7

El día siguiente amaneció todavía más caluroso.

Norma pasó en su «Golf GTI» por la orilla del Alster Exterior, donde lucían numerosas velas, en dirección norte. Llevaba abierta la cubierta del cabriolé. Se había puesto un vestido negro, sin mangas, zapatos igualmente negros y gafas de sol para esconder sus enrojecidos ojos. La dominaban la debilidad y el malestar y, además, una inquietud terrible. En el tablero de mandos del coche había, enmarcada en celuloide, una pequeña fotografía del hijo, en la que reía. «Tendré que quitarla», se dijo Norma. Atravesó Winterhude por la Barmbeker Strasse. El sofocante viento le producía dolor de cabeza. Eran casi las once. Procedía de la redacción del Hamburger Allgemeine Zeitung, que tenía su sede en la Lübecker Strasse, donde había hablado con el director.

El doctor Günter Hanske tenía cincuenta y cuatro años, era de mediana estatura y mantenía una constante lucha contra el exceso de peso. Sus ojos, grandes, castaños y llenos de eterna curiosidad, recordaban los de los niños. Los labios eran delgados, al igual que la nariz, y el cabello, también castaño, parecía muy espeso. Sólo Norma sabía que se trataba de un bisoñe, porque cierta vez, en estado de total embriaguez, Hanske se lo había quitado delante de ella. De eso hacía un año. En casa de Norma había hablado de su solitaria vida, de las mujeres que le habían plantado, y de que, a los cuarenta años y sin que supiera por qué, se le había caído todo el pelo en el espacio de un mes. Estaba lleno de autocompasión e hizo jurar a Norma que nunca descubriría su secreto a nadie. Günter Hanske se vestía siempre a la última moda. Era muy afortunado en sus empresas y muy culto, y con frecuencia estaba muy triste. Las amigas le duraban poco. Continuamente cambiaba. Siempre eran chicas jovencísimas, que conocía en las discotecas. Su vida privada resultaba muy complicada. A todas sus compañeras les decía que, en los momentos de intimidad, no debían acariciarle el cabello, y mucho menos aún revolvérselo o tirar de él, porque, por un capricho de la Naturaleza, le producía intenso dolor cuando estaba sexualmente excitado.

—¿Y las mujeres lo creen? —había preguntado Norma, después de su confesión.

—¡Ellas lo creen todo! —fue la respuesta de Hanske, que se quitó el bisoñe como si necesitara demostrar la realidad de lo afirmado.

La piel de su cabeza relucía rosada.

Y entonces, de súbito, Hanske había suplicado a Norma que se casara con él, y al rechazar ella su proposición con gran amabilidad, intentó violarla, pero estaba demasiado borracho. Nunca habían vuelto a hablar de aquella noche ni del dichoso bisoñe. Hanske era un amigo muy servicial y se sentía muy orgulloso de poder colaborar con Norma.

Esta mañana la había recibido en el acto, explicándole ella entonces que el kriminaloberrat Carl Sondersen, de la brigada criminal federal de Wiesbaden y jefe de la comisión especial «25 de agosto», a quien ya conociera al día siguiente del atentado, se hacía cargo del caso.

El contacto establecido con Sondersen había sido bueno desde el primer momento, aunque por ahora poco pudiese hacer por ella. A su pregunta de cómo los terroristas habían conseguido entrar en la pista del circo, el criminalista —hombre alto, bronceado y de aspecto extraordinariamente juvenil para su responsabilidad— contestó:

—Muy sencillo. Los agentes encontraron en el camerino a los verdaderos payasos, narcotizados y maniatados. Los asesinos habían cogido sus ropas y máscaras parciales, maquillándose a toda prisa. Nadie notó nada. Por ahora no hay ni rastro de ellos. Todo tuvo que estar formidablemente planeado y preparado...

- Okay -dijo el director Hanske nueve días después, cuando Norma le hubo hablado de ello y también del hombre de la cara pálida, al que viera primero en una de las cabinas telefónicas del circo y luego por televisión.

—Haz lo que quieras. Tienes plena libertad, como de costumbre, Y si necesitas algo, lo pides. Como siempre.

—Ya he telefoneado a ese doctor Barski, el suplente de Gellhorn. ¿Le recuerdas?

—En efecto.

—He quedado con él a las once. En el instituto. Empezaré por Barski.

—¡Suerte! —dijo Hanske.

Mientras Norma atravesaba en su coche el puente sobre el canal de Goldbek, recordó el agradable frescor reinante en la redacción, gracias al acondicionamiento de aire. Seguía ahora la Hindenburgstrasse, y cruzó el gran parque municipal que contaba con un lago y una playa. A la izquierda distinguió, a cierta distancia, al planetario y, ya cerca de ella, los tres rascacielos del Hospital Virchow: imponentes torres de color ocre que formaban las puntas de un triángulo. La torre más alta tenía dieciocho pisos; eso le constaba. Entre los rascacielos había edificios más bajos.

Norma se detuvo delante de una barrera. Un portero sudoroso salió de su garita y la saludó.

—Voy a ver al doctor Barski, del instituto de Microbiología —dijo ella—. Me llamo Norma Desmond. Ya me espera.

Desde la redacción había hablado con la secretaria de Barski.

—Un momento.

El conserje desapareció en su garita, se informó brevemente y volvió.

—Conforme, Frau Desmond. El primer rascacielos. Piso catorce.

La barrera se levantó. Norma continuó hasta el aparcamiento correspondiente al edificio más alto. En uno de los otros dos rascacielos estaban instaladas, como ya sabía, la clínica de otorrinolaringología, las de Ginecología y Urología. En el tercero, las clínicas de Psiquiatría y Neurología, de Cirugía y Pediatría, así como los servicios de urgencias. La torre más elevada albergaba varios institutos de investigación y un centro dedicado a la Cardiología.

Norma quitó la llave de contacto y, al hacerlo, su mirada se clavó en la foto del sonriente niño. La extrajo de la envoltura de celuloide para darle la vuelta con mano temblorosa, y luego se apeó. Al pisar las baldosas que cubrían el suelo delante de la puerta de la más descomunal de las torres, tuvo que volver a pensar en Beirut. La piedra estaba tan caliente, que lo notaba a través de las suelas, y el sofocante viento era casi tan pesado de soportar como el que soplaba en aquella ciudad oriental. «¡No debo pensar en Beirut! —se dijo—. Allí, el viento apestaba a muerte y descomposición. Y Pierre murió. No entiendo ya nada de nada. Mi hijo también está muerto. ¡Y le mataron aquí, en Hamburgo! Debo pensar en eso. En Hamburgo. ¡En los asesinos!»

Notó que el cogote se le humedecía de sudor. Por fin alcanzó la sombra de la entrada. Delante de los tres ascensores había una gran placa metálica. Servía de indicador. Norma subió a la planta decimocuarta. Tres enfermeras iban con ella, y hablaban entre sí.

—Hoy queda todo en las tiendas —comentó una—. La lechuga, las espinacas, las cebollas, la coliflor..., ¡absolutamente todo! La verdura ha bajado a una tercera parte de su precio. Y después que la leche estuvo contaminada, ahora previenen del peligro de la leche en polvo desnatada, en Hesse. Por lo visto, contiene Salmonella.

—Y anteayer tuvieron que volver a cerrar, inesperadamente, el reactor nuclear de Hamm-Uentrop —señaló otra.

—¿No pasó ya un par de veces algo, en agosto? —inquirió la primera.

—Sí, y en el noticiario dijeron hoy que la comisión germano-francesa para la central de Cattenom no admite haber comprobado la existencia de deficiencias en el sistema de seguridad —intervino la tercera enfermera.

—Cada cual indica unos valores distintos, cuando se trata de seguridad y radiación. Los niños no deben jugar en el prado. Los niños pueden jugar en el prado. Los niños no deben jugar en el cajón de arena. Los niños sí que pueden jugar en el cajón de arena... Mi hijo me preguntó el otro día: «¿Nos vamos a morir, mamá?» Todo el mundo tiene miedo. Los científicos calcularon que quizá dentro de diez mil años podría ocurrir una catástrofe producida por un reactor nuclear. Eso, según las probabilidades. ¡Vaya acierto! Este año pasó lo de Chernobyl, pero ya en 1981 hubo un accidente en Three Miles Island.

—¡Y lo que nos deben de callar!

—Porque en realidad no existe ningún peligro de radiación —dijo la segunda—. Ni el más mínimo. Lo declaró Kohl. Y necesitamos la energía atómica, ya que, de otro modo, se hundiría la industria. Lo recalcó anoche por televisión. ¡Eso de extender el pánico es una irresponsabilidad! Según Dregger, se trata de consignas cobardes y oportunistas. Y recordad las palabras de Zimmermann: «Primero han de decir algo los rusos. Entonces podremos pensar lo que conviene hacer.» ¿Pensar entonces? ¡Si ni siquiera han empezado!

—¿Por qué supones que nos engañan de tal forma? ¡Porque hay miles de millones en juego, Eva! ¡Miles de millones!

—Si estiran la pata, tampoco podrán hacer nada con esos millones.

—Pues ellos creen que sí. Están convencidos. Las radiaciones no perjudicarán a quien posea tantos millones. Ni siquiera en el caso de una guerra atómica. Espera un poco, y verás quién tuvo la culpa de lo de Chernobyl.

—¿Quién?

—Los judíos —dijo la enfermera primera.

El ascensor se detuvo en el piso decimocuarto. Norma bajó. Siguió entonces un ancho pasillo hasta una puerta de vidrio opalino, donde una placa indicaba prohibida la entrada. Allí, el corredor formaba un codo de noventa grados, y en la prolongación había muchas puertas a la izquierda y, a la derecha, amplias ventanas. A causa del calor habían bajado las persianas. Todo el piso estaba climatizado, y no había nada que no fuese un blanco reluciente: las paredes, las muertas, los pequeños tresillos de los rincones... Norma vio la puerta de la secretaría de Gellhorn y, al lado, la de su despacho. En un rótulo de plástico blanco aparecía su nombre: prof. doctor gellhorn. Y debajo: para avisos, diríjanse a la secretaría. «Sólo que ya nadie puede anunciar su visita al profesor Gellhorn —se dijo Norma—, porque está muerto. Como Pierre. Tendré que hablar con el colegio...» Sintió mareo y tuvo que apoyarse en la pared. Unos segundos bastaron para que pudiera seguir adelante. «Procura no pensar... ¡Piensa sólo en tu trabajo!

Más puertas. Norma leyó: takahito sasaki. Y debajo: para AVISOS, DIRÍJANSE A LA SECRETARÍA... DOCTORA ALEXANDRA GORDON. PARA AVISOS, DIRÍJANSE A LA SECRETARÍA... DOCTOR HARALD HOLSTEN PARA AVISOS, DIRÍJANSE A LA SECRETARÍA... DOCTOR JAN BARSKI. PARA AVISOS, DIRÍJANSE A LA SECRETARÍA...

La puerta contigua estaba abierta. Norma entró. En la secretaría había dos mujeres, sentadas a dos grandes mesas colocadas una enfrente de otra. La de más edad clasificaba diapositivas enmarcadas en cartón blanco, de las utilizadas como demostración en las conferencias. La más joven llevaba auriculares y escribía en una máquina eléctrica casi silenciosa. Un delgado cable comunicaba los auriculares con una grabadora del tamaño de la palma de una mano. También allí tenían la persiana baja. En alguna parte cercana sonó la fuerte risa de un hombre.

—Buenos días —dijo Norma.

Las dos mujeres llevaban bata blanca. La mayor de ellas alzó la vista y se quitó las gafas.

—Buenos días.

—Soy Norma Desmond. Tengo una cita con...

—... el doctor Barski, sí —terminó la frase la secretaria, muy seria.

La otra escribía de manera interrumpida. Sobre las mesas había pequeños rótulos de plástico blanco con letras negras. Norma leyó los nombres.

—Usted habló conmigo, Frau Desmond. El doctor la espera a las once —añadió, a la vez que consultaba una agenda.

—Exactamente, Frau Vanis —respondió Norma—. A las once. Creo que soy puntual.

La secretaria más joven, apellidada Woronesch, la miró con una sonrisa e hizo un gesto afirmativo.

También Norma sonrió.

—Lo siento, Frau Desmond —dijo entonces Frau Vanis—. El doctor Barski se retrasa un poco. Está ocupado. Aquí al lado hay una sala de espera. Si tiene la amabilidad...

Ella misma la acompañó. También allí eran blancos todos los muebles.

—¡Acomódese, por favor!

—Gracias.

Norma ocupó una silla próxima a una mesa.

—Procuraré avisar al doctor —prometió Frau Vanis, antes de volver a su escritorio. A través de la puerta abierta, Norma la oyó llamar a su compañera:

—¡Herta!

El quedo tecleo de la máquina se interrumpió. Sin duda, la joven se quitó los auriculares. Norma percibió su voz.

—¿Qué?

—¿El doctor Barski está todavía en el departamento de enfermedades infecciosas?

—Sí. Todos siguen allí.

—Gracias, Herta.

Volvió a iniciarse el suave tecleo. Frau Vanis debió de marcar un breve número de teléfono, porque Norma, aunque distraída, la oyó decir:

—Soy Vanis. El doctor Barski está ahí, ¿no...? Con los demás, sí; ya sé... Ha llegado Frau Desmond. Si se lo puede comunicar al doctor Barski... —Un silencio—. ¡Ah, claro..., lo comprendo...! Gracias.

La secretaria se presentó de nuevo en la sala de espera.

—Lo lamento, Frau Desmond, pero el doctor Barski continúa ocupado. Tendrá que aguardar. Quizá media hora. Ha surgido un imprevisto... Cuando hablé con usted por teléfono, lo ignoraba...

—No importa. Aguardaré. Usted no podía prever que surgiera un imprevisto —contestó Norma con una sonrisa.

También Frau Vanis sonrió.

—Agradezco que se haga cargo —dijo, y se alejó.

Sobre la mesa había revistas y catálogos. Norma hojeó las publicaciones sin interés.

Cerca volvió a sonar la risa del hombre.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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