19
Eran las tres y media de la madrugada cuando salieron del hotel. El «Volvo» plateado de Barski aguardaba en el aparcamiento de enfrente, entre dos casas. Alvin Westen había insistido en acompañarles pese a lo avanzado de la hora. Abrazó y besó a su buena amiga, y dijo:
—¡Buenas noches, Norma!
—¡Buenas noches, Alvin! ¡Y gracias por todo!
—¿Gracias? ¡De nada! Cuando hayas dormido lo suficiente, llámame.
—Pero si tú aún duermes...
—A mi edad, me basta con un par de horas. Son las ventajas de ser viejo.
—Tú no envejecerás nunca —dijo Norma, y volvió a abrazarle.
Y el anciano pensó, como dos días atrás: «¡Déjame vivir un poco más, Muerte!»
Barski había abierto la puerta delantera derecha del coche, para que entrase Norma, y la ayudó a subir. Se fijó ella en que la llave de contacto pendía de un aro con un pequeño disco, en el que había grabadas unas letras. Cuando el automóvil arrancó lentamente, bajó en seguida el vidrio de la ventanilla para saludar con la mano a Westen. Ahora, el «Volvo» se alejaba más de prisa. El anciano de los cabellos blancos quedaba atrás, perdido en la amplia explanada. La luz de la entrada del «Atlantic» caía sobre él, que seguía agitando la mano. Barski detuvo el coche un instante y torció hacia la izquierda.
Las calles estaban solitarias. Ni uno ni otro habló, de momento. Alcanzaron el iluminado puente de Lombard. Las aguas del Alster se veían oscuras. Ya no circulaban barcos, ni había gente alegre, ni música y baile. Finalmente, cuando recorrían el Gorch-Fock-Wall y dejaron atrás el antiguo jardín botánico, preguntó Norma:
—¿Es de plata el disco de este llavero?
Barski no distrajo la mirada y contestó con voz tranquila:
—Es de plata, sí. Me lo regaló mi mujer, en cierta ocasión.
—Oh, disculpe.
A la derecha quedó la Kleine Wallanlage.
—No tengo de qué disculparla —contestó el robusto científico—. ¿Le apetece escuchar música? Hay una emisora que no cesa en toda la noche.
—No, gracias —murmuró Norma.
Después de una pausa dijo Barski:
—En ese disco de plata hay grabadas unas palabras, ¿sabe?
—No necesita explicármelo, si prefiere no hacerlo.
—Al contrario. Prefiero.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. En lengua polaca pone, alrededor del borde: «Jan Barski es protegido por...» En el centro había antes un diminuto ángel de plata, soldado. El día en que mi mujer murió, el ángel se desprendió. Fui entonces a ver a un joyero y le pregunté si podría pulir la parte deteriorada y grabar algo en ella. Yo le dije que, donde había estado el ángel, me gustaría que pusiese el nombre de Dubravka, que significa «la buena».
Enfilaron ahora el Holstenwall, y no se cruzaron con ningún automóvil. No se veía ni un alma.
—Mi mujer se llamaba Dubravka —explicó Barski—. Me gustó poder poner su nombre, en lugar del ángel. Así sé que ella me protegerá siempre.
—Sin duda —afirmó Norma. «¿Para qué me sirvió a mí aquel colgante con el trébol de cuatro hojas...?», pensó.
—Se llamaba Dubravka —prosiguió Jan Barski—, y en realidad era «la buena». La bondad personificada. ¡Fue siempre tan buena! Nos conocimos en Varsovia, en el año 1972. Ella era psicóloga y pertenecía a la clínica psiquiátrica de la Universidad. Contrajimos matrimonio en 1973, y tres años más tarde nació nuestra hija: Yelisaveta.
Pasaban ahora por delante de la Grosse Wallanlage. «Déjale hablar —pensó Norma—. Todos necesitamos hacerlo. Yo también, cuando murió Pierre. Y tendré que desahogarme de nuevo, ahora que ha muerto mi hijo... Deja hablar a este hombre. Quizás haya olvidado que voy sentada a su lado, y hable consigo mismo. Tú también lo haces —se dijo—. Déjale hablar...»
—Siempre llamamos Yeli a la niña. Y, para mí, mi mujer era sólo Bravka... Tenía un gran sentido del humor; era inteligente, justa y amable con todo el mundo. No había quien no la quisiera. ¡Había que quererla! Podíamos conversar sobre nuestras profesiones, nos gustaban los mismos pintores y los mismos compositores y escritores, y en todo éramos de la misma opinión... «También vosotros», pensó Norma.
—Lo hacíamos todo juntos. Vacaciones en las playas del Báltico. Esquiábamos en Zakopane. Si por razones de trabajo teníamos que separarnos un solo día, era una catástrofe. Entonces nos telefoneábamos dos o tres veces... «Ya conozco eso», se dijo Norma.
—Cine, teatro, exposiciones, ópera... Siempre lo compartíamos todo. Hasta la compra de los sábados, en el supermercado, la hacíamos juntos, siempre juntos...
«Juntos, siempre juntos... —recordó Norma—. Pierre y yo y los periódicos del domingo... No sé si lo resistiré.»
Penetraron en el barrio de Sant Pauli, Reeperbahn abajo. Aún había luces de colores, y oyeron voces, cantos, gritos, música. En las esquinas encontraron algunas prostitutas, que alzaban sus delgadas faldas (no llevaban nada debajo) con una amplia sonrisa. Apenas había pasado el coche de Barski, dejaban de sonreír. Habían trabajado mucho y estaban cansadas. Por la calle aullaban los borrachos, y el suelo aparecía cubierto de cucuruchos vacíos, hojas de periódico, anuncios arrancados, desechos y vómitos. Un automóvil pasó por su lado a una velocidad absurda. —»Ese tipo se "ha vuelto loco —dijo Norma, indignada. —Nuestra casa estaba muy bien situada —explicó Jan Barski, que ni se había dado cuenta de la desconsideración del otro conductor—. Con frecuencia nos sentábamos en la terraza, a charlar o escuchar música. O, simplemente, permanecíamos callados, contemplando el río... Bravka...
En medio del arroyo yacía un beodo. El científico desvió cuidadosamente el coche, para no atropellarle.
—En noches como ésta —continuó, y era evidente que hablaba consigo mismo—, en noches tan calurosas, a finales de verano, nos quedábamos en la terraza hasta la madrugada, hasta que las aguas y el cielo empezaban a adquirir claridad, y su color y todos los colores de la ciudad que se extendía a nuestros pies cambiaban de un minuto a otro... ¡Qué colores tan maravillosos, y qué noches de ensueño...! Bravka no se hubiese acostado nunca, por su gusto... «Tienes que descansar —le decía yo—. Y a mí me sucede lo mismo. Dentro de un par de horas entramos a trabajar...» Y no era raro que ella contestara: «¡Disfrutemos de esto un rato más, Jan! Es tan hermoso, y me queda tan poco tiempo...»
En medio de la calzada se plantó una mujer. Barski hizo sonar el claxon. Nada; la mujer no se apartaba. Barski frenó e intentó apartarse. Pero ella se colocó delante mismo del coche. Era castaña, tenía los ojos grandes, pómulos altos y, en conjunto, una cara bonita. Iba terriblemente maquillada. De la comisura de sus labios pendía un cigarrillo. El delgado vestido rojo era muy escotado y, por los lados, llevaba sendos cortes hasta la cadera. La mujer agitaba en el aire su bolso de charol negro. Se acercó a Barski con mecánica sonrisa y miró al interior del vehículo por la ventanilla abierta.
—¡Ah, una parejita!
Su voz resultaba tan ordinaria como toda su persona. Arrojó el cigarrillo lejos de sí, tiró del seguro de la puerta trasera izquierda, la abrió y se dejó caer en el asiento posterior.
—¡Estupendo! Los tres juntos. ¡Hace tiempo que no se me presentaba la ocasión!
—¡Salga inmediatamente de aquí! —rugió Barski, de cara a ella.
La mujer vestida de rojo se subió el vestido hasta las caderas.
—¡Mira, hombre! Haré lo que vosotros queráis. Y si tu compañera prefiere mirar, lo haremos tú y yo solos. O bien ella y yo, si a ti te hace gracia. ¡No existe lo que yo no practique, amigo!
—¡Usted abandona ahora mismo mi coche! —gritó Barski.
La zorra emitió una risa gutural y bajó el seguro de la puerta.
—¡No te enfades tanto, cariño! Tu compañera ya se pone cachonda. ¡Mírala!
De repente se inclinó y besó a Barski en el cogote.
Él le dio un empujón. La mujer chilló y cayó del asiento. De paso arrastró consigo la bandolera de Norma, que ésta había dejado detrás. La bolsa se abrió, y su contenido se esparció por el oscuro suelo del coche.
—¡Maldita cerda! —exclamó la furcia vestida de rojo, pero en seguida adoptó un tono irónico—: ¡Oh, perdón, distinguida señora! Lo pondré todo en su sitio.
Se agachó y recogió todo lo que había esparcido, para añadir súbitamente:
—¡Vaya tío finolis que lleva usted! ¡Un cerdo asqueroso, eso es lo que es!
Barski se había apeado. Abrió la puerta posterior, agarró a la mujer por el cogote y la obligó a abandonar el vehículo.
—¡Huy! —vociferó a la vez que golpeaba a Barski con su bolso de charol—. ¡Tío mierda! ¡Asqueroso masturbador! ¡Sidoso mutilado...!
Un «Mercedes» negro se detuvo a su lado. Dos hombres bajaron de un salto. La ramera desapareció inmediatamente en un callejón lateral. Uno de los hombres corrió detrás de ella. El otro preguntó a Barski:
—¿Qué quería esa mujer?
—¿No se lo figura?
El hombre examinó el fondo del coche con su potente linterna.
—¿Ha metido algo?
—No lo creo. La eché en seguida. Por cierto que vosotros tardáis bastante en acudir...
—Nos entretuvo un borracho. Lo siento. ¿Le ha robado algo? —agregó, de cara a Norma, al mismo tiempo que le entregaba la bandolera.
Norma le miró sorprendida.
—¿Quién es usted?
—¿Seguro que no le ha robado nada?
—¡Quiero saber quién es usted! —insistió Norma, enfadada.
—Todos contamos con protección policial, desde el atentado —explicó Barski—. Estos señores nos seguían. Usted no lo notó, Frau Desmond.
—¿Protección policial?
—Sí —intervino el hombre—. ¿Le falta algo?
Norma repasó su bolsa. El desconocido iluminó el interior con su linterna.
—Grabadora, cámara, cassettes, películas... No, no, falta nada. —¿Está absolutamente segura? —Desde luego.
—¿Son los mismos objetos que usted llevaba? —Sí.
—¿No puede haber cambiado nada, esa persona? —¡Le digo que no, caramba! Conozco mis cosas. —Bien. En tal caso se trataba sólo de una prostituta. Volvió el segundo hombre. Estaba sin aliento.
—¿Qué?
—Escapó. Por una calle llena de burdeles. Se debió de meter en cualquier casa. Imposible dar con ella. Todos esos lupanares tienen puertas traseras. Además hay cincuenta putas, como poco. Más animación que en Navidad.
—Bueno, pues... —intervino de nuevo el primero—. No pasó de un susto. Más vale así. ¡Buenas noches, doctor! ¡Buenas noches, señora!
Barski se sentó al volante, los dos hombres volvieron a su coche y aguardaron a que el «Volvo» arrancara. Luego le siguieron a una distancia prudente.
Jan Barski estaba todavía muy nervioso.
—¡No sabe cuánto siento este percance! —dijo.
—De manera que tenemos protección policial —comentó Norma, echando una mirada al retrovisor—. Es natural...
El «Mercedes» negro iba detrás.
—Lo lamento de veras —se excusó Barski por segunda vez.
—¿Y usted qué culpa tiene? Esta parte de Hamburgo es así. Vivo en la Parkstrasse, y siempre paso por la Reeperbahn. ¡Si viera el bullicio que se arma aquí los viernes por la noche, cuando llegan los autocares llenos de holandeses y belgas...!
—Pero lo que esa mujeruca dijo... Perdone, es el colmo...
—¡Cálmese, doctor! En mi profesión oigo cosas peores.
Barski meneó la cabeza.
—¡Pero eso ha sido..., repelente, vamos!
—Olvídelo. Lo importante es que no robó nada.
Continuaron en silencio durante un rato. La Reeperbahn quedaba ya muy atrás cuando el científico habló de nuevo, llevado por sus recuerdos...
—Ella me llamaba «mi corazón». Y yo la llamaba «mi alma»... Constantemente repetía que le quedaba poco tiempo, y eso me ponía furioso... Pero no acudió al médico hasta que los dolores fueron insoportables... Los tenía aquí... —dijo Barski, y se llevó la mano a la cadera izquierda—. Yo la acompañé y, cuando el médico le oprimió aquel punto, Bravka gritó... A la mañana siguiente ya le hicieron todas las horribles pruebas. También un tomograma computarizado. Aún no había metástasis... La operaron un par de días más tarde, y primero fue todo de maravilla, pero luego empezaron a fallarle los órganos... Los riñones... Su cuerpo se encharcaba más y más... Ya no me reconocía... Yo estaba inclinado sobre ella, pobrecita, y Bravka seguía chillando: «¡Que venga Jan! ¡Quiero que venga Jan!» Y yo le decía: «¡Si estoy contigo, Bravka!» Pero ella no cesaba de pedir que me llevasen al hospital... Tenía un corazón tan sano... Y cuando el edema alcanzó los pulmones y produjo aquellos estertores tan horribles...
De pronto, Barski reaccionó y miró preocupado a Norma.
—¡Perdón, Frau Desmond! ¡Perdóneme...!
Norma hizo un gesto afirmativo y cerró los ojos.
—Cáncer del intestino —dijo, y su acento polaco había ido en aumento, desde que volviera a hablar—. Un médico le... Yo se lo supliqué... Creo que la ayudó, cuando su respiración se hizo tan espantosa... Porque..., dos días más tarde le sobrevino un para cardíaco... ¡Ella, que siempre había tenido un corazón tan fuerte...!
Había torcido hacia la Konigstrasse, y ahora pasaron junto al cementerio judío, que quedaba a la izquierda, en la oscuridad.
—Murió el 25 de mayo de 1982, a las diez menos cuarto... «Tan poco tiempo...», había dicho siempre. Acababa de cumplir treinta y cinco años... Realmente fue muy poco tiempo, ¿no? Yeli tenía entonces seis años, y vivíamos en Hamburgo desde que, en 1974, el profesor Gellhorn me ofreciera colaborar con él... Bravka trabajaba en el departamento de Psiquiatría del hospital de Eppendorf. Ocupábamos un piso muy espacioso, en una casa antigua y bonita de la Ulmenstrasse, cerca del parque, casi tocando al instituto... Una zona muy verde... El único inconveniente que teníamos, era que desde la terraza no veíamos el Elba, ni ningún río... Yeli y yo estábamos solos, cuando Bravka fue enterrada en el cementerio de Ohlsdorf... Era un día caluroso, tremendamente tórrido... Aparte de nosotros dos, no había más que los hombres de la funeraria, que habían transportado el ataúd, y un enterrador... No quise que asistiera ningún sacerdote... En aquellos momentos me sentía demasiado enojado con Dios... Espero que me perdone... Voy muy pocas veces a visitar la tumba... Lo comprende, ¿verdad?
—¡Y tanto! —suspiró Norma.
—De cualquier forma, Bravka no está allí...
Ahora atravesaban Altona.
—No, claro —musitó Norma.
—Ella... ¿Sabe? Leí la historia de un judío que, después de enviudar, fue a ver a su rabino y le preguntó: «¿Hay manera de devolver la vida a los muertos?» Y el rabino contestó: «Sí. Pensando siempre en ellos.»
Pasado el Ayuntamiento de Altona, llegaron a la Elbchaussee.
—¡Qué poco tacto, por mi parte! —exclamó Barski de pronto, mirando a Norma—. ¡Usted acaba de perder a su niño!
—No... importa... —contestó ella—. Usted tiene a su muerta. Yo tengo a los míos... Everybody has to fight his awn battles.
—Es cierto —dijo el científico—. Cada cual ha de sostener sus propias batallas.
Norma preguntó entonces: —¿Su hija va aquí al colegio?
—Sí. Continuamos en la misma vivienda. Yeli no quiso dejarla. Tenemos una maravillosa ama de llaves, Frau Krb. Hace muchos años que está con nosotros. Conocía a mi mujer y adora a Yeli. Cuando yo debo ausentarme, ella cuida de la niña. Es una gran suerte encontrar una persona como Mila Krb...
No dijo nada más hasta que llegaron a la casa de la Parkstrasse y él detuvo el coche detrás del «Golf» azul de Norma. Se apeó y le abrió la puerta a la periodista.
—Bueno... —empezó Norma una frase.
—La acompaño.
—¿Qué?
—Subo con usted hasta el piso —declaró Barski con voz insegura—. Sólo por un momento.
—¿Por qué?
Barski la miró.
—Ya sabe por qué, Frau Desmond.
—Ah, sí. Dejé la luz encendida. Eso parece dar alguna seguridad... Y el regreso a casa no es tan duro.
—Por eso mismo. ¿Me permite...?
—Desde luego.
Subieron en el ascensor y ella abrió la puerta del piso. No pudo evitar la impresión, pero Barski ya había rodeado delicadamente sus hombros con un brazo. Luego recorrió con Norma todas las habitaciones. Ni una sola estaba a oscuras. Por último entraron en la sala, donde los cuadros cubrían toda una pared. Norma había colocado las rosas de té en un jarrón, encima de una mesilla junto al sofá.
—Gracias —dijo—. Pero... ¿Y usted? Cuando ahora regrese a casa...
—Yo tengo la niña —contestó Barski—. Entraré en su cuarto para verla dormida. Siempre que vuelvo tarde o llego de viaje en plena noche, contemplo a la pequeña. Puedo considerarme muy afortunado, ¿no?
—Desde luego —musitó Norma—. Debo darle las gracias, doctor.
—¿De qué?
—Por su confianza. Ahora, enterada de muchas más cosas, tengo unas posibilidades mucho mayores de desenmascarar a los asesinos de mi hijo... ¿Tomarla un vaso de agua mineral? Porque usted no bebe alcohol.
—Soy abstemio.
—¿Agua mineral con limón, entonces? One for the road?
—Gracias. ¡De veras que no! Oh, mire qué hay en esa rosa...
—Una mariquita —dijo Norma, y en aquel momento agradeció inmensamente la presencia del insecto.
Barski se inclinó sobre él y pareció examinar con gran seriedad el animalito rojo de los puntos negros.
—Hum... —hizo—. Hum...
—¿Qué pasa?
—Se trata de un miembro de la extensa especie llamada Coccinella. Más exactamente, ésta es una Coccinella septempunctata, la que significa que tiene siete puntos. Vea: uno..., dos... ¡Siete en total! ¡Qué casualidad! Sin esta mariquita, hubiese olvidado explicarle lo más importante que ha ocurrido en el campo de la genética.
—¿Y eso es?
—La vida sexual de las mariquitas —dijo, muy formal—. Pero no de ésta, la de los siete puntos, sino de una mariquita que sólo tiene dos, la Adalia bipunctata. Se dice que ese bichito trae suerte. En cambio, si uno lo mata, tendrá desgracia. Según la tradición» todos esos coleópteros eran los animales favoritos de la Virgen, que los protegía especialmente. De ahí su nombre.
—Ya...
«¡Cómo se esfuerza este hombre en distraerme...!», pensó Norma.
—¡Espere! He de contarle algo más. En el último número de la revista científica Nature, un tal M. E. N. Majerus y sus colegas del departamento de genética de la Universidad de Cambridge explican que consiguieron averiguar cómo las hembras de la mariquita bipunctata encuentran pareja...
—No —dijo Norma.
—¿Qué no, Frau Desmond?
—Que no me tome el pelo.
—¿Tomarle el pelo? ¡Jamás me permitiría algo semejante! —protestó él con el ceño un poco fruncido—. Se trata de un descubrimiento de gran importancia. En ese departamento de la Universidad de Cambridge es, precisamente, donde Crick y Watson hallaron lo de la estructura helicoidal. ¿Me permite continuar?
Norma hizo un ligero movimiento de hombros.
—Gracias. Verá: muchas hembras de la Adalia bipunctata no saben decidirse por un macho de su especie... Pues ese Majerus y sus colegas descubrieron que es un minúsculo gen..., un solo gen, Frau Desmond... ¡
—Ya lo he oído, doctor Barski.
—...que un solo gen determina que las pequeñas damas prefieran un compañero negro con puntos rojos, o uno rojo con puntos negros. No me interrumpa. ¡Es demasiado curioso! Los investigadores comprobaron que la preferencia por machos oscuros es transmitida por los padres a la mariquita hija. ¿Se imagina lo que esto significa? Si la hija lleva el gen dominante, sólo tendrán posibilidades de conquistarla los jóvenes escarabajitos negros.
—¡Por favor!
—Hablo bien en serio. Si la hija no ha heredado ese gen, admitirá que la cortejen tanto los caballeros negros como los de color rojo. Esto lo confirmaron los científicos después de complicadas pruebas de cruzamiento y cubrición.
—¡Cielos!
—Con ello, Frau Desmond, los investigadores eliminaron la vieja controversia entre los defensores de la teoría hereditaria y los behavioristas. Porque en los medios competentes se discutía la posibilidad de que un solo gen pudiera dirigir una conducta tan complicada como la elección de pareja... Increíble, ¿no?
—Usted es una persona muy amable —dijo Norma—. Quiere distraerme... Porque todo esto se lo inventa, ¿verdad?
—¡Frau Desmond! ¡Nature es una de las revistas científicas más serias!
—¡Oh, claro! —respondió Norma.
—Discúlpeme de nuevo, Frau Desmond... —murmuró Barski, a la vez que bajaba la cabeza.
—¿Que le disculpe? Si usted no ha hecho más que intentar... Quiero decir que..., los dos... Cada cual confía en poder sacarse del pantano tirándose de los propios pelos... Como el barón de Münchhausen... Pero que usted intente sacarme a mí del pantano...
No pudo continuar y se volvió.
—Ahora debo irme —dijo el científico.
—Claro. Es muy tarde —contestó ella, mirándole de nuevo—. ¡Llámeme cuando haya llegado a su casa!
—¿Sabe la hora que es?
—No espero conciliar pronto el sueño. Estaré más tranquila si me telefonea. Siempre puede..., suceder algo. Conduzca con cuidado.
En el recibidor, Barski le dio la mano a Norma y susurró una frase en lengua polaca.
—¿Qué significa eso?
—Nada especial —respondió él con timidez—. He rezado por usted.
—¿Es usted religioso?
—Antes no lo era en absoluto. Pero desde...
—Lo comprendo.
—La llamaré.
Barski había pulsado el botón del ascensor, y entró en la cabina.
—¡Que Dios la proteja! —dijo.
Y el ascensor se deslizó hacia abajo.
Norma cerró la puerta del piso y se encaminó al cuarto de baño. «Eso no tiene ningún sentido —pensó, mientras abría los grifos de la bañera—. Barski es un hombre lleno de buena intención, y muy amable. Pero tanto él como yo estamos solos. Cada cual ha de sostener sus propias batallas. Y solo.