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—«Hotel Atlantic». ¡Buenas tardes!

—Buenas tardes. Póngame con el señor ministro Westen, por favor.

—Un momento.

Norma no tardó en oír aquella voz reposada y profunda:

—Westen.

—¡Alvin...! Gracias por tu carta. No sabes cuánto te la agradezco. Te suponía en Tokio...

—Estaba allí, en efecto. He llegado hace dos horas. Vía polo y Anchorage. Te llamé dos veces desde Tokio, al enterarme de lo ocurrido, pero nadie contestó.

—Tuve que moverme mucho. ¡Había tantas formalidades que llevar a cabo! La Policía tardó siete días en autorizar la entrega de los cuerpos. Por fin fue ayer... Y esta tarde he enterrado a mi hijo...

—¡Pobre Norma!

—Es horrible, Alvin. Pero me trajeron tu carta, y estás aquí...

—¿Puedo ir a verte?

—¡Sí, por favor! ¿Querrás..., comer..., algo? No sé qué hay en casa, pero puedo prepararte cualquier cosa.

—No; ya comí en el avión.

—Y yo soy incapaz de probar bocado. Me parece imposible hablar contigo, Alvin... Pero un poco de vino sí que te apetecerá. Tengo en el sótano el que más te gusta: «Barón de L., pouilly fumé».

—¡Eso sí que te lo acepto! Tomaremos un par de copas. ¡Hasta ahora, entonces! Tardaré una media hora.

—¡Gracias, Alvin!

—De nada, Norma, ¡por Dios! Sube el vino del sótano y procura que esté suficientemente frío.

—Sí, Alvin.

—Pero tampoco demasiado frío.

—No, claro... Soy incapaz de expresarte mi agradecimiento... No me interrumpas. ¡Es un consuelo tan grande saber que siempre puedo contar contigo!

—Lo mismo me ocurre a mí, Norma —dijo Alvin Westen, que en abril había cumplido ochenta y tres años.

Cuando llegó, estrechó fuertemente entre sus brazos a Norma, en silencio, y le acarició la espalda con dulzura. Ya en el umbral la había besado en ambas mejillas y en la frente. Permanecieron inmóviles largo rato, y la mano de Westen daba suaves palmadas en la temblorosa espalda de la mujer.

Por fin se adentraron en el piso. Hacía muchos años que el ex ministro era como un segundo padre para Norma, huérfana desde muy joven.

Era un hombre alto y esbelto, que la aventajaba en estatura. Tenía los cabellos blancos y muy espesos, la frente despejada, la boca grande, y la mirada de sus oscuros ojos era limpia. En el rostro llevaba escrito claramente, para cualquiera, lo que distinguía a Alvin Westen: inteligencia, bondad, capacidad de compasión, inquebrantable fuerza en la lucha por la justicia y contra la injusticia, una insaciable sed de saber, gran sentido del humor y, al mismo tiempo, una profunda seriedad. Llevaba un ligero traje de verano, de color beige. Norma no conocía a nadie que vistiese tan bien como Westen, ni que poseyese más encanto, más tacto y más amabilidad.

En octubre de 1969, el socialdemócrata Alvin Westen había sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores de un gobierno de coalición del SPD y el FDP. Norma, que naturalmente ya le conocía de antes por su labor política, aunque no de manera personal, le entrevistó entonces para el Hamburger Allgemeine, y eso constituyó el inicio de una gran amistad entre la apasionada reportera y el apasionado luchador en pro de la justicia. Desde entonces, Westen —que muchos años atrás había perdido esposa e hijos, sin volver a contraer matrimonio— se había ido convirtiendo en un segundo padre para Norma. Eran muchas las grandes empresas extranjeras, y muchos los jefes de Gobierno que, después de sus cuatro años de actuación como ministro, pedían consejo y ayuda al político y excelente economista. Westen viajaba mucho y lejos, y también daba conferencias. Si en algún momento Norma no sabía qué hacer, se ponía en contacto con Westen, no importaba donde éste estuviese, y siempre recibía un consejo bueno y acertado. Y cuando se sentía triste o desesperada, su «segundo padre» nunca dejaba de consolarla. Y si, en sus viajes a través del mundo, Westen tropezaba con alguna extrema injusticia o con tremendos casos de corrupción, violencia o terrorismo, llamaba a Norma, y ella acudía a escribir reportajes sobre el terrorismo, la violencia, la corrupción y la injusticia.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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