13

Siguieron a Alvin Westen a través del salón de su apartamento, hasta salir al blanco balcón de la fachada principal del «Hotel Atlantic». Habían cenado en la parrilla del mismo establecimiento, sentados a la última mesa del lado de las ventanas, que siempre le era reservada a Westen cuando se alojaba en el hotel. Resultó que Barski y Westen tenían conocidos comunes en Varsovia, pintores y escultores. Y habían hablado también del revuelo levantado en 1970 por Willy Brandt, entonces canciller de la Alemania Federal al arrodillarse en el ghetto de Varsovia ante el monumento a las víctimas del nacionalsocialismo.

—Nosotros, los polacos, no habíamos visto en ningún otro político alemán, ni con mucho, una expresión semejante de vergüenza y súplica de perdón, aunque no de olvido —dijo Barski—. Mis padres y yo, y muchos polacos, lloramos de emoción.

—También lloraron muchos alemanes —señaló Westen—. Pero asimismo hubo muchos alemanes que criticaron ese gesto de Brandt, y sus enemigos políticos no vacilaron en afirmar que había traicionado a Alemania.

—Yo estaba en Varsovia, precisamente —intervino Norma—. Y Brandt me explicó, más tarde, que no había «planeado» eso de arrodillarse, pero que sí consideraba la necesidad de expresar el carácter especial de aquella conmemoración ante el monumento situado en el ghetto. Y por fin, sin consultarlo con nadie, había caído de rodillas bajo el peso de la más reciente Historia alemana. Era su homenaje a los millones de exterminados, al mismo tiempo que pensaba que, pese a Auschwitz, no habían terminado el fanatismo ni la opresión de los derechos humanos.

—Sí —dijo Westen, y apoyó una mano en la de Norma—, y sé lo que ella escribió entonces sobre Willy Brandt. Lo recuerdo perfectamente: «Y él, que no necesitaba hacerlo, se arrodilló por todos aquellos que debieran hacerlo, pero que no se arrodillan porque no se atreven o no pueden, o no pueden atreverse...»

Barski había mirado en silencio a Norma y a Westen, y sólo habló al cabo de una pausa.

—Me siento muy feliz de poder estar aquí con ustedes, estimada Frau Desmond, y mi estimado señor ministro...

—Ya no soy ministro. Llámeme Westen —fue la respuesta del anciano caballero de espesos cabellos blancos.

A continuación habían subido al apartamento, situado en el segundo piso. Las grandes vidrieras del salón estaban abiertas. El balcón era blanco, como toda la fachada del «Atlantic». En las aguas del Alster Exterior se reflejaban incontables luces.

—Sentémonos —dijo Westen.

—No; espera... —vaciló Norma.

—¿Por qué no?

—Porque...

Norma miró al polaco, que sonrió.

—Es una gran delicadeza por su parte, Frau Desmond, pero no me importa. De veras.

—No lo entiendo —observó el ex ministro.

—El doctor Barski y su esposa tenían en Varsovia un piso con terraza, que daba al Vístula —explicó Norma.

—Y mi mujer murió —añadió el científico polaco—. Se lo dije a Frau Desmond en su casa, y me emociona el detalle de que ahora tema que las aguas del río puedan... Pero el Elba, tan oscuro e iluminado a la vez, me parece maravilloso...

Tomaron asiento en sillones de mimbre blanco. Desde la calle llegaba, aunque atenuado, el ruido del tráfico.

—Empecemos —propuso Alvin Westen—. ¡Cuéntenos su historia, doctor Barski!

—Es un mal asunto —comenzó éste—, escalofriante y enigmático, y para entenderlo hay que poseer ciertos conocimientos especiales.

—Usted explica, y nosotros escuchamos —dijo Norma.

Por el Alster se deslizaba un barco de la «Flota Blanca». En la cubierta bailaba la gente, y la brisa traía música consigo. «Una vez, cuando Pierre estaba conmigo en Hamburgo fuimos en uno de esos barcos... —pensó Norma—. ¡Pero no..., no quiero pensar en ello!» Y agregó:

—Tómese todo el tiempo necesario. Como usted, yo necesito conocer el motivo del atentado terrorista.

—Gracias —musitó Barski—. Vean: en nuestro equipo trabajan personas procedentes de las ramas más diversas. Yo, por ejemplo, soy experto en Bioquímica. Hay dos tipos de expertos: el que lo sabe todo de nada, y el que no sabe nada de todo. En mí se unen los dos talentos.

Westen rió. Norma le miró. El anciano de aspecto tan juvenil vestía de forma tan elegante como siempre. Llevaba traje azul, corbata haciendo juego, camisa blanca, calcetines y zapatos de color azul oscuro. Sus gemelos consistían en monedas antiguas, y en los puños de la camisa estaban bordadas sus iniciales. Norma recordó que también Heinrich Mann, socialdemócrata como Alvin Westen, iba estupendamente vestido, incluso en las reuniones de obreros, que acudían con sus monos de trabajo o trajes ya muy raídos. Westen había explicado a Norma que ese Heinrich Mann, a quien ella consideraba mejor escritor que su famoso hermano Thomas, nunca se quitaba los guantes blancos durante las asambleas, y que los obreros encontraban totalmente normal la forma de vestir de aquel autor que con tanta energía defendía su causa. Le querían, del mismo modo que otros obreros querían a Alvin Westen, director de Banco y socialdemócrata, porque luchaba por ellos...

—¡Adelante! —le animó el ex ministro.

—Pues bien... Ese asunto en el que trabajábamos..., también el profesor Gellhorn, naturalmente..., y seguimos trabajando, es el intento de hallar un medicamento realmente eficaz contra el cáncer de mama con ayuda de la Biología molecular.

Unos focos hábilmente escondidos iluminaban la blanca fachada del hotel, y arriba, en el tejado, relucían las grandes letras de su nombre.

—La Biología molecular, como ustedes sabrán —prosiguió Jan Barski— sirve para la investigación de los procesos celulares, las minúsculas unidades ordenadas del organismo vegetal, animal humano. En cada célula existen unos principios estructurales y hay informaciones en clave, que pasan de una generación a otra. Ustedes ya saben de qué hablo al mencionar semejante código de construcción...

—Sí —contestó ella y, de pronto, su respiración se aceleró—. Usted se refiere a determinada sustancia química que se encuentra en cada célula y de la que tanto se habla desde hace años, ya que es la portadora de las características hereditarias. La abreviación del nombre de esa sustancia es ADN, ¿no?

—Exactamente —asintió Barski—, ADN, el gran misterio de la vida. El complicado nombre completo de la sustancia es ácido desoxirribonucleico. A-D-N. Sin ella no puede reproducirse ningún ser, ya sea microbio, virus, planta, animal u hombre. El ADN es la base material, el portador químico de aquellas informaciones que son transmitidas de generación en generación, por medio de unidades hereditarias, los genes.

—¿Significa eso que su labor guarda relación con los genes?

—inquirió Westen.

—Sí —declaró Barski—. Buscamos determinados genes con determinadas propiedades.

—¿Para efectuar luego determinadas manipulaciones con esos determinados genes?

—Para combinar de nuevo, o sea recombinar, los factores hereditarios —se expresó Barski con prudencia.

- ¿Recombinar? ¡Entonces, lo que ustedes hacen es una manipulación genética! —exclamó Westen.

Barski se encogió de hombros.

—Si prefiere llamarlo así, pues... ¡sí, hacemos manipulaciones genéticas!

Norma y Alvin Westen se miraron. En el iluminado balcón de hotel reinó un prolongado silencio.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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