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—La historia de la genética, o sea de las leyes de herencia, se remonta a más cien años atrás. Y es una historia extraña. La investigación quedó detenida más de una vez, durante años e incluso decenios. Era como si, de cuando en cuando, la olvidaran. En 1866, el monje agustino austríaco Gregor Mendel publicó sus experimentos con judías y guisantes de olor que producían flores rojas y blancas. Cruzó esas especies y descubrió una sorprendente regularidad en la transmisión hereditaria de los colores rojo y blanco, pero la importancia de las leyes de Mendel no fue comprendida hasta mucho más tarde. Aun así, con esas leyes sólo supieron describir los procesos genéticos, pero sin explicar la causa. Hasta 1940 no surgió un nuevo impulso investigador cuando se descubrió que las células transmiten informaciones biológicas por medio del ADN. Entonces comprendieron que la vida significa información, y todas las informaciones imaginables, relativas a las herencias, son transmitidas de una célula a otra por una molécula llamada ácido desoxirribonucleico. Nucleico —continuó Barski— porque esta molécula aparece casi exclusivamente en el núcleo de cada célula. Luego, el vienes Erwin Chargaff se ocupó intensamente del asunto. Pero ni siquiera él logró, con su trabajo, que el ADN fuera lo que es hoy. Ni siquiera él, un bioquímico que me impresiona muchísimo...

—¿Por qué le impresiona tanto? —quiso saber Norma. —Por su vida y su suerte. Por sus libros, que desde luego no se limitan al tema del ADN. Por... Verá, Frau Desmond. Chargaff es el primer crítico de las ciencias naturales..., por dentro. En estos momentos, precisamente, releo a cada momento sus obras y las advertencias que contienen.

—¿Qué advertencias? —preguntó Norma.

—En seguida llegaremos a eso —respondió Barski—. En 1952, el bioquímico americano James Watson y el inglés Francis Crick descifraron en Cambridge la estructura tridimensional del ADN. Entonces se averiguó cómo el ADN, portador de todas las propiedades genéticas, podía transmitir la información de una célula a otra. En 1962, Watson y Crick obtuvieron el premio Nobel por su descubrimiento de la estructura helicoidal. Según Watson y Crick esa estructura del ADN se parecía a una doble hélice.

Barski sacó de su bolsillo un sobre viejo y empezó a garabatear en él.

—Más o menos tiene este aspecto: dos moléculas de ADN, formando una cuerda doble, están enroscadas una a la otra. Es como en una cremallera —explicó Barski—. Al transmitir la información genética a otra célula, la cremallera se abre, y una nueva cuerda, ya preparada, se une a cada cuerda vieja. —Eso suena bien —indicó Westen. Jan Barski rió brevemente.

—¿Verdad que sí? Todo el mundo opina igual. Dalí llegó a inspirarse en la estructura helicoidal para uno de sus cuadros, y así fue como apareció en corbatas, en la presentación de productos alimenticios y, por ejemplo, en alfombras. ¡Por fin se había hecho popular el ADN! Si uno desenrollara todo el ADN de una sola célula de su cuerpo, Frau Desmond, ese hilo superfino mediría un metro y medio, aproximadamente. Y el ADN de todas las células de su cuerpo formaría un hilo que llegaría de la Tierra a la Luna. Norma dijo entonces:

—Claro, y cuando supieron cómo era la estructura del ADN, pudieron pasar a pensar en transformarla, en manipularla... ¡Y que conste que aún hablo en un sentido totalmente positivo!

—Sin duda alguna —asintió Barski—. Y así empezó la cosa. Los científicos deliraban, porque ahora se les ofrecía una barbaridad de maravillosas posibilidades de aplicación en la tecnología genética: de pronto algunas enfermedades incurables parecían tener solución... El cáncer perdió su inaccesibilidad, desde un punto de vista científico... Ahora es posible introducir en las células nuevos elementos genéticos, con objeto de curar una amplia serie de enfermedades psíquicas y orgánicas. El diagnóstico genético precoz permite descubrir un creciente número de enfermedades hereditarias, lo que en determinados casos puede conducir a una interrupción del embarazo antes de que sea tarde. Unos cautelosos procedimientos biotécnicos de producción podrían reducir el consumo de energía de la industria, proteger el medio ambiente y evitar la escasez de materias primas. Mediante la manipulación de genes, diversos microbios podrían convertir los desechos en elementos básicos para la industria, o en piensos.

—También las plantas podrían ser modificadas de manera genética —señaló Norma—. Para conseguir mejores especies, frutas más grandes, así como una independencia de la sequía o de la lluvia. Y alimento para todos significaría, a la vez, carne de mejor calidad, animales más sanos y voluminosos... De pronto calló.

—¿Qué te pasa, Norma? —preguntó Westen. —Todo eso es muy hermoso... —musitó de repente la periodista—, pero estoy segura de que semejantes descubrimientos también tendrán su lado malo. Siempre sucede así, cuando algo es especialmente hermoso.

—¡Sabe Dios! —exclamó Barski—. Es usted una mujer extraordinaria, Frau Desmond.

—Se debe a mi profesión... Con el tiempo, uno aprende a pensar. —Antes, usted me preguntó por qué me impresiona tanto la personalidad de Chargaff.

—Y usted contestó que, en gran parte, por sus advertencias. Barski hizo un gesto de afirmación.

—Después de Watson y Crick, la Biología molecular empezó a ocupar, en el terreno de las ciencias naturales, aquella posición conquistada en la primera mitad del siglo por la física atómica y nuclear. Chargaff estaba horrorizado. Veía venir el desastre. En su libro titulado El fuego de Heráclito dijo que su vida había quedado marcada por dos funestos descubrimientos científicos: en primer lugar, la desintegración del átomo y, en segundo, el esclarecimiento de la química de la genética. En ambos casos se trataba de un mal trato al núcleo: tanto si era atómico como celular. Y en ambos casos tenía él el presentimiento de que la ciencia había cruzado un límite que hubiera sido preferible respetar.

—Los científicos no respetaron nunca ningún límite —replicó Norma.

—Por eso mismo. Chargaff también escribió, en la revista Science, que el hombre podría abandonar la desintegración del átomo, renunciar a los vuelos a la Luna, dejar el empleo e, incluso, desistir de aniquilar a pueblos enteros con ayuda de algunas bombas. Pero las nuevas formas de vida, continúa Chargaff, no pueden ser interrumpidas. «¿Tenemos derecho —pregunta textualmente— a paralizar de manera irrevocable la sabiduría de millones de años, para satisfacer la ambición y la curiosidad de unos cuantos científicos?»

De nuevo se hizo un largo silencio.

Finalmente dijo Norma:

—No entiendo...

Pero interrumpió la frase.

—¿Qué no entiende? —preguntó Jan Barski.

—Que usted, que tanto menciona a Chargaff, trabaje precisamente en la manipulación de los genes... ¿Cómo es posible, doctor?

El polaco respondió en voz muy baja:

—Gracias a Dios, en la tecnología genética no hay sólo cosas malas. Yo... todos nosotros, los del instituto, procuramos por todos los medios hacer el bien que puede proporcionarnos la tecnología genética. Intentamos encontrar un remedio para una enfermedad terrible. Todo nuestro afán va encaminado a ayudar a la Humanidad, pese a tener conciencia de que hasta las más nobles intenciones pueden conducir a resultados escalofriantes... Por ese motivo fui a verla.

—Explíquemelo —murmuró Norma, mirando a Barski como si nunca le hubiese visto.

Pero él siguió callado.

—¿Quizá vino por haber llegado ya a un resultado espantoso?

—Sí —confesó el científico—. Por eso mismo le pedí antes que dejara su grabadora en el coche. Lo que ahora voy a confiarles, no debe quedar registrado.

—¿Tan horrible es?

—Sí.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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