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«¡Qué locura! En la vida me había ocurrido nada semejante! ¿Qué se ha creído ese individuo? Está loco... No, no tiene nada de loco», se dijo mientras conducía a una velocidad muy excesiva por la Barmbeker Strasse, en dirección al centro de la ciudad. Lo del departamento de infecciosos demostraba que Barski no tenía nada de loco. ¡Claro que estaba allí! Había entendido perfectamente lo que hablaban Frau Vanis y su compañera, mientras aguardaba en la sala de espera. ¿Por qué no debía enterarse nadie? ¿Por qué lo había negado él de manera tan exaltada?

Hizo sonar el claxon con impaciencia, al adelantar a un «Cadillac».

—¡Viaja en Metro, si no sabes conducir un coche tan grande, idiota!

«Probablemente hay algún caso que debe pasar lo más desapercibido posible. Quizás haya más de uno. ¿De qué enfermedad puede tratarse? ¿Y dónde se habrán contagiado? ¿Por qué está tan asustado Barski? ¡Tiene verdadero pánico! ¡Sí, pánico es la palabra! Y las dos mujeres también estaban muy nerviosas...»

Norma enfiló el Winterhuder Weg como una flecha. Un conductor que iba en la dirección contraria le hizo una señal con las luces. «¡Gracias, joven! —dijo Norma para sus adentros—. ¡Si voy a ciento diez! ¡A quitar gas, diantre! ¿Por qué se enfadó tanto conmigo ese dichoso Barski? ¡Me ha echado a cajas destempladas! Y todo por haber mencionado yo el departamento de enfermedades infecciosas. Con eso eché leña al fuego. En otro caso hubiese hablado conmigo de manera más normal, aunque no me dijera la verdad. De eso estoy segura. Si aceptó recibirme, fue sólo con la idea de contarme alguna mentira y despistarme con respecto a lo que en realidad ha ocurrido en el hospital, para tranquilizarme y acallar mi curiosidad. Ése era su plan. Sin duda alguna.»

Por fin conducía a la velocidad debida. No estaba dispuesta a que, por culpa de ese tipo odioso, le pusieran una multa. «¡Prohibida la entrada en el recinto de todo el hospital! Allí hay gato encerrado... ¡Ya lo creo que sí! En seguida lo comprendí. ¡Espere, doctor Barski, que verá lo que le cae encima!»

Desde el Mundsburger Damm torció hacia el Uhlenhorster Weg y detuvo el coche. Era allí. Un gran establecimiento.

«BUGEN HESS»

EMPRESA DE POMPAS FÚNEBRES

ENTIERROS Y CREMACIONES

TRASLADOS A CUALQUIER PARTE DEL MUNDO

ABIERTO LAS VEINTICUATRO HORAS DEL DÍA

Norma se apeó. Como de costumbre llevó consigo la bolsa que contenía la cámara, una grabadora, películas, cassettes, bolígrafos y otros útiles de trabajo. No se quitó las gafas de sol que había mantenido puestas mientras conducía. En el establecimiento reinaba una temperatura agradable. La sala estaba totalmente decorada en negro. Sobre una tarima había un fastuoso ataúd, negro con herrajes de plata. A ambos lados se alzaban imponentes candelabros del mismo metal con gruesas y altas velas. Unos altavoces escondidos transmitían suave música de Chopin. Un señor de cierta edad, vestido de luto, se acercó con pasos silenciosos.

Hizo una inclinación. Su cara expresaba una condolencia tan profunda como su queda voz.

—Mi más sentido pésame, señora.

—Gracias —contestó Norma, súbitamente impresionada.

—La muerte le llega tanto al emperador como al mendigo —declamó el atento caballero—. ¿Cómo podemos asistirla en unos momentos tan penosos, estimada señora?

Y se frotó las blancas manos.

—¿Es usted Herr Hess?

—Para servirla, señora. ¿No prefiere pasar a mi despacho, para hablar de todos los detalles? ¡Necesita usted sentarse! ¡Dios mío, si apenas se sostiene de pie...!

—Escuche, Herr Hess: me llamo Norma Desmond y soy periodista.

—¡Ah, entonces no se trata de un caso de defunción! ¿No ha perdido usted ningún ser querido?

—No.

«Esto es demasiado», pensó ella, agotada.

—¡Ay, cuánto me alivia! Debe disculparme, señora. Estoy al servicio de la Muerte. Tenga en cuenta, señora, aquello de «El hombre, nacido de mujer, pobre en días y lleno de inquietud, se abre cual flor y luego se marchita. Pasa...»

—Herr Hess, por favor.

—... furtivo como una sombra y no perdura. Se convierte en polvo, y el viento...»

- ¡Herr Hess!

—«...ya no conoce su morada...» ¿Qué desea, señora?

—Vengo a pedirle que me ayude en mi tarea. Realizo una investigación.

—Disponga totalmente de mí, señora.

—Gracias. Usted recibió del Instituto Microbiológico del Hospital Virchow, a través del doctor Barski, el encargo de organizar el entierro del profesor Gellhorn y de su familia.

—¡Exactamente, señora! En el cementerio de Ohlsdorf. ¡Qué tragedia tan espantosa! ¡Dos niñas tan pequeñas! No sé adonde iremos a parar. Es horrible... Pero dígame, dígame.

—Usted se ocupó de todo. De los ataúdes, de las flores, del trasladado al cementerio... Y sus empleados llevaron los féretros hasta la tumba.

—Procuramos prestar un servicio inmejorable señora, digno de ese gran hombre y de su nivel internacional. Asistieron al entierro muchos extranjeros.

Hess no dejaba de frotarse las manos y hacer inclinaciones.

—Seguí el sepelio por televisión —señaló Norma.

—¿Y le gustó? Hum... Perdón. Quería decir... ¿Le pareció adecuado, dada la categoría de las víctimas?

—Desde luego, Herr Hess. Resultó muy emocionante.

—Gracias, señora. Muy amable. Somos una de las empresas más antiguas de la ciudad.

—También encontré muy impresionante el uniforme de los hombres que llevaban los ataúdes.

—¡Todos hechos a medida, señora! ¡Todos a medida!

—Se veía. ¿Cuántos hombres eran?

—Se lo diré con toda exactitud: ¡doce! Los ataúdes de los niños pesan menos, ¿sabe? Y hacen falta menos... Perdone.

—Esos hombres..., ¿son empleados fijos de la casa?

—¡Claro que sí, señora! Esta empresa es importante. Con frecuencia tenemos varios entierros a la misma hora, en lugares diferentes. En su mayoría son empleados fijos y hace muchos años que trabajan para mí.

—Yo busco a uno en concreto.

—¿A uno en concreto?

—Sí.

—¿Por qué motivo? ¿Tiene usted algún motivo de queja? ¿No se le notaba suficientemente compungido? ¿Acaso...?

—Nada de eso. Se comportó tan perfectamente como todos los demás. Le busco por un motivo especial, relacionado con mi tarea. Quisiera hablar con él.

—No hay ningún inconveniente. ¿Cómo se llama?

—Es lo que no sé.

—¿No lo sabe?

Chopin. Siempre música de Chopin.

—No, Herr Hess.

—En tal caso...

—Le describiré su aspecto. Es de estatura mediana; quizá mida un metro setenta, y llama la atención por la palidez de su cara. Ah, y lleva gafas sin montura.

—Ya...

Herr Hess bajó la cabeza.

—¿Sabe a quién me refiero?

—Sí, señora —contestó el empresario de pompas fúnebres con gesto preocupado.

—¿Cómo se llama?

—Langfrost. Horst Langfrost, señora. No es un empleado antiguo, pero sí una persona excelente. Nunca hubo una queja, y..., ¿cómo lo diría yo...?, posee una gran capacidad de compasión. ¡Eso mismo, sí!

—¿Podría hablar con él?

—Temo que no sea posible, señora.

—¿Por qué?

Hess suspiró.

—Porque ha desaparecido.

«Empezamos bien», pensó Norma.

—¿Qué significa eso de que ha desaparecido?

—Lo que oye. Como si se hubiese esfumado —explicó Hess, a la vez que sus manos aleteaban como palomas—. ¿Se figura el problema que eso constituye? No puedo permitir que nadie me lo note, pero estoy excitadísimo. Ya no sabemos dónde buscar a, Langfrost. La Policía está avisada. Tuve que hacerlo, ¿no?

—¿Desde cuándo falta?

—Desde ayer. Ya no regresó del entierro.

—¿Todos los demás sí?

—¡Claro, señora! Y los cuatro chóferes. El único que falta, es Langfrost. Los demás supusieron que se habría ido directamente a su casa.

—¿De uniforme? ¿Es habitual, eso?

—No lo es en absoluto, señora. Al contrario. ¡Resulta muy raro! Sin embargo, podría ocurrir... Lo cierto es que Langfrost se marchó vestido de uniforme, pero no volvió a su domicilio. Allí no ha sido visto desde ayer por la mañana.

—¿Cómo lo sabe?

—Frau Meisenberg me telefoneó. Langfrost le había alquilado una habitación, con derecho a utilizar el baño.

—¿Puede darme la dirección, Herr Hess?

—Naturalmente. Efeuweg 126. Eso está en Alsterdorf. Cerca de la estación de Metro de Lattenkamp.

—Gracias, Herr Hess. Me ha sido usted de gran utilidad.

—De nada. Ya lo sabe: siempre a su servicio... ¡Ay, perdone! ¡Qué falta de tacto, la mía, señora...!

Con los payasos llegaron las lágrimas
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