hamburgo, había dedicado al niño las vacaciones de verano, emprendiendo muchas excursiones con él. Y luego, en la tarde del 24 de agosto, habían ido al circo... Nunca más. Nunca más. ¡Nunca más!

Norma caminaba de un lado a otro, por la casa, y salía a la terraza... Las aguas del río aún centelleaban, y el calor no había cedido.

Muerto. Muerto. Muerto.

Le dolían los pies. Se dejó caer en una butaca situada en el cuarto de estar, delante de una de las librerías. Estaba tapizada de color verde oscuro. Era el sitio favorito de Pierre Grimaud, después que le hubiesen llamado a París, y a ella a Hamburgo.

«Siempre venía a verme. Yo le esperaba en el aeropuerto. Ni una sola vez dejó de traerme rosas rojas. Siempre rojas, y siempre treinta y una. Luego se sentaba aquí, y yo me instalaba en el diván, debajo de los cuadros, y con frecuencia charlábamos hasta la madrugada o escuchábamos música: Chopin, las composiciones para piano de Schubert, piezas de Gershwin y Rachmaninov. Cuando estábamos acostados, nos teníamos cogidos de la mano. Y nunca nos separábamos; ni un solo minuto, íbamos juntos a comprar los periódicos del domingo, Y, finalmente, cada cual volaba en una dirección, para volver a reunimos en Beirut, el maldito Beirut. La última vez llegamos allí en agosto de 1978. Nos alojamos en el "Hotel Commodore" de la zona occidental, y a principios de octubre... ¿Por qué no logro recordar la fecha? Sólo sé que hablábamos de la muerte, de la muerte. Y el 18, un par de días más tarde... De esa fecha sí que me acuerdo, y no la olvidaré jamás... Estábamos en la zona oriental, en el "Hotel Alexandre", porque unos colegas estadounidenses nos habían dicho que allí iba a tener lugar una gran operación, y temíamos que, una vez iniciada, no nos dejaran pasar la Línea Verde.

«Habíamos llegado el día 17, y el "Alexandre" volvía a estar más o menos en condiciones, después del último bombardeo. El 18, varias unidades del Ejército sirio cercaron el barrio cristiano y lo sometieron a un intenso tiroteo. Fue lo peor que pasé en toda mi vida profesional. Un verdadero horror. Todavía no encuentro palabras para expresarlo. Pierre y yo y otros corresponsales, así como mucha gente que vivía en las proximidades del "Alexandre", bajamos a refugiarnos en el sótano del hotel, al producirse los primeros impactos. El suelo temblaba de manera constante, todo el hotel se movía, y los cristianos rezaban o soltaban reniegos, y el bombardeo no cesaba. Duró una hora, dos... Traían muertos y moribundos al sótano, los heridos gritaban, y no había médicos ni medicamentos, ni agua, ni luz. De pronto oímos chillar a Jean-Louis. Yo nunca había oído vociferar a nadie de tal modo, y Pierre y yo colocamos una caja debajo de un respiradero, para poder mirar a la calle o ver lo que de ella hubiese quedado, y allí yacía Jean-Louis Cassis, reportero fotográfico de "Agencia France Press", de espaldas, junto a unas ruinas. La presión del aire le había arrancado la camiseta y el pantalón corto, dejándole desnudo. Y el pobre se sujetaba el vientre con las manos. Parecía haberle estallado. Se le salía la masa intestinal, y Jean-Louis todavía intentaba metérsela de nuevo. No lo conseguía, claro, y gritaba, gritaba desesperado.

»Era el amigo de Pierre, y había querido refugiarse en el "Alexandre", sin lograrlo. Y ahora chillaba de manera espantosa, y de vez en cuando llamaba a Pierre. ¡

»—¡Pierre! —repetía—. ¡Pierre!

»Y Pierre corrió escaleras arriba, y yo fui detrás de él, quise sujetarle y dije: "¡No vayas! ¿No comprendes que no puedes hacer nada por Jean-Louis? Morirá en seguida. ¡Quédate, Pierre, te lo suplico!" Pero él me apartó y salió a la calle, y yo volví al ventanuco y vi cómo Pierre se inclinaba sobre el amigo. ¡Aquello era absurdo, un disparate, pero Jean-Louis era su amigo, claro, y entonces cayó la siguiente bomba, exactamente allí donde se hallaban Pierre y Jean-Louis, y cuando el humo se hubo disipado, no quedaba más que un enorme cráter... Así sucedió, sí, y cuando luego me reclamaron desde Hamburgo, di a luz un niño el día 9 de junio, y le puse el nombre de su padre...»

Norma no aguantó más rato sentada en la butaca verde, empezó a andar de nuevo por el piso, encendió un cigarrillo, lo apagó casi en seguida y percibió la sirena de un carguero que descendía por el Elba, en dirección al mar, al mismo tiempo que pensaba: «Que yo sepa, hasta ahora han perdido la vida diecisiete reporteros, y de una escasa docena que fueron secuestrados, no se ha vuelto a tener noticia. Y Jerry Levin, de la «NBC», permaneció diez meses atado a un radiador.»

«Puede ser que lo más grande surgido en este mundo sean las religiones —siguió pensando—. Las religiones en su origen. Pero inmediatamente cayeron en manos de ideólogos. Y ésos son lo peor que existe. Los ideólogos convierten en horrible lo mejor y más hermoso. Todo cuanto quieren, es alcanzar el poder sobre los hombres. El poder y los beneficios que de él se derivan, naturalmente. Los ideólogos del Cristianismo enseñaron a los pobres desgraciados a odiar, despreciar y asesinar al profeta Mahoma y a todos los que creían en él. Los ideólogos del Islam, por su parte, enseñaron a otros pobres desgraciados a odiar, despreciar y asesinar al dios de los cristianos y a todos los que creían en él. Fueron los ideólogos quienes enseñaron a cristianos y musulmanes las torturas, la destrucción, todo aquello que hace sufrir, y el modo de asesinar. En el nombre de Dios. Otros ideólogos transformaron pensamientos otrora grandes en empresas criminales. Los políticos y las industrias del armamento se lo agradecen. Los ideólogos tienen sobre su conciencia miles de millones de muertes... En cualquier caso, Pierre consiguió morir antes que yo. Rezaba cada noche por ello, ¿no? O sea que uno parece poder fiarse de uno de esos dioses de los ideólogos. Pero no —se dijo—. No es posible. Mi hijito no pedía morir. Sin embargo, también tuvo que perder la vida. ¿Qué han hecho los ideólogos de Dios, sea cual fuere, de toda idea grande, si esos dioses y esas ideas que inculcan o imponen a los hombres..., si esas ideas y esos dioses permiten tantos horrores y tan bestial manera de matar, no sólo en Beirut, sino en el mundo entero..., si permiten el odio y la muerte, los padecimientos y la miseria, las epidemias y el hambre y la mortandad infantil, y que Jerry Levin pasara diez meses atado a un radiador...? ¡Al diablo con lo que aún hoy es presentado a los hombres como idea, no importa cuál, o como dios, no importa cuál! ¡Al diablo con las ideas y con Dios, si pudiese creer en el demonio! El ser humano tiene poca suerte —pensó—, y si encima amas, estás condenado y perdido y no tardarás en verte solo. ¡Espera! Pronto te hallarás solo y habrá terminado todo. Pero no... —reflexionó—. Nada ha terminado. Para los muertos, sí. No para los que tienen que seguir viviendo. Los muertos están bien. O quizá tampoco. Quizá lo pasen todavía peor... ¡Qué pequeño era el ataúd! Y nunca..., nunca más... ¡Nunca más...!»

Mientras pensaba esto, sonó el timbre.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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