17
—Así empezó el problema —continuó Barski—. Tom nos preocupaba, como es lógico. Ocurrieron otras cosas menos significativas. Cada semana celebramos dos largas reuniones, y entonces discutimos de lo lindo. Cada cual defiende sus teorías. Hay gran amistad entre nosotros, pero a veces nos enzarzamos de mala manera... —Comentó Barski con una breve risa, para volver a ponerse serio en seguida—. También en eso observamos un cambio en Tom. Él, el acalorado disputador, había perdido la agresividad. Se limitaba a sonreír y fumar en pipa, y si alguien le preguntaba, sostenía la opinión del colega que había hablado en último lugar, y repetía casi exactamente sus palabras. Yo no podía dejar de pensar en cómo había hecho suya la opinión de aquel señor del bar, que no quería saber nada más de Mozart. Pero además, la indiferencia de Tom iba en aumento, aunque no se tratara de casos tan destacados como el del accidente. Empezó a presentar dificultades para la elección de palabras, y su estado de animo revelaba una alegría casi infantil.
—¿Y en lo demás? —preguntó Norma—. Me refiero a sus muchos hobbies, a su interés por la literatura y el teatro...
—Conservaba todas sus aficiones. Arte, deportes, lo que usted quiera. Y seguía practicando el sexo. Se lo preguntamos a la mujer. Hacía vida normal. Sin embargo...
—Sin embargo, ¿qué?
—Según Petra, había frialdad en él. Y en cuanto a lo sexual, nos contó que, una noche, Tom no había regresado a casa hasta la madrugada. Totalmente agotado. A su pregunta de dónde había estado, él contestó que en un local pornográfico. «¿Y desde cuándo frecuentas tú esos ambientes?», inquirió ella. Resultó que Tom había encontrado por la calle a un antiguo compañero de escuela. Un tipo depravado, que le dijo: «¡Vente conmigo!» Y Tom se fue con él. ¡Tom, que aborrecía todo eso! Su excusa de cara a Petra: «¿Qué otra cosa podía hacer?»
»No sé si les expliqué que Petra tenía una preciosa boutique en Dusseldorf... ¿No? Pues sí. Una tienda de la Königsallee, el barrio más lujoso. Cuando Petra se vino a Hamburgo, después de su matrimonio, tuvo que dejar el negocio en manos de un encargado. Y no hace mucho, recibió una mala noticia. Ese encargado, un tal Egon Heidecke, había tomado créditos bancarios por valor de más de un millón de marcos, sin decirle nada a Petra. Especuló con el dinero y lo perdió. Y ahora, claro, los Bancos reclaman el dinero. Ese Heidecke tenía plenos poderes. De otro modo, no habría podido hacer semejante cosa. El juez instructor llamó a Petra a Dusseldorf. Heidecke ya estaba encarcelado. La noche anterior, yo había sido invitado a casa de Petra y Tom, y lógicamente salió ese tema en la conversación. Pero si os digo que Petra... Me siento mal, de sólo pensarlo. Porque... ella se limitaba a sonreír. ¡Igual que hacía su marido últimamente, por muy serio que fuese lo que ocurría! «No te lo tomes así. Jan —dijo—. ¿Para qué exaltarse? ¡Si todo junto es ridículo!» «¿Ridículo? —exclamé yo—. ¿Te roban un millón y lo encuentras ridículo?» «¿Acaso era tuyo, ese millón?» replicó Petra, sonriente. Fue entonces cuando los dos me preocuparon de verdad. A la mañana siguiente, Petra voló a Dusseldorf. Tres días después regresó con una amiga común, llamada Doris. Ésta me telefoneó rápidamente al instituto y dijo: «Necesito hablar contigo, Jan. Es muy urgente.» «¿Se trata de Petra?», pregunté. «Sí», contestó Doris. «Ahora no puedo estar para ti. Tengo que trabajar con Tom —expliqué yo—. ¿Quedamos para las seis de la tarde?» «De acuerdo, Jan.»
Poco después, Barski entraba en el despacho de Tom. Y entonces sí que se alarmó.
Tom, en bata blanca, estaba sentado detrás de su escritorio con los pies encima de éste. Fumaba en pipa y hablaba de cara a una grabadora. Barski le oyó decir: «... o sea que hemos incorporado al vector un ADN mensajero. La superficie de corte de un vector puede variar tanto mediante el empleo de enzimas de ADN, que desaparezca después de la incorporación del ADN mensajero...».
—¿Qué dictas? —preguntó Barski.
Tom hizo un gesto.
—Déjame terminar la frase: «...que desaparece, se duplica o forma dos nuevas superficies de corte. La duplicación permite luego la eliminación del mensajero del vector...». Ya está. ¿Qué hay, Jan? —dijo Tom, al mismo tiempo que desconectaba el aparato.
—¿Qué dictabas?
—Lo que descubrimos.
Siempre con aquella sonrisa.
—¿Lo del truco del ADN pasajero? ¡Si Lucie ya lo pasó a máquina!
—Sí, pero él es mi amigo, y me lo pidió.
—¿Quién te lo pidió? —gritó Barski, ya exasperado.
—Patrick.
—¿Qué Patrick?
—¿Patrick Renaud, el físico de «Eurogen»?
—Sí, el mismo. ¿Por qué no había de hacerlo? ¿Qué te pasa? ¡Dime qué te pasa, Jan! ¡Jan...!
Barski se había arrojado sobre Tom, arrebatándole el aparato.
—Debo explicarles algo más —añadió Barski, en el balcón del hotel—. Pocos años después de haber conseguido el primer indicio de que era posible injertar una parte de ADN en otro ADN, es decir, obtener lo que hoy se llama un ADN recombinado, sólo en América ya existían doscientas diecinueve empresas dedicadas a la bioquímica, sobre todo los grandes laboratorios químicos y farmacéuticos. Y entre esas doscientas diecinueve, había ciento diez fundadas con el único fin de ver qué ocurriría cuando el ADN fuese transformado. Hoy hay empresas en el mundo entero, claro. Esa industria es ya gigantesca.
—¿Estabas enterado, Alvin?
—Sí —respondió el ex ministro—. Ya lo sabía. El doctor Barski habla de un futuro que ya ha comenzado. Se trata de inversiones de miles de millones..., con la esperanza de ganar también miles de millones.
—Con el ADN recombinado creen poder curarlo todo o, al menos, mejorarlo —continuó Barski—. Enfermedades, seres humanos, animales, variedades de trigo... Con la destrucción de los parásitos mediante el ADN confían en conseguir unas cosechas extraordinarias. Dicen que las vacas darán más leche. Y todos los tesoros del mar podrán ser manipulados y aprovechados. Ya no habrá más epizootias...
—Se han hecho inversiones de millones y millones —señaló Norma—. El dinero. Siempre el dinero. Finalmente asoma un motivo para el asesinato de Gellhorn...
—Yo también me lo digo —contestó Barski—. La revista científica inglesa Nature publica cada dos semanas un informe bursátil especial, referente a las principales empresas de técnicas genéticas y a la cotización de sus acciones.
—¿Cotización de esos laboratorios en una revista científica?
—Sí, Frau Desmond. Por ahora, ninguna empresa parece obtener beneficios. Pero eso cambiará. Donde hay invertido un capital tan enorme, tiene que salir algo. O bien, citando de nuevo a Erwin Chargaff: «Detrás de ello hay más que nobles principios. Todo huele a montones de dinero.»
—Es bien cierto —comentó Westen.
—Desde luego —asintió Barski—. ¡Sabe Dios! Mire, nosotros recibimos subvenciones de «Multigen», que es una empresa de ésas. Como es lógico, muchos científicos de todo el mundo se conocen. Tanto da que trabajen para una empresa o para otra. Es frecuente que haya amistad entre ellos. Sin embargo, no encontrará ni uno que, por mucha que sea la confianza, revele a un colega de la competencia los resultados de sus investigaciones o le cuente lo adelantados que están en un proyecto en el que, quizá, también el otro trabaje con su equipo. Es sencillamente inimaginable. Por eso comprenderán que, cuando descubrí lo que hacía Tom, quedé casi sin habla...
—¡Dios mío, Tom! ¡«Eurogen» es nuestra más peligrosa competencia! ¡Hay que mantener el máximo secreto! ¿Y tú le comunicas a tu amigo Patrick, con todo detalle, adonde hemos llegado?
—Me lo pidió, ¿no? —contestó Tom con su imperturbable sonrisa.
—¿Cuándo y dónde?
—¿Cómo: cuándo y dónde?
Barski lanzó un suspiro.
—¿Cuándo te pidió los datos? ¿Y dónde?
—Recordarás que estuve en París, hace tres semanas... Nos lo pasamos muy bien, juntos, y de pronto dijo que bien podía explicarle adonde habíamos llegado en nuestra tarea. Ayer, de pronto, me vino a la memoria. ¡No es justo hacer esperar tanto a un amigo! Por eso me senté y...
- ¡Tom! -bramó Barski, y se le escaparon un par de palabras polacas antes de que pudiera dominarse—. ¡No puedes revelarle a Patrie nuestros progresos!
—¿Y por qué no? —exclamó Tom, asombrado—. Es un buen chico, y trabajamos en lo mismo, aunque empleemos métodos distintos. Aquí cortamos, y en París emplean sustancias radiactivas. ¡En eso consiste toda la diferencia! Y si a Patrick le interesa... Todos somos miembros del mismo club, ¿no?
—¿Tienes el número de teléfono de Patrick?
—Naturalmente. En mi agenda.
—Dámelo.
—Con mucho gusto. ¿Qué te ocurre? ¿No crees que Patrick me lo pidió?
Barski ya marcaba el 00 33 14, el prefijo de París. En seguida se puso Renaud al aparato.
—Patrick, soy Jan Barski, de Hamburgo.
—¡Qué alegría, Jan! ¿Qué tal estás?
Hablaban en alemán.
—Escúchame, Patrick. Tengo a Tom a mi lado.
—¡Dale un abrazo de mi parte!
—Envíale saludos —intervino Tom, sonriente, dando una chupada a la pipa.
—¡Tú cállate! —chilló Barski—. No te lo digo a ti, Patrick... Oye, tú estuviste con Tom en París, ¿verdad?
—Sí, claro. ¿Por qué lo pr...?
—¿Y tú le pediste que grabara una cinta para explicarte lo adelantados que estamos en nuestras investigaciones?
Silencio.
—¡Patrick!
—Sí, Jan...
—¿Lo dijiste, pues?
—¡Sí, Dios mío, lo dije! Estábamos de broma. Tú ya sabes la broma que se puede hacer con Tom, ¿no? Y se me ocurrió decirle: «Mira, ¿sabes qué? Ahorrémonos quebraderos de cabeza. ¡A la porra los jefazos! Me gusta tanto jugar al tenis como a ti. ¡Confíame dónde habéis llegado, y tendremos mucho más tiempo para el tenis!» Pero era en broma, Jan. ¿Cómo podía decirlo en serio? ¿Ha sucedido algo, Jan? ¡Tom no pudo tomar en serio mis palabras!
—Pues sí, Patrick.
—Eso es imposible. Sería una locura.
—De eso se trata, precisamente.
—Oye... El pobre Tom... Tiene que estar mal...
—Tú lo has dicho, Patrick.
—¿Qué ha pasado?
—Aún no lo sé. Volveré a llamarte. ¡Y no hables con nadie de esto!
—¿Acaso no te fías de mí? ¡Hace muchos años que somos amigos! Puedes estar tranquilo. Jan. Pobre Tom, ¡Dios mío...!
—Debo cortar, Patrick. Gracias.
—Adiós, Jan. ¡Y telefonéame en el acto, cuando sepas qué le ocurre a Tom!
—Sí, Patrick. Adiós.
—Mis recuerdos, también —dijo Tom, a la vez que vaciaba su pipa—. ¿Qué, era verdad o no?
—Me quedo la grabadora —gruñó Barski.
—Tómala, si quieres. Aunque no entiendo por qué...
Jan Barski le interrumpió.
—También yo soy tu amigo, Tom. ¿O ya no?
—¡Naturalmente que sí! ¡Mi fiel y viejo amigo!
—Debo hacer algo que me resulta muy difícil.
—Entonces no lo hagas.
—Es preciso.
—¿Qué es, Jan?
—Tú no estás bien, Tom. Hace tiempo que lo notamos. Primero lo de Mozart. Luego lo del accidente... Y un día te vas a un local pornográfico... Y... ¡y ahora, este disparate! —exclamó Barski, señalando el aparato—. Si no llego a entrar por casualidad... ¡En tu estado representas un riesgo, Tom! Ahora debo irme. Pero no puedo dejarte solo, de manera que... Lo siento, Tom, pero tengo que encerrarte un rato en el laboratorio.
- ¿Tienes que hacerlo?
—Sí, Tom. Es por tu propio bien. No te enfades.
—¿Por qué habría de enfadarme? —contestó el doctor Thomas Steinbach, con su sonrisita boba—, ¡Eres un tipo estupendo, Jan!
Barski se dirigió a la puerta y prometió regresar lo antes posible.
—Tómate el tiempo necesario, Jan. ¡Tranquilo! Fumaré otra pipa y leeré un artículo sobre... ¡Eh, tú, Jan!
—¿Qué quieres?
—Luego jugaremos al tenis, ¿no? ¡A las siete, como de costumbre!