8
Transcurrió media hora, y el doctor Barski aún no se había presentado. Por fin, al cabo de otros veinte minutos, en el pasillo sonaron unas voces que se aproximaban. Un hombre dijo delante mismo de la secretaría:
—¡Todos a las tres de la tarde en mi despacho, por favor!
Las voces restantes se hicieron más quedas. El hombre que había hablado entró en la secretaría. Norma aún no podía verle, pero le oyó excusarse:
—Lo siento. No pude venir antes.
—Frau Desmond le espera desde hace casi una hora, doctor.
—Lo siento de veras.
Norma se levantó cuando le vio entrar en la sala. «Es mucho más alto de lo que parecía por televisión —fue lo primero que pensó. Y luego—: Además tiene peor aspecto. Está pálido y muy ojeroso.» Los grises ojos del doctor parecían apagados. Norma se dijo que debía de estar cansado. Pero creyó adivinar algo más en aquel rostro. ¿Preocupación? ¿Miedo? ¿Miedo de qué? En la pantalla se le veía imperturbable, una persona a la que nada podía conmover. Pero ahora...
Barski hizo una ligera inclinación. Llevaba muy corto el espeso cabello, ligeramente ensortijado.
—Soy Barski. Buenos días, Frau Desmond. Le pido disculpas por mi retraso. Tuvimos un problema urgente, y...
—Ya sé, doctor. En el departamento de enfermedades infecciosas.
Norma se asustó al ver el cambio que se producía en la cara del científico. Si poco antes había mostrado una forzada sonrisa, ahora estaba extremadamente serio.
—¿Dónde?
—En el departamento de enfermedades infecciosas —repitió ella, sintiendo una extraña indefensión.
—¿Cómo lo sabe?
La voz del hombre, de timbre agradable, había subido de tono.
—Usted estaba allí, ¿no? —musitó Norma, violenta.
«¡Qué situación tan desagradable! —pensó—. ¿Por qué vacilo? ¿Por qué me mira tan enfadado este doctor?»
—¿Quién se lo dijo? —inquirió Barski con brusquedad.
De repente, su alemán había adquirido acento polaco.
—Una de sus secretarias... Habló con ese departamento, para avisar que yo estaba aquí... Lo hizo con toda la buena intención. Le aseguro, doctor Barski, que yo...
—¡Discúlpeme por un momento!
El científico entró en su despacho y cerró la puerta tras de sí.
«Aquí sucede algo raro —se dijo Norma—. Bien; no me toca más remedio que esperar.»
Barski reapareció al cabo de casi cinco minutos. Sonreía, pero Norma adivinó que le costaba mucho hacerlo.
—Asunto aclarado. Usted debió de confundirse, Frau Desmond.
Frau Vanis le dijo que yo me retrasaría porque estaba ocupado en el laboratorio 12.
Norma renunció a una discusión. —Probablemente fuera así —murmuró.
«¿Cómo podía imaginar que iba a excitarse de tal manera? ¿Por que no había de estar en el departamento de infecciosos? Esto es un hospital, ¿no? ¡A mí poco me importa dónde estuviera metido! ¿A qué viene ahora este enfurecimiento?»
Pero Barski sonreía de nuevo.
Norma balbució:
—Yo... Todos estamos todavía bajo los efectos del choque... Es tan horrible... No hay quien no tenga deshechos los nervios...
—¿Usted también? ¡Oh, naturalmente! Dios mío, la acompaño en el sentimiento... ¡Es espantoso, lo que le ha ocurrido! ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Café? ¿Un zumo? ¿Cola?
—Nada, doctor. Gracias.
—Permita que me adelante.
Barski abrió otra puerta de la sala de espera y entró en su despacho. Norma le siguió. La amplitud de la pieza la asombró. Los muebles y las estanterías de libros eran de color blanco, como todo en aquel departamento. El escritorio estaba cubierto de libros y manuscritos.
—¿En qué puedo servirla, Frau Desmond?
Ahora, el doctor se expresaba de forma tranquila, y su voz sonaba grave y melodiosa.
—Hago averiguaciones acerca del atentado terrorista del que fueron víctimas el profesor Gellhorn y su familia... y mi propio hijo de siete años... y otras personas... De ese atentado tan espantoso que aún no ha sido reivindicado por nadie... No quise decírselo por teléfono, pero le agradecería que me diera su opinión sobre los posibles motivos para semejante monstruosidad, o lo que usted sospecha...
Norma quedó desconcertada al comprobar la rigidez que adquiría el rostro de Barski.
—¿Cómo pudo suponer que yo me expresaría al respecto?
—Verá... —respondió ella, nerviosa—. Usted era el más estrecho colaborador del profesor Gellhorn... Hacía doce años que trabajaba con él...
—¿Y qué?
—Pues..., que si alguien puede tener una idea del porqué del atentado... Estoy convencida de que, en el mundo, no ocurre nada que carezca de sentido... Salvo, quizá, que los dos asesinos estuviesen locos... Pero creo que esa posibilidad debe ser descartada. Usted, sin duda, se habrá hecho la misma pregunta, doctor Barski... Si en este momento no tiene tiempo de atenderme, indíqueme otro día u otra hora, lo antes posible, para que podamos conversar con tranquilidad.
—No —contestó Barski.
- ¿Cómo?
—No pienso indicarle ninguna otra hora, ni conversar con usted para nada —replicó Barski con voz gélida, a la que de nuevo asomaba un fuerte acento polaco.
—¿Que no me concederá una entrevista? Pero... ¿por qué?
—Porque no veo el menor motivo para ello.
—Doctor Barski... Se trata de un acto horrendo... ¡Usted tiene la obligación de ayudar a su esclarecimiento!
—¿Obligación? ¿Frente a quién? ¿A la Policía? De acuerdo. Ya estuvo aquí tres veces, y le dije lo que sabía.
—¿Y eso es?
—Nada.
Miró hacia la puerta detrás de la cual debía de estar la secretaria. Norma temió que descargara su mal humor sobre las pobres empleadas. ¿A qué se debía aquella actitud tan rara, diantre?
—¿De veras no entrevé usted ningún motivo para...? El científico la interrumpió rudamente.
—¡Ni el más mínimo! Y de imaginarme lo que quería de mí, no la habría recibido. No tengo el menor interés en facilitar material para grandes y sensacionales titulares a reporteros irresponsables.
Ahora, la que alzó la voz fue Norma.
—¡Usted elige muy mal sus palabras, doctor! ¡Yo no soy una reportera sensacionalista!
—Puede que no lo sea.
—Usted mismo me dijo por teléfono que conocía mi trabajo, y que lo admiraba tanto como a mí misma...
—Lo dije, sí. Y le expreso mi más sentido pésame por la muerte de su niño.
—Gracias, pero prescindo de su condolencia.
—No emplee ese tono, Frau Desmond, ¡no lo emplee!
—¿Quién lo ha empleado primero?
«¡Maldita sea! —pensó—. Pierdo el dominio de mí misma. Y es que este tío me saca de quicio. Pero no puede ser...» Y con un gran esfuerzo añadió:
—Perdone, doctor... Simplemente, es que no... no lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiende?
«Me mira como si quisiera pegarme —se dijo Norma—. ¿Qué le pasa a este hombre? ¿Qué sucede en esta casa?»
—No entiendo por qué me citó, entonces. ¿Qué suponía que le iba a preguntar?
—Yo..., eeeeh..., yo...
«¡Increíble! —pensó la mujer—. ¡Si tartamudea y se pone colorado! ¿Qué pasa aquí? -¡Dígalo de una vez!
—Creí..., creí que usted quería escribir una necrología del profesor Gellhorn, y que necesitaba información...
—¿Una necrología, doctor? ¿A los nueve días de su muerte? —¿Por qué no? Podía tratarse de un encomio referente a su labor... ¿Sería acaso tan insólito?
Nuevamente destacaba su acento polaco. —¡Todos los periódicos publicaron ya sus necrologías, doctor! Una excusa así representa un desprecio hacia mi persona, ¡una ofensa!
Barski se puso ahora tan agresivo, que se le quebró la voz. —¡Ah! Conque eso la ofende, ¿en? ¡Pues lo siento! ¡Oféndase cuanto quiera, Frau Desmond!
«No tengo por qué tolerar tanta grosería», decidió Norma, y se puso de pie. —¡Ya basta! —Como usted guste.
También él se había levantado. Los dos se miraron. La mujer estaba fuera de sí, y Barski también. «Esto es ridículo —pensó Norma—. O no... En realidad, no lo es, sino preocupante, ¡increíble!»
—He trabajado en el mundo entero —dijo, con la boca muy seca— y, en consecuencia, tratado con las personas más diversas.
Pero jamás había tropezado con un tipo tan repelente como usted.
—Ahora, el ofendido debo ser yo —replicó el doctor con gesto inexpresivo—. ¡Buenos días, Frau Desmond!
Norma se encaminó a la puerta. Barski no se movió. A punto de abandonar la estancia, la periodista se volvió.
—Una última pregunta. Confío en que, al menos, conteste a esto. ¿Se ocupó la clínica de encargar a una empresa de pompas fúnebres el entierro de la familia Gellhorn? Porque tengo entendido que los familiares viven muy lejos de Hamburgo. —Sí. Yo mismo me ocupé de ello.
—¿Sería usted tan amable de darme el nombre y la dirección? —¿Con qué objeto, estimada Frau Desmond?
—Necesito esos datos por un motivo muy importante.
—¿Y se puede conocer tal motivo?
—No.
—Muy amable.
—Tan amable como ha sido usted conmigo. ¿Me facilita las señas?
—Frau Vanis se las dará.
Norma se dirigió a la secretaría y habló con la empleada ya mayor, que parecía bastante perturbada.
Un minuto más tarde, anotó los datos obtenidos.
—Gracias, Frau Vanis. ¡Buenos días!
La mujer de los cabellos canos contempló a Norma sin pronunciar palabra. Se quitó las gafas y la siguió con la mirada, cuando se fue.
Norma bajó en ascensor y salió al exterior. Pese a estar ya en setiembre, el calor era casi insoportable. El recinto del gran hospital era suficientemente conocido de la reportera, que tomó la acera de uno de los rascacielos y pasó por delante de varios aparcamientos, hasta alcanzar su meta. Se detuvo por fin junto a un edificio de dos pisos, rodeado a una distancia de quizá quince metros por un seto vivo muy espeso y bien recortado. En uno de los pilares de una puerta del jardín había un letrero que decía departamento de enfermedades infecciosas. Encima, una pequeña pantalla de televisión y, debajo, un timbre.
Una voz de hombre salió del interfono.
—¿Qué desea?
Norma mostró el carnet de Prensa y dio su nombre.
—Aproxímese un poco más a la pantalla, por favor. ¡Así! ¿En qué puedo servirla, Frau Desmond?
—Yo... —empezó a decir Norma.
Entonces percibió una voz conocida.
—¡Esto es demasiado!
Ella se volvió. Era Barski.
—¡Usted me ha seguido!
—¡Me lo figuraba! Espiar y meterse donde nadie la llama. ¡A partir de ahora tiene prohibido pisar el área del hospital!
—¡Usted no puede prohibirme nada!
—¡Ya lo creo que puedo! ¿Dónde está su coche?
—Delante de su edificio, doctor.
De cara a la pantalla, Barski dijo:
—El asunto está solucionado, Herr Kreuzer. ¡Venga! —agregó, mirando a Norma.
Ella obedeció, aunque de mala gana. El científico la acompañó hasta el «Golf» azul y le abrió la puerta. El cuero del asiento quemaba.
—¡Un momento!
Barski dio la vuelta al automóvil y se sentó a su lado.
—¡Oiga, que yo no le he dado permiso para...! —protestó ella, furiosa.
—No lo necesito. ¡A la salida, por favor!
Ambos se miraron largamente. Por último, Norma volvió la cabeza y arrancó. Pero tuvo que parar al llegar a la barrera existente a la altura de la garita del portero. «¿Y por qué cuernos me detengo? —pensó—. ¡Porque la barrera está bajada, imbécil! —Se riñó a sí misma—. Este tío asqueroso ha hecho una señal al hombre.»
El portero que la dejara entrar hora y media antes, salió de su garita. Sudaba aún más que entonces. Barski se había apeado y dijo:
—Herr Lutz, esta señora se llama Norma Desmond. Es periodista. Anótelo.
—Sí, doctor.
El acalorado portero fue en busca de libreta y lápiz, y se puso a escribir.
—Yo también puedo causarle molestias a usted —señaló Norma¿
—Sin duda —contestó Barski.
—¡Y muy considerables! Tenga el convencimiento de que lo haré.
—Lo tengo, señora. ¡
—Usted actúa del modo más tonto que uno pueda imaginar. Porque precisamente ahora es cuando más me interesaré por lo que aquí sucede. Su comportamiento me incita a ello.
—¡Me encanta oírlo! —Y dirigiéndose al portero, agregó—; ¡Enganche este papel en el tablón de anuncios! Y avise a todos los colegas. ¡Que todo el mundo se entere de que, a partir de este momento, Frau Desmond tiene prohibida la entrada en el recinto de nuestro hospital! Dentro de diez minutos, la Administración le enviará la confirmación de mi orden.
—Muy bien, señor director.
—Y ahora puede alzar la barrera.