6

Estaban sentados en la terraza.

Había anochecido. El Elba se veía muy iluminado, y los barcos se deslizaban en silencio con muchas luces, en dirección al puerto o al mar. Hacía aún mucho calor, y los dos permanecían de espaldas a la pared de la casa. Westen sostenía la mano de Norma, y de cuando en cuando bebían un sorbo de su vino favorito. Durante largo rato, ni uno ni otro habló.

Luego, de repente, Norma balbució, como si le costara encontrar las palabras, a la vez que miraba con fijeza la resplandeciente cinta del río.

—Lo peor de todo, es que no sé por qué..., por qué tuvo que ocurrir... Por qué tuvo que morir mi pobre hijo... En el caso de su padre, fue distinto... Jean-Louis yacía en la calle... con el vientre reventado... Se le salían las tripas, y él gritaba, gritaba... Pedía que acudiese el amigo... Sabía que nos habíamos refugiado en el sótano del «Alexandre»... Y Pierre tuvo que intentar socorrerle, claro..., aunque no pudiera salvarle ya... Los dos murieron, pero yo sabía por qué... Por su amistad... Pierre se vio en la obligación de hacerlo... Tenía un sentido... Pero ahora... ¿Por qué tuvo que morir mi hijito? ¿Por qué, Alvin? ¿Por qué? Eso me hace enloquecer... Es horrible... Es...

Y entonces, por primera vez desde la muerte del niño, Norma se echó a llorar. Sollozaba de tal manera, que su cuerpo se sacudía tremendamente. La cabeza de la mujer cayó sobre la pequeña mesa donde estaban el vino y las copas. Norma lloraba y lloraba sin interrupción, con la cara apoyada en el tablero, agitándose de un lado a otro, y Westen le acariciaba los cabellos con cariño» —Éramos tan felices los dos... —suspiró finalmente Norma Desmond, en medio de su entrecortado llanto—. ¡A cuántos sitios fuimos juntos...! Al teatro..., al cine..., a los brezales..., al circo... En realidad, él no tenía muchas ganas de ir al circo, ¿sabes? Era yo... yo, yo, la que lo deseaba... ¡Dios mío...! Precisamente por lo que me gustan los payasos... ¿No es espantoso, Alvin? ¡Qué cosa más absurda, Dios mío qué absurda...!

Westen dijo, inclinado sobre la destrozada mujer: —No existe el absurdo en la vida, Norma. No hay nada que suceda sin motivo, por mera casualidad. Muchas cosas nos parecen absurdas, de momento, porque no las comprendemos. Pero todo lo que ocurre tiene un sentido. ¡Todo! Incluso esta desgracia. Todavía no lo conocemos, pero algún día quizá sí, y tal vez pronto, si lo buscamos.

Norma se enderezó y le miró con el rostro bañado en lágrimas.

—¿Qué has dicho?

«Menos mal que observo una reacción», pensó él. —He dicho que nada carece de sentido. Todo ha de tenerlo. Y uno lo encuentra, si lo busca. ¡Hay que encontrarlo! —Quieres decir que...

«¡Bien! Sigamos así. Yo conozco lo suficiente a esta mujer...» —Quiero decir que tienes que encontrarlo. No debes perder ni un minuto, ni entregarte por completo a la desesperación. Has de realizar tu trabajo lo mejor que puedas, hasta caer rendida. Es el único camino, Norma. ¡Haz tu trabajo! ¡Descubre el sentido! ¡Descubre la verdad! Tienes que encontrarla. Si alguien puede conseguirlo, eres tú. ¡Has de averiguar lo que hay detrás de esos asesinatos! ¡Es tu profesión!

—Sí —murmuró ella con voz sin sonido, a la vez que le miraba fijamente—. Tienes razón, Alvin.

«Bien, bien», volvió a decirse el ex ministro. —¿Qué hora es? —preguntó Norma. —Las once y dos minutos. ¿Por qué?

—A las once transmiten de nuevo el noticiario de Die Welt im Bild. Hoy enterraron también a Gellhorn y a su familia. Ya sabes que tardaron siete días en entregar todos los cuerpos... ¡Ven!

Corrió hacia el cuarto de estar, conectó el televisor, se dejó caer en el diván y ya no apartó los ojos de la pantalla. Westen se había sentado a su lado.

Las cámaras enfocaron a un hombre que hablaba desde una tribuna, y luego a los asistentes. El orador luchaba contra las lágrimas. La voz de un traductor alemán cubría su discurso en inglés:

«... la carrera de los armamentos constituye el punto más bajo de la moral humana. La posesión de armas atómicas debe ser equiparada a un delito contra la Humanidad...».

Fuertes aplausos.

La voz del locutor comentó:

—El doctor Bernard Lown, presidente estadounidense de la «Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Atómica», termina su conferencia sumamente excitado. Su colega soviético, el doctor Yevgeni Tchasov, con el que en 1985 obtuvo el Premio Nobel de la Paz, le estrecha la mano y se coloca junto a él.

Cambió la imagen y apareció el presentador.

—Hamburgo. Ocho días después del brutal atentado terrorista en el Circo Mondo, y pese a la operación a gran escala de la Policía, todavía no se ha hallado una pista que pueda conducir a la detención de los responsables del espantoso baño de sangre. Tampoco se conoce el motivo. Después que las autoridades pertinentes hubieron entregado anoche los cadáveres, hoy han tenido efecto las inhumaciones de las víctimas en distintos cementerios de la ciudad anseática. En el atentado perdieron la vida catorce mujeres, nueve hombres y quince niños. Diecinueve heridos, en parte graves, se encuentran aún hospitalizados. Es de temer que el inexplicable acto criminal cause todavía más víctimas mortales, según el portavoz de la comisión especial. Bajo estrecha vigilancia de la Policía, de la protección de fronteras de la República Federal de Alemania, de la Policía Secreta y de miembros de la unidad antiterrorista GSG 9, fueron enterrados esta tarde, en la sepultura familiar, situada en una zona herméticamente incomunicada del cementerio de Ohlsdorf, aquellas personas contra las que probablemente iba el atentado: el profesor Martin Gellhorn, su mujer y sus dos hijas.

Volvió a cambiar la imagen.

«Una parte del cementerio: se ven coches de reconocimiento, blindados, muchos hombres de uniforme y también de paisano, policías que manejan cámaras de vídeo y filman la ceremonia y a todos los presentes. Un grupo de deudos. Una gran tumba abierta... Encima de los coches de la Policía que, radiador contra maletero, cercan el sector, hay más hombres con cámaras. Otros llevan pistolas ametralladoras a punto de disparar. El ruido de motores es intenso. Helicópteros de la Policía de fronteras sobrevuelan el lugar del entierro. En las ventanillas abiertas se ven hombres armados. El sol brilla sobre miles de flores.» Otro locutor:

«Miércoles, 3 de setiembre de 1986, 16 horas y 30 minutos. Procedentes de la capilla donde han recibido la última bendición, los ataúdes de las víctimas son trasladados a la sepultura en los coches fúnebres, seguidos por patrullas de Policía. Por estar prohibido ir detrás de los vehículos, los asistentes a la ceremonia tuvieron que reunirse antes junto a la tumba.»

Westen no dejaba de observar a Norma, cuyo rostro estaba pétreo. La mujer no apartaba la vista de la pantalla, y tenia los puños muy apretados.

Ahora, en el televisor aparecieron los coches con los féretros. Los empleados de una empresa de pompas fúnebres bajaron el primer ataúd. Iban vestidos como desde el año 1700 es costumbre en Hamburgo: chaqueta de terciopelo negro, golilla blanca y almidonada; pantalón de media pierna, igualmente negro, medias y un gran tricornio en la cabeza. Cuatro de ellos llevaban el primer féretro, a través de la calle formada por familiares y amigos, camino de la tumba ya abierta. Tronaron los rotores de los helicópteros. En la pantalla se vieron dos aparatos. Otra cámara volvió a enfocar a los operadores de vídeo y a los uniformados que sostenían las pistolas ametralladoras. La voz del locutor:

«En este ataúd yace el cuerpo del profesor Martin Gellhorn. El científico internacionalmente famoso, de cuarenta y seis años de edad, era director del Instituto de Microbiología e Inmunología Clínica del Hospital Virchow. Antes había trabajado en América, en la Unión Soviética y en Francia.»

Se produjo una interrupción de la imagen. De pronto, en la pantalla no hubo más que danzantes puntos negros y blancos. Siguió hablando el presentador: «Representantes de grandes empresas farmacéuticas y famosos colegas de Oriente y Occidente han venido a Hamburgo para acompañarle a su última morada... En primer plano vemos al profesor Herbert Lauterbach, médico jefe del Hospital Virchow de nuestra ciudad...»

La imagen se aclaró de nuevo. Al borde de la tumba había un hombre de cabellos negros y nariz aguileña. Una cámara se acercó a él, pero el reportero de televisión dijo: «Como los demás íntimos colaboradores del científico asesinado, también el profesor Lauterbach se niega a facilitar detalles sobre los trabajos de Gellhorn.»

El primer ataúd fue bajado a la fosa. Otros hombres transportaban ya el segundo.

«En este féretro se halla el cuerpo de Frau Angelika Gellhorn...» La cámara enfocó a los portadores, que avanzaban lentamente, pero sólo resultaron visibles los dos que iban delante, hombres robustos y de mediana estatura. Uno de ellos, especialmente pálido, llevaba gafas sin montura.

—¡Ese! —gritó Norma de súbito—. ¡Ese hombre...!

Se levantó de un salto y señaló la pantalla.

—¿Qué hombre, Norma? ¿A quién te refieres?

—Estaba en el circo, y fue el que...

La mujer volvió a sentarse.

—Espera —dijo—. Luego.

El portador de la tez especialmente pálida y las gafas sin montura había desaparecido ya de la pantalla. Siguieron nuevas imágenes...

Los agentes de la brigada criminal y los policías que filmaban, los helicópteros, los uniformados armados de pistolas ametralladoras...

Más empleados de la funeraria. Dos ataúdes pequeños.

«... El féretro que contiene los restos mortales de Lisa, la hija menor del profesor Gellhorn, que tenía cinco años... Y el de Olivia, de siete...»

«Siete añitos. Como Pierre —pensó Norma—. ¡Qué ataúdes tan pequeños! Como el de Pierre...»

Una cámara recoge a varios hombres y mujeres situados al lado de la tumba. «Los familiares de las víctimas...»

Los pequeños féretros son introducidos también en la tierra.

«Y aquí vemos a los más íntimos colaboradores del profesor Gellhorn... El bioquímico polaco doctor Jan Barski, que trabajaba desde hacía doce años con Gellhorn...»

Era un hombre alto y fornido, de cortos cabellos negros y cara ancha.

«... el doctor Takahito Sasaki, bioquímico japonés...»

Un hombre menudo y fino, con gafas.

«...el doctor Eli Kaplan, biólogo molecular israelí...»

Alto, rubio, de ojos azules.

«... Harald Holsten, doctor en Bacteriología, de la República Federal de Alemania...»

De mediana estatura, rechoncho, con un tic nervioso en la cara.

«... Y la doctora Alexandra Gordon, genetista inglesa, que llora...»

Una mujer alta y enjuta, de pelo castaño, severamente peinado hacia atrás.

«... Y detrás de estos estrechos colaboradores, las esposas de los doctores Kaplan y Holsten...»

Etcétera, etcétera. Numerosas coronas y centros de flores son colocados a ambos lados de la tumba abierta, y las coronas demasiado grandes quedan colgadas de unos soportes hincados en el suelo. Una cámara se desliza finalmente sobre las cintas que presentan inscripciones en diversas lenguas. Las coronas más destacadas proceden de colaboradores norteamericanos y soviéticos.

Un sacerdote reza una oración. El estruendo de los helicópteros no permite entender ni una sola palabra. Los componentes del reducido grupo de deudos se acercan uno tras otro a la tumba, arrojan a su interior una rosa roja, hacen una inclinación y se retiran.

Entre tanto dice una voz:

«La Brigada de Investigación Criminal de la República Federal ha pedido apoyo a la Interpol. Para quien pueda proporcionar alguna pista que conduzca a la captura de los delincuentes, la Libre y Anseática Ciudad de Hamburgo, la Policía, el Hospital Virchow y una serie de industrias farmacéuticas internacionales han ofrecido una recompensa de cinco millones de marcos en total.»

Desaparece la imagen de los deudos. De nuevo aparece el locutor.

«Han visto ustedes un reportaje sobre el entierro del profesor Gellhorn y su familia, víctimas todos del infame atentado terrorista ocurrido el pasado día 25 de agosto en el Circo Mondo. Rogamos disculpen la breve interrupción de la imagen... África del Sur: en los nuevos choques producidos entre negros y el Ejército al norte de la capital, hubo al menos sesenta muertos, y más de doscientos heridos tuvieron que ser hospitalizados...»

La voz se interrumpe, y la pantalla ennegrece.

Norma había desconectado el aparato mediante el mando a distancia. En la habitación reinaba una oscuridad casi absoluta. La única luz procedía de una pequeña lámpara que estaba encima del televisor.

En seguida preguntó Westen:

—¿Quién era el hombre que te arrancó un grito?

—¡Aquel tan pálido! En el circo había tres cabinas telefónicas junto a las taquillas... Yo estaba en una de ellas, dando la noticia a la redacción... De pronto, ese tipo paliducho y de gafas sin montura abrió la puerta de mi cabina. Se le veía muy excitado, se disculpó y se fue.

—¿Y era uno de los hombres que ahora transportaban los ataúdes?

—¡Sí, Alvin! Estoy completamente segura.

Norma se puso de pie, y sus ojos centellearon a la luz de la lamparilla.

—Todo tiene su sentido en la vida, según tú... Pese a que, del momento, no lo veamos. Comprendo que también detrás de estos asesinatos se esconde un sentido, sí. ¡Y yo lo descubriré, aunque sea lo último que haga en mi vida!

Entonces se dio cuenta de la agitación con que había hablado, y añadió azorada:

—¡Ay, Alvin...!

Él se alzó también y la abrazó.

—Tú lo descubrirás, Norma.

Y, de súbito, su rostro se iluminó con una sonrisa: «He logrado ayudarla —pensó—, ¡Déjame vivir un poco más, muerte!»

Con los payasos llegaron las lágrimas
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